Dramas del tercer patio

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Esmeraldas: Cuentos mundanos (1921)
de Fray Mocho
Dramas del tercer patio

DRAMAS DEL TERCER PATIO

La conoció siendo vigilante.

Por la mañana cuando estaba de facción en la esquina, arrebujado en su grueso capote azulado con botones de nickel, se quedaba extasiado viéndola fregar los vidrios de las grandes puertas que daban al balcón.

Se le hacía agua la boca al mirarle los brazos morenos, gruesos y bien torneados.

Le metía los ojos por la manga del vestido y los paseaba a lo largo de aquel lindo cuerpo, acariciando sus formas exhuberantes.

Francamente, gozaba contemplándola y su gozo se pintaba en su rostro obligándolo a llevar la mano a la empuñadura del machete con un aire bravío.

Ella lo miraba también y se deleitaba, mientras limpiaba los grandes vidrios, pensando en los besos que se ocultaban bajo los gruesos bigotes del enamorado vigilante.

Y por la noche al retirarse a su cuarto oscuro y frío, como generalmente son los destinados a la servidumbre, se complacía en reproducir mentalmente el cuadro que había herido su retina por la mañana y se sentía presa de emociones que al par que la llenaban de contento, le hacían latir con fuerza el corazón, enardeciéndole la sangre.

La fiebre de amor dominaba su cerebro de quince años y luego que se acostaba se dormía gozosa pensando que no era el sueño quien entrecerraba sus ojos, sino el hálito tibio de aquel a quien consagraba las primicias de sus pensamientos íntimos.

Y dormida, delirios de amor la hicieron más de una vez abrazar la almohada en que reclinaba su cabeza.

Una mañana en que estaba franco y recorría las calles sin rumbo, la halló en su camino.

Inmediatamente adoptó su aire marcial, estudiado para las grandes ocasiones y se acercó a ella retorciéndose el bigote con coquetería.

—¡Qué ricura!... le dijo... ¿Y no tiene miedo que la roben?

—No sea sonso... ¡Siga su camino!

—¡Jesús, que mala!... ¡Naide lo diría viendo esos ojos!

—¡Pues no!... Siga su camino y déjeme.

—¡Qué esperanzas!... ¡Primero me desuellan!... ¡Mirá, dejarla aura que la he caturáo! ¿Qué no sabe que uste es la prienda más linda de la sesión?

—¡Bueno... vaya... dejeme!... y feliz con las palabras del galante gallo policial se hacía la que caminaba ligero para escapar a su compañía... ¡Mire que nos va a ver el patrón!

—¡Pero si yo tengo que hablarle de lo que la quiero!... Espereme esta noche en el zaguan... ¿Si?

—¡Qué se ha creído, eh!... ¡Yo no soy de esas!

—¡No se enoje mi negra... si es pá hablar no más!... ¿Me va a esperar?

—Siga su camino...

—¡Vea si había sido mala! ¡Quién lo había de creer viéndola tan rica!... ¿Me va a esperar?

—¡No!

—¡Dígame que no mirándome... ¡Qué me maten sus ojos!... ¿Me va a esperar?

—Ya le he dicho que nos va a ver el patrón... ¡déjeme!

—No... dígame que sí... sino soy capaz de acompañarla no digo hasta su casa... ¡hasta la polecía!

—Bueno... pero...

—¿A qué hora mi negrita?... ¡tan rica!...

—¡Ustedes dicen todos lo mismo!

—Yo no se lo digo no más que a usted... bueno... ¿a qué hora?

—A las seis... no me acompañe... mire que nos va a ver el patrón!

Y desde ese día, todas las tardes a las seis, hora en que los patrones comían, ella y él se encontraban en el zaguán semi-velado por las sombras de la noche que llegaba.

Fué tras la pesada puerta de cedro llena de molduras donde el desfloró sus labios de virgen con el primer beso de amor ¡fué allí donde por primera vez ella sintió, confusa y turbada, una mano de hombre acariciar los tesoros de su seno mientras en su oído vibraban palabras que hacían estremecer su cuerpo y cuya armonía desconocida no sospechaba antes, ni remotamente que existiera!

Fué allí donde sus labios aprendieron a derramar la dicha que la inundaba — tiñéndole de carmín las morenas mejillas aún cubiertas por ese vello de la niñez, que parece nube de inocencia — transformada en raudales de besos tanto más ardientes cuánto mayor era el caudal en que brotaban!

Y fué allí, trás aquella pesada puerta de cedro, donde una noche, enloquecida por el fuego que circulaba en sus venas y sintiendo impotentes sus besos para apagarlo, entregó a su amante el velo de su pureza de virgen; ¡le sacrificó sus rubores de niña inocente!

Y la pobre mujer que con tosco lenguaje me pintaba su primer caída, mientras yo velaba como practicante al lado de su humilde lecho de Hospital, rompió a llorar y entre sollozos me dijo al darse vuelta hacia la pared:

—Desde entonces no volví a abrazar mi almohada soñando y hoy lloro al recuerdo de lo que tantas veces me deleitó!