El montero de Espinosa
Lector, si haces memoria
y mis leyendas, por fortuna mía,
has leído algún día,
recordarás la historia
de una linda francesa
que a Burgos traje para ser condesa.
De ella te voy a hablar: pues aunque entrada
en el séptimo lustro de su vida,
todavía era hermosa, y muy querida,
y de gente cabal galanteada.
Francesa fué, por consiguiente, a España
si no enemiga a la verdad, extraña,
que aunque es la patria tan abstracta cosa
que a gozarla jamás ninguno llega,
allá a su modo cada cual la juega
cual la ve para sí más ventajosa.
El más pobre mendigo
en su miseria por lo menos quiere
de su patria el amor llevar consigo,
aunque sea no más para testigo
de que en su patria de miseria muere.
Esto es por lo que atañe al buen patriota,
que en cuanto al extranjero,
los derechos de tal bizarro acota,
do encuentra al ciudadano don dinero;
mucho entonces de fe y de patriotismo,
y al punto que lo atrapa,
oro y patriota caen en un abismo
donde, por Dios, que no darán con ellos
los mismísimos monjes de la Trapa
con oración, conjuro, ni exorcismo.
Y en cuanto a nuestra España y los franceses,
bien claro la experiencia nos lo habla,
lo poco que a sus garras defendimos
lo salvamos a nado en una tabla.
Mas porque no imagines que lo dicho
es hijo ¡oh buen lector! de algún capricho,
voy a contarte, pues aquí interesa,
lo que hizo en su condado de Castilla,
madre del conde actual, la tal francesa.
Lee, pues, y considera claramente
lo que ha sido y será por mientras dure
en nuestra España la extranjera gente.
Y permite de paso
que te advierta, lector, que de nosotros
esto mismo y aun más dirán acaso,
y no sé yo si con razón, los otros.
Pero tal es el mundo, y es un hecho,
que cuando muchos a la par pleitean,
por despechadas que sus causas sean
todos se creen con el mejor derecho.
Pero basta, por Dios, de digresiones,
y entremos en materia,
que el caso es grave y nuestra historia seria.
---
Gobernaba con próspera fortuna
en Castilla el leal Sancho García,
atropellando audaz la media luna
doquier que al campo por su mal salía.
Acechaban los moros sus fronteras
como tigres hambrientos;
y veían desde lejos sus banderas
libres flotando al soplo de los vientos,
y en la sangre teñidas
de sus haces vencidas.
A merced de estos lances venturosos
todo era gozo, y dicha, y bienandanza,
por cuanto el linde de Castilla alcanza.
Mas ¡cuánto son precarios y engañosos
los augurios del bien de la esperanza,
y cuánto ¡ay Dios! las dichas terrenales
expuestas al impulso de los males,
y sujetas a cambio y a mudanza!
Oigamos, para prueba incontestable,
lo que una noche hablaban a una reja
un paje de don Sancho y una amable
y hermosa dama que de amor le escucha
plática dulce con paciencia mucha;
y las palabras nos dirán de Estrella
lo que ignoraba aún Sancho Montero,
que aquél era, lector, el nombre de ella,
y éste el nombre también del caballero.
ESTRELLA: Pues bien, Sancho, ya que celos
me pides con tal furor,
fuerza es aclarar tu error.
¡Perdónemelo los cielos!
Un hombre me dices que entra
de noche por mi ventana,
y sale muy de mañana:
causa tu furor encuentra
para irritarte, es así;
entra en mi aposento un hombre,
pero que entre no te asombre,
Sancho, que no entra por mí.
SANCHO MONTERO: ¿Pues, cómo, mujer liviana,
si la verdad no contestas,
he de creer tus protestas
cuando es tuya la ventana?
ESTRELLA: Montero, vamos despacio,
que aunque la ventana es mía,
ni de noche ni de día
vivo yo sola en palacio.
y no pongas en un potro
tu discurso, buen Montero,
por donde entras tú primero
puede después entrar otro;
y según, Sancho, a mi cita
vienes, el parque asaltando,
puede estar otro aguardando
hora para otra visita.
SANCHO MONTERO: Todo está bien, Estrella;
que los hombres somos dos
ya lo veo, voto a Dios;
mas si tú no, ¿quién es ella?
ESTRELLA: Secreto debiera ser
ese nombre, mas, Montero,
si tú lo quieres...
SANCHO MONTERO: Lo quiero.
ESTRELLA: Secreto lo has de tener,
y ni en tu última hora
lo digas ni al confesor.
SANCHO MONTERO: Lo juro.
ESTRELLA: Pues de tu error
es la causa mi señora.
SANCHO MONTERO: ¿La condesa?
ESTRELLA: La condesa
SANCHO MONTERO: ¿La madre de don García?
Tú mientes.
ESTRELLA: ¡Por vida mía!
Que así me tratéis me pesa.
Considerad, señor Sancho,
que aun cuando yo lo negara,
con mi palabra bastara,
y aun os viniera muy ancho.
SANCHO MONTERO: Perdóname, dulce estrella,
lo osado por lo celoso,
que me es en verdad penoso
pensar tal infamia en ella.
Que a fe que mal corresponde
a quien en desmán tamaño,
si no por su propio daño,
por honra de su hijo el conde.
El querer de una doncella,
si es casto, el amor lo escuda,
mas ella condesa, y viuda,
pide más recato, Estrella.
Y está en la ley prevenido:
si el hijo ha de gobernar,
la madre no ha de tomar
en su gobierno marido.
ESTRELLA: ¡Ah, Sancho, que tú no alcanzas
lo que su amor me atribula,
porque es un amor que anula
aun sus mismas esperanzas!
SANCHO MONTERO: Estrella, no te comprendo.
ESTRELLA: Pues óyeme, Sancho, bien,
y el cielo me olvide, amén,
cuanto mal estoy haciendo.
Yo por servirla no más
y por velar su deshonra,
estoy prendiendo mi honra
en un cabello quizás.
Y por contentar su afán
presto, protegiendo a ese hombre,
con mi aposento mi nombre,
y corre por mi galán.
Mas no es esto, Sancho mío,
lo que el alma me atormenta,
que yo ayudara contenta
de una amiga un desvarío.
Mas yo arriesgo mi decoro
y arrostro, Sancho, tus celos,
¿Y por quién abogo? ¡Cielos!
¿Por quién, Sancho? por un moro.
SANCHO MONTERO: Estrella, ¿te has vuelto loca?
¿Moro dices?
ESTRELLA: ¡Ay de mí!
Ojalá no fuera así
lo que te dice mi boca.
Ese Muza embajador
del rey moro de Sevilla,
es el galán.
SANCHO MONTERO: ¡Qué mancilla
para dama de su honor!
¡Un moro! Por Dios, Estrella,
que al conde lo he de contar.
ESTRELLA: Nos vas, Montero, a matar.
SANCHO MONTERO: ¡Ay! ¿Quién te ganó por ella?
¿Quién puso en tu pensamiento
tan villana aberración?
¿Quién puso en tu corazón
tan torpe consentimiento?
ESTRELLA: ¡Quién más que mi desventura!
Me acogió desde mi infancia,
y desque vino de Francia
no la he concebido impura.
No tengo madre, Montero,
y ella de tal me sirvió,
¿negarla pudiera yo
lo que hizo por mí primero?
Supo ella nuestro amor antes
y velándolo a su hijo,
«obrad prudente, me dijo,
y sed dichosos amantes.»
SANCHO MONTERO: ¡Fatal complacencia fué!
Mas ya es tarde, hasta mañana.
Dios quiera que tu ventana
grave pesar no nos dé.
Y partiendo el caballero,
cerró sus vidrios la bella,
siguiendo al través su huella
por un torcido sendero.
---
Está la noche tranquila
aunque embozada la luna,
y encapotado como ella
está junto al parque Muza.
En pardo alquicel envuelta
su conocida figura,
y bajo el casco escondida
su cabeza (que a la turbia
luz de una pálida estrella
conocería sin duda
el más topo en el turbante
si en él la llevara oculta),
la seña impaciente aguarda,
que le harán para que suba
las manos de quien espera
asir amante las suyas.
De arriba a abajo pasea,
pero con tanta cordura
que ni sus pasos se sienten
ni de una a otra esquina cruza.
Sólo su amor le acompaña,
y sólo su amor segunda
con su audacia y con su alfanje
de una mujer la locura.
Locura, sí, porque es mengua
y rabia causa y angustia
que así en el cieno se arrastre
dama de tan noble cuna.
Locura, sí, porque vela
detrás de la colgadura
de su balcón la condesa,
que de tardanza le acusa.
Con gran cautela a los vidrios
(que no es extremada nunca)
continuamente se asoma,
de que ha de venir segura.
Y entre la luz y los vidrios
pasando, mientras calcula
el tiempo que huye, su sombra
sobre el cristal se dibuja.
Y en los iguales períodos
con que aparece y se ofusca,
se ve bien que se pasea
tal vez sin paciencia mucha.
Por fin, tornando a asomarse,
acaso vió lo que busca,
porque cerró la ventana
con golpe que prisa anuncia.
Faltó al punto la luz de ella
y apareció en la segunda
ventana, que está sin rejas,
más abajo de la suya.
Sonó una palmada a poco,
y como está a poca altura,
fácil halló la subida
el enamorado Muza.
Mas presto a bajar volviera
si alcanzara por ventura
a ver que un hombre aparece
en el punto en que él se oculta.
Sí, guarecido en lo espeso
de la oscuridad nocturna,
a la ventana se acerca
de otro hombre la sombra muda.
Sombra que avanza despacio,
pero con planta segura,
como quien sabe la tierra
por donde camina a oscuras.
Al eco de sus pisadas,
con desolación profunda
una mujer sacó a medias
la cara, que el miedo turba.
A cuyo punto el que viene,
con voz al caso oportuna,
dijo, y en tono intermedio
de afirmativa y pregunta:
SANCHO MONTERO: Estrella
ESTRELLA: ¡Sancho!
SANCHO MONTERO: ¡Silencio!
ESTRELLA: Por Dios, Sancho, disimula
si es que has visto…
SANCHO MONTERO: Todo, Estrella,
y estáme ahogando la furia.
ESTRELLA: ¡Por Dios, Sancho!
SANCHO MONTERO: Nada temas.
No con fuerza, con industria
espero cortar los hilos
que tal escándalo anudan.
¿Por quién te pondrás, Estrella,
por ella o por mí?
ESTRELLA: ¿Eso dudas?
La vida diera gustosa
con una palabra tuya.
SANCHO MONTERO: Pues bien, Estrella, si me amas
y si confianza alguna
te inspira la idolatría
que mi pasión te tributa;
en vez de guardar la reja
de una sorpresa importuna,
guarda la puerta a su cuarto,
y cuanto digan escucha.
Yo respondo de que nadie
por reja ni escala suba,
con tal de que me repitas
sus palabras una a una.
ESTRELLA: ¿Y qué te importa?
SANCHO MONTERO: Va en ello,
Estrella, nuestra ventura.
ESTRELLA: Enhorabuena.
SANCHO MONTERO: Ya tardas.
ESTRELLA: Guárdame, pues.
SANCHO MONTERO: Pues escucha.
---
Quedó junto a la ventana
Montero de centinela,
y junto a la cerradura
se puso a escuchar Estrella.
Abajo Montero inmóvil
permanece en las tinieblas,
y arriba por los resquicios
ella la vista endereza.
Él, allá abajo inmutable
como una estatua de piedra:
ella arriba con ansia,
toda arrobada de atenta.
Mas poco oír la permite
la bien encajada puerta,
y poco paso a su vista
da la cerradura estrecha.
Mas mucho puede un deseo
en cuyo logro interesa
grave peligro o bien grave
quien firmemente desea.
Así que al par aplicando
con oportuna destreza
ya el ojo para mirar,
ya para escuchar la oreja,
logró entender, si no cuanto
su curiosidad quisiera,
cuanto basta a quien importa
para que todo lo entienda.
Y las frases que a pedazos
hasta su escondite llegan,
con algunas adiciones
o supresiones, son estas.
CONDESA: ¿No hay otro medio?
MUZA: No hay otro;
mientras él viva, condesa,
prendidos tenemos ambos
en un hilo la existencia.
Mi amor para ti es sin freno:
te adoro, sultana bella,
y si en decidirte tardas,
sin ti me parto a mi tierra.
No puedo más en Castilla
permanecer sin sospecha,
pues concluí mi embajada
y va a encenderse la guerra.
Mi rey en Córdoba tiene
gente mucha y muy resuelta,
que vendrá a poner de Burgos
la corona en tu cabeza.
¿Qué me respondes?, decídete;
dentro de tu casa mesma
tú vives tiranizada,
obedeces y no reinas.
Privada de los placeres,
de los saraos y las fiestas,
por viuda al llanto y al luto
las costumbres te condenan.
Eres hermosa y amante;
¿Por qué has de pasar por sierva
donde, si quieres, mañana
puedes mandar como reina?
Así, nuestro amor logrado,
ventajas logrará inmensas
tu condado de Castilla:
pues en paz con sus fronteras,
tus pueblos tendrán tranquilos
la paz que con ansia anhelan.
Calló aquí el moro, y tras grave
meditación, la condesa,
como quien duda en lo que habla,
repuso de esta manera.
LA CONDESA: ¿A qué ocultarlo, buen moro?
Demasiado lo confiesan
las lágrimas de mis ojos,
y las voces de mi lengua.
Yo te amo: poco a mis ansias
la corona es de condesa;
para ceñirla a tus sienes
ansiara imperial diadema.
Pero si yo abro de Burgos
a tus árabes las puertas,
¿cómo reinar en Castilla
a no conquistarla entera?
¿Cómo estarán los cristianos
sumisos a quien los venda?
No, harán para rebelarse
un fuerte de cada piedra.
Tu rey querrá en la conquista
llevarse la mejor presa,
y si es una infamia todo,
huir es la más pequeña.
MUZA: ¿Huir, sultana, qué dices?
¿Adónde, infeliz, huyeras
que esclava no te contaras
si no te contaras muerta?
¡Huir! ¿Acaso por miedo
de que traidora te hicieran
a una patria que no es tuya
pues no nacistes en ella?
¿Ignoras que esos villanos
que ante tu faz se prosternan
maldicen allá a sus solas
tu noble cuna francesa?
CONDESA: ¡Esclavos!
MUZA: Sí, esclavos tuyos,
puesto que ellos son tu herencia,
y venderlos y comprarlos
justo es que a tu antojo puedas.
CONDESA: Sí, justo sería, ¡oh Muza!
mas muy arriesgado fuera
tal intentar, porque al cabo
¡quién sabe el fin de una guerra!
Si no hay más medio.
MUZA: ¡Ah sultana
más que tus ángeles bella,
más necesaria a mi vida
que el sol y el agua a la tierra,
aquí a tus plantas de hinojos
te juro, las manos puestas
sobre el corazón, que en vano
mi alma en huirte se esfuerza.
Es separarme de ti
llevarme a una muerte cierta:
luz de mis ojos, el mundo
sin ellos está en tinieblas:
sin freno en esta pasión,
te adoro, sultana bella,
y si en decidirte tardas,
morir sin ti será fuerza.
CONDESA: ¡Ah no, muramos entrambos!
MUZA: ¿Y el conde?
CONDESA: En Burgos se queda.
MUZA: ¿Y quién de él si te reclama
nos salva?
CONDESA: ¡Maldito sea!
Callaron ambos un punto,
y a poco rato en voz trémula,
dijo el moro, como quien
prenda involuntaria suelta:
MUZA: Si al cabo…
CONDESA: ¿Qué?
MUZA: En este pomo
supremo licor se encierra,
que sirve sin más peligro
a quien le usa con destreza…
CONDESA: A ver.
MUSA: De un modo adormece,
y usado de otra manera…
A estas palabras oyóse
tras de la cerrada puerta
inesperado ruido,
y tras él de golpe abriéndola:
«Señora, el alba despunta»,
dijo apresurada Estrella;
e interrumpida la plática,
el moro salió siguiéndola.
Partió silencioso Muza
saltando otra vez la verja,
y con el pomo en las manos
quedó a solas la condesa.
---
Iba a rayar el sol en el Oriente:
y la serena luz de la mañana
teñía suavemente
con brillantes matices de oro y grana
la diáfana extensión del horizonte,
la claridad tendiendo mansamente
por las laderas del lejano monte.
En un balcón que a los jardines mira
del palacio de Burgos en que mora,
sombría y melancólica suspira
la que en tiempo mejor fué su señora.
Ella es, sí, la condesa doña Blanca,
que a impulsos de secreto sentimiento
hondos suspiros de su pecho arranca,
y de sus labios los arranca el viento.
Bella matrona, por la edad no ajada,
aun muestra cuánto fué su edad primera
en gracia y hermosura aventajada:
aún brilla en sus miradas, hechicera,
la luz de la pasión, y aun a despecho
del pesar que la acosa,
tiñen su bello rostro peregrino,
y sus torneados hombros y alto pecho,
el color del jazmín y de la rosa,
que envidia dieran al pincel de Urbino.
Hermosa, sí, se ostenta todavía
a pesar de la nube que encapota
su frente melancólica y sombría.
Sus miradas en tierra distraída
fija, sin ver lo que delante tiene,
y en turba al parecer descolorida
pasan por su memoria sus ideas
tardas en paso y en contorno feas.
Encendidos sus párpados, parece
que romper a llorar tal vez ansían,
y pálido el carmín que antes tenían
sus labios, que el amor ora enardece,
muestra, por Dios, (y ciegos lo verían)
lo que su inquieto corazón padece.
A veces, frunce receloso el ceño
cual si oculto terror la amedrentara,
y a veces gime, cual si horrible ensueño
su apesarado espíritu acosara.
A veces, reteniendo en su garganta
el conturbado aliento,
agitado su pecho se levanta
cual mar que turba desigual el viento;
y a veces tenuamente respirando,
toda la fiebre ahogando que le agita,
en sueño dulce, misterioso y blando
tranquilamente al parecer dormita:
todo en ella, por fin, está mostrando
que grave asunto con afán medita,
y que si acaso la razón la asiste,
prestarla fe su corazón resiste.
Largo tiempo pasó de esta manera,
hasta que al fin, saliendo de repente
de su enajenación, rápidamente
formó sin duda decisión postrera,
y al punto se quitó de la vidriera.
Falsa sonrisa en derredor vagaba
de sus fruncidos labios al quitarse,
y siniestra su faz amedrentaba,
amarga su expresión de contemplarse:
y con prudente voz llamando a Estrella
y a sus palabras dando astuto giro,
exhalando un suspiro,
plática tal enderezó con ella.
CONDESA: Mucho te he amado siempre, Estrella mía,
mis secretos más graves
siempre mi corazón del tuyo fía,
que de mi corazón tienes las llaves.
Que me sirvas espero,
leal correspondiendo a mi cariño,
en un negocio, que encargarte quiero.
ESTRELLA: Vuestra, señora, soy, y ya os he dicho
en otras empeñadas ocasiones
que ley es para mí vuestro capricho,
y los antojos vuestros son razones.
CONDESA: Óyeme, pues, Estrella,
que cosa es que me importa
y tiene ejecución fácil y corta.
El conde, mi buen hijo, don García,
secreto mal padece,
que descuidado más de día en día,
de día en día con peligro acrece.
Apuré las razones,
los argumentos agoté del todo
para hacerle tomar una bebida
que puede sólo resguardar su vida,
y de usarla con él no encuentro modo.
Un solo medio veo solamente:
tómela de tu mano incautamente.
ESTRELLA: ¡De mi mano, señora!
CONDESA: Sí, por cierto;
él cree que es un secreto su dolencia
que juramos guardar en la conciencia
los médicos y yo, que la sabemos,
y sólo de nosotros se recela
que a su pesar curársela queremos,
y es inútil contigo su cautela.
¿Qué dices?
ESTRELLA: Yo, señora...
CONDESA: ¿Desconfías
de su madre tal vez, mujer ingrata?
¿No le he llevado en las entrañas mías?
Por sospecha tan ruin, ¡viven los cielos!
que inaudito castigo merecías.
ESTRELLA: ¡Oh! perdón, mi señora la condesa,
calmad vuestros enojos;
que en ocasión tan grave
la duda es natural en quien no sabe.
Mas hablad, disponed, toda soy vuestra;
huérfana y pobre me ofrecí en la infancia
para sólo serviros, y de entonces
fuisteis mi madre vos, vos mi maestra.
CONDESA: Pues bien, que sea hoy mismo me interesa.
ESTRELLA: Mas la ocasión...
CONDESA: Muy fácil: en la mesa.
Yo el elixir derramaré en su copa,
tú se la servirás cuando la pida
y de este modo le darás la vida.
ESTRELLA: ¿Yo se la he de servir…?
CONDESA: Seguramente.
Que la beba es de ti nuestra fortuna,
mas sin señal de inteligencia alguna,
con mano firme y con serena frente.
¿Entiendes?
ESTRELLA: Será así.
CONDESA: Pues así sea.
Y ayúdame a acostar, Estrella, ahora,
y cierra ese balcón, porque no sea
de una noche de amor puerta traidora.
ESTRELLA: Cierro y tranquila reposad, señora,
Y al vecino aposento
salió Estrella obediente.
Mas, ¡ay! que no avezada al fingimiento,
trémula fué, y el rostro macilento,
a dar en un sillón lánguidamente;
y en su errante mirada
veíase en verdad su afán interno
y su pavura al crimen retratada.
Meditó largo tiempo silenciosa,
inmóvil e indecisa,
hasta que vaga y singular sonrisa
que la excitó una idea generosa,
tendió sus labios, y avivó su prisa.
Abrió una puerta, pues, con mucho tiento,
y por una excusada escalerilla
cabo a poner a su secreto intento,
en la antesala dió del aposento
de don García, conde de Castilla.
Su paje favorito allí velaba.
Sí, allí Montero a la sazón se hallaba
y a la llegada de su amante Estrella
en un sillón de roble dormitaba,
mas despertóse al percibir su huella.
«¡Hermosa!» dijo, y la tendió los brazos;
mas ella suavemente
esquivando sus lazos
peligrosos tal vez, rápidamente
con voz turbada, y con prudencia mucha,
apartóle diciendo: «Sancho, escucha».
Hízolo Sancho así, y al ir oyendo
lo que ella en baja voz le iba diciendo,
notábase más claro a cada instante
que el fuego del furor iba subiendo
desde su corazón a su semblante.
«¡Bien, dijo el mozo al concluir Estrella:
Vete tranquila, que estaré presente»;
y a punto tal tornándose la bella
por la misma escalera donde vino,
tornóse a su sillón tranquilamente
Montero, y a cumplir con su destino.
---
Y el sol por el firmamento
a largo andar se venía,
cuando llamó soñoliento
desde su oscuro aposento
el conde Sancho García.
Montero, como le oyó,
de la mampara al dintel
atento se presentó,
y tras algo que le habló
cerróse dentro con él.
De la fatiga al quebranto
rendíase al sueño en tanto
en la antecámara Estrella
de su ama; mas ¡ay! que de ella
se huía tan dulce encanto.
A vueltas sobre su lecho
con el afán de su pecho,
hasta el aire que aspiraba
le parecía que estaba
emponzoñado y estrecho.
En vano el rostro agitado
del uno y del otro lado
acomoda entre la ropa:
los ojos se la han cerrado
con la imagen de una copa.
Y aunque sin luz los mantiene,
por mucho que los aferra,
su odioso contorno viene
a dar a sus ojos guerra,
y despechada la tiene.
Por más que en dulces memorias
su mente extraviar procura
y en sazonadas historias,
sus dichas torna ilusorias
la copa de su amargura.
No duerme, no, que al impulso
de un pensamiento cruel,
dentro del cuerpo convulso
se la desborda del pulso
toda su sangre en tropel.
Ideas mil en su mente
que fermentan en montón,
la atormentan fieramente,
y siempre el latido siente
del trémulo corazón.
No duerme, no, que en el alma
do la virtud no respira,
la paz del reposo expira
y airado el sueño retira
el bálsamo de la calma.
No duerme, no, la condesa:
que vela desesperada,
de remordimientos presa,
siempre anhelando ¡malvada!
lo mismo de que le pesa.
Le pesa, sí, mas no halla
otro remedio al amor,
que en su corazón batalla,
y lucha contra la valla
de su amancillado honor.
«¡No!, dice en su desvarío,
ceder no sabré jamás,
por Dios que me sobra brío!
Ven, Muza, y si tú eres mío,
¿qué me importa lo demás?»
---
Tendamos, lector, un velo
sobre esta infernal pasión,
que de escudriñar me duelo
secretos que puso el cielo
del hombre en el corazón.
---
Con la sonrisa en los labios
y con la faz cariñosa
sentóse el conde a la mesa
en cuanto llegó la hora.
Con la sonrisa en los labios,
aunque con la vista torva,
sentóse a par la condesa
en el lugar que la toca.
El hijo en el puesto bajo,
que aunque lleva la corona,
ante su madre la olvida,
y como a quien es la honra.
La madre en el preferente,
pues aunque parte no toma
del condado en el gobierno,
siempre en su casa es señora.
Detrás del conde está Sancho,
que la confianza goza
de su señor, y le sirve
con atención oficiosa.
Tras doña Blanca está Estrella,
que es la camarera sola
que la sirve ha largo tiempo
en la mesa y en la alcoba.
Escancia Sancho el licor
al conde con mano pródiga,
y lo hace con la condesa
Estrella con mano sobria.
Bebe el conde cual lo exigen
las fatigas que le agobian,
la condesa cual permite
el decoro en su persona.
Él como hombre que pelea,
caza y medita y trasnocha,
ella cual madre de príncipes
y como ejemplar matrona.
Aunque larga en las viandas,
mesa es en palabras corta,
cosa en quien negocios tiene
de grave interés, muy propia.
Crúzanse, pues, las palabras
interrumpidas y pocas,
en tanto que los manjares
el apetito acogotan.
«Sancho, dijo de repente
el conde, escancia Borgoña,
que aunque es licor extranjero,
deja buen gusto en la boca.»
Lo cual la condesa oyendo
intervino presurosa:
«Estrella, sírvele al conde;
Sancho, trincha tú esa lonja,
que aunque de parte escogida
no tiene punto de sobra.»
Palideció un tanto Estrella
asiendo al punto la copa,
y asió del cuchillo Sancho con
mirada escrutadora.
Frunció doña Blanca un poco
los labios, que descolora
ligero matiz morado,
señal de temor o cólera,
y don García, sereno,
con gravedad majestuosa,
fijos los ojos en ella
el vaso llevó a la boca.
Paró el cuchillo Montero
inmóvil sobre la lonja
que dividía, y Estrella
se estremeció de congoja:
en tanto que doña Blanca
con hondísima zozobra
le contemplaba, sus ojos
saltándola de las órbitas;
y en este momento el conde,
alargándole la copa,
le dijo con voz tremenda:
«Bebed primero, señora.
—¡Yo!, replicó la condesa
con voz descompuesta y cóncava.
—Vos misma», le dijo el conde
con voz iracunda y bronca.
Postróse Sancho de hinojos,
sentencia tan horrorosa
al escuchar, pero en vano,
nada a don García asombra.
De cólera y de venganza
vértigo infernal le acosa,
y todo su ser a su ímpetu
se descompasa y trastorna.
Todo recuerdo calmante,
toda intención generosa,
de la indignación a impulsos
del corazón se le borra:
y con el brazo extendido
y faz amenazadora,
a la condesa presenta
resueltamente la copa.
«¡Señor!, exclamó Montero
—¡Vasallo! (en voz tronadora
interrumpió don García),
quien por infames aboga,
sólo cavar su sepulcro
junto a su sepulcro logra.»
Y a la condesa volviéndose,
siguió diciendo: «Señora,
venderle queréis al moro
mi cabeza y mi corona,
que con torpeza inaudita
y amor sacrílego compra;
a morir, pues, disponeos,
como liviana y traidora.
—¡Hijo mío!
—No, apartad
tal nombre de la memoria,
y ¡voto a Dios! bebed pronto,
que mi paciencia se agota.
—Hijo mío, por la santa
esperanza de una gloria…
—Callad y apurad el vaso…
Esa es la vuestra y no hay otra.»
Y aquí la condesa, viendo
que es vana esperanza toda,
desesperada y sañuda
contra sí misma se torna.
Radió en su fiero semblante
horrenda expresión diabólica,
relámpago del infierno
que en su corazón aloja;
y con firmeza que fuera
en causa mejor heroica,
apuró de un solo trago
la preparada ponzoña.
Cayó sin sentido Estrella,
en oración fervorosa,
Sancho encomendó su alma,
y el conde con mano pronta
arrojó contra las tapias
el resto de la ponzoña.
Quedó la condesa un punto,
fantasma amedrentadora,
frente a don Sancho en silencio;
mas pronto el fatal Borgoña
tendióla en tierra de espaldas,
a fin desastrado próxima.
CONCLUSIÓN
Es una noche lóbrega y oscura:
no ilumina la luna el firmamento,
y en la atmósfera impura
densos vapores amontona el viento.
De espesos nubarrones
por su turbado azul lentos avanzan
preñados escuadrones
que el aire sorben donde el aire alcanzan.
No corre ni una ráfaga perdida
que temple de la atmósfera el bochorno,
y el aura de la tierra desprendida,
exhalada parece de algún horno:
y dijeran que humea
próxima a vomitar la oculta llama,
si el relámpago pronto centellea
y el ronco trueno en las alturas brama.
En un balcón que a los jardines mira
del palacio de Burgos, en que mora,
sombrío y melancólico suspira
don García a deshora.
Él es: y al recordar de doña Blanca,
su muerta madre, el infernal intento,
hondos suspiros de su pecho arranca,
que rechaza tal vez el firmamento.
Y el llanto que en sus párpados se estanca
y el semblante humillado y macilento,
muestran que es ya su bárbara sentencia
carcoma que desgarrra su conciencia.
Sus miradas en tierra, distraído
fija, sin ver lo que a sus ojos tiene,
y en confuso tropel descolorido
pasan por su memoria las ideas
tardas en paso y en contorno feas.
A veces frunce, receloso, el ceño
cual si oculto pesar le atormentara,
y a veces gime cual si en negro sueño
fantasma aterrador se le mostrara.
A veces, reteniendo en su garganta
el desigual aliento,
agitado su pecho se levanta
cual mar que en tumbos desordena el viento.
Y a veces tenuamente respirando,
resistiendo la fiebre que la agita,
en siniestro delirio divagando
lánguidamente al parecer dormita.
Todo al fin en el conde está mostrando
que grave asunto con afán medita,
y se ve que su bárbara sentencia
es el peso que abruma su conciencia.
Muchas veces acaso en su abandono
las leyes invocó que defendía;
razón hallaba en el salvado trono
que su venganza autorizar podía;
pero siempre tras él con fiero encono
salir la sombra de su madre veía,
y la ley, la razón y el pensamineto
cedían al tenaz remordimiento.
Mas, tendamos, lector, un velo oscuro
sobre este cuadro de venganza y duelo,
que es caso, a fe, de comentarse duro
que ya ha pesado en su balanza el cielo:
caso, lector (y con verdad lo juro),
cuya razón escudriñar no anhelo,
pues pliegues son del corazón humano
que intenta el hombre penetrar en vano.
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Largo tiempo pasó de esta manera,
y mucho más el conde así pasara
si por bajo cruzar de su vidriera
misterioso embozado no mirara.
A la rápida luz de los relámpagos
su bulto en las tinieblas perseguía,
los ojos con afán desencajando
si en medio las tinieblas le perdía;
mas siempre hallarle en el jardín rondando
con el nuevo relámpago volvía.
Brotó en su corazón sorda sospecha,
y espoleando el honor sus presunciones,
pronto entendió que el embozado acecha
de su alcázar o puertas o balcones.
Y a poco, seña misteriosa oyendo,
por una reja le alcanzó trepando,
y en ira a él encaminóse ardiendo.
Con silenciosa y recatada huella
llegó a la estancia de la hermosa Estrella,
y luz viendo alumbrar la cerradura,
la airada vista enderezó por ella.
Mas apenas la línea había cogido
que la abertura con la luz marcaba,
oyó como de gente que lidiaba
dentro del cuarto temeroso ruido.
Entre él y la bujía en un instante
dos cuerpos a la par se interpusieron,
que a poco en bambaleo vacilante
a la par con estrépito cayeron.
Lánzase dentro el irritado conde,
y al ver el sitio donde
la luz prosigue, la afilada punta
les pone de su estoque a la garganta.
Y «¿quién se atreve, vive Dios!», pregunta,
a cuya voz: «¡Yo soy!», Sancho responde,
que de ellos solamente se levanta.
CONDE: !Qué es esto, Sancho!
SANCHO: Señor,
si es que lo hecho os enoja,
sacadme con esa hoja
el alma que os da el honor.
CONDE:
Concluye, Sancho; ese hombre
que tienes muerto a tus pies
bañado en sangre, ¿quién es?
SANCHO: Muza, señor, no os asombre.
Sin miramiento al decoro
que en vuestra casa se encierra,
contando iría a su tierra
vuestra deshonra ese moro.
Yo le esperé y le maté;
si os culpa su rey, señor,
tratadme como traidor
y entregadme, que yo iré;
pues quiero de mejor gana
que el moro traidor me llame,
que oírle dar por infame
a una noble castellana.
Tendióle el conde la mano
tal oyendo, y replicó:
Sancho, así quisiera yo
todo el pueblo castellano.
¿Cuál es tu nombre?
SANCHO: Espinosa.
EL CONDE: ¿Eres noble?
SANCHO: Hidalgo soy.
EL CONDE: Tu casa será desde hoy
y tu familia famosa.
Desde hoy serán mis monteros,
y de lealtad por gala,
dormirán en mi antesala
sus bizarros caballeros.
Y lléveme Belcebú
si temo a nadie en la tierra,
si en la paz son y en la guerra,
todos ellos como tú.
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Lector, la buena memoria
que de su madre guardó,
excuso decirla yo,
pues te lo dice la historia;
recuerdos hay todavía
que atestiguan opulentos
los muchos remordimientos
del conde Sancho García.
Diré, pues, la sola cosa
que sus recuerdos exigen,
y es: que de él tienen origen
los Monteros de Espinosa.
FIN