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El Demonio de los Andes/08

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VIII : Maldición de mujer

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Pacificado, en apariencia, el Perú con la muerte de Almagro el Mozo, encomendó Vaca de Castro a los capitanes Diego de Rojas, Felipe Gutiérrez y Nicolás de Heredia la conquista de Tucumán y Salta. Doscientos soldados se alistaron entusiastas para acometer esta arriesgada empresa, que duró más de tres años y en la que los expedicionarios tuvieron que sostener muy sangrientas batallas con los indios y pasar hambre, miseria y peligros sin cuento.

Muerto Diego de Rojas, que llevaba el título de gobernador, a consecuencia do una leve herida de flecha emponzoñada, vino la discordia a enseñorearse del campo español, y la mayoría resolvió deshacerse de Francisco Mendoza, valiente mancebo a quien Rojas dejara la herencia del mando, con agravio de Gutiérrez y de Heredia.

Empeñáronse algunos de los conquistadores en que Mendoza obsequiase con un caballo de que no hacía viso a Diego Álvarez, soldado que gozaba entre ellos de gran prestigio, pero a quien el gobernador tenía sus motivos para tratar con desapego. Contestó, pues, negativamente a los pedigüeños, y agregó en tono de burla:

-Mal dueño tendría el caballo, que Diego Álvarez por dormir no habría de cuidarlo.

Refirieron el dicho a Álvarez, quien se ofendió tanto, que en el acto organizó la conspiración; y dos noches después, acompañado de tres de sus amigos, entraba en la tienda del gobernador. Este despertó al ruido y preguntó sin alarmarse:

-¿Quién anda ahí?

-Quién ha de ser, Señor Don Francisco, sino Diego Álvarez que no duerme cuando no ha menester dormir.

Y sin dar tiempo a que Mendoza saltase del lecho, lo mató a puñaladas.

Aunque Nicolás de Heredia no había tenido arte ni parte en el motín, fue proclamado gobernador, y para evitar desastres tuvo, mal de su grado, que aceptar el cargo. Resolvió entonces volver al Perú, y con los ciento cincuenta hombres que lo seguían púsose en Santa Cruz de la Sierra, a órdenes de Lope de Mendoza, que acababa de alzar bandera contra Gonzalo Pizarro.

La historia conoce con el nombre de los de la Entrada a estos bravos soldados, calificando de heroicos su valor y sufrimientos. Y no sólo ellos sino hasta sus mujeres realizaron verdaderas hazañas, que por tales tomamos las que escriben los cronistas de Leonor de Guzmán, esposa del alférez Hernando Carmona; de Clara Enciso, compañera de Fernando Gutiérrez, y de Mari-López, la querida entonces y mujer más tarde de Bernardino de Balboa. Ocasión hubo en que, mientras los hombres andaban diseminados buscando víveres, las mujeres defendieron el campamento batiéndose vigorosamente con los indios.

Francisco de Carbajal hallábase en Quito con Gonzalo Pizarro cuando se tuvo noticia de que Diego Centeno y Lope de Mendoza habían en Arequipa proclamado la causa del rey. Pizarro ordenó entonces a su maestre de campo que, con trescientos hombres, se dirigiese sobre los enemigos, sin darles tiempo para que organizasen elementos de resistencia.

Fue en esta campaña, prodigiosa por la rapidez de las marchas, donde Carbajal ostentó todas sus admirables dotes militares, conquistándose la reputación de gran capitán. A fuerza de hábiles maniobras estratégicas, derrotó primero a Centeno; y poco después, en Pocona, territorio de Santa Cruz de la Sierra, tomó prisioneros a Lope de Mendoza y Nicolás de Heredia que, como todos los de la Entrada, se batieron bizarramente.

En esta batalla el mismo Carbajal salió ligeramente herido en un muslo de un tiro de arcabuz, disparado contra él por uno de sus soldados, que se había comprometido con los realistas a matar a su jefe en el fragor del combate. El astuto Carbajal disimuló por el momento, procurando que ninguno de los suyos se advirtiese de lo ocurrido, pues hacerlo público era dar alas a la traición, con desprestigio propio y de la causa. Mas no por eso renunció a la idea de castigar al delincuente.

Dejó correr una semana, y al cabo de ella, hízose una tarde encontradizo con el soldado traidor, y después de hablarle afablemente, diole la comisión de ir con pliegos al Cuzco, sin pérdida de minuto. El soldado, que era dueño de algún caudal y que veía la imposibilidad de transportarlo consigo, le rogó que lo excusase.

Entonces Don Francisco, sin revelar pizca de enojo, le dijo:

-Pues, camarada, que no sea lo que yo quiero, que es ir, ni lo que vos queréis, que es quedar, sino que, como entre amigos, se tome un medio que ni vayáis ni quedéis. ¿Qué os parece?

-Que me place -contestó el soldado-. Vuesa merced discurra.

-Discurrido está. El medio es... es... -articuló Carbajal rascándose la punta de la nariz.

-¿Cuál, D. Francisco?

-Que venga Cantillana y que lo ahorque sobre tabla; y no me diga el felón que ha menester confesarse, que de eso no se le dé nada; que yo tomo por mi cuenta sus pecados, que son muchos y gordos.

Y un minuto después, el infeliz emprendía viaje a la eternidad.

Cuando en Pocona lo presentaron herido y prisionero a Lope de Mendoza y a su segundo Heredia, díjoles Carbajal:

-¡Hola! ¡Hola! ¿Conque eran vuesas mercedes los malandrines que habían jurado ahorcarme por su mano? Pues ahora vamos a ver quién mata a quién.

Lope de Mendoza y su compañero levantaron con altivez la cabeza y se encerraron en un silencio despreciativo. Al fin se cansó Carbajal de apostrofarlos sin obtener de ellos una palabra, y dirigiéndose a la puerta gritó a un oficial que pasaba:

-Alférez Bobadilla, venga acá, si es servido, y mande dar garrote a este par de bellacos y que les corten la cabeza y tráigamelas, que holgareme de verlas separadas del tronco.

Cumplida la sentencia, el mismo Dionisio de Bobadilla partió para Arequipa conduciendo las dos cabezas, que debían ser puestas en la picota de la ciudad.

Sabido es que Carbajal quería infinito a su ahijada Juana Leyton, mujer de Francisco Voto, un tunante que traicionó más tarde al padrino pasándose a las filas realistas. Esta Juana era una muchacha portuguesa, hija adoptiva de doña Catalina, la querida que Carbajal trajo al Perú. Juana Leyton fue siempre, cerca del indomable Demonio de los Andes, un ángel que salvó muchas vidas e impidió no pocas atrocidades; pues el maestre de campo no desairó jamás ruego o empeño de su mimada Juana.

Al saberse en Arequipa la comisión que traía Bobadilla, fue Juana Leyton a la posada de éste y le dijo:

-Suplícoos, Sr. D. Dionisio, que me hagáis merced de la cabeza de Lope de Mendoza para que yo la entierre lo mejor que pudiere, aunque no sea como ella lo merece. Mirad que de nada os sirve puesta en la picota.

-Duéleme, doña Juana, que no seáis por mí servida, que yo ni por Dios ni por sus santos tengo de desobedecer a mi Sr. D. Francisco y arriesgarme a que, en justicia, me descuartice.

Insistió la dama, lloró, ofreció plata y agotó el arsenal de recursos que para casos tales puso el cielo a disposición de la mujer. Bobadilla era lo que se llama hombre de un sí y de un no. Cansada de bregar, saliose doña Juana del aposento, gritando con aire profético:

-Pues ponla muy enhorabuena, que mala será para ti, y poco vivirá quien no la viere quitar, para enterrarla con mucha honra, y poner la tuya en su lugar.

Bobadilla se echó a reír del pronóstico, y encaminose a la picota con el sangriento fardo. Al desenvolver las cabezas, uno de los ayudantes del verdugo hizo un gesto de asco, y dijo:

-¡Puf! ¡Y vaya si apestan!

-Mientes, pícaro -le interrumpió Bobadilla-, que cabezas de enemigos huelen a ambrosía.

Cuando dos años después, vencido el Muy Magnífico Gonzalo Pizarro, cayó prisionero Dionisio de Bobadilla, mandó La Gasca que le cortasen la cabeza y la colocasen en Arequipa, en el mismo sitio que había ocupado la de Lope de Mendoza, cuya memoria se honró con una gran misa fúnebre.

La verdad es que una maldición de mujer es tan atroz como maldición de gitano; pues no parece sino que las hijas de Eva tuvieran, a veces, el privilegio de deletrear en el libro del porvenir.