El hijo del portero
El general vivía en el primer piso, y el portero, en el sótano. Había una gran distancia entre las dos familias: primero las separaba toda la planta baja, y luego la categoría social.
Pero las dos moraban bajo un mismo tejado, con la misma vista a la calle y al patio, en el cual había un espacio plantado de césped, con una acacia florida, al menos en la época en que florecen las acacias. Bajo el árbol solía sentarse la emperejilada nodriza con la pequeña Emilia, la hijita del general, más emperejilado todavía. Delante de ellas bailaba, descalzo, el niño del portero. Tenía grandes ojos castaños y oscuro cabello y la niña le sonreía y le alargaba las manitas. Cuando el general contemplaba aquel espectáculo desde su ventana, inclinando la cabeza con aire complacido, decía:
-¡Charmant!
La generala, tan joven que casi habría podido pasar por hija de un primer matrimonio del militar, no se asomaba nunca a la ventana a mirar al patio, pero tenía mandado que, si bien el pequeño de «la gente del sótano» podía jugar con la niña, no le estaba permitido tocarla, y el ama cumplía al pie de la letra la orden de la señora.
El sol entraba en el primer piso y en el sótano; la acacia daba flores, que caían, y al año siguiente daba otras nuevas. Florecía el árbol, y florecía también el hijo del portero; habríais dicho un tulipán recién abierto.
La hijita del general crecía delicada y paliducha, con el color rosado de la flor de acacia. Ahora bajaba raramente al patio; salía a tomar el aire en el coche, con su mamá, y siempre que pasaba saludaba con la cabeza al pequeño Jorge del portero. Al principio le dirigía incluso besos con la mano, hasta que su madre le dijo que era demasiado mayor para hacerlo.
Una mañana subió el mocito a llevar al general las cartas y los periódicos que habían dejado en la portería. Mientras estaba en la escalera oyó un leve ruido en el cuarto donde guardaban la arena blanca empleada para la limpieza de los suelos. Pensando que sería un pollito allí encerrado, abrió la puerta y se encontró ante la hijita del general, vestida de gasas y encajes.
-No lo digas a mis papás; se enfadarían.
-Pero, ¿qué pasa? ¿Qué sucede, señorita? -preguntó Jorge.
-Todo está ardiendo -respondió ella-. ¡Llamas y llamas!
Jorge abrió la puerta de la habitación de la niña. La cortina de la ventana estaba casi completamente quemada, y el barrote ardía. El niño lo hizo caer de un salto y pidiendo socorro a gritos. De no haber sido por él, la casa entera se hubiera incendiado.
El general y la generala interrogaron a Emilita.
-Sólo cogí una cerilla -dijo la niña-; prendió enseguida, y la cortina también. Escupí para apagar el fuego, escupí cuanto pude, pero no tenía bastante saliva, y entonces salí corriendo de la habitación, pues pensé que mis papás se enfadarían.
-¡Escupir! -dijo el general-, ¿Qué palabrota es esa? ¿Cuándo la oíste a tu papá o a tu mamá? La aprendería ahí abajo.
A Jorgito, empero, le dieron una moneda de cuatro chelines, que no fue a parar a la pastelería, no, sino a la hucha. Y pronto hubo en ella los chelines suficientes para comprar una caja de lápices de colores, con los cuales pudo iluminar sus numerosos dibujos. Éstos fluían materialmente de los lápices y los dedos. Los primeros los regaló a Emilita.
-¡Charmant! -exclamó el general. Hasta la generala admitió que se veía perfectamente la idea del chiquillo.
“Tiene talento”. Estas palabras fueron comunicadas, para su satisfacción, a la mujer del portero.
El general y su esposa eran personas de la nobleza; tenían sus escudos de armas, cada cual el propio, en la portezuela del coche. La señora había hecho bordar el suyo en todas sus piezas de tela, tanto exteriores como interiores, así como en su gorro de dormir y en el bolso de cama. Era un escudo precioso, y sus buenos florines había costado a su padre, pues no había nacido con él, ni ella tampoco. Había venido al mundo demasiado pronto, siete años antes que el blasón. La mayoría de las personas lo recordaban; sólo la familia lo había olvidado. El escudo del general era antiguo y de gran tamaño; llevarlo encima habría sido como para que rechinaran los huesos, y ahora se le había añadido otro. Y a la señora generala parecía que se le oyeran rechinar los huesos cuando se dirigía en su carroza al baile de la Corte, toda tiesa y envarada.
El general era ya viejo y de cabello entrecano, pero montado en su caballo, hacía aún buena figura. Como estaba convencido de ello, salía todos los días a caballo, con su ordenanza a la distancia conveniente. Cuando entraba en una reunión parecía también hacerlo a caballo, y tenía tantas condecoraciones, que resultaba casi increíble. Pero, ¿qué iba a hacerle? Había entrado muy joven en la carrera militar, y había participado en muchas maniobras, todas en otoño y en tiempo de paz. De aquellos tiempos recordaba una anécdota, la única que sabía contar. Su suboficial cortó una vez la retirada a un príncipe, haciéndolo prisionero, por lo que éste hubo de entrar en la ciudad en calidad de cautivo, junto con un grupo de soldados, detrás del general.
Había sido un acontecimiento inolvidable, que el general narraba año tras año con regularidad, repitiendo siempre las memorables palabras que habla pronunciado al restituir el sable al príncipe:
«Sólo un suboficial pudo hacer prisionero a Su Alteza; yo nunca». Y el príncipe había respondido: «Es usted incomparable». Jamás el general había tomado parte en una campaña de verdad. Cuando la guerra asoló el país, él entró en la carrera diplomática, y fue acreditado, sucesivamente, en tres Cortes extranjeras. Hablaba el francés tan a la perfección, que por esta lengua casi había olvidado la propia; bailaba bien, montaba bien, y las condecoraciones se acumulaban en su pecho en número incontable. Los centinelas le presentaban armas; una lindísima muchacha lo hizo también, y ello le valió ser elevada al rango de generala y tener una hijita encantadora, que parecía caída del cielo. Y el hijo del portero bailaba ante ella en el patio, y le regalaba todos sus dibujos y pinturas, que ella miraba complacida antes de romperlos. ¡Era tan delicada y tan linda!
-¡Mi pétalo de rosa! –le decía la generala-. ¡Naciste para un príncipe!
El príncipe estaba ya en la puerta, pero nadie lo sabía. Las personas no ven nunca más allá del umbral.
-Hace poco nuestro pequeño partió su merienda con ella -dijo la mujer del portero-. No tenía ni queso ni carne, y, sin embargo, le gustó como si fuese buey asado. Se habría armado la gorda si llegan a verlo los generales; pero no se enteraron.
Jorge había compartido su merienda con Emilita, y muy a gusto habría compartido también su corazón si ello hubiese podido darle gusto. Era un buen muchacho, listo y despierto. A la sazón concurría a la escuela nocturna de la Academia, para perfeccionarse en el dibujo. Emilita también progresaba en sus conocimientos; hablaba francés con su ama, y tenía profesor de baile.
-Jorge va a recibir la confirmación para Pascuas -dijo la mujer del portero. Tan mayor era ya.
-Convendría ponerlo de aprendiz -observó el padre-. Habría que darle un buen oficio; y sería una carga menos.
-Pero tendrá que venir a dormir a casa -respondió la madre.
No es cosa fácil encontrar un maestro que disponga de dormitorio para aprendices. Igualmente tendremos que vestirlo, y, en cuanto a la comida, no supone un gran sacrificio, ya sabes que se contenta con unas patatas hervidas. Su instrucción no nos cuesta nada; déjalo que siga su camino. No nos pesará, ya lo verás. Lo dice su profesor.
El traje de confirmación estaba listo. La propia madre lo había confeccionado. Se lo había cortado un sastre de la vecindad, que tenía muy buenas manos. Como decía la portera, si hubiese dispuesto de medios y tenido un taller con oficiales, habría sido sastre de la Corte.
Los vestidos estaban listos, y el confirmando también. El día de la ceremonia, uno de los padrinos de Jorge, el más rico de todos un ex-mozo de almacén de edad ya avanzada, regaló a su ahijado un gran reloj de metal barato. Era un reloj viejo y muy usado que siempre adelantaba, pero mejor era eso que atrasar; fue un regalo espléndido. El obsequio de la familia del general consistió en un devocionario encuadernado en tafilete; se lo envió la señorita, a quien Jorge había regalado tantos dibujos. En la portada se leía su nombre y el de ella, con la expresión «afectuosa protectora». Lo había escrito la muchacha al dictado de la generala, y su marido, al leerlo, lo había encontrado charmant
-Verdaderamente es una gran atención, de parte de personas tan distinguidas -dijo la mujer del portero; y Jorge hubo de vestir su traje de confirmación, y, con su devocionario, subir a dar las gracias.
La generala estaba sentada, muy arropada, pues padecía jaqueca siempre que se aburría. Recibió a Jorge muy amablemente, lo felicitó y le deseó que nunca tuviera que sufrir aquel dolor de cabeza. El general iba en bata de noche, gorra de borla y botas rusas de caña roja. Por tres veces recorrió la habitación sumido en sus pensamientos y recuerdos; finalmente, se detuvo y pronunció el siguiente discurso:
-Así ya tenemos al pequeño Jorge hecho un cristiano. Sé también un hombre bueno y respeta a tus superiores. Cuando seas viejo, podrás decir: ¡Lo aprendí del general!
Fue sin duda el discurso más largo de cuantos el bravo militar había pronunciado en toda su vida; luego volvió a reconcentrarse y adoptó un aire de gran dignidad. Pero de todo lo que Jorge oyó y vio en aquella casa, lo que más se grabó en su recuerdo fue la señorita Emilia. ¡Qué encantadora! ¡Qué dulce, vaporosa y distinguida! Si tuviera que pintarla, tendría que hacerlo en una pompa de jabón. Un fino perfume se exhalaba de todos sus vestidos y de su ensortijado cabello rubio. Se habría dicho un capullo de rosa recién abierto. ¡Y con aquella criatura había partido él un día su merienda! Ella se la había comido con verdadera voracidad, con un gesto de aprobación a cada bocado. ¿Se acordaría aún de aquello? Sí, seguramente; y en recuerdo le había regalado el hermoso devocionario.
A la primera luna nueva del año siguiente, siguiendo una vieja tradición, salió a la calle con un trozo de pan y un chelín, y abrió el libro al azar, buscando una canción que le descubriera su porvenir. Salió un cántico de alabanza y de gracias. Preguntó luego al oráculo por el destino de Emilita. Procedió con extremo cuidado, para no dar con un himno mortuorio, y, a pesar de todo, el libro se abrió en una página que hablaba de la muerte y de la sepultura; pero, ¡quién cree en esas tonterías! Y, sin embargo, experimentó una angustia infinita cuando, poco más tarde, la encantadora muchachita cayó enferma, y el coche del doctor se paraba cada mediodía delante de la puerta.
-No conservarán a la niña -decía la portera-. El buen Dios sabe bien a quién debe llamar a su lado.
No murió, sin embargo, y Jorge siguió componiendo dibujos y enviándoselos. Dibujó el palacio del Zar y el antiguo Kremlin tal y como era, con sus torres y cúpulas, que, en el dibujo del muchacho, parecían enormes calabazas verdes y doradas por el sol. A Emilita le gustaban mucho estas composiciones, y aquella misma semana Jorge le envió otras, representando también edificios, para que la niña pudiera fantasear acerca de lo que había detrás de las puertas y ventanas.
Dibujó una pagoda china, con campanillas en cada uno de sus dieciséis pisos, y dos templos griegos con esbeltas columnas de mármol y grandes escalinatas alrededor. Dibujó asimismo una iglesia noruega de madera; se veía que estaba construida toda ella de troncos y vigas, muy bien tallados y modelados, y encajados unos con otros con un arte singular. Pero lo más bonito de la colección fue un edificio, que él tituló «Palacio de Emilita», porque ella debía habitarlo un día. Era una invención de Jorge y contenía todos los elementos que le habían gustado más en las restantes construcciones. Tenía la viguería de talla, como la iglesia noruega; columnas de mármol, como el templo griego; campanillas en cada piso, y en lo alto, cúpulas verdes y doradas, como el Kremlin del Zar. Era un verdadero palacio infantil, y bajo cada ventana se leía el destino de la sala correspondiente: «Aquí duerme Emilia, aquí Emilia baila y juega a "visitas"». Daba gusto mirarlo, y causó la admiración de todos.
-¡Charmant! -exclamó el general.
Pero el anciano conde -pues había un conde anciano, más distinguido aún que el general y propietario de un palacio propio y una gran hacienda señorial -no dijo nada. Se enteró de que lo había imaginado y dibujado el hijo del portero. Ya no era un niño, pues había recibido la confirmación. El anciano conde examinó los dibujos y se guardó su opinión.
Una mañana en que hacía un tiempo de perros, gris, húmedo, en una palabra, abominable, significó, sin embargo, para Jorge el principio de uno de los días más radiantes y bellos de su vida. El profesor de la Academia de Arte lo llamó.
- Escucha, amiguito - le dijo -, tenemos que hablar tú y yo. Dios te ha dotado de aptitudes excepcionales, y ha querido al mismo tiempo que no te faltase la ayuda de personas virtuosas. El anciano conde que vive en esta calle ha hablado conmigo. He visto tus dibujos, pero ahora no hablemos de ellos, pues tienen demasiado que corregir. Desde ahora podrás asistir dos veces por semana a mi escuela de dibujo y aprenderás a hacer las cosas como se debe. Creo que es mayor tu disposición para arquitecto que para pintor. Pero tienes tiempo para pensarlo. Preséntate hoy mismo al señor conde de la esquina, y da gracias a Dios por haber puesto a este hombre en tu camino.
Era una hermosa casa la del conde, allá en la esquina de la calle. Las ventanas estaban enmarcadas con relieve de piedra, representando elefantes y dromedarios, todo del tiempo antiguo, pero el anciano conde vivía de cara al nuevo y a todo lo bueno que nos ha traído, lo mismo si ha salido del primer piso como del sótano o de la buhardilla.
-Creo -observó la mujer del portero- que cuanto más de veras son nobles las personas, más sencillas son. Mira el anciano conde, ¡qué llano y amable! Y habla exactamente como tú y como yo; no lo hacen así los generales.
No estaba poco entusiasmado anoche Jorge, después de visitar al conde. Pues lo mismo me ocurre hoy a mí, después de haber sido recibida por este gran señor. ¿Ves lo bien que hicimos al no poner a Jorge de aprendiz? Tiene mucho talento.
-Pero necesita apoyo de los de fuera observó el padre.
-Ya lo tiene -repuso la madre-. El conde habló con palabras muy claras y precisas.
-Pero la cosa salió de casa del general -opinó el portero y también a él debemos estarle agradecidos.
-Desde luego -respondió la madre-, aunque no creo yo que les debamos gran cosa. Daré las gracias a Dios, y se las daré también por el restablecimiento de Emilita.
La niña salía adelante, en efecto, y lo mismo hacía Jorge. Al cabo de un año ganó la segunda medalla de plata, y después, la primera.
-¡Más nos hubiera valido ponerlo de aprendiz! -exclamaba llorando la mujer del portero-; así lo hubiéramos tenido a nuestro lado. ¿Qué se le ha perdido en Roma? No volveré a verlo, aunque regrese algún día. ¡Pero nunca volverá mi hijo querido!
-¡Pero si es por su bien, si es un gran honor para él! -la consolaba el padre.
-Gracias por tus consuelos -protestó la mujer-, pero ni tú mismo crees lo que estás diciendo. ¡Estás tan triste como yo!
La aflicción de los padres era justificada, pero no lo era menos el viaje. Para el muchacho era una gran suerte, decía la gente. Llegó la hora de despedirse, incluso de la familia del general. La señora no salió, pues sufría de fuerte jaqueca. El general le repitió su única anécdota, lo que había dicho al príncipe y la respuesta de éste: «Es usted incomparable». Luego le tendió la blanda mano. Emilia se la estrechó a su vez, parecía afligida, pero Jorge estaba aún más triste.
El tiempo pasa deprisa cuando se trabaja; pero también cuando no se hace nada. El tiempo es igual de largo, pero no de útil. Para Jorge era provechoso, pero no largo ni mucho menos, excepto cuando pensaba en los seres queridos que había dejado en casa. ¿Qué tal irían las cosas en el primer piso y en el sótano? Se escribían, naturalmente. ¡Cuántas cosas puede reflejar una carta! Días de sol y otros turbios y difíciles. Así llegó una anunciando que su padre había muerto y que la madre quedaba sola. Emilia se había portado como un ángel de consuelo. Había bajado al sótano, escribía la madre, añadiendo que le permitían continuar de portera.
La generala llevaba su diario, en el que registraba cada baile y cada tertulia a que había concurrido, así como las visitas de todos los forasteros. El diario estaba ilustrado con las tarjetas de los diplomáticos y de la alta nobleza; la dama estaba orgullosa de su diario. Había ido creciendo a lo largo del tiempo, a costa de horas, bajo fuertes jaquecas, pero también como fruto de claras noches, es decir, de bailes cortesanos. Emilia había asistido ya al primer baile; su madre llevaba un vestido rojo brillante, con encajes negros: traje español. La hija iba de blanco, fina y exquisita. Cintas de seda verde ondeaban como juncos entre sus dorados rizos, coronados por una guirnalda de lirios de agua. Sus ojos despedían un brillo azul y límpido, su boca era roja y delicada; toda ella era comparable a una sirena, hermosa hasta lo indecible. Tres príncipes bailaron con ella, uno tras otro, naturalmente. La generala estuvo luego ocho días sin que le doliera la cabeza.
Mas aquel baile no fue el único, en perjuicio de la salud de Emilia. Por eso fue una suerte que llegase el verano, con su descanso y su vida al aire libre. El anciano conde invitó a la familia a su palacio.
Este palacio tenía un parque admirable. Una parte de él se conservaba como en sus tiempos primitivos, con espesos setos verdes, que no parecía sino que uno anduviese entre verdes mamparas interrumpidas por mirillas. Bojes y tejos estaban cortados en figura de estrellas y pirámides, y el agua brotaba de grutas de concha; en derredor había estatuas de mármoles rasos, de bellos rostros y nobles ropajes. Cada arriate tenía una forma distinta; uno figuraba un pez, otro un escudo de armas, otro unas iniciales. Ésta era la parte francesa del parque. Desde ella se penetraba en el bosque fresco y verde, donde los árboles crecían en plena libertad; por eso eran tan grandes y tan magníficos. El césped era verde y mullido y le pasaban con frecuencia el rodillo, lo segaban y cuidaban para que se pudiera andar sobre él como sobre una alfombra. Era la parte inglesa del jardín.
-La época antigua y la nueva -decía el conde-. Aquí al menos se armonizan, y la una valoriza a la otra. Dentro de dos años el palacio tendrá su auténtico carácter. Van a embellecerlo y mejorarlo a fondo. Les mostraré los dibujos y les presentaré al arquitecto, a quien he invitado a comer.
-¡Charmant! -respondió el general.
-¡Un verdadero paraíso! -exclamó la generala-; y allí tiene además un castillo medieval.
-Es mi gallinero -replicó el conde-. Las palomas viven en la torre, los pavos, en el primer piso; pero abajo reina la vieja Elsa. En todos lados tiene habitaciones para huéspedes; las cluecas viven independientes, las gallinas con sus polluelos, también, y los patos tienen una salida especial al agua.
-¡Charmant! -repitió el general.
Y todos se dirigieron a ver aquella maravilla.
En el centro de la habitación estaba la vieja Elsa, y a su lado su hijo, el arquitecto Jorge. Él y Emilita se volvían a encontrar al cabo de bastantes años, y el encuentro ocurría en el gallinero. Sí, allí estaba él, y de verdad que era un apuesto mozo. Abierta y resuelta era la expresión de su rostro, brillante su negro cabello, y en sus labios se dibujaba una sonrisa, como queriendo significar: a mí no me las dais, os conozco a fondo. La anciana no llevaba zuecos; se había puesto medias en honor de los distinguidos visitantes. Las gallinas cloqueaban, y el gallo cacareaba, y los patos anadeaban con su «rap, rap» camino del agua. Pero la fina muchacha, la amiga de su niñez, la hija del general, permanecía de pie, con un rubor en sus mejillas, de ordinario tan pálidas, los grandes ojos abiertos, la boca tan elocuente, a pesar de que no salía de ella ni una palabra. Y el saludo que él recibió fue el más amable que un joven pudiera esperar de una damita que no perteneciese a una encumbrada familia o hubiese bailado más de una vez con él. Pues ella y el arquitecto nunca habían bailado juntos.
El conde tomó la mano del joven y lo presentó:
-No les es del todo desconocido nuestro joven amigo, don Jorge.
La generala correspondió con una inclinación, la hija estuvo a punto de ofrecerle la mano, pero se retuvo.
-¡Nuestro pequeño amigo Jorge! -dijo el general-. Viejos amigos de casa. ¡Charmant!
-Viene usted hecho un perfecto italiano -le dijo la generala-. Hablará la lengua como un nativo, ¿verdad?
-Mi señora no habla el italiano, pero lo canta -explicó el general.
En la mesa, Jorge se sentó a la derecha de Emilia; el general había entrado del brazo de ella, mientras el conde lo daba a la generala.
Don Jorge habló y contó, y lo hizo bien; él fue quien ayudado por el anciano conde, animó la mesa con sus relatos y su ingenio. Emilia callaba, atento el oído, la mirada brillante. Pero no dijo nada.
Ella y Jorge se reunieron en la terraza, entre las flores; un rosal los ocultaba. De nuevo Jorge tenía la palabra; fue el primero en hablar.
-Gracias por su amable conducta con mi anciana madre -le dijo-. Sé que la noche en que falleció mi padre, usted bajó a su casa y permaneció a su lado hasta que se cerraron sus ojos. ¡Gracias!
Y cogiendo la mano de Emilia, la besó; bien podía hacerlo en aquella ocasión. Un vivo rubor cubrió las mejillas de la muchacha, que le respondió apretándole la mano y mirándole con sus expresivos ojos azules.
-Su madre es tan buena persona... ¡Cómo lo quiere! Me dejaba leer todas sus cartas; creo que lo conozco bien. ¡Qué bueno fue usted conmigo cuando yo era niña! Me daba dibujos...
-Que usted rompía -interrumpió Jorge.
-No, conservo aún una obra suya, en mi palacio.
-Ahora voy a construirlos de verdad -dijo Jorge, entusiasmándose con sus propias palabras.
El general y la generala discutían en su habitación acerca del hijo del portero, y convenían en que sabía moverse y expresarse. -Podría ser preceptor - dijo el general.
-Tiene ingenio -se limitó a observar la generala.
Durante los dulces días de verano, don Jorge iba con frecuencia al palacio del conde. Lo echaban de menos si no lo hacía.
-Cuántos dones le ha hecho Dios, con preferencia a nosotros, pobres mortales -le decía Emilia.
-¿No le está muy agradecido?
A Jorge le halagaba oír aquellas alabanzas de labios de la hermosa muchacha, en quien encontraba altísimas aptitudes.
El general estaba cada vez más persuadido de la imposibilidad de que Jorge hubiese nacido en un sótano.
-Por otra parte, la madre era una excelente mujer -decía-. He de reconocerlo, aunque sea sobre su tumba.
Pasó el verano, llegó el invierno y nuevamente se habló de don Jorge. Era bien visto, y se le recibía en los lugares más encumbrados; el general hasta se encontró con él en un baile de la Corte.
Organizaron otro en casa en honor de la señorita Emilia. ¿Sería correcto invitar a don Jorge?
-Cuando el Rey invita, también puede hacerlo el general -dijo éste, creciéndose lo menos una pulgada.
Invitaron a don Jorge, y éste acudió; y acudieron príncipes y condes, y cada uno bailaba mejor que el anterior. Pero Emilia sólo bailó el primer baile; le dolía un pie, no es que fuera una cosa de cuidado, pero tenía que ser prudente, renunciar a bailar y limitarse a mirar a los demás. Y se estuvo sentada, mirando, con el arquitecto a su lado.
-Parece usted dispuesto a darle la basílica de San Pedro toda entera -dijo el general, pasando ante ellos con una sonrisa, muy complacido de sí mismo.
Con la misma sonrisa complaciente recibió a don Jorge unos días más tarde. Probablemente el joven venía a dar las gracias por la invitación al baile. ¿Qué otra cosa, si no? Pero, no: era otra cosa.
La más sorprendente, la más extravagante que cupiera imaginar: de sus labios salieron palabras de locura; el general no podía prestar crédito a sus oídos. «¡Inconcebible!», una petición completamente absurda: don Jorge solicitaba la mano de Emilita. -¡Señor mío! -exclamó el general, poniéndose colorado como un cangrejo.
No lo comprendo en absoluto. ¿Qué dice usted? ¿Qué quiere? No lo conozco. ¿Cómo ha podido ocurrírsele venir a mi casa con esta embajada? No sé si debo quedarme o retirarme y andando de espaldas, se fue a su dormitorio y lo cerró con llave, dejando solo a Jorge. Éste aguardó unos minutos y luego se retiró.
En el pasillo estaba Emilia.
-¿Qué contestó mi padre? -dijo con voz temblorosa.
Jorge le estrechó la mano.
-Me dejó plantado. ¡Otro día estaré de mejor suerte!
Las lágrimas asomaron a los ojos de Emilia. En los del joven brillaban la confianza y el ánimo; el sol brilló sobre los dos, enviándoles su bendición.
Entretanto el general seguía en su habitación, fuera de sí por la ira. Su rabia le hacía desatarse en improperios:
-¡Qué monstruosa locura! ¡Qué desvaríos de portero!.
Menos de una hora después, la generala había oído la escena de boca de su marido. Llamó a Emilia a solas.
-¡Pobre criatura! ¡Ofenderte de este modo! ¡Ofendernos a todos!
Veo lágrimas en tus ojos, pero te favorecen. Estás encantadora llorando. Te pareces a mí el día de mi boda. ¡Llora, llora, Emilia querida!
-Sí, habré de llorar -replicó la muchacha- si tú y papá no decís que sí.
-¡Hija! -exclamó la generala-. Tú estás enferma, estás delirando, y por tu culpa voy a recaer en mi terrible jaqueca. ¡Qué desgracia ha caído sobre nuestra casa! ¿Quieres la muerte de tu madre, Emilia? Te quedarás sin madre.
Y a la generala se le humedecieron los ojos; no podía soportar la idea de su propia muerte.
En la sección de nombramientos traía el periódico que don Jorge había sido nombrado catedrático, categoría quinta, número ocho.
- Lástima que sus padres estén en la tumba y no puedan leerlo - dijeron los nuevos porteros, que ocupaban a la sazón el sótano de la casa donde residía el general. Sabían que aquel catedrático había nacido y crecido entre aquellas cuatro paredes.
- Ahora tendrá que pagar el impuesto de su categoría - dijo el hombre.
- Debe de ser mucho para un muchacho pobre - asintió la mujer.
- Dieciocho florines anuales - respondió él -. Es mucho dinero. - No hablo de eso, me refiero a su posición - protestó la mujer -. ¡Cómo puedes pensar que le preocupe el dinero! Gana mucho, y seguramente se casará con una muchacha rica. Si nosotros tuviésemos hijos, uno por lo menos tendría que ser catedrático y arquitecto.
En el sótano se hablaba de Jorge con simpatía; también en el primer piso. El anciano conde se hacía lenguas de él.
Dieron ocasión a ello los dibujos de su niñez. Pero, ¿por qué se hablaba de ellos? Hablóse de Rusia, de Moscú, y salió a relucir el Kremlin, que Jorge de niño había dibujado para la señorita Emilia. ¡Había dibujado tantas cosas! Y el anciano conde se acordaba particularmente de una: «el palacio de Emilita», donde ella dormía, donde bailaba y jugaba «a visitas». El profesor tenía gran talento, indudablemente llegaría a consejero; no tenía nada de imposible. Quién sabe si no construirla un palacio de verdad para nuestra damita. ¿Por qué no?
- El conde estaba hoy muy de broma - observó la generala después que aquél se hubo marchado. El general meneó la cabeza con aire dubitativo, salió a dar un paseo a caballo, con el ordenanza siguiéndolo a distancia conveniente, y él más erguido que de costumbre en el soberbio corcel.
El día del cumpleaños de Emilita llegaron a la casa flores y libros, cartas y tarjetas. La generala le dio un beso en la boca, el general se lo dio en la frente. Eran padres cariñosos, y ellos y su hijita recibieron distinguidas visitas, entre ellas dos príncipes. Hablóse de bailes y teatros, de misiones diplomáticas, de países extranjeros y del propio Gobierno. Tratóse de eficiencia, de la eficiencia del propio país, y esto llevó la conversación, a la personalidad del joven catedrático, el señor arquitecto.
- Se está creando un gran nombre - díjose, entre otras cosas indudablemente se construirá también el nido en una de las primeras familias.
- Una de las primeras familias - repitió más tarde el general en presencia de su esposa -. ¿A quién entenderán por una de las primeras familias?
- Ya sé a quién aludían - respondió la generala -, pero me lo callo. No quiero hacer conjeturas. Dios dispone las cosas, pero la verdad es que me sorprendería.
- También yo estoy sorprendido - replicó el general -; no tengo ni la menor idea en la cabeza - y se sumió en profundos pensamientos.
Hay un poder, un poder increíble en la misericordia del cielo, en el favor de la Corte, en la gracia de Dios; y todos estos dones de la gracia habían sido concedidos al pequeño Jorge. Pero nos olvidamos del cumpleaños.
La habitación de Emilia estaba impregnada de perfume de flores, obsequio de amigos y amigas; sobre la mesa yacían hermosos presentes de felicitación y recuerdo, pero no había ni uno solo de Jorge, aunque no era necesario, pues la casa se acordaba de él. Incluso el cuarto de la arena situado al pie de la escalera, mostraba la flor del recuerdo: allí se había escondido Emilia cuando se incendió la cortina, y Jorge fue el primero en acudir. Una mirada por la ventana, y la acacia del patio recordaba los tiempos de la infancia. Las flores y las hojas habían caído, pero el árbol estaba cubierto de escarcha, como una enorme rama de coral. Y la luna llena enviaba su luz clara por entre las ramas, siempre igual dentro de sus metamorfosis, como aquel día en que Jorge compartiera su merienda con Emilita.
La muchacha sacó de un cajón los dibujos del palacio del Zar y del suyo propio, aquellos recuerdos de Jorge. Los contempló, y numerosos pensamientos acudieron a su mente. Recordó el día en que, sin ser vista por sus padres, había ido a la casa de la mujer del portero, que se hallaba moribunda. Sentóse a su vera, le tuvo cogida la mano y escuchó sus últimas palabras: «¡Bendita! ¡Jorge!». La madre pensaba en su hijo. Ahora Emilia les daba su particular significación. Sí, Jorge la acompañaba en su cumpleaños, estaba allí de verdad.
Daba la casualidad de que al día siguiente se celebraba en la casa otro cumpleaños: el del general. Había nacido un día después que su hija, aunque muchos años antes, como es natural. Vinieron más regalos, entre ellos una silla de montar preciosa, cómoda y de gran valor, digna de un príncipe. ¿De quién procedía? El general estaba encantado. La habían traído junto con un billetito en el que se leía: «Muchas gracias por el bello día de ayer». Nosotros tal vez hubiéramos podido adivinar de quién venía. Pero la firma decía: «De alguien a quien el señor general no conoce».
- ¿Acaso hay alguien en el mundo a quien yo no conozca? - dijo el general -. ¡Si conozco a todo el mundo! - y su mente recorría los círculos de la alta sociedad -. Será de mi esposa - dijo al fin - habrá querido gastarme una broma. ¡Charmant! - Pero ella ya no le gastaba bromas. Aquel tiempo había pasado.
Otra vez era fiesta, aunque no en casa del general. Uno de los príncipes había organizado un baile de disfraces, y se permitía la entrada a las máscaras.
El general se presentó de Rubens, en traje español con alzacuello y daga, muy apuesto; la generala iba de esposa del pintor, en vestido de terciopelo negro cerrado hasta el cuello, horriblemente caluroso, con una rueda de molino alrededor del cuello - quiero decir un gran alzacuello, naturalmente -, reproducción exacta de un retrato flamenco que poseía el general y que solía provocar la admiración por las manos, muy parecidas a las de la generala.
Emilia iba disfrazada de Psiquis, en crespón y encajes. Se podía comparar con un flotante plumaje de cisne. No es que se sirviera de las alas, pero las llevaba porque así lo requería el personaje representado.
Era una escena de esplendor y magnificencia, un mar de luz y flores, de riqueza y gusto raros. Había tanto que ver, que hasta las hermosas manos de la esposa de Rubens pasaron inadvertidas.
Un negro dominó, con una flor de acacia en el gorro, bailó con Psiquis.
- ¿Quién es? - preguntó la generala.
- Su Alteza Real - respondió el general -. No me cabe la menor duda; lo reconocí enseguida en su apretón de manos.
La generala no estaba muy segura de ello.
El general Rubens, convencido de tener razón, se acercó al dominó negro y dibujó en la mano las iniciales del real nombre, pero le fue respondido con una negativa, si bien le dieron una indicación: la divisa de la silla de montar.
- Alguien a quien el general no conoce.
- Pero ahora sí lo conozco - respondió el general -. Usted me envió la silla.
El dominó levantó la mano y desapareció entre la multitud.
- Emilia, ¿quién es el dominó negro con quien bailaste? - preguntó la generala.
- No le he preguntado el nombre - respondió la muchacha.
- Porque ya lo sabías; es el profesor. Su protector, el conde, está también aquí - prosiguió la madre, volviéndose al conde, que estaba al lado -. Dominó negro con la flor de acacia.
- Muy posible, señora - contestó él -, pero uno de los príncipes lleva un disfraz exactamente igual.
- Lo conozco por el apretón de manos - dijo el general -. Recibí una silla de montar del príncipe. Estoy tan seguro de la cosa, que me aventuro a invitarlo a mi casa.
- Pues hágalo. Si es el príncipe, seguro que viene - lo animó el conde.
- Y si es el otro, apuesto a que no viene - añadió el general, acercándose al dominó negro, que estaba justamente hablando con el Rey. El general le dirigió una respetuosísima invitación, expresando su deseo de entablar amistad. El hombre se sonreía, seguro de sí, mientras formulaba la invitación; habló en voz alta y clara.
Entonces el dominó se quitó la máscara: era Jorge.
- ¿Mantiene el señor general la invitación? - preguntó.
El general se irguió altivamente, adoptó una actitud firme, dio dos pasos atrás y uno hacia delante como si bailase un minué, y en sus rasgos se reflejó una expresión como sólo podía reflejar el distinguido rostro del general. Pero luego dijo: - Jamás retiro mi palabra; el señor catedrático está invitado - y se inclinó, dirigiendo una mirada al Rey, que indudablemente había oído el diálogo.
Había banquete en casa del general, y sólo el conde y su protegido habían sido invitados.
- Se han echado los cimientos - pensó Jorge; y, en efecto, los cimientos, en la casa de los generales, quedaron puestos con gran solemnidad.
El hombre vino, y, como el general ya sabía, habló como un miembro de la buena sociedad y resultó sumamente interesante, hasta el punto de que el general hubo de exclamar varias veces: «¡Charmant!». La generala comentó luego su «diner», entre otras personas, con una dama de la Corte, y ésta, señora inteligentísima, rogó que la invitasen con motivo de la próxima visita del catedrático. Por eso no hubo más remedio que volver a invitar a éste, y él acudió y se mostró nuevamente «charmant»; hasta resultó que sabía jugar al ajedrez.
- Ése no ha salido del sótano - dijo el general -, no cabe duda de que es de noble alcurnia. Hay muchos como él, y el muchacho no tiene la culpa.
El señor profesor, que era recibido en palacio, bien podía tener entrada en la casa del general, pero que pudiese echar raíces en ella, ¡de esto ni hablar!, a pesar de que en toda la ciudad no se decía otra cosa.
Y echó raíces, sí, señor. El rocío de la gracia descendió de lo alto. Por eso no produjo sorpresa a nadie el hecho de que, al ser nombrado el señor profesor Consejero de Estado, Emilia fuera elevada al rango de señora consejera.
- La vida es una tragedia o una comedia - dijo el general -; en la tragedia, mueren; en la comedia, se casan.
En esta ocasión se casaron. Y tuvieron tres rollizos chiquillos, aunque no de una vez.
Cuando iban a ver a los abuelos, los niños montaban el caballo de madera y corrían por las salas y los dormitorios. Y el general montaba también detrás de ellos, «como un jockey de los pequeños consejeros de Estado».
La generala permanecía sentada en el sofá, sonriente, incluso cuando la molestaba la jaqueca.
Y de este modo se encumbró Jorge, y llegó mucho más alto todavía; de otro modo no habría valido la pena de contar la historia del hijo del portero.