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Fisonomía del saber español cual deba ser entre nosotros

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Fisonomía del saber español cual deba ser entre nosotros (1837)
de Juan María Gutiérrez

Señores:

Alzar la voz en medio de vosotros no era tal vez misión de un hombre nuevo. La palabra que no persuade y convence en materias de saber y de estudio, parece que resuena más poderosa en nuestros oídos, cuando nace de los labios de un hombre que el tiempo ha sazonado. El respeto y el amor hacia la persona que exhorta o alecciona, son sentimientos de que debe estar embebido el ánimo del que escucha. Siempre que la fantasía me representa la imagen material de aquellos genios beneméritos de la humanidad, que descubrieron verdades, introdujeron leyes nuevas en el mundo de la inteligencia y predicaron sus doctrinas, es bajo la forma de un hombre encanecido, de sentidos debilitados, de frente impasible, y hermoseada con aquellas rugas, que más son cicatrices de las heridas del alma, que huellas de los años, según la expresión de un gran poeta.

Yo vengo aquí, no confiado en mi capacidad ni en mi suficiencia: cedo a las instancias de un amigo, cuyas generosas esperanzas y miras sentiría ver malogradas, si se equivocó al encomendarme este corto y modesto trabajo.

Por poco que meditemos acerca de los elementos que constituyen un pueblo civilizado, veremos que las ciencias, la literatura y el arte existen a la par de la religión, de las formas gubernativas; de la industria, en fin, y del comercio, que fortalecen y dan vigor al cuerpo social. Aquéllas son como el pensamiento y el juicio; éstos como el brazo y la fuerza física, que convierte en actos y hace efectiva la voluntad. Las ciencias y la literatura viven en la región de las abstracciones, y se dignan de cuando en cuando descender hasta la tierra, cargadas de ricos descubrimientos, ya para mejorar nuestra existencia material, ya para revelarnos derechos que desconocíamos, ya para aligerar los padecimientos del corazón, ya para perfeccionarlos. Para perfeccionarnos ¡Señores!… Para levantarnos paso a paso al sublime y misterioso puesto que la Providencia reserva al hombre para más remotas y venturosas edades.

Pero ¿de qué servirán estas palancas de la perfectibilidad si no se aplican dentro de la esfera de su acción? ¿De qué nos serviría la brújula si no tuviéramos mares que surcar? ¿De qué la palabra si careciésemos de ideas? La historia general filosófica ha demostrado que cada pueblo debe, según sus necesidades, según su suelo y propensiones, cultivar aquellos ramos del saber que le son análogos: que cada pueblo tiene una literatura y un arte, que armoniza con su moral, con sus creencias y tradiciones, con su imaginación y sensibilidad. La literatura, muy particularmente, es tan peculiar a cada pueblo, como las facciones del rostro entre los individuos: la influencia extraña es pasajera en ella; pero en su esencia no está, ni puede estarlo, sujeta a otros cambios que a los que trae consigo el progreso del país a que pertenece. La ciencia es una matrona cosmopolita, que en todas las zonas se aclimata, y se nutre con los frutos de todos los climas. La literatura es un árbol que cuando se trasplanta degenera: es como el habitante de las montañas, que llora y se aniquila lejos de la tierra natal.

En esta inteligencia, me propongo decir cuales sean los objetos a que la inteligencia del pueblo argentino deba contraerse; cual deba ser el carácter de su literatura.

Antes es preciso volver atrás la vista, para examinar el camino que hemos andado, y apartarnos de él si le seguíamos extraviados.

Al empezar toda obra útil y grande, al buscar un estímulo para acometer cualquiera empresa de las que honran al hombre, todo americano debe recordar aquel portentoso suceso que dio nacimiento al suelo en que nació. Si así lo hace, se ensanchará su mente; su actividad cobrará brío, y al traer a la memoria los prodigios que rodearon la cuna de su patria ¿cuál será el obstáculo que no venza? ¿Cuáles no serán los mundos también nuevos, que no se revelen a su inteligencia?

Expiraba el décimo quinto siglo, cuando a la mente fecunda de un hombre inmortal le fue revelada la existencia de un hemisferio nuevo. Este genio, nacido en la patria de Dante y de Galileo, miraba más allá del mare magnum de los romanos, que los geógrafos antiguos poblaban de sirtes destructores y de voraces monstruos, un cielo más puro que el de Europa, un suelo más rico y lleno de maravillas. Llevó de corte en corte sus sublimes ensueños: en todas fue tratado de visionario; y la América aun fuera todavía un misterio no revelado, si la exaltada imaginación de Isabel la Católica, ávida de sucesos fantásticos, no hubiese alentado las esperanzas de aquel italiano inmortal.

La virgen del mundo, como la apellida un moderno, surgió inocente y bella del seno del océano, como la madre de todos los seres en la ficción antigua. El hierro y el fuego de la conquista destruyeron de consumo los monumentos de nuestros padres. Moctezuma y Atahualpa: los sacerdotes de sus dioses: las vírgenes consagradas a su culto, enterraron consigo la ciencia que poseían, y los testimonios de una civilización que se encaminaba a su cenit. Sin embargo, algunos hombres sabios y laboriosos han reedificado con sus escombros, el templo del saber americano, y enseñado, que aquellos denominados bárbaros habían llegado a un grado de cultura en nada inferior a la de los caldeos y egipcios. Las figuras simbólicas, y los quipos de los mexicanos (cuyo imperio se alzaba en medio de la América; para difundir por toda ella sus luces, como desde un centro) prueban que el desarrollo intelectual no contaba en aquella región los largos siglos que en el viejo mundo, desde la época inmemorial en que brilló la luz de la razón en el Oriente: y a pesar de esto ¿qué les faltaba para constituir un pueblo civilizado? ¿No tenían una creencia que Clavijero no ha trepidado en parangonar con la de los griegos y de los romanos? ¿No tenían un gobierno paternal y poderoso? ¿Un monarca rodeado de suntuosidad y de riquezas? ¿No tenían una legislación y unas costumbres, que pueden llamarse sin exageración, sabia a la una, humanas a las otras? Así lo dicen escritores ilustres, filósofos y desapasionados.

¡Señores! Es preciso respetar los altos designios de la Providencia; es preciso inclinar nuestra orgullosa frente, y replegar el atrevido vuelo de nuestra razón, al meditar sobre aquellos mismos designios. Si así no fuera, si no viésemos que la invasión de bárbaros que asoló la Europa romana, trajo regeneración y nueva vida a un mundo, ya caduco y corrompido, yo deploraría la suerte de nuestro continente, que no pudo alimentarse con su propia sustancia, sino hasta los primeros albores de la décima sexta centuria. Yo me atrevería a desear que el velo del espacio ocultase aun a los ojos del otro hemisferio la existencia del que habitamos; y que para otras edades más remotas hubiese quedado reservado su descubrimiento. Si cupiera en lo posible, este vano e hipotético deseo, la civilización americana, original, sin influencia alguna extraña, se habría desenvuelto y crecido a la manera de la de otras naciones, de que sólo su historia y nombre conocemos. ¿Cuál sería el carácter de esta civilización?… He aquí un problema que no tiene solución; pero que sin embargo daría materia a una inteligencia vasta y a una imaginación poética como la de Herder, para fraguar un sistema seductor y bellísimo, partiendo de los datos conocidos, y pintándonos lo que pudo ser, sabiendo lo que fue en realidad. La conquista cortó el hilo del desenvolvimiento intelectual americano. Esta bella parte meridional del nuevo mundo se trocó en hija adoptiva de la España, se pobló de ciudades, recibió costumbres análogas a las de sus conquistadores; y la ciencia y la literatura española fueron desde entonces nuestra ciencia y nuestra literatura.

La nación española presenta un fenómeno que sólo puede explicarse con conocimiento de su historia política. Dotada de un suelo feraz y variado, fecunda en hombres de talento y de imaginación, atrevidos en la guerra, sufridos en los trabajos, constantes en las grandes empresas nunca ha salido de un puesto humilde e ignorado en la escala de la civilización europea. Muchos de sus hijos, en diferentes épocas, se han esforzado en hacer apologías de su importancia literaria, que los extraños le negaban: pero se han reducido a darnos una nomenclatura de escritores amenos e ingeniosos; de artistas, que a sus lienzos, mármoles, o monumentos, han sabido imprimir el sello de sus almas apasionadas y fogosas, de sus imaginaciones atrevidas; más que apenas son conocidos de los eruditos. Estos tesoros son como los del avaro, estériles para sus semejantes, pues se hallan enterrados en las entrañas de la tierra. Los conocimientos sólo son útiles cuando se derraman en provecho de la humanidad, cuando revelan leyes y verdades no conocidas y aplicables, que ensanchan la esfera del saber y de la inteligencia humana.

La Italia, acordándose que fue madre de los romanos, ha producido a Dante, a Galileo, a Miguel Ángel, a Cristóbal Colón, a Filangieri y a Becaria; la Inglaterra, a Shakespeare, a Bacon, a Newton; la Alemania, aquella Alemania, bárbara e inculta, cual nos la dio a conocer Tácito, es una fuente fecunda de ideas valientes, de erudición profunda, de crítica eminente; y la Francia, colocada como centinela avanzada del mundo intelectual, no permite que una sola idea se pierda o desvirtúe, de cuantas emiten los hombres de todos los climas, en todos los idiomas. Yo busco un español que colocar al lado de los que dejo nombrados, y no le encuentro. Busco algún descubrimiento, algún trabajo inmortal de la razón española, y no le encuentro: es decir, no encuentro hombres como Newton y Galileo; descubrimientos como los de la atracción universal, y el movimiento de la Tierra. ¿Y se le podría pedir menos a una nación que ha vivido dieciocho siglos?

Es de admirar cómo las ciencias físicas y exactas y particularmente la astronomía, no han llegado en España, no diré a su esplendor, pero ni a la altura que han alcanzado en las demás naciones; siendo así que los árabes, sus dominadores por algún tiempo, las cultivaron con tan gran suceso: siendo así que D. Alfonso el X de Castilla, único de sus reyes que haya alentado aquellos conocimientos, enviaba hasta el Egipto, a costa de muchos caudales, en busca de un sabio, primoroso en los movimientos que face la esfera, como él mismo dice en la introducción a su libro Del tesoro. Pero sus sucesores al trono no siguieron este digno ejemplo, ni reconocieron la máxima de Alfonso, de que siempre a los sabios se debe el honor. D. Juan el II en 1434 autorizó con su silencio la destrucción de la biblioteca y escritos del famoso Marqués de Villena, hombre que con amor y talento cultivaba las ciencias naturales. Felipe II no dio importancia alguna a los trabajos geodésicos del Maestro Esquivel, que logró formar un mapa general de la península durante el reinado de aquel monarca: naciendo de esta indiferencia, el que un trabajo tan importante pasase ignorado y se perdiera completamente, quedándonos apenas una vaga noticia de él. Después acá (dice el autor del discurso sobre la Ley agraria) perecieron esos importantes estudios, sin que por eso se hubiesen adelantado los demás. Las ciencias dejaron de ser para nosotros un medio de buscar la verdad y se convirtieron en un arbitrio para buscar la vida. Multiplicáronse los estudiantes, y con ellos la imperfección de los estudios; y a la manera de ciertos insectos que nacen de la podredumbre, y sólo sirven para propagarla, los escolásticos, los pragmáticos, los casuistas y malos profesores de las facultades intelectuales, envolvieron en su corrupción los principios, el aprecio, y hasta la memoria de las ciencias útiles. Si hemos de dar crédito al ilustrado Blanco White, se enseñaba en sus días, en las universidades de España, el sistema de Copérnico, bajo la suposición de que era erróneo. En fin, para completar este cuadro lamentable, basta decir, que cuando Descartes aplicaba el cálculo algébrico a la resolución de los problemas de geometría, y Leibnitz y Newton inventaban el infinitesimal, los españoles calificaban de matemáticos a los que aprendían solamente las proposiciones de Euclides.

Sólo cegados con tan denso velo de ignorancia, pudieron dejar los españoles desconocidas por tanto tiempo la geografía y la historia natural de la América. Esta bella porción que nosotros habitamos, en donde la naturaleza se presenta portentosa y rica; en donde empezando por el hombre y terminando por el más ruin gusanillo, todo es raro, todo es nuevo, todo nunca visto para el antiguo mundo: las llanuras sin horizonte como el océano; las montañas que se encumbran más allá de las nubes; los fenómenos celestes y las constelaciones de un hemisferio nuevo, nada de esto fue examinado ni estudiado por sus poseedores y señores, y lo poquísimo que hicieron, o ha sido pasto de las llamas en el incendio del Escorial, o existe inédito en el polvo de los archivos. Preciso ha sido que el genio y la constancia de Humboldt mostrasen al mundo las maravillas que por tres desgraciados siglos habían mirado los españoles con indiferencia: preciso ha sido, que un sabio y laborioso francés desenvolviese y aclarase las investigaciones de Azara, para que llegasen a alcanzar la importancia que tienen en el día, como acertadamente se ha dicho ya entre nosotros.

El campo de las bellas letras no está menos despoblado de esos frondosos y fragantes árboles, a cuya sombra se abriga con placer y con amor el hombre que se dedica al estudio.

¿No habéis experimentado, señores, en vuestros paseos solitarios –en aquellas horas, en que el alma, acordándose de su destino, quisiera levantarse de la tierra, y respirar aires de mejor mundo–; no habéis experimentado la necesidad de un libro escrito en el idioma que habláis desde la cuna? ¿De uno de esos libros que encierran en sí a la vez, poesía, religión, filosofía: la historia del corazón, las inquietudes o la paz del espíritu, y el embate de las pasiones? ¿Un libro, en fin, que conteniendo todos estos elementos, destile de ellos un bálsamo benéfico para nuestras enfermedades morales? Sí, sin duda, habéis experimentado una necesidad semejante, sin poderla satisfacer con ninguna producción de la antigua, ni de la moderna literatura española. En toda ella no encontraréis un libro que encierre los tesoros que brillan en cada página de René; en cada canto de Child Harold; en cada meditación de Lamartine; en cada uno de los dramas de Schilller.

Mucho se ha celebrado la imaginación de los escritores españoles; mucho el colorido de sus descripciones; mucho la armonía y grandilocuencia de su lenguaje. Algunos extranjeros de nuestros días, a modo de arqueólogos y numismáticos empeñosos, se han propuesto desenterrar las riquezas que se decían desconocidas e ignoradas; dándonos ya colecciones de poesías antiguas castellanas, ya ediciones lujosas de Calderón o de Lope de Vega. El crítico Schlegel ha levantado hasta las nubes a éstos y los demás infinitos dramáticos de la península. Pero, señores, ¿en este amor exaltado, en esta estima exagerada, no se encerrará algún excusable engaño? ¿Algunas de esas ilusiones a que están expuestos los hombres sistemáticos y de imaginación fogosa y movible? ¿Qué extraño es que se mida el mérito de un escritor por el trabajo que ha costado el entenderlo? ¿No es natural que después de leer con dificultad y con fatiga un centenar de autos sacramentales, se quiere hallar un prodigio en cada extravagancia? El genio y la imaginación española pueden compararse a un extendido lago, monótono y sin profundidad, jamás sus aguas se alteran, ni perturban la indolente tranquilidad de las naves que le surcan. Crecen en su orilla árboles sin frutos nutritivos, aunque lozanos, cuya sombra difunde un irresistible sopor. Este es mi sentir, señores: al llenar el objeto que en estas cortas líneas me he propuesto, he caído naturalmente en estas consideraciones y estoy muy lejos de pretender que se me considere infalible. Por inclinación y por necesidad ha leído los clásicos españoles, y mi alma ha salido de entre tanto volumen, vacía y sin conservar recuerdo alguno, ni rastro de sacudimientos profundos. Sólo en los oídos me susurran aún armoniosamente las églogas de Garcilaso, o los cadenciosos períodos de Solís.

No faltan, a más de éstas, otras ilustres excepciones al juicio desfavorable que me he atrevido a formar de la literatura de la España. Su teatro, como acabo de indicar, es estimado por literatos de renombre; y las odas del maestro León y de Herrera son dignas de leerse muchas veces. Juan de Mena, puede compararse por la sublimidad de concepción que desplegó en su Laberinto, al autor de la Divina Comedia; y Manrique, en su bíblica elegía a la muerte de su padre, fue como el cisne de la poesía patria que entona al perecer un himno inmortal. Nula, pues, la ciencia y la literatura española, debemos nosotros divorciarnos completamente con ellas, y emanciparnos a este respecto de las tradiciones peninsulares, como supimos hacerlo en política, cuando nos proclamamos libres. Quedamos aún ligados por el vínculo fuerte y estrecho del idioma: pero éste debe aflojarse de día en día, a medida que vayamos entrando en el movimiento intelectual de los pueblos adelantados de la Europa. Para esto es necesario que nos familiaricemos con los idiomas extranjeros, y hagamos constante estudio de aclimatar al nuestro cuanto en aquéllos se produzca de bueno, interesante y bello.

Pero, esta importación del pensamiento y de la literatura europea no debe hacerse ciegamente, ni dejándose engañar del brillante oropel con que algunas veces se revisten las innovaciones inútiles o perjudiciales. Debemos fijarnos antes en nuestras necesidades y exigencias, en el estado de nuestra necesidad y su índole, y sobre todo en el destino que nos está reservado en este gran drama del universo, en que los pueblos son actores. Tratemos de adornos una educación análoga y en armonía con nuestros hombres y nuestras cosas; y si hemos de tener una literatura, hagamos que sea nacional; que represente nuestras costumbres y nuestra naturaleza, así como nuestros lagos y anchos ríos solo reflejan en sus aguas las estrellas de nuestro hemisferio.

Antes de ser sabios y eruditos, civilicémonos; antes de descubrir y abrir nuevos rumbos en el campo de las ciencias físicas o morales, empapémonos del saber que generosamente nos ofrece la Europa culta y experimentada. Adquiramos aquellos conocimientos generales que preparan al hombre a entrar con suceso al desempeño de los variados destinos a que debe ser llamado en un país, donde todos somos iguales; en donde, desde el seno del humilde giro mercantil, del interior de los campos, y de en medio de las faenas rurales, somos llamados a la alta misión de legislar, de administrar la justicia, de ejecutar las leyes. Todo argentino debe llenar el vacío que en su educación ha dejado un vicioso sistema de enseñanza, y la falta de escalones intermedios entre la escuela de primeras letras y los estudios universitarios.

Nuestros padres todos han recibido las borlas doctorales sin conocimiento de aquellas leyes más palpables que sigue la naturaleza en sus fenómenos: sin una idea de la historia del género humano; sin la más leve tintura de los idiomas y costumbres extranjeras. Jamás los perturbó en medio de las pacíficas ocupaciones del foro, de la medicina o del culto, el deseo de indagar el estado de la industria europea. Jamás creyeron ni soñaron que la economía pública era una ciencia, y que, sin conocer la estadística y la geografía de un pueblo, era imposible gobernarlo.

El estudio práctico de las leyes, la lectura de sus glosadores, la inteligencia oscura e incompleta de algún poeta o historiador latino, he aquí el caudal intelectual de nuestros antiguos letrados: he aquí los títulos en que apoyaban su renombre de literatos. Y, a esto, señores, ¿estarán reducidas las ciencias y el saber? ¿Acaso el hombre ha recibido de Dios la inteligencia para empobrecerla y amenguarla con tan reducidas aplicaciones? ¡No, señores! Yo ofendería, si quisiera inculcar más sobre este punto, y si pretendiera trazar el círculo dentro del cual debe moverse nuestra facultad de pensar: porque este círculo es como aquél de que nos habla Pascal, cuyo centro está en todas partes, y su circunferencia en ninguna.

No olvidemos que nuestros tesoros naturales se hallan ignotos, esperando la mano hábil que los explote; la mano benéfica que los emita al comercio y los aplique a las artes y a la industria; que la formación y origen de nuestros ríos (vehículos de actividad y de riqueza) aún son incierto y problemáticos; que la tierra, fértil, virgen, extensa, pide cultivo, pero cultivo inteligente; y en fin, que las ciencias exigen ser estudiadas con filosofía, cultivadas con sistema, y la literatura requiere almas apasionadas, próvidas, sensibles a lo bello, y eminentemente poseídas de espíritu nacional.

Aquí un campo no menos vasto y más ameno se presenta. Sobre la realidad de las cosas, en la atmósfera más pura de la región social, mueve sus alas un genio que nunca desampara a los pueblos, que mostrando al hombre la nada de sus obras, le impele siempre hacia adelante, y señalándole a lo lejos bellas utopías, repúblicas imaginarias, dichas y felicidades venideras, infúndele en el pecho el valor necesario para encaminarse a ellas, y la esperanza de alcanzarlas. Este genio es la poesía. Que a este nombre, señores, no se desplieguen vuestros labios con la sonrisa del desprecio y de la ironía. Que este nombre no traiga a vuestra memoria la insulsa cáfila de versificadores que plaga el parnaso de nuestra lengua. Recordemos sí los consuelos y luz que han derramado los verdaderos padres del canto sobre el corazón y la mente de la humanidad. Recordemos lo que pasa en nuestras almas al leer las obras de los modernos, Byron, Manzoni, Lamartine, y otros infinitos, y confesemos a una voz, que la misión del verdadero poeta es tan sagrada como la del sacerdocio. Recordemos que la poesía no es una hacinación armoniosa de palabras desnudas de pensamientos y de afectos; sino el fruto de una fantasía fértil y poderosa, que expresa con rara vivacidad y con palabras inmortales las cosas que la hieren; que es la contemplación fervorosa y grave que hace el alma sobre sí misma, y sobre los grandiosos espectáculos que presenta la naturaleza. Consiste unas veces en los raptos del corazón de un hombre religioso, que como Milton experimenta una vaga turbación en lo íntimo de su ánimo; la poesía es otras veces un sentimiento tierno y candoroso, que se interesa eficazmente por las cosas más humildes, y deteniéndose a contemplar el cáliz de una flor, no se contenta con describirla, sino que se conmueve y entusiasma al contemplar esta belleza imperceptible de la creación.

Si la poesía es una necesidad de los pueblos adelantados y viejos, es una planta que nace espontáneamente en el seno de las sociedades que empiezan a formarse. Ley es del desarrollo humano, que el joven se guíe más por los impulsos del instinto, que por los consejos de la razón; y que se derrame en himnos y en cantares los afectos que rebozan en su corazón. Importa, empero, que esta tendencia de nuestro espíritu no se extravíe, y que cuando con el transcurso de los tiempos, llegue a formar un caudal abundante, conserve su color propio al universal.

He aquí reducido a limitados términos el espacio en que puede moverse la inteligencia argentina, que tantos frutos indígenas preciosos promete a la patria. Para remover y dar vida a toda idea fecunda, para adquirir todo género de conocimientos, para mantener y dar pábulo a ese dulce comercio que debe existir entre los hombres que se consagran al estudio, un compatriota, celoso de la ilustración, y que cuento con orgullo entre mis amigos, ha concebido la idea de este establecimiento a que es particularmente llamada la juventud, –esa parte interesante de la República que aún no se ha maniatado con la rutina, ni cegado con la triste incredulidad de una filosofía ya caduca, cuyo pecho está libre de odios y temores, cuya alma, como el cáliz de un vegetal, en el instante de su florescencia, está dispuesta a recibir el rocío benéfico de la ciencia, y el amor a la paz que nacen de la contemplación de la naturaleza, y de la armonía de las palabras del sabio.

En esta sala modesta, cual conviene a una institución que comienza, se encierran ya muchos libros, reunidos a costa de esfuerzos y erogaciones: algunas personas, recomendables por su saber, se han comprometido a comunicar sus conocimientos como en una conversación amistosa, y es de esperar, que todos los llamados a un fin tan laudable se empeñen en mostrarse dignos de la elección que en ellos ha recaído.

Yo pido al cielo que bendiga la simiente del árbol que hoy se planta, y lo levante sobre los cedros. Que a su sombra llegue a descansar la juventud venidera, del mismo modo de nosotros, de esa terrible lucha que el hombre mantiene en su interior entre la duda y la verdad.