El hijo de la dicha

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Tradiciones peruanas - Octava serie
El hijo de la dicha​
 de Ricardo Palma


Con ese mote fue bautizado en 1547 el capitán Lope Martín, y por mi fe que el mote nada tuvo de antojadizo.

Cuando llegaron a Trujillo los primeros rumores de haberse defeccionado en Panamá la escuadra de Gonzalo Pizarro, el capitán Diego de Mora, que era el gobernador de la ciudad, se puso en viaje para Lima a fin de comunicar la importante noticia a su caudillo. En la primera jornada saliósele la espada de la vaina, hiriendo al caballo que montaba. Túvolo el de Mora por malísimo agüero, y regresando a Trujillo alzó bandera por el rey.

Noticioso Pizarro de que el mal ejemplo de Mora había encontrado imitadores en otros de sus tenientes en el Norte, despachó contra ellos al capitán Juan de Acosta con cien arcabuceros y cien jinetes. Encomendó este el mando de la descubierta o fuerza de exploración al alférez Jerónimo de Soria, quien aprovechando de una ocasión propicia se pasó con su gente al enemigo.

Francisco de Carvajal, que a la sazón estaba en Lima, juró y rejuró que daría garrote a cuantos hubiesen aconsejado a Soria que desertase del banco de Gonzalo, y echose en consecuencia a hacer averiguaciones. De ellas resultó que el capitán Lope Martín había regalado a Soria su caballo, lo que para el criterio del Demonio de los Andes constituía prueba plena de criminalidad. Púsolo preso, y diole una horita de plazo para que ajustara cuentas con Dios.

Don Antonio de Ribera, deudo de los Pizarro y personaje de muchos respetos y campanillas, tuvo noticia del conflicto en que se hallaba Lope Martín, que era muy su amigo, y calculando que empeñarse con Carvajal era perder tiempo y gastar saliva, se fue directamente a Gonzalo, y tanto le rogó, que a la postre se avino a perdonar. Pero como la cosa urgía y no daba tiempo para escribir y firmar, obtuvo don Antonio que Gonzalo le diese sus guantes de gamuza, que ya en otra oportunidad habían servido le cédula de perdón para con el sanguinario don Francisco.

Entretanto habían transcurrido cincuenta minutos, y del palacio de Gonzalo a la cárcel había más de dos cuadras de camino. Don Antonio corrió, y echando casi los bofes llegó a la prisión y sin fuerzas para articular palabra presentó los guantes a Carvajal.

-Paréceme, y me alegro -dijo don Francisco,- que merced ha llegado tarde con la bula. Ya ese bellaco de Lope Martín debe estar en el infierno, dando cuenta al diablo de sus perrerías en este mundo. Pero en fin, véngase vuesa merced conmigo y llévese el cuerpo del traidor, y tenga el consuelo de darle la sepultura que no merece.

Y entraron en el calabozo a tiempo que el verdugo, después de dar una vuelta de garrotillo, que no bastó para matar al preso, se preparaba a dar la segunda, que infaliblemente habría sido la de apaga y vámonos.

Lope Martín, medio estrangulado, cayó sin sentido en brazas de su amigo.

Mientras le hacían aspirar algunas sales, Carvajal le examinaba el amoratado cuello y murmuraba:

-¡Vaya un pescuezo para duro! Bien puede este pícaro desbautizarse desde hoy y llamarse el hijo de la dicha.

Y salió del calabozo canturreando una de sus coplas favoritas:


     «¡Ay, amor!, tirano amor,
 más que tirano traidor;
 pues traidor me fuiste, amor,
 todo te sea traidor».