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El diputado Bernardo O'Higgins en el Congreso de 1811: 1

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Ideario político del joven Bernardo

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“Cierra los ojos, duerme, sueña un poco tu único sueño, el único que vuelve hacia tu corazón: una bandera de tres colores en el Sur, cayendo la lluvia, el sol rural sobre tu tierra”.

Pablo Neruda
Canto General.


El joven Bernardo O’Higgins —que había regresado de Europa en 1802— además de acaudalado, era instruido, patriota y secretamente revolucionario, como lo afirmara Benjamín Vicuña Mackenna. Un observador atento lo podría haber descifrado a través de la selección que hizo de amigos que lo acompañaban en sus tiempos de descanso de la labor agrícola.

Eran conocidos por Bernardo los recelos y las aprehensiones que algunas de sus acciones —como la contratación de marineros náufragos ingleses para trabajar en su fundo o la correspondencia que mantenía con el militar argentino Juan Florencio Terrada—causaban en el Intendente de Concepción, Luis de Alava (1795-1810), hasta el punto que al retirarse cada noche a dor mir temía ser despertado por un destacamento de milicianos con la orden de llevarlo a Talcahuano para ser trasladado a los calabozos del Callao o a los de la Inquisición [1].Estas preocupaciones del Intendente se acrecentaron, según el parecer de Juan Mackenna-—en su carta del 20 de febrero de 1811—,“...desde el momento en que se descubrieron sus relaciones con Miranda y fueron comunicadas al Ministerio español por sus espías” '[2].

El “club” de José Antonio Prieto

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Además de chillanejo, Bernardo se sentía profundamente penquista por estirpe y sentimientos. La familia de su madre, Riquelme de la Barrera, descendía de Luis de Toledo, contemporáneo de Pedro de Valdivia, que estuvo en las fundaciones de Santiago y de La Serena y a quien le correspondió refundar la ciudad de Concepción, donde fue vecino encomendero[3], y su padre, Ambrosio, había sido el primer Intendente de Concepción dentro de cuyos límites forjó sus mejores amistades.


“Por su calidad de terrateniente en Laja, Obispado de Concepción— dice Fernando Campos Harriet—; por la actitud generosa de una sociedad que le abre de par en par sus puertas, sin considerarle un advenedizo; por su afinidad de ideales con la juventud penquista de su gteneración, O’Higgins va a manifestar, a lo largo de su vida y hasta la víspera de su muerte, un acendrado penconismo”[4].


Al primero que confió Bernardo sus ideas políticas en Chile, fue al abogado José Antonio Prieto Vial en Concepción. Un “joven lleno de inteligencia y patriotismo —como lo caracterizó Vicuña Mackenna— que debía morir demasiado temprano para su nombre y para la historia”[5].

Como abogado, Prieto había estado encargado de la defensa de los navegantes del buque angloamericano Guampu, apresado como contrabandista en 1809 [6], teniendo entonces la oportunidad de conocer a su sobrecargo Mateo Arnaldo Hoevel, nativo de Suecia. El carácter franco y social del sueco y la extroversión de Prieto, además de la conformidad de opiniones y principios, contribuyeron al afianzamiento de una amistad entre ellos, dentro de la cual Hoevel llegaría a constituirse en el preceptor de Prieto, en especial sobre las ideas de Rousseau en su Contrato Social, libro que con gran sigilo le obsequió. Además, le había transmitido su admiración por la democracia republicana de los Estados Unidos, país en el cual había vivido y que consideraba su segunda patria.

A O’Higgins y Prieto se les unieron en Concepción, algunos oficiales como el joven capitán del Ejército Real, Manuel Bulnes Quevedo, cuñado de Prieto y padre del futuro Presidente de Chile [7] igualmente los capitanes Venancio Escanilla, Francisco Calderón y José Antonio Fernández Barriga y el ayudante José de la Cruz. Además, estaba un notable militar español casado con chilena, el capitán Carlos Spano[8], que apoyaba los sentimientos de aquellos criollos contra España constituyéndose en “el alma del levantamiento que fer mentaba en el batallón de Penco[9] al que se adhería casi la totalidad de sus oficiales oriundos de Chile” [10].

La complicada enfermedad, y que parecía incurable, sufrida por José Antonio Prieto, les servía de pretexto para reunirse periódicamente en su casa, aparentemente sin despertar sospechas.

También comenzaron a participar asiduamente otros jóvenes de la ciudad y de los alrededores, considerados de confianza, como Luis de la Cruz, alcalde de Concepción, cuñado de Prieto; Fernando Urízar, hacendado de Rere; José Urrutia, de Parral; Antonio Mendiburu, de Concepción; Pedro Ramón Arriagada, dueño de una hacienda colindante con Las Canteras [11]; Ramón Freire Serrano, de Talcahuano; Miguel Zañartu Santa María y Diego José Benavente, ambos de Concepción, y tantos otros que fueron bautizados por el pueblo de la ciudad como “los duendes”.

En un extraño manuscrito existente en la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile, que lleva por título: “Razón de lo que he presenciado y mucha parte que no e bisto me an contado personas honrradas de una y otra parte, desde el año dies y para que lo sepan lo pongo en este cuaderno” (sic)[12], un señor llamado Manuel Gregorio García Ferrer le escribe, desde Loncomilla, el 5 de abril de 1877 al ex Presidente de la República don Manuel Montt, bajo el subtítulo: “Razón de todos los sucesos que hubieron en la ciudad de Concepción antes de levantarse en contra del Rey, siendo Gobernador don Juan Rozas, de Concepción, y don José María Benavente y de Talcahuano el señor Sota” [13]. Después de describir algunas acciones de los “duendes” en contra del prior de Santo Domingo, Padre Díaz, mandado por el rey —que predicaba bajo el lema: “Dios primero, morir por él, y segundo, morir por el Rey”—, entrega los siguientes apellidos de aquéllos:“de Concepción: Sota, Benavente, Manzano, Rozas, Ibietas, Martínez, Binimelis, Castellones, Riberas, Cruces, Bar nacheas y muchos más que no recuerdo. De Talcahuano: Ser ranos, Freires y Garrigoses. De los pueblos: Alcázar, Merinos, Anguitas, O’Higgins y Riquelme y muchos más” [14]

Es posible que en la constitución del “club revolucionario” de Concepción y en su participación en él, Bernardo estuviera siguiendo los consejos que Francisco de Miranda le dio al salir de Londres, reunidos en un documento titulado “Consejos de un viejo sudamericano a un joven compatriota al reg resar de Inglater ra a su país”. El original de este escrito no existe. Benjamín Vicuña Mackenna lo transcribió al castellano desde una traducción jeroglífica del secretario irlandés de O’Higgins, John Thomas. El mismo Vicuña escuchó decir que Bernardo, desobedeciendo las instrucciones de Miranda, que le habría pedido estruirlo después de su lectura, habría ocultado varios años el escrito, llevando cosida en el forro de su sombrero, una copia del documento escrita por él mismo.[15].

En algún momento, Bernardo tomó en cuenta una de las recomendaciones de Miranda, según la cual entre los campesinos del sur de Chile, acostumbrados a lidiar con los indígenas, podía encontrarse buenos soldados cuya “proximidad a un pueblo libre, debe haberlos llevado a la idea de libertad e independencia” [16]. Para comprobarlo, asistió a un parlamento con los pehuenches en Negrete convocado por el presidente Muñoz de Guzmán. Mucho tiempo después le comentó a John Thomas que, además del sentimiento de orgullo al comprobar el afecto con que los viejos caciques recordaban a su padre, descubrió que los dragones de la frontera y los milicianos que estaban allí, aunque mal ar mados y peor vestidos, servirían algún día como base para el ejército revolucionario [17].

Entre otros consejos, Miranda le pedía en el escrito no olvidar que aparte de Inglaterra y de los Estados Unidos, no había otra nación “en la que se pueda hablar una palabra de política, fuera del corazón probado de un amigo” [18]. Por ello le sugería que una vez instalado en Chile, eligiese sus amigos con el mayor cuidado. Sobre sus futuros confidentes le consejaba desconfiar de todo hombre que hubiera pasado de la edad de 40 años, a menos que le constara que era amigo de la lectura, en particular de los libros prohibidos por la Inquisición.

Por otra parte, Miranda le advertía que aunque “la juventud es el período de los sentimientos ardientes y generosos” [19], y por ello entre los jóvenes se encuentran muchos prontos a escuchar y fáciles de convencer, también “es la época de la indiscreción y de la irreflexión” [20], por eso son de temer tanto estos defectos de los jóvenes como la timidez y la preocupación en los viejos.

También Miranda lo prevenía de caer en el error de creer que porque un hombre tiene una corona en la cabeza o se sienta en la poltrona de un clérigo, es un fanático intolerante y un enemigo decidido de los derechos del hombre. Por su experiencia, decía conocer que en esta clase de hombres se dan los más ilustrados y liberales de Sudamérica, pero lo difícil es encontrarlos [21]. Como si las palabras de Francisco de Miranda se constituyeran en un oráculo para Bernardo, invitó también a las reuniones en la casa de Prieto al prior del hospital de San Juan de Dios, fray Rosauro Acuña [22]', y al doctor en derecho Juan Martínez de Rozas que, aunque sobrepasaba los cuarenta años, cumplía con una de las excepciones dentro de los consejos de Miranda: era amigo de la lectura, en particular de los libros prohibidos por la Inquisición.

Juan Martínez de Rozas (1759-1813) había nacido en la ciudad de Mendoza cuando aún pertenecía a la Capitanía General de Chile.

Estudió filosofía y teología en la Universidad de Córdoba y derecho en la Real Universidad de San Felipe. Viajó a Chile con José Antonio Rojas, casado con una de sus sobrinas, hermana de Manuel de Salas. Como abogado reemplazó a Ambrosio ÓHiggins en la Intendencia de Concepción, cargo en que alcanzó gran prestigio y se casó con la hija del principal comerciante y terrateniente de Concepción, José Urrutia y Mendiburu. En 1808 fue llevado a Santiago y sirvió como secretario del presidente Francisco Antonio García Carrasco hasta que fue acusado de haber participado con éste en el cruel apresamiento de la fragata inglesa Scorpion y de salir favorecido económicamente.

En apariencias rechazado por García Carrasco [23] regresó a Concepción en los primeros días de 1809. Es en esta estadía cuando toma contacto con el grupo de la casa de José Antonio Prieto y, luego, comienza a recibirlo en su propia casa: “Es notorio que para la seducción, perdición y ruina de la ciudad y provincia de Concepción —señala un informe de Fr. Juan Ramón, Guardián del Colegio de Naturales de Chillán, sobre las causas de la revolución de Chile—, contribuyó mucho la doctrina impía del doctor Rozas a una partida de jóvenes de distinción de dicha ciudad, que se juntaban en su casa con el objeto de instruirse, y esparcían aquellas semillas entre sus amigos y compañeros” [24].

Claudio Gay, que llegó a Chile en 1828, profundamente interesado por el proceso de génesis de esta nueva nación y como complemento de sus escritos científicos, comenzó a reunir antecedentes y a entrevistarse con testigos de aquél proceso. En su Historia de la independencia de Chile [25], describe de este modo el actuar de Bernardo O’Higgins en ese período:


“El entusiasmo de O’Higgins era tal, que tuvo la paciencia de traducir la constitución inglesa, como también los comentarios que se habían hecho sobre ella, y mandó sacar muchas copias para darlas a sus amigos, que deseaban, tanto como él, que se esparciesen por todas partes aquellos rayos
de luz, tan propios a regenerar la sociedad. En fin, para no omitir nada de cuanto podía favorecer su generoso pensamiento, seguía una cor respondencia tirada con Santiago [26], y escribía, a menudo, a Buenos Aires, en donde se había for mado un gran club bastante semejante al de Cádiz” [27].


Gay estuvo en Lima y declaraba haber estado con O’Higgins, ese “poderoso atleta de la rev olución chilena” [28], y con él haber “trabajado dos meses consecutivos sobre su larga carrera política y administrativa” [29].

Por su parte, Juan Martínez de Rozas, hombre de cincuenta años, acostumbrado a ejercer el mando por sí mismo o bajo su influjo, sin vínculos directos con la administración colonial, comenzó a barajar las alternativas que tenía por delante en ese momento de su vida. Importantes para él eran las opiniones de su primo José María Rozas y de su cuñado Antonio Urrutia, quienes a su regreso de Europa le habían hecho ver la desmoralización de la corte española y la posibilidad cierta de que España no pudiera liberarse de las garras napoleónicas. Ellos le habían permitido prever un gobierno autónomo del reino de Chile, en el cual deseaba tomar parte. Sin embargo, las dudas se mantenían, y envió al gobernador García Carrasco un memorial en que solicitaba se le restituyera el cargo de asesor en la Intendencia de Concepción. El Presidente lo envió a la Corte, el 16 de septiembre de 1809, sugiriendo se nombrara al peticionario oidor o fiscal de cualquier Audiencia de América.

A pesar de todo, “al calor de la amistad y de la franqueza —como señala Domingo Amunátegui— estimulado por espíritus más frescos que el suyo, y robustecido por la palabra resuelta y firme de O'Higgins, el doctor Rozas fue avanzando en esta época paso a paso en el sendero de las convicciones revolucionarias” [30].


Convicciones revolucionarias del joven Bernardo

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El abogado e historiador Julio Heise González, ha resaltado la singularidad de Chile en relación con los otros países hispanoamericanos, en tanto la emancipación y la lucha por la organización del Estado, constituyeron una sola etapa entre 1810 y 1830. Según Heise, en estas dos décadas, y con las dificultades propias de las preocupaciones militares y de las faltas de experiencia y de cultura política, se habrían afianzado definitivamente conceptos como soberanía popular, gobierno republicano y representativo y otras nuevas tendencias e ideas, que se enfrentaron con la monarquía absoluta. "En la mayor parte de los países her manos de la América hispana —dice Julio Heise— estos conceptos lograrán vigencia mucho después de la emancipación, a través de un largo y doloroso período de anarquía y de cruentas revoluciones" [31].

Con estas afirmaciones, Julio Heise quería distanciarse de aquella historiografía chilena, al menos hasta la fecha en que escribe, que

ha aplicado a Chile el mismo esquema utilizado en los otros países de la América española, el cual divide la historia en dos etapas: la independencia (1810-1826) y la lucha por la organización del Estado (1823-1829).

No obstante, aunque Heise reconoce que “las dos décadas de la emancipación tuvieron todo el valor de un laborioso aprendizaje político presidido, en gran parte, por D. Bernardo O’Higgins” [32], olvida que este aprendizaje, con su principal conductor, había comenzado antes de 1810 y se extendería, como teoría y práctica revolucionarias, ya sin la presencia del Libertador, hasta aproximadamente 1830.

Las tres fuentes principales de las cuales se nutrió el pensamiento político del joven Ber nardo fueron el ejemplo de su padre, el aporte del venezolano Francisco de Miranda durante su estadía en Londres, y el desarrollo de la ideología revolucionaria en el país, proceso en el cual, como se ha visto, él fue protagonista.


El ejemplo de Ambrosio O’Higgins

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En relación con su padre, se percibe en O’Higgins un genuino dolor por su alejamiento, acrecentado por el profundo respeto y la gran admiración que sentía por él. Su clara consciencia que Ambrosio O’Higgins, desde la distancia, aunque usando a veces colaboradores y métodos severos, se había preocupado de darle la mejor educación, era lo único que equilibraba estos sentimientos en él. Las características especiales del desarrollo emocional de Bernardo O’Higgins han llevado a algunos historiadores — especialmente a aquéllos que podrían ser incluidos en el espacio de la que se ha denominado psicohistoria, desde mediados del siglo XX [33] — a vincular su vocación revolucionaria con las complejas relaciones con su padre.

El historiador Guiller mo Feliú Cruz, considera que el ejemplo de su padre constituyó una de las fuentes en que Ber nardo “bebió” las nociones de la ciencia política en lo que corresponde al contenido de la administración, aspirando a “una administración enérgica, que encarara las resoluciones sin titubeos” [34].

Bernardo O’Higgins escribió, en 1840, en una carta al general José María de la Cruz, la impronta que dejó su padre en su ética política:


“Con el ejemplo de mi respetable padre ante mis ojos, no trepido en decir, que sería indigno de ser llamado su hijo, si no trabajara mientras dure mi vida, en beneficio de la América del Sur, y muy especialmente de mi tierra nativa, por la que él trabajó, tanto y tanto, y sobre la que derramó copiosos beneficios.
—Agregando— De sus abundantes ser vicios públicos no hay parte que haya mirado con tanta admiración o que haya deseado más


Ambrosio O’Higgins
(fuente MHN)


imitar, como sus inocentes esfuerzos por conferir sobre los indígenas, primitivos habitantes de Chile (tan absurdamente llamados indios), las bendiciones de la religión, industria y civilización [...]. Teniendo a la vista el avanzado período de la vida en que mi finado señor padre se empeñó en tan ardua empresa, creo que no es demasiado tarde, sino que es mi indispensable deber, imitar su ilustre ejemplo en cuanto esté a los alcances de mi ingenio y de mi poder” [35].


La influencia de Francisco de Miranda en el ideario político de Bernardo O’Higgins

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En su testimonio personal, a través de la carta que enviara a Juan Mackenna, de la cual ya se ha hablado, Bernardo O’Higgins también se refirió a su relación de amistad con Francisco de Miranda en Londres, declarando haberse convertido “a las doctrinas de ese inteligente e infatigable apóstol de la causa de Sud-América” [36].

Francisco de Miranda fue el Precursor del movimiento de emancipación de Hispanoamérica. Nacido en Caracas en 1750. Políglota de g ran cultura, era seguidor de los enciclopedistas franceses y de los filósofos ilustrados, cuyo ideario político liberal había adoptado. Como militar participó en la Revolución Francesa (su nombre está grabado en el Arco de Triunfo de París), recibiendo el título de Héroe de la Revolución; en la guerra de independencia de los Estados Unidos y en la guerra de independencia hispanoamericana. Establecido en Londres, recibió en su casa a los más importantes líderes de la emancipación hispanoamericana, entre ellos, Ber nardo O’Higgins. Murió en el penal de Cuatro Torres del Arsenal Militar de la Carraca en San Fernando (Cádiz), donde estaba encarcelado después de un confuso incidente en que siendo Presidente de Venezuela, fue acusado de traición y entregado por los patriotas venezolanos, incluido Simón Bolívar, a los españoles.

No se sabe con certeza cómo ambos se conocieron en Londres. Bernardo había sido enviado por su padre a España cuando tenía dieciséis años, en 1794, para continuar sus estudios. Nicolás de la Cruz, su tutor en Cádiz [37] —a pesar de sus buenos vínculos con Ambrosio O’Higgins, a quien había conocido en Concepción, y de ser her mano de Bartolina, la esposa de Juan Albano Pereira, ambos padrinos del joven— pronto quiso deshacerse de él y lo envió a un colegio católico en Londres, “porque —como decía en una carta a su hermana Bartolina de la Cruz, el 30 de noviembre de 1795— no se corrompiese en este país viéndole un poco inclinado a la libertad” [38].

Dentro de la relativa oscuridad de las fuentes en que se ha mantenido la per manencia de Bernardo en Inglaterra, es aceptado mayor mente que asistió a clases y fue su alojamiento el Colegio Católico del señor Timothy Eeles, en Richmond, localidad cercana a Londres, donde estudió inglés, francés, geografía, historia antigua y moderna, música, dibujo y manejo de las armas [39]. Allí permaneció desde mediados de abril de 1795 hasta, aproximadamente, septiembre u octubre de 1798.

El ambiente en Richmond era agradable y el joven chileno pudo alcanzar buenos resultados en sus estudios e igualmente gratas relaciones con sus profesores y compañeros. Sin embargo, los problemas con los encargados de pagar su pensión en el colegio, los conocidos relojeros Spencer y Perkins [40], y con su apoderado de la Cruz [41], hicieron que Ber nardo regresara abruptamente a Londres, donde fue acogido en una capilla católica en York Street N° 38, a pocas cuadras del domicilio de Francisco Miranda, en Great Pulteney Street, a quien aún no conocía [42].

Cuando se conocieron, Francisco de Miranda tenía cuarenta y ocho años y Ber nardo, veinte. En enero de 1798, Francisco de Miranda, deportado por el Directorio francés de 1795, se había embarcado desde Calais (Francia) hacia Dover, ciudad puerto al sureste de Inglaterra. Estaba convencido que había llegado el mejor momento para establecer un acuerdo con el gobier no inglés a favor de las colonias hispanoamericanas. Francia y España, las dos potencias que habían ayudado a los Estados Unidos para liberarse del dominio inglés, estaban coaligadas contra Inglaterra. Cabía la posibilidad de un pacto semejante al que había habido entre Francia y los Estados Unidos, esta vez, entre Inglaterra y los patriotas sudamericanos. Miranda y los hispanoamericanos cercanos a él estaban dispuestos a ofrecer una de las provincias de la “Colombeia” [43] a cambio de una ayuda material por parte de Inglaterra estimada en 30 millones de libras esterlinas, con el fin de iniciar las operaciones en pro de la independencia de la América hispana. En la idea de Miranda estaba incluir también en esta alianza a los Estados Unidos [44].

El primer ministro William Pitt —el Joven—, que había conocido a Miranda en su segunda estadía en Londres en 1790, con estas mismas inquietudes, accedió en recibirlo. Ahora, el venezolano se presentó como representante de los pueblos de América y le entregó una copia del Acta de París.

Aunque algunos historiadores lo ponen en duda, el año 1797, se habría constituido en París una Convención, presidida por Francisco de Miranda, de diputados de las provincias de México, Perú, Chile, La Plata, Venezuela y Nueva Granada con el fin de recaudar fondos para la empresa independentista. Se habla del peruano José del Pozo y Sucre y del chileno Manuel José Salas, además, de Pablo de Olavide y del cubano Pedro José Caro que ayudarían a Miranda, representante oficial de la Convención, en las conversaciones y acuerdos con las potencias europeas [45].

La estrategia propuesta consistía en la creación de un ejército que cruzara el Atlántico hacia el Cabo de Hornos, en los meses de diciembre a febrero. Ocupados Valdivia y Talcahuano, desde Chile se organizaría una expedición de 20.000 hombres y veinte navíos que marcharían hacia el Perú [46].

Como el gobierno inglés no diera ninguna respuesta a su proposición, Miranda decidió viajar a los Estados Unidos para entrevistarse con Alexander Hamilton y Henry Knox. Ambos eran prominentes ciudadanos estadounidenses a quienes había conocido en 1783, mientras estudiaba el proceso de la revolución norteamericana y esbozaba su primer proyecto de independencia de todo el continente hispanoamericano. Empero, las autoridades inglesas le negaron esta vez el pasaporte: Pitt no estaba dispuesto a lanzarse a la aventura sudamericana pero tampoco a ceder el proyecto a otro país [47].

Con las alas cortadas, el revolucionario venezolano comenzó a dedicar la parte más importante de su tiempo a la propaganda y a la instrucción de los futuros compatriotas que lo visitaran. Escribió cartas e instrucciones secretas y fundó las logias Lautaro, las Juntas de las Patrias Americanas, la Gran Reunión Americana, la Comisión de lo Reservado y la de los Caballeros Racionales. Es en ese período cuando conoció a Ber nardo, que había llegado a Londres sin recursos y desorientado, sin un claro sentido para su vida.

O’Higgins, en un ensayo de memoria del cual se ha recuperado solamente el pliego inicial, escrito de su puño y letra en tercera persona, se refirió en los siguientes términos a ese período:


“Eran muy pocos los jóvenes de América que en aquella época se educaban en Inglaterra. El general Miranda se contrae exclusivamente a buscarlos para instruirlos y probarlos en el gusto del dulce fruto del árbol de la libertad. Elige entre ellos a su más predilecto discípulo, a O’Higgins, que para su educación había sido mandado por su padre a una Academia de Inglater ra desde los 14 años de su edad. O’Higgins, nutrido ya en los principios liberales y amor a la libertad, que entonces ardía demasiado en los corazones de la juventud europea, comienza a divisar las obligaciones que tenía que llenar” [48].


Bernardo explica a continuación cómo Miranda lo inició en los secretos de los gabinetes de Europa y de Washington con respecto a los asuntos de América. Recuerda, además, la valiosa biblioteca del venezolano:

Nicolás de la Cruz (fuente MHN)
“donde se estudiaba la política de las naciones, dedicando lo más importante del tiempo en el arte de la guer ra. Y en las largas noches del invierno relataba a sus discípulos anécdotas de los héroes de la Revolución Francesa, reflexiones sabias para que ellos recordasen las defecciones que ensangrentaron y sofocaron en la cuna la libertad de que debía participar el mundo entero” [49].


Según lo indica O’Higgins, fue presentado a muchos de los más importantes amigos de Miranda en Londres, como el Embajador de Rusia, el Encargado de Negocios de los Estados Unidos, o su benefactor, el empresario John Turnbull.

La supuesta paz de Europa, a través de los Tratados de Basilea firmados en 1795 entre Francia y Prusia (5 de abril) y entre Francia y España (22 de julio), fue interpretada por el general venezolano como la circunstancia adecuada para dar inicio a las operaciones programadas en Londres con los americanos del sur. Según la memoria manuscrita por Bernardo O’Higgins, con esta intención partió él a España [50].

Posterior mente, nunca dejó de referirse a lo que había significado para su formación espiritual su estadía en Gran Bretaña.


“Educado en el suelo libre de Inglaterra —diría en su Manifiesto del 31 de agosto de 1820— se fortificó la inclinación a la Independencia, con que nacen todos en el clima de Arauco. Amando la libertad por sentimiento y principios juré cooperar a la de mi Patria, o sepultarme en sus ruinas” [51].


Muchos historiadores chilenos de este período de la vida de Bernardo O’Higgins, han reconocido la importancia de su encuentro con Francisco de Miranda y del rico aporte ofrecido por éste al ideario político del joven. A continuación se analizarán algunos principios de este ideario que influyeron en el Libertador.


El sentimiento antiespañol

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En el joven Bernardo se descubre de inmediato un apasionado sentimiento antiespañol. En las citadas notas escritas bajo el epígrafe “Memorias útiles para la historia de la Revolución Sur-Americana” dice:


“[...] oyendo con un interés sagrado la historia, las relaciones y las empresas de su maestro, mira en él otro... [sic] y otro Washington, y cuando éste lo posesionó del cuadro de operaciones, se arroja en los brazos de Miranda bañado en lágrimas y le dice: —Padre de los oprimidos, si roto el primer eslabón de la cadena que en el Norte ha hecho aparecer
una nueva nación ¿con cuántos mayores motivos debe despedazarse la restante que ata las demás regiones del Nuevo Mundo a los cetros del Continente Europeo?” [52].

En la carta enviada a Juan Mackenna en 1811, escribe:


“La revolución de... [53] último me encontró como subdelegado de la Isla de la Laja, cargo para el cual había sido elegido por sus habitantes, porque yo jamás quise ni pude aceptar empleo alguno del gobierno español” [54].


Por su parte, en su Carta a los españoles-americanos, de alrededor de 1791, Francisco de Miranda había expresado este sentimiento de un modo ponderado:


“En fin, bajo cualquier aspecto que sea considerada nuestra dependencia de España, se v erá que todos nuestros deberes nos obligan a ter minarla. Lo debemos por reconocimiento a nuestros antepasados que no prodigaron su sangre y sus sudores para que el escenario de su gloria o de sus trabajos deviniera en éste de nuestra miserable ser vidumbre. Lo debemos a nosotros mismos por la obligación indispensable de conser var los derechos naturales recibidos de nuestro creador, derechos preciosos que nosotros no somos los dueños de alienar y que no nos pueden ser arrebatados sin crimen bajo cualquier pretexto que sea. ¿Puede el hombre renunciar a su razón, o puede ella serle ar rancada por la fuerza? Ahora bien, la libertad personal no le pertenece menos esencialmente que la razón. El libre disfrute de estos mismos derechos es la herencia inestimable que nosotros debemos transmitir a nuestra posteridad” [55].


En otra oportunidad Miranda fue más duro: “Aquel gobierno malvado, celoso y exclusivista, que vigilaba sus colonias como un tirano asiático vigila su serrallo” [56].

El mismo Bernardo O’Higgins se referiría en 1838, a “la corrupción y la ignorancia engendrada durante tres siglos por la mala administración de un Gobierno corrompido e ignorante” [57].

Como se verá más adelante, este rasgo llegaría a ser “un aspecto particularmente importante de la mística revolucionaria” [58]. Derechos naturales alienados; falta de libertad en todas sus formas; gobierno arbitrario, venal y corrupto; leyes dañosas y oscuras; conquista cruel y sanguinaria; explotación económica. Con estas expresiones era descrita la “miserable ser vidumbre” —según las palabras de

Miranda— en que eran mantenidas por el imperio español sus colonias americanas.


Autonomía o independencia

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No es necesario insistir sobre la importancia que tuvo Francisco de Miranda en la opción libertaria de Ber nardo O’Higgins. Éste la hizo presente con insistencia. Al contrario, es opinión común en la historiografía chilena que la doctrina política predominante entre los demás revolucionarios en 1810 no iba más allá de la autonomía administrativa, pues eran escasos los que, en su interior, aspiraban a la independencia total de España. Así lo afir mó Domingo Amunátegui Solar que consideraba que como resueltos partidarios de la independencia absoluta de su patria, “sólo podría citarse sin incurrir en yer ro a dos personajes que se hallaban en este caso: don José Antonio de Rojas, en Santiago, y don Ber nardo O’Higgins, en Concepción” [59].

Camilo Henríquez fue muy crítico, en 1822, sobre el desarrollo de las ideas emancipatorias en la sociedad chilena:


“[el] estado que tenían la opinión y las ideas en nuestro país en 1810. Era tan triste que la revolución tuvo que hacerse, y continuar por cuatro años, fundada en nuestra fidelidad a Fer nando VII. La palabra independencia habría sido entonces un escándalo para los pueblos. Aun la mayor parte de los patriotas más instruidos que dirigían la revolución, que se burlaban de la superchería del nombre de Fer nando, apenas tenían ellos mismos otro plan, ni sus miras se extendían a más que a sacudir el odioso yugo colonial” [60].


En junio de 1812, Bernardo O’Higgins escribió a su amigo Juan Florencio Terrada [61]:


“Desde el 25 de mayo [de 1810] Uds. no han tenido otro objeto en mira que su separación de la España y la adopción de instituciones republicanas, pero en Chile ni vuestro tío [Juan Pablo Fretes [62]] ni Rozas ni yo mismo nos hemos atrevido a declarar abiertamente que tal ha sido nuestro v erdadero objeto desde el principio de la revolución” [63].


La carta, hecha pública por Vicuña Mackenna clarifica, al menos, dos hechos: la independencia de Chile era un contenido primordial en el ideario político del joven Bernardo, lo que unido a otros antecedentes que dejan en claro el papel de Francisco de Miranda en la adhesión a este principio [64], permite afirmar que era

independentista mucho antes de 1810. En segundo lugar, se hace

José Antonio de Rojas
(fuente MHN)
evidente que la opción libertaria debía ser manifestada con cautela, incluso en el club revolucionario de Concepción, aún después de haber ter minado de funcionar el primer Congreso Nacional de 1811.

En el grupo de la casa de Juan Antonio Prieto, hubo dos excepciones a la regla de cautela. Dos integrantes que O’Higgins denominó en su carta a Juan Mackenna sus “decididos discípulos”: fray Rosauro Acuña y Pedro Ramón Arriagada.

Que ellos también defendían la separación de Chile del imperio español, quedó públicamente en evidencia con las denuncias del Gobernador García Carrasco que ordenó sus detenciones. Fueron juzgados, a fines de 1809, por defender en distintos lugares públicos de Chillán que “lo que conv enía era que los habitantes todos a una tratasen de ser independientes de todas las naciones y sacudir el yugo español, haciéndose republicanos; que este reino no necesitaba de rey...” [65]. Ambos fueron detenidos y liberados. Rosauro Acuña, que continuó siendo vigilado, fue nuevamente apresado y enviado temporalmente a los calabozos del Perú. Mariano Osorio, en 1814, fue desterrado al archipiélago Juan Fernández donde, presumiblemente, falleció [66].

O’Higgins tuvo que esperar hasta después de Chacabuco y de Maipú para que su idea libertaria log rara su consagración definitiva, primero con la proclamación de la independencia de Chile, fechada en Concepción el 1º de enero de 1818, y luego con la creación de la nacionalidad chilena, el 3 de junio del mismo año, adelantándose a los otros países de América de habla hispana.

La creación de la nacionalidad chilena, por Decreto de O’Higgins, es una de las máximas expresiones de la independencia del país. Está claramente emparentada con la noción de identidad hispanoamericana defendida por Miranda. Ambas no discriminan entre los nacidos en el territorio a que se refieren, trátese de “indios”, mestizos o criollos.


El republicanismo

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En su carta de respuesta a Miguel Luis Amunátegui Reyes, quien le había solicitado infor mación al general José María de la Cruz [67] sobre diversos aspectos relacionados con Bernardo O’Higgins, el general se refirió a sus “principios políticos” diciendo:


“Estos eran republicanos democráticos pero de aquella democracia que no pretende someter al común del pueblo el ejercicio de la administración pública. En medio de esos principios democráticos, creía que ese ejercicio sólo era inherente de la parte del pueblo sensata e independiente para juzgar” [68].



Para la intelectualidad revolucionaria criolla, dentro de la cual destacaba Bernardo O’Higgins, claramente fue preferida la forma republicana entre los géneros de gobier no posibles. Fue un elemento unificador de la mayoría de aquellos que participaron en la gestación del espacio público político chileno.

Empero, dentro de la población había sectores no afines a los nuevos ideales políticos, o ignorantes sobre ellos. Así, Simon Collier resalta una comunicación de J. M. Zorrilla a Antonio Ermida informándole que varios soldados en el Sur deseaban rendirse a los realistas aduciendo que “jamás havrá en América el Gvno republicano, qe. el mejor es el Despótico o Puramente Militar” (sic)[69]. El mismo Bernardo le confesó a su amigo Juan Florencio Terrada que “probablemente había más republicanos en una sola calle de Buenos Aires que en el Reino de Chile entero” [70].

Algunos historiadores creen importante destacar que se prefería a la república no sólo por el rechazo a la monarquía —entre otras razones, porque esta última se había originado por la violencia o por el engaño de la doctrina del derecho divino— sino más bien por “la aceptación de toda una filosofía secular que enseñaba que el hombre solo puede alcanzar o perseguir la virtud como ciudadano de la república” [71].

La adhesión a esta filosofía secular guió, asimismo, a Francisco de Miranda a redactar de la siguiente manera la “fórmula de fe del dogma republicano”, segundo grado de iniciación de los neófitos de la Sociedad Lautaro o Caballeros racionales, creada en Londres:


“Nunca reconocerás por gobier no legítimo de tu patria sino a aquél que sea elegido por la libre y espontánea voluntad de los pueblos; y siendo el sistema republicano el más adaptable al gobier no de las Américas, propenderás por cuantos medios estén a tus alcances, a que los pueblos se decidan por él” [72].


El primer grado de iniciación de los neófitos en aquella logia era el juramento de trabajar por la independencia americana.

Las convicciones republicanas de Ber nardo fueron puestas a prueba con ocasión del Cong reso de Aquisgrán, el año 1819, convocado por la Santa Alianza. Además de Chile, representado por Antonio José de Irisar ri, participaron en él representantes de Argentina (en aquel entonces Provincias Unidas), Colombia y Venezuela. El argentino Ber nardino Rivadavia y el venezolano Fernando Peñalver eran partidarios de proponer la creación de monarquías con el fin de obtener el reconocimiento de la independencia de sus países, ya que la Santa Alianza había sido creada para g arantizar militarmente la defensa de los principios del absolutismo monárquico.

La segunda consulta hecha por Irisarri al gobierno chileno sobre la materia fue respondida, a nombre del Director Supremo, por el Ministro Joaquín Echeverría, quien en uno de los párrafos del respectivo oficio señalaba:


“Si ha de consultarse la opinión pública ¿y cómo no, tratándose de dar una Constitución a Chile? No puede pensarse un momento en adoptar la forma monárquica. Si en Chile hay alguna opinión sobre este punto, está decidida y pronunciada contra la monarquía” [73].


“He oído aquí al señor General La Mar que el Supremo Director de Chile nada desea tanto como un Cong reso General de los Estados de América, y habla con entusiasmo de esta medida. Yo le dije en mi concepto era aceptable a Colombia y que no dudaba que propendiese a que se verificase” [74].


La importancia de los cabildos en el proceso de cambio

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Francisco de Miranda había previsto que la emancipación hispanoamericana se aceleraría por la acefalía del imperio español causada por la invasión napoleónica. A propósito de ello, en marzo de 1798, en carta al Presidente de los Estados Unidos, John Adams le confía su temor de que un movimiento convulsivo en la Metrópolis generara sacudidas anárquicas en las colonias de América. Para contrarrestar esta posibilidad, Miranda veía en los Cabildos a la única institución colonial disponible para encauzar el movimiento revolucionario a través de una constitución federal, que lo hiciera representativo y deslindara bien las atribuciones del Ejecutivo y del Legislativo, evitando el caos y la anarquía del asambleísmo espontáneo [75].

En la introducción al presente capítulo se dio a conocer como Bernardo O’Higgins apoyó la participación del Cabildo, mayor mente a través del vocal Juan Martínez de Rozas, como un instrumento para conducir el proceso revolucionario hacia la representatividad democrática, a través de la convocatoria a un Congreso Nacional. El objetivo principal de este Congreso era elaborar una constitución que legitimara el proceso.

Estas ideas están presentes en diversos escritos de Miranda y alimentaron la tenacidad de Ber nardo en pro del Congreso de 1811, convencido de la necesidad de lanzar un proceso de aprendizaje republicano a pesar de la falta de cultura política.


El desarrollo de la ideología revolucionaria en el país

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En lo que sigue se prescindirá del debate al interior de la historiografía chilena sobre el grado de influencia que pudieran haber tenido en la construcción de la ideología emancipatoria la doctrina escolástica española, la ilustración y el liberalismo francés, o elementos doctrinarios de la antigüedad clásica. Posiblemente, la postura más cierta al respecto es considerar que su diversidad de origen es aquello que mayor mente define a la ideología revolucionaria.

Mientras no hubo medios de impresión en Chile, Bernardo O’ Higgins participó en la etapa oral del desarrollo de la ideología revolucionaria, principalmente en las tertulias políticas en los domicilios de los abogados José Antonio Prieto y Juan Martínez de Rozas, en Concepción y, más adelante, una vez llegado a Santiago como diputado del partido de Los Ángeles, en el domicilio del sacerdote paraguayo Juan Pablo Fretes, donde se alojaba.

En estos encuentros Ber nardo se fue familiarizando con los nuevos conceptos que iban constituyendo el núcleo de las ideas revolucionarias en Chile, las cuales enriquecieron la visión que él traía al reg resar al país y que era el resultado de sus conversaciones con Francisco de Miranda y con otros patriotas hispanoamericanos de Cádiz.


Principios de la revolución

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A continuación se destacan las doctrinas básicas que hasta fines de 1811 fueron principalmente enunciadas a través de discursos, sermones y documentos gubernamentales y, en ocasiones, a través de panfletos que circulaban principalmente en la capital. Para mayor claridad, a ellas se agregan opiniones publicadas una vez que se dispuso de la imprenta y que, como se dijo, claramente deben haber iniciado su desarrollo en el período pre-imprenta. Para la doctrina revolucionaria no hubo teóricos políticos propiamente tales, salvo, posiblemente, Juan Egaña, por eso se ha preferido citar fuentes primarias, per mitiendo así establecer el nivel de desarrollo de las ideas.


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En el panfleto, con el carácter de proclama, escrito por Camilo Henríquez usando el anagrama Quirino Lemáchez y que circuló en Santiago poco antes de inaugurarse el Congreso, se leía: “La naturaleza nos hizo iguales, y solamente en fuerza de un pacto libre, espontánea y voluntariamente celebrado, puede otro hombre ejercer sobre nosotros una autoridad justa, legítima y razonable” [76]. El mismo concepto de “pacto o alianza social”, que rompía abiertamente con la doctrina del derecho divino de los reyes —enseñado en las aulas y en el púlpito— fue esclarecido, por Henríquez, en el artículo de fondo del primer ejemplar de la Aurora de Chile titulado “Nociones fundamentales sobre los derechos de los pueblos”.

Para la intelectualidad criolla, la noción de pacto social era muy importante y le estaba claro que consistía en “un convenio bajo el cual la sociedad transfería a un gobier no la función de regulación” [77]. Lo que sí se prestaba a confusión, era si el convenio podía ser modificado sin que la sociedad que lo había estipulado se disolviera. Bernardo de Vera y Pintado, uno de los escasos separatistas en el primer tiempo, entendía de este modo la quiebra del contrato social:


“La elocuente pluma del gran Moreno [78] previno esta cuestión importante, y ella fácilmente se decide recordando sus máximas. Muerta civilmente la

Juan Egaña
(fuente MHN)
cabeza de la Monarquía, todos saben que no sólo cada pueblo, sino cada individuo reasumió los poderes y que sólo ellos podían conferir para ser regidos: y en esta situación todo hombre se considera en aquel estado anterior al pacto social de donde se dimanan las obligaciones entre el Rey y los vasallos. Pero, no por eso quedaron éstos reducidos a la vida er rante que precede a la formación de las sociedades. Un pueblo es pueblo antes de darse a un rey y aunque se rompan los lazos que le ligaban a éste, subsisten los que unen a los hombres entre sí mismos: Así, que los pueblos americanos en la plenitud de sus derechos, no necesitaron de constituirse pueblos, pues ya lo eran, y la jurisdicción de sus nuev os Gobier nos Provisorios no pasó de aquellos límites que hasta el día habían encerrado las provincias” [79].


Inextricablemente unida a la idea de contrato estuvo la de soberanía popular. En for ma simple la definió Camilo Henríquez en su “Catecismo de los Patriotas”


“La soberanía reside en el pueblo. Ella es una e indivisible, imprescriptible e inalienable.
Una porción del pueblo no es la soberanía, ni puede ejercer la potencia soberana del pueblo entero. Pero congregada una porción del pueblo debe exponer su dictamen con absoluta libertad.
El pueblo tiene siempre derecho de rever y refor mar su Constitución.
Una generación no puede sujetar irrevocablemente a sus leyes a las generaciones futuras” [80].


Más tarde, procurando colocar las cosas en su lugar para responder a la pregunta “¿Qué es el pueblo en los gobiernos representativos?”, diría:


“Soberanía es el poder superior a todos los demás poderes de la sociedad. Si se considera en su raíz, esta denominación no puede cor responder sino al poder anterior a todos, y que los constituyó a todos, es decir, el poder que creó el pacto social, o la constitución; y nadie duda que este poder primitivo, inajenable, independiente de toda for ma de gobier no, reside en la comunidad” [81].


Como se verá en el próximo capítulo, Bernardo O’Higgins tenía total claridad sobre estos conceptos siendo para él fundamental el ejercicio de la soberanía a través de la representación parlamentaria. Pero había algo más, y lo recordó en su Manifiesto del 5 de mayo de 1818: “Nosotros no podíamos sustraer nos a esa antigua ley de la naturaleza que fija el orden que siguen todos los seres en su organización física o moral” [82].

Sería erróneo suponer que el concepto de ley natural jugó, de modo expreso, un papel importante en la ideología revolucionaria, “pero —como lo señala Simon Collier— sí se puede decir que muchos chilenos tenían en el fondo de su mente la consoladora sensación de que existía una ley suprema con la cual debían en última instancia concordar todas las leyes humanas” [83]. ==Sistema republicano y la representación==


Este principio fue considerado al referirse a las doctrinas en que hubo coincidencia entre O’Higgins y Miranda. En el campo general de la construcción de la ideología revolucionaria, podría destacarse lo dicho en el “Catecismo Político Cristiano dispuesto para la instrucción de los pueblos de América meridional”, manuscrito que circuló en Santiago poco antes de la convocatoria al Cabildo Abierto de 18 de septiembre de 1810. Su autor, aún desconocido, utilizó el seudónimo José Amor de la Patria [84].


“El gobierno republicano, el democrático en que manda el pueblo por medio de sus representantes o diputados que elige, es el único que conserva la dignidad y majestad del pueblo: es el que más acerca, y el que menos aparta a los hombres de la primitiva igualdad en que los ha creado el Dios Omnipotente; es el menos expuesto a los horrores de despotismo y de la arbitrariedad; es el más suav e, el más moderado, el más libre, y es, por consiguiente, el mejor para hacer felices a los vivientes racionales” [85].


La discusión sobre las diferentes formas de gobier no, sólo llevó a apoyar la tesis de este manuscrito. En ella se estableció una identidad entre gobierno republicano y gobierno representativo. La representación era la vía para delegar la soberanía y para establecer un equilibrio entre el despotismo y “el inevitable caos que acarrearía la democracia directa en el sentido aristotélico de la palabra” [86].


El constitucionalismo

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La intelectualidad criolla de la Patria Vieja aceptaba que a través de las constituciones se hacía efectivo el pacto social. Como se vio, era un principio que Bernardo había conversado en Londres con Miranda. Más aún, no sólo se consideraba a las constituciones como un instrumento que favorecía la paz social, sino que también uno que por sí mismo mantenía la salud de la comunidad.

Así lo entendió Manuel de Salas, diputado titular por el partido de Itata, al advertir a los redactores de una Carta Fundamental que no debían perder de vista que ella “debe ser el santuario o depósito de la se guridad y felicidad de los pueblos [sin que ello significara olvidar que así como] las cosas se mudan en el tiempo [...] ningún pueblo puede renunciar a la facultad de mejorar su pacto social” [87].

Años más tarde (1822), ante los integrantes de la Convención Preparatoria, en orden a la creación de una Corte de Representantes, Bernardo O’Higgins, hacía público su antiguo convencimiento:

“Vais a poner los cimientos de la ley fundamental, que es la alianza entre el Gobierno y el pueblo y que asegura la quietud interior, produce la abundancia, abre recursos y afianza la justicia” [88].


Los derechos naturales

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Como fue habitual, uno de los primeros formuladores en público del concepto de derechos naturales, fundamental entre los criollos ilustrados, fue Camilo Henríquez. Como se verá más adelante, se refirió a ellos por primera vez en su sermón para la instalación del Congreso Nacional. Posterior mente, enunció en el “Catecismo de los Patriotas” el canon de los derechos naturales individuales, según se entendió en la Patria Vieja: “Los Gobiernos se han instituido para conservar a los hombres en el goce de sus derechos naturales y eter nos. Estos derechos son la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad y la resistencia a la opresión” [89].

Luego, entregó la noción de seguridad:

“La seguridad consiste en la protección que concede la sociedad a cada uno de sus miembros para la conser vación de su persona, de sus derechos y de sus propiedades. La ley debe proteger la libertad pública e individual contra toda opresión. Ninguno puede ser acusado ni preso sino en los casos deter minados por la ley, y según el modo y forma que ella prescribe. Todo acto practicado contra un hombre fuera de los casos y formas prescritas por la ley, es arbitrario y tiránico” [90].


Conforme con el texto, los derechos naturales de la persona son anteriores a cualquier gobierno y éste tiene la misión de protegerlos. En la medida en que sucede otorga seguridad al individuo y respeto a su libertad pública e individual.

Puede verse también que, en su artículo del Monitor Araucano, Henríquez se refiere al derecho a la propiedad como “la facultad que tienen los ciudadanos de disponer a su gusto de sus bienes, rentas y frutos de su trabajo e industria” [91]129. En un proceso revolucionario en el que la libertad de comercio ocupaba un espacio tan importante, era esperable que la ideología revolucionaria pusiera énfasis en el derecho de propiedad. José Miguel Infante lo diría sin eufemismos: la “inviolabilidad de las propiedades es lo primero en todo Estado” [92].

Respecto al derecho a la igualdad, siendo que las diferencias entre los estratos sociales eran tan notorias, y en la que no había dudas sobre a quienes por naturaleza correspondía gobernar, el derecho a la igualdad se redujo a la igualdad ante la ley. Ley que, como se vio, podía excluir a algunas personas del derecho a elegir a sus

autoridades.
Antonio José de Irisarri
(fuente MHN)
En cuanto al derecho a la libertad, cuya conceptualización obviamente se dificultaba en un ambiente revolucionario, Antonio José de Irisarri [93] consideró necesario distinguir entre la libertad natural y la civil:


“Si solo llamásemos libertad aquel estado de absoluta independencia en que jamás se hallaron los hombres, y que solo pudo ser imaginado por ciertos filósofos de nuestro tiempo [...] desde luego confesaremos que no la hemos adquirido, y que no la adquiriremos jamás, porque es un imposible [...], la libertad civil es aquella facultad de hacer en nuestro beneficio todo aquello que no ofenda a los derechos de otros” [94].


Es natural que se distinguiera también entre la libertad civil, la individual, y la libertad nacional, la de la patria [95]. Bernardo O’Higgins no sólo hizo la distinción entre ambos tipos de libertad, sino que consagró su vida a hacerlas realidad. Así lo dijo e hizo desde que asumió lo que consideraba su misión: “No puedo ocultarle, sin embargo, cuán doloroso habría sido para mi el yacer impotente tras las rejas de los calabozos de Lima —decía en su carta a Juan Mackenna antes de la convocatoria al Congreso—, sin haber podido hacer un solo esfuerzo por la libertad de mi patria, objeto esencial de mi pensamiento...” [96].

Hasta los últimos días de su ostracismo, este fue su “leit motiv”:


“Pero hay un consuelo y un premio superior a todo: que vencimos a los tiranos de nuestra Patria e hicimos el más g rande bien a nuestros compatriotas, sacándolos de la vida de esclavos a los goces de la libertad e independencia que hoy disfrutan. Estas consideraciones son las que alivian mis enfer medades, y la memoria de este bien es el bálsamo curativo en que nada mi corazón de aleg ría y satisfacción” [97].


Libertad y virtud

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En algún momento, se hizo ver que el respeto a la libertad civil y su consagración constitucional no solucionaban por sí mismos el dilema entre despotismo o anarquía, haciéndose presente lo que Manuel de Salas describiría como el “horror al desorden que inundó a nuestro país” [98].

Las miradas de muchos patriotas habían estado puestas en Inglaterra y los Estados Unidos, como actitud revolucionaria, entonces, no extrañó la opinión, nuevamente, de Antonio José de Irisarri: “Repito una, y mil veces, que la ruina de la libertad social ha sido siempre ocasionada por

la licencia [...] . Si queremos ser libres, seamos virtuosos: imitemos a los anglo-americanos” [99] e, igualmente, “las repúblicas sólo pueden florecer por las virtudes de sus ciudadanos [siendo] el mayor error pretender el establecimiento de un gobierno republicano en un pueblo vicioso y cor rompido” [100].


La educación fue entendida como el medio adecuado para generar la virtud y, por lo tanto, ella se constituyó como otra garantía de la libertad.

En 1831, en Montalbán, Bernardo reiteraba su antigua convicción y la de muchos de sus contemporáneos, en una carta a José Joaquín de Mora [101]:


“Una simple ojeada sobre nuestras secciones hasta el primer día grande que dio principio a nuestra feliz revolución, nos presenta demostrablemente, hasta la evidencia, que los pueblos no estaban en aptitudes de entrar tan repentinamente en los goces que hasta el presente no han encontrado y que otros más antiguos, mas sabios y experimentados en el arte de gober nar apenas han podido alcanzar. Con todo, más de veinte años de infancia es demasiado tér mino para desconocer (todavía) el valor y las ventajas de acostumbrar en sus tiernos años a la juventud a una nueva educación que produzca hombres más sensibles, más amantes de las luces y reconocidos a los que, pasando por una educación costosa, se las traigan desde el antiguo continente y la comuniquen a sus hijos con progresos agigantados [...]. He de repetir a Ud. el sentimiento que me causa verlo tan distante de su Liceo, plantel que lisonjeaba la esperanza de ver al fin ciudadanos chilenos amantes de una libertad racional y de principios sólidos” [102].


El futuro gran hombre

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A fines de noviembre de 1810 la gran preocupación de Bernardo O’Higgins, todavía en su hacienda, era si el Congreso de Diputados sería o no convocado. Porque estaba dispuesto a incorporarse a él, auscultaba las necesidades del partido de Los Ángeles al cual deseaba representar. Aquello que le llamaba la atención lo anotaba con trazos anchos, resueltos, bajo el epígrafe “Puntos que hay que pedir a la junta (por el diputado Ber nardo O’Higgins)”.

Muchas de sus experiencias, muchos de los principios analizados, muchas de las palabras escuchadas estaban presentes en su mente en esas caminatas por el poblado, cuando se acercaba a sus coterráneos de un modo diferente. Su deseo de libertad se confundía cada vez más con el de ellos y ellos comenzaban a sentir que él asumía sus carencias. Estaba surgiendo ese líder de la revolución chilena, que referido mayor mente a la actividad militar, Miguel Luis Amunátegui Aldunate —que no era un “o’higginista”—, representó así:


“Era la primera reputación militar de su tiempo: su valor era proverbial; sus hazañas for maban la conversación del soldado en los cuarteles; su arrojo había asustado en más de una ocasión al mismo San Martín, que continuamente se v eía forzado a calmar la impetuosidad de su amigo en la pelea. Los militares le admiraban, porque nunca se había contentado con ordenar una carga, sino que siempre había dado el ejemplo marchando a la cabeza. Había combatido en cinco campañas por la libertad de la patria, y había tenido la gloria de fir mar la proclamación de la independencia [...] . El prestigio de la gloria se unía para eng randecerle a los ojos de sus ciudadanos con el afecto de la gratitud inspirada por sus servicios” [103].


Treinta años más tarde, en febrero de 1841, Bernardo escribió a su casi her mano el sacerdote Casimiro Albano, quien fuera su compañero de juegos en Talca cuando niños, recordando su ingreso a la vida pública:


“Desde el primer día que entré a la vida pública, hasta el presente, he considerado ser de la mayor importancia establecer el principio que el amor a la Patria debe constituir el resorte principal de las acciones de todo hombre público, y g racias a Dios que me ha concedido fuerzas suficientes para obrar fir memente sobre ese principio durante tantas pruebas y tentaciones a que he sido expuesto, en mayor g rado que lo más de los hombres. Fue solo ese principio que pudo inducir me, en tiempos que poseía juventud, salud y abundante fortuna, a consa grar me en una empresa que según todas las probabilidades debería causar me la confiscación de mi rico y poderoso patrimonio y de todas mis propiedades, y arrastrar me a una muerte prematura en el campo de batalla o a un cadalso del soberbio y tirano español. Fue solo ese principio que pudo obligarme a mirar con desprecio la nueva pobreza que sufrí en presencia de víctimas tan inocentes como madre, her mana y demás familia por cerca de dos años después de la batalla de Rancagua, y sobrellevar la intensa ansiedad y tremenda responsabilidad que atendió al ejercicio del poder dictatorial por seis años, bajo de circunstancias y dificultades sin ejemplo. Y, finalmente, fue solo ese principio que pudo vencer me a extinguir el fuego de indignación, naturalmente excitado por la baja ing ratitud desplegada hacia mi, en diciembre de 1822, para perdonar en el siguiente mes a todos mis enemigos, en circunstancias de encontrar me a la cabeza de tropas valientes y dueño de cinco millones de pesos” [104].


Palabras veraces sobre hechos ciertos que llegan a ser ejemplares para todo aquel que en cualquier época asuma en Chile, por amor a la Patria, el servicio público como su destino, viviendo para la política y no de la política.
Mural del Primer Congreso Nacional de 1811, ubicado en la testera del antiguo Senado (fuente BCN)



  1. Archivo Nacional, op. cit., T. I, pp. 62-63
  2. Ibíd. p. 70 .
  3. Reyes R., Rafael. “Linajes del General Bernardo O’Higgins”. En: Revista de Estudios Históricos, Año XXX, N° 23, Santiago de Chile, 1978, pp. 1 -18 .
  4. Campos Harriet, Fernando. “Historia de Concepción (1550-1988)”. Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1989, pp. 159 -160 .
  5. Vicuña Mackenna, Benjamín. “El ostracismo del Jeneral D. Bernardo O’Higgins”. 1860 . En: Memoria Chilena [Biblioteca Virtual]. Disponible en: http://www.memoriachilena.cl/mchilena01/temas/documento_detalle.asp?id=MC00088551860,p. 97 .
  6. Gay, Claudio. “Historia de la independencia chilena”. Tomo I. Imprenta de E. Thunot y Ca, 1856,pp.51-56.
  7. Aunque participó en las reuniones, el Capitán Bulnes no adhirió en definitiva a la causa patriota, a diferencia de su esposa, Car men Prieto Vial, y de sus hijos Manuel y Francisco. Sin embargo, mantuvo su amistad con Bernardo O’Higgins. En 1816, éste lo invitó a incorporarse al Ejército Libertador sin obtener buen resultado. (Vicuña Mackenna. “La vida de O’Higgins...”, op. cit., p. 105).
  8. Carlos Spano había hecho su carrera en el Estado Mayor del Ejército español. Adhirió a la causa patriota. Murió heroicamente en la ciudad de Talca, que estaba a su cargo, en 1814.
  9. La ciudad de Concepción era denominada así por su anterior ubicación geográfica.
  10. Vicuña Mackenna, “Ostracismo del Jeneral...”, op. cit. p. 99.
  11. Pedro Ramón Arriagada había nacido en San Bartolomé de Chillán en 1783. Compartió los estudios primarios con Bernardo O’Higgins en el Colegio de Naturales de Chillán y mantuvo con él una fiel amistad. Heredó la propiedad de Membrillar, de 700 cuadras, vecina a Las Canteras.
  12. García Ferrer, Manuel Gregorio. “Razón de lo que he presenciado”. En Revista Chilena de Historia y Geografía. Año XIV, Tomo XLIX, 1° y 2° trimestre de 1924 N° 53, pp.
  13. Ibíd. p. 45.
  14. Ibíd.p.48
  15. Vicuña Mackenna. “El ostracismo del Jeneral...”, op. cit., pp. 50 -53
  16. Archivo Nacional, op. cit. T.I., p.23.
  17. Valencia,op.cit. p.48.
  18. Archivo Nacional, op.cit., T. I, pp. 22 -25.
  19. Ibíd. pp. 23-24.
  20. Ibíd. p.24
  21. Ibídem.
  22. José Rosauro Acuña perteneció a la Orden de la Buena Muerte y por sus conocimientos de medicina fue nombrado prior del hospital de San Juan de Dios, donde alcanzó gran prestigio y popularidad. Había colaborado con el gober nador Ambrosio O’Higgins en su construcción, en 1791 (Pedrero Leal, Marcial. “Chillán Viejo, llave del reino y cuna de la patria”. Ed . Pencopolitana Ltda., Concepción, 2008, pp. 291-293).
  23. Para Amunátegui Solar, Domingo (“Don Juan Martínez de Rozas”, Sociedad Imprenta y Litografía Universo. Santiago de Chile, 1925, pp. 58 -59) éste fue un ardid entre ambos, ya que continuaron manteniendo buenas relaciones hasta la muerte de Martínez de Rozas, en mayo de 1813. García Carrasco murió en agosto del mismo año.
  24. Gay,op. cit., p. 54 .
  25. Ibíd., p. 57
  26. Donde vivía su amigo de Cádiz el sacerdote paraguayo Juan Pablo Fretes.
  27. Gay,op.cit. p.57.
  28. Ibíd. p. XIX .
  29. Ibídem.
  30. Amunátegui Solar, op.cit., p. 63.
  31. Heise, González, Julio. “O’Higgins, forjador de una tradición democrática”. Neupert, Santiago de Chile, 1975, p. 12.
  32. Ibíd., p. 13.
  33. Eyzaguirre, op. cit., pp. 47 -48; Veneros Ruiz-Tagle, Diana. “Motivos y factores tras la gesta de independencia de Chile”. En: Ghymers H. Christian (Ed.). Seminario Inter nacional Francisco de Miranda y Bernardo O’Higgins en la Emancipación Hispanoamericana (pp. 239-258). Instituto O’Higginiano de Chile – Asociación Internacional Andrés Bello. Santiago de Chile, 2002, pp. 239-258.
  34. Feliú Cruz, Guiller mo. “El pensamiento político de O’Higgins. Estudio histórico”. Imprenta Universitaria Valenzuela Baster rica y Cía. Santiago de Chile, 1954, pp. 14 -15.
  35. Valencia Avaria, Luis. “El pensamiento de O’Higgins”, Talleres Gráficos Corporación Ltda., Santiago de Chile, 1974, p. 16.
  36. Archivo Nacional, op. cit., Tomo I, p. 63.
  37. Nicolás de la Cruz, Conde del Maule, comerciante chileno avecindado en Cádiz donde alcanzó gran éxito en las exportaciones de manufacturas desde España y las importaciones de materias primas desde las colonias españolas, en especial desde Chile.
  38. de la Cr uz y Bahamonde, Nicolás. “Epistolario”. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago de Chile, 1994, pp. 76 -77.
  39. de la Cruz, op. cit, p. 17. “Carta a don Ambrosio O’Higgins de 28 de febrero de 1799”.
  40. Ibíd. pp. 15-17. “Carta a Nicolás de la Cruz, 1° de octubre de 1798”.
  41. Archivo Nacional, op. cit. Tomo I, pp. 7-8 y de la Cruz y Bahamonde, op. cit., p. 82.
  42. Arancibia Clavel, Roberto. “Tras la huella de Bernardo Riquelme en Inglaterra 1795-1799”. Instituto Geográfico Militar, Santiago de Chile, 1995, pp. 53 -57.
  43. Nombre dado por Miranda a la unión de los países hispanoamericanos liberados de España.
  44. Dietrich, Wolfram. “Francisco de Miranda”. Editorial Ercilla, Santiago de Chile, 1942, pp. 212-213.
  45. Arancibia Clavel, Roberto. “Ber nardo O’Higgins en Londres y la influencia británica en su personalidad”. En: Ghymers H. Christian (Ed.) . Seminario Inter nacional Francisco de Miranda y Ber nardo O’Higgins en la Emancipación Hispanoamericana (pp. 20-59). Santiago de Chile: Instituto O’Higginiano de Chile – Asociación Internacional Andrés Bello, 2002, p. 32 y Dietrich, op. cit., p. 208.
  46. Arancibia, “Bernardo O’Higgins...”, op. cit., p. 33.
  47. Dietrich, op. cit., p. 216.
  48. Archivo Nacional, op. cit. Tomo I, pp. 26-29.
  49. Uslar Pietri, Arturo. “Los libros de Miranda”. La Casa de Bello, Caracas, Venezuela, 1979. Durante su per manencia en Europa, confor me con sus variados intereses, Francisco de Miranda reunió una gran cantidad de libros sobre las más diferentes materias. Los conservó en Londres, aun cuando viajaba a otros lugares, como París. Vendidos en dos subastas eran 1.851 títulos en 5.600 volúmenes. Había legado a la Universidad de Caracas los libros clásicos griegos: cuarenta y ocho títulos en un centenar de libros.
  50. Archivo Nacional, op. cit, Tomo I, p. 29.
  51. O’Higgins, Bernardo. “Manifiesto del Capitán General de Ejército Don Bernardo O’Higgins a los pueblos que dirige”, 1820. Memoria Política. Biblioteca Virtual. Disponible en: http://www.memoriachilena.cl/mchilena01/temas/documento_detalle.asp?id=MC0001629
  52. de la Cruz, op. cit., Tomo I, p. 31.
  53. En blanco en la copia de John Thomas. Cor responde a la revolución de 1810.
  54. Archivo Nacional. op. cit., Tomo I, p. 65.
  55. Miranda, Francisco. “Carta a los españoles-americanos”. En Archivo del General Miranda. Negociaciones 1770-1810, T. XV, pp. 322-342 (en francés). Tipografía Americana, Caracas, 1938. p. 339.
  56. Collier, Simon. Op. cit., p. 184.
  57. Ibíd. p. 185 . En inglés a un corresponsal no identificado (3 de mayo de 1838).
  58. Ibíd. p. 181.
  59. Amunátegui Solar, Domingo. “El principio de la revolución de 1810 y el prog reso de la idea de emancipación”. En Colección de historiadores y de documentos relativos a la independencia de Chile, Tomo XXX, Dirección General de Prisiones, Santiago de Chile, 1939, p. LI.
  60. Amunátegui Aldunate, “Camilo Henríquez”. Tomo I. Imprenta Nacional, Santiago de Chile, 1889, p. 27.
  61. Militar argentino llegó a ser Ministro de Guer ra del gabinete de Buenos Aires en 1817. O’Higgins lo conoció en Cádiz y mantuvo correspondencia con él.
  62. Sacerdote paraguayo, tío de Florencio Terrada, que O’Higgins también había conocido en Cádiz en la casa de su tutor de la Cruz. Se avecindó en Santiago siendo nombrado Canónigo de la Catedral. Fue elegido al Primer Congreso como Diputado Propietario por Puchacai.
  63. Vicuña Mackenna, “El ostracismo del Jeneral...”, op. cit. p. 129.
  64. Bernardo O’Higgins: “Memorias útiles para la historia de la independencia americana” y “carta a Juan Mackenna”, Archivo Nacional, op. cit., Tomo I, pp. 26-29 y 61-69, respectivamente.
  65. Amunátegui Aldunate, Miguel Luis. “Los precursores de la independencia de Chile”. Imprenta, Litografía y Encuadernación Barcelona, Santiago de Chile, 1909, Tomo III, p.513.
  66. Pedrero, op. cit., pp. 317 -318.
  67. El General José María de la Cruz era hijo del tertuliano del club revolucionario de Concepción, don Luis de la Cruz. Contó con la confianza y la estimación de O’Higgins, a cuyo lado estuvo repetidas veces en campos de batalla.
  68. Amunátegui Reyes, Miguel Luis. Don Ber nardo O’Higgins. Juzgado por algunos de sus contemporáneos, según documentos inéditos. Imprenta Universitaria, Santiago de Chile, 1917, pp. 68 -69.
  69. Collier, op. cit., p. 108.
  70. Ibídem.
  71. Stuven, Ana María. “Republicanismo y liberalismo en la primera mitad del siglo XIX: ¿Hubo un proyecto liberal en Chile”. En: Ghymers H. Christian (Ed.). Seminario Internacional Francisco de Miranda y Ber nardo O’Higgins en la Emancipación Hispanoamericana (pp. 239-258). Santiago de Chile: Instituto O’Higginiano de Chile-Asociación Internacional Andrés Bello, 2002. p. 261.
  72. Mitre, Bartolomé. “Historia de Belgrano y de la independencia argentina”, Imprenta y Librería de Mayo, Buenos Aires, 1876, T II, p. 46.
  73. Heise, op. cit., pp. 94 -95.
  74. Ibíd. pp. 131-132. El historiador Luis Valencia deduce de esta comunicación que la idea era novedosa para hombres como Mosquera y Gual que pertenecían al círculo de los íntimos de Bolívar y que “no es improbable que la semilla llevada por este párrafo haya encontrado en Bogotá el ter reno fértil que hizo posible el Congreso de Panamá”.
  75. Ghymers, op. cit., pp. 174 -176.
  76. Henríquez, Camilo. “Proclama de Quirino Lemáchez”, 1811. En : Silva Castro Raúl. Escritos políticos de Camilo Henríquez. Ediciones de la Universidad de Chile, Santiago, 1960. pp. 45-49. Con la intención de retirarse a Quito, Camilo Henríquez pasó antes a Chile, en 1810. Conocida por el vir rey José Fernando de Abascal la proclama que escribió en las vísperas de las elecciones de representantes para el Congreso Nacional, no pudo regresar al Perú. Per maneció en Chile teniendo una significativa actuación antes y después de la instalación de la imprenta patriota en Chile, en la generación y divulgación de la ideología revolucionaria.
  77. Collier, op. cit., pp. 128-131.
  78. Secretario de la Junta de Buenos Aires en 1810.
  79. de Vera y Pintado, Ber nardo. “Articulo comunicado por David de Parra y Bedernotor”, 1813. Fuentes para el estudio de la Historia de Chile – Universidad de Chile (Biblioteca Digital). Disponible en: http://www.historia.uchile.cl/CDA/fh_article/0,1389,SCID%253D2917%2526ISID%253D240%2526JNID%253D9,00.html
  80. Silva Castro, Raúl. “Escritos políticos de Camilo Henríquez”. Ediciones de la Universidad de Chile, Santiago de Chile, 1960, p 149..
  81. Mercurio de Chile N° 10, 31 de agosto de 1822.
  82. Collier, op. cit., p. 127.
  83. Ibíd., p. 128.
  84. Barros Arana, Diego. “Historia General de Chile”. Tomo VIII. Editorial Nascimento, Santiago de Chile, 1934, p. 195. Tradicionalmente es atribuido a Juan Martínez de Rozas. Barros Arana estima que “las doctrinas for muladas en él debían ser la expresión de los sentimientos y aspiraciones de los hombres más ilustrados de la colonia, de don José Antonio Rojas, de don Manuel de Salas y de don Bernardo O’Higgins”.
  85. Ricardo Donoso. “Las ideas políticas en Chile”. Eudeba, Buenos Aires, 1970, p.17.
  86. Collier, op. cit., p. 138.
  87. Montaner Berguño, María del Car men. “Notas sobre la evolución del pensamiento político en la Patria Vieja”. En Revista Libertador Bernardo O’Higgins, Año II, N° 2, 1985, p. 14.
  88. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo VI (1889), p. 27.
  89. Silva Castro, Raúl (Ed.) . “Antología de Camilo Henríquez”. Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1970, p. 202.
  90. Ibíd. p. 203.
  91. Ibídem.
  92. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo X (1890), p. 299.
  93. Antonio José de Irisarri (1786-1868), guatemalteco al servicio de Chile durante la guer ra de la independencia y la organización de la república. Redactor del Semanario Republicano, miembro del Cabildo, Senador, Gober nador-Intendente de Santiago de Chile, Director Supremo Interino del Estado (1814), Ministro de Gobier no y Agente Diplomático de O’Higgins.
  94. Collier, op. cit., pp. 150 -151.
  95. Silva, “Escritos políticos ...”, op. cit., p.147.
  96. Valencia, op. cit. “Pensamiento de O’Higgins...”, op. cit., p. 40.
  97. Ibid, p. 43.
  98. de Salas, Manuel. “Escritos de don Manuel de Salas y documentos relativos a él y a su familia”. Imprenta, Litografía y Encuadernación Barcelona. Santiago de Chile, 1914, Tomo II. p. 189.
  99. Collier, op. cit., p. 155.
  100. Montaner, op. cit., p. 19.
  101. José Joaquín de Mora, nacido en Cádiz en 1783, se trasladó a Chile en 1827 donde contribuyó con Melchor de Santiago Concha, en 1828, en un proyecto de carta fundamental para un Congreso Constituyente. Participó en la fundación de El Mercurio de Valparaíso y, en 1829, fundó el Liceo de Chile. Conocidísimo por sus ideas liberales, fue expulsado del país por el gobierno conser vador en febrero de 1831 y el Liceo fue clausurado.
  102. Valencia, “Pensamiento de O’Higgins...”, op. cit., p. 98 . Por libertad racional se entendía aquélla subordinada al orden, ajena a toda manifestación de anarquía, de la cual se ha hablado.
  103. Amunátegui Aldunate, Miguel Luis. “La dictadura de O’Higgins”. Imprenta, Litografía y Encuader nación Barcelona. Santiago de Chile, 1914, pp. 26-27.
  104. Valencia, op. cit. “Pensamiento de O’Higgins...”, op. cit. pp. 37 -38.