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Geórgicas (trad. Ochoa): Libro III

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Geórgicas
de Virgilio
Libro III

[Empieza con una elegante invocación a los dioses protectores de los ganados, de donde toma pie el poeta para alabar nuevamente a Octavio y recordar que escribe por inspiración de Mecenas. Entra luego a dar preceptos para la cría de ganados, dividiendo su argumento en cuatro partes: primera, de los toros y los caballos; segunda, de las ovejas y las cabras; tercera, de los perros, y cuarta, de las plagas que persiguen a los ganados, concluyendo con la descripción de una terrible peste.]

También os cantaré a ti, ¡oh poderosa Pales!, y a ti, ¡oh pastor de Anfriso, digno de eterna memoria!, y a vosotras, ¡oh selvas y ríos del Liceo! Todas las fábulas poéticas, que algún día cautivaban los ánimos ociosos, son ya cosas vulgares; ¿quién no conoce al duro Euristeo y los altares del infame Busiris? ¿Quién no ha celebrado al mancebo Hilas, y a Delos Latonia y a Hipodamia, y a Pélope, señalado por sus ebúrneos hombros, gran domador de caballos? Probemos una senda nueva, en la que yo también, como otros, pueda levantarme de la tierra y andar vencedor en lenguas de la fama. Si no me falta la vida, yo seré el primero que lleve conmigo las Musas a mi patria desde la cumbre Aonia; yo el primero te traeré, ¡oh Mantua!, las palmas idumeas, y levantaré un templo de mármol en el verde campo, junto a la corriente con que el caudaloso Mincio gira en largas revueltas. ceñidas sus riberas de tiernos juncos. En medio de mi templo estará Cesar, y lo llenará con su gloria; yo allí, ufano, ostentando la púrpura de Tiro. haré volar a la margen del río cien carros tirados por cuadrigas. La Grecia entera, abandonando el Alfeo y los bosques de Molorco, acudirá, a mi llamamiento. a disputar la palma de la carrera y de la lucha con el duro cesto; ceñidas las sienes de hojas de oliva, yo distribuiré los premios. Ya me figuro ver conducir al templo las solemnes pompas y los inmolados novillos; ya veo abrirse la escena con sus cambiantes aspectos, y a los bretones descorrer el purpúreo telón en que están representados. En las puertas hare esculpir sobre oro y recio marfil los combates de los pueblos del Ganges y las armas vencedoras de Quirino, y el caudaloso Nilo, cubierto de armadas huestes, y las columnas labradas con el hierro de las naves enemigas. Y añadiré las ciudades de Asia domeñadas, los rechazados moradores del Nifates y los partos, que libran la suerte de las batallas en la fuga y en sus saetas, disparadas hacia atrás, y dos trofeos arrebatados a distintos enemigos, y las naciones dos veces vencidas en uno y otro mar. Veránse allí en mármoles de Paros imágenes, que parezcan vivas, de los hijos de Asaraco, linaje de Júpiter, la de su padre Tros y la de Cintio, fundador de Troya. La miserable Envidia estará allí representada, temblando de las Furias y de la enemiga corriente del Cocito, de las enroscadas sierpes de Ixión, de la inmensa rueda y del insuperable peñasco. Entre tanto sigamos las selvas y los antes no hollados bosques de las Driadas, obedeciendo, ¡oh Mecenas!, tu arduo mandato; sin ti, mi mente no acomete ninguna grande empresa. Ea, pues, dejemos tardas dilaciones: el monte Citerón y los perros del Taigeto y Epidauro, domadora de caballos, me llaman con grandes clamores, que, repetidos por el eco. atruenan los bosques. Pronto, sin embargo, me dispondré a cantar las ardientes batallas de César y a llevar la fama de su nombre a tantas edades cuantas son las que han transcurrido desde que tuvo en Titón su primer origen.

Tanto el que se dedica a la cría de caballos, ganoso de alcanzar el premio de las palmas olímpicas, como el que cría robustos novillos para la labranza, debe, ante todo, atender a elegir bien las madres. Las mejores vacas son las que tienen la mirada torva, la cabeza grande, la cerviz muy gruesa, papadas que cuelgan desde el morro hasta las rodillas y el lomo muy largo; han de tener además todos !os miembros grandes y también la pezuña, y orejas muy velludas bajo los enroscados cuernos. Ni me desagradan tampoco las que tienen la piel manchada de hermosas pintas blancas ni las que se resisten al yugo y embisten a veces con bravura y ademán de toro, y recias y corpulentas, van barriendo con la cola, al andar, sus propias pisadas. La edad de ser madres acaba antes de los diez años y empieza después de los cuatro; fuera de este término, ni sirven para la cría ni tienen fuerzas para la labranza. Durante aquel período, que es lo que dura la lozana juventud de los ganados, da suelta a los machos, sé el primero en echarlos a padrear, y repón así la raza de una en otra generación. Huyen los primeros para los míseros mortales los mejores días de la vida; luego sobrevienen las enfermedades y la triste senectud y los trabajos, y al fin nos arrebata la inclemencia de la despiadada muerte. Siempre tendrás reses que desees reemplazar; renueva, por consiguiente, de continuo tu ganado. No aguardes a perderlas para reemplazarlas; anticípate a su fin y obtén nuevas crías todos los años.

El mismo cuidado has de tener con los caballos: desde muy tiernos han de ocupar tu atención los que destines a perpetuar su especie. El potro de buena casta lleva siempre en la dehesa la cabeza levantada y bracea con gallardía; siempre va delante de los demás, es el primero a aventurarse en un río peligroso o en un puente desconocido, no se espanta de vanos estrépitos, tiene la cerviz erguida, la cabeza sutil, el vientre corto, la grupa carnosa, muy abultado el animoso pecho. Son excelentes los alazanes y los bayos; los peores son los blancos y los cenicientos. Si oye el buen potro a lo lejos ruido de armas. no acierta a estarse quieto, aguza las orejas, todos sus miembros se estremecen y arroja por la nariz fuego en vez de aliento. Ondea su espesa crin sobre el brazuelo derecho, el espinazo le forma una canal en medio de los lomos, escarba la tierra y la hace resonar fuertemente con el recio casco. Tal era Cilaro, domado por las riendas de Pólux Amicleo; tales fueron los dos caballos del carro de Marte; tales también los del carro del grande Aquiles, tan celebrados por los poetas griegos. Tal pareció el mismo Saturno cuando, en figura de caballo, sacudió la crin al ver llegar a su esposa, y en su rápida fuga, llenó con agudos relinchos el alto Pelión.

Cuando empezare a decaer el caballo, vencido de enfermedades o de los años, métele en la caballeriza y da descanso a su noble vejez. Frío ya para la monta el caballo viejo, vanamente se empeña en un afán ingrato, y cuando llega a la amorosa lid, arde sin fruto, cual fogarada de paja. Así, pues, atiende ante todo al brío y a la edad del caballo padre; cerciórate de su raza y cualidades, de si es sensible a la ignominia del vencimiento y a la gloria del triunfo. ¿No has observado, cuando en la lucha se lanzan los carros al palenque, disparados de las barreras, cómo exalta a los mancebos el ansia de vencer, y cuál les palpita el corazón al temor de la derrota? Con el retorcido látigo aguijan a sus caballos, y echado el cuerpo hacia adelante, les largan toda la rienda; vuelan los ejes, hechos brasa. Ya se los ve cabizbajos; ya, soberbiamente erguidos, parece que, arrebatados por los vientos, van a remontarse a los espacios etéreos. No hay tregua, no hay descanso; levántanse remolinos de roja arena; la espuma y el resuello de los tiros que los siguen mojan sus espaldas. ¡Tanto los punza el amor de la gloria y el afán de vencer!

Erictonio inventó los carros y fue el primero que se atrevió a uncirles cuatro caballos y a sostenerse arrogante sobre las rápidas ruedas. Cabalgando en ellos, los lápitas Peletronios los acostumbraron al freno y a los escarceos y los enseñaron a botar alborozados bajo el peso del armado jinete y a bracear soberbios. Ambos trabajos son igualmente duros y para ambos buscan igualmente los ganaderos potros fogosos y muy corredores, pues siempre el caballo viejo vale poco, por más que muchas veces haya acosado en el alcance al desbandado enemigo y tenga por patria a Epiro y a la fuerte Micenas y traiga su origen del mismo Neptuno.

Esto observado, y atentos a la estación conveniente, ponen los criadores todo su cuidado en engordar con pingües pastos al caballo que eligen para cabeza y padre de la yeguada; para él cortan las primeras hierbas y le dan puras aguas de río y mucha cebada, a fin de evitar que sucumba a las dulces fatigas a que está destinado y que se reproduzca en una prole desmedrada y lánguida la debilidad del padre. Al mismo tiempo se procura que enflaquezcan las yeguas, y cuando empiezan a aguijarlas los ya probados ardores del deseo, hay que quitarles el forraje y apartarlas de las fuentes; a veces se les quebrantan los bríos haciéndoles dar largas carreras al sol a la hora en que se baten en la era las trilladas mieses y revuelve el céfiro en el aire las livianas pajas. Hácenlo así, a fin de que una excesiva gordura no estreche en las hembras el camino de la generación, antes reciban sedientas su germen fecundo y lo absorban en sus recónditos senos.

Concluido el cuidado de los padres, empieza el que ha de tenerse con las madres. Cuando están ya muy adelantadas, no hay que uncirlas a los pesados carros, ni consentir que retocen, ni que huyan corriendo por los prados, ni que pasen a nado impetuosos ríos; antes conviene que pazcan en dehesas solitarias y a la margen de caudalosas corrientes, entre el musgo y las verdes hierbas de los ribazos, donde haya cuevas en que se recojan y altos peñascos que las cubran con su sombra.

En los bosques del Silaro y en los poblados cascajares de Alburno abunda mucho el insecto a que los romanos dan el nombre de asilo, que los griegos traducen por el de oestron (1) [(1) El tábano.] Dañino y tenaz, produce al volar un áspero zumbido, a cuyo son se dispersan, espantadas, las reses por las selvas; hierve el aire con bramidos que conmueven los árboles y las riberas del sediento Tanagro. Con esta plaga cebó Juno en otro tiempo sus horribles iras en la vaca Ío, hija de Ínaco. Como en la fuerza del calor es cuando más se embravece, cuida mucho de que no acose entonces a las madres, y para eso no saques tus ganados a pastar sino a poco de salir el sol o cuando ya los astros traen consigo la noche.

Después que hubieren parido, convierte todo tu cuidado hacia los becerros. Lo primero es imprimir les con un hierro candente la marca de su torada y la señal que indique los que se destinan a la reproducción y los que se guardan para ofrecer sacrificios en los altares o para arar los campos y revolver la tierra erizada de quebrantados terrones; los demás se sueltan a pastar en los verdes prados.

A los que destines a la labranza, empieza a enseñarles y a domarlos desde que son becerrillos, aprovechando la blanda y mudable condición de los primeros años. Átales lo primero a la cerviz un ronzal muy flojo de flexibles mimbres; luego, para que se acostumbren a la servidumbre sus cuellos no domados todavía, unce dos becerros iguales al mismo yugo y oblígalos a igualar el paso. Bueno será que a menudo les hagas tirar de un carro vacío cuando aún estampan apenas sus huellas en el polvo; luego ya pueden hacer rechinar un eje de haya bajo un gran peso y arrastrar las ruedas unidas por un herrado timón. Darás entre tanto a los chotos aún indómitos, no solamente grama y sabrosas hojas de sauce y las ovas que nacen en las lagunas, mas también alcaceles cogidos por tu propia mano. Cuando tus vacas están recién paridas, no llenes con su leche los blancos cantarillos, cual solían nuestros mayores, sino deja que la gasten toda en engordar a sus regalados hijos. Pero si te inclinas más a las cosas de la guerra y a los fieros escuadrones, o a deslizarte en un rápido carro por las orillas del Alfeo de Pisa o en el bosque de Júpiter, pon tu principal cuidado en la cría de caballos, acostumbrándolos a ver armas y escaramuzas bélicas, y al ruido de los clarines y al rechinar de las ruedas, y a oír en la cuadra el retintín de los frenos; alborócenlos también cada vez más los elogios de su dueño y las sonoras palmadas con que, al celebrarlos, les acaricie el cuello. A todo esto debe hacerse apenas destetado, y a presentar de grado la boca al blando cabestro, aunque sin fuerza aún, tímido e inexperto; pero, cumplidos los tres años y entrado en los cuatro, es menester que aprenda a dar vueltas, a echar el paso a compás y a doblar alternadamente los brazos cual si con ellos fuera a cavar la tierra. Desafíe entonces a los vientos en la carrera, y volando por el campo sin límites, como si no llevara riendas, estampe apenas sus pisadas en la superficie de la arena, semejante al aquilón cuando se precipita furioso desde las regiones hiperbóreas y dispersa los turbiones y las áridas nieblas de la Escitia. Las altas mieses y las pobladas campiñas se estremecen a su apacible soplo, crujen las copas de los árboles, y largas oleadas van a estrellarse en las riberas; vuela él en tanto, barriendo juntamente en su carrera los campos y los mares. El caballo así enseñado o brillará en los estadios de la Élide, revolviendo en la boca una sangrienta espuma, o arrastrará con el flexible cuello el guerrero carro de los belgas. Una vez domados tus potros, ya puedes dejar que engorden, dándoles abundante pienso, mas no antes, pues entonces cobran sobrados fuegos y se resisten al castigo y al duro freno por más que se los sujete. Pero el medio mas seguro para dar vigor, así a los toros como a los caballos, es tenerlos apartados de las hembras y de los estímulos del ciego amor. Por eso conviene relegar a los toros lejos de la vacada, en solitarias dehesas, al otro lado de un monte o de un ancho río, o bien tenerlos encerrados junto a abundosos pesebres, porque la vista de las hembras les menoscaba poco a poco las fuerzas y los abrasa, a punto que ni aun se acuerdan de los prados ni de las hierbas. Y sucede también que muchas veces ellas, con los dulces halagos, impulsan a sus fieros amantes a cornearse entre sí con furor. Pasta en dilatada selva hermosa becerra; ellos en tanto se embisten con poderoso empuje, haciéndose numerosas heridas; negra sangre corre por sus cuerpos y se traban de los cuernos con espantosos bramidos que hacen retumbar las florestas y el vasto Olimpo. Los que una vez han reñido no pueden ya parar juntos en un establo; antes el que quedó vencido él mismo se destierra a apartados y desconocidos lugares, llorando su afrenta y los golpes del soberbio vencedor; y volviendo los ojos a sus perdidos amores no vengados, y a su establo nativo, abandona los prados en que dominaron sus padres; mas es para rehacer sus bríos con todo afán. Tenaz en su propósito de venganza, pasa las horas tendido sobre las duras guijas, apacentándose de punzantes cardos y de espinosos carrizos. Allí se ejercita en topar furioso los troncos de los árboles, y cornea al aire, y se ensaya a la pelea, esparciendo con los pies nubes de polvo.

Luego que ya ha recobrado todo su brío y rehecho sus fuerzas, sale a campaña y se precipita sobre su enemigo, ya olvidado de él; tal en medio del piélago se ve blanquear a lo lejos una ola e irse acercando a la playa, donde como una montaña se desploma y estalla con estrépito entre las peñas; hierve arremolinado el fondo de las aguas y arroja a la superficie negras arenas.

De esta suerte, en la tierra todos los linajes de los hombres y de las fieras, y todos los ganados, y los habitantes del mar y las pintadas aves, todos se precipitan ciegos en las ardientes furias del amor; el amor es el mismo en todos. En ningún otro tiempo vaga mas rabiosa por los campos la leona, olvidada de sus cachorros; en ninguno siembran mayores ruinas y estragos por los campos los informes osos; entonces anda furioso el jabalí; entonces más que nunca es de temer el tigre. ¡Ay del que atraviesa entonces los desiertos de la Libia! ¿No observas cómo se estremecen de pies a cabeza los caballos con solo que el viento les traiga el conocido olor de las yeguas? Y entonces no bastan a contenerlos ni el freno del jinete, ni el cruel azote, ni los peñascos, ni los derrumbaderos, ni los opuestos ríos que arrastran en su raudal descuajados cerros; hasta el cerdo sabélico se precipita y aguza los colmillos, escarba la tierra con los pies, restriega el lomo contra los árboles y aquí y allí aveza su cuerpo a las heridas. ¿De qué no es capaz el mancebo en cuyos huesos ha infundido su fuego un vehemente amor? Solo, en una noche oscura, cruza a nado el golfo revuelto por deshechas borrascas; encima de su cabeza truena la inmensa bóveda del cielo, y braman los mares, estrellándose en las peñas; y ni todo esto, ni los ruegos de sus afligidos padres, ni los de la virgen cuya miserable muerte ha de seguir a la suya, alcanzan que retroceda.

¿Qué no acometen, en sus ciegos ardores, los manchados linces de Baco, y la casta cruel de los lobos y los perros? ¿Qué batallas no mueven entre sí los tímidos ciervos? Pero en esta furia del amor no tienen igual las yeguas; la misma Venus les infundió su espíritu en aquel tiempo en que las cuadrigas de Potnia despedazaron a dentelladas los miembros de Glauco. El amor las arrastra a transponer el Gárgara y la estruendosa corriente del Ascanio; trepan por los montes y cruzan los ríos a nado. Cuando invade sus ávidas medulas el fuego del amor, sobre todo en primavera (que es la estación en que vuelve el calor a los huesos), súbense a las altas rocas, y allí se están, vueltas del lado de donde sopla el céfiro, aspirando las sutiles auras, y muchas veces, ¡oh maravilla!, sin otro ayuntamiento alguno, las fecunda el viento solo. Entonces se dispersan desatentadas por los peñascales y las profundas cañadas, no hacia los sitios de donde vienes, ¡oh Euro!, ni hacia donde nace el sol, ni a la parte de donde soplan el Bóreas y el Cauro, o el negro Austro, que entristece el cielo con lluviosos fríos. Entonces es cuando destilan del útero el espeso veneno a que los pastores dan el nombre de hipomanes, el cual suelen recoger las malditas madrastras para mezclarlo con hierbas y conjuros. Pero mientras, embebecidos con el amor, divagamos de esta suerte, el tiempo huye, huye para no volver. Basta ya de los ganados mayores; falta tratar otra parte de nuestro asunto, cual es el ganado lanar y las cerdosas cabras. Mucha faena es su crianza para vosotros, ¡oh robustos labradores!, pero de ella debéis esperar gran prez. No se me oculta cuán difícil empresa es tratar en alto estilo de estas cosas tan humildes y darles poético atavío; pero una dulce afición me arrastra a las desiertas cimas del Parnaso; pláceme ir a los collados donde nadie hasta ahora ha estampado sus pisadas por aquellas apacibles laderas que bajan a la Castalia fuente. Ahora, ¡oh venerada Pales!, ahora es tiempo de levantar la voz.

Lo primero es menester que las ovejas se alimenten con hierbas en los abrigados establos hasta que torne el frondoso verano, y echarles sobre el duro suelo mucha paja y haces de helecho para que el excesivo frío no dañe a las tiernas crías y les produzca sarna y repugnantes paperas. Después de esto, quiero que vayas a coger para tus cabras hojas de madroño y agua fresca del río, y que dispongas tus majadas al Mediodía, resguardadas de los vientos en invierno, hasta que a fin del año empieza el frío Acuario a desatarse en fecundas lluvias. No menores cuidados reclaman las cabras, ni es menos el provecho que dejan, por más que teñidos con la púrpura de Tiro, sean de gran valor los vellones milesios. No solo dan más crías, sino también mas leche; cuanto más sus exprimidas ubres llenan los espumantes cantarillos, en mayor abundancia manan de ellas blancos raudales. Fuera de esto, también se esquilan las blancas barbas del chivo nacido a orillas del Cinifo, y sus largas cerdas, que se aprovechan en los reales y de que se hacen ropas para los pobres marineros. En las selvas y en las cimas del Liceo pastan las espinosas zarzas y las matas que nacen en los lugares fragosos, y por sí solas se vuelven a los rediles, trayéndose sus cabritillos y tan cargadas de leche las ubres, que les cuesta trabajo pasar los umbrales. Ten, pues, sumo cuidado en preservarlas de las nieves y de los vientos fríos, tanto más cuanto ellas ninguno tienen de sí, y preveles pasto abundante, hierbas y ramas de árboles. Mientras esté el tiempo metido en nieblas, no les cierres tus pajares; mas cuando en alas de los céfiros torna el alegre verano, suelta a una y otra clase de ganado por los bosques y las vegas. Al primer albor de la mañana, apenas despunta la estrella Lucifer, salgamos a los frescos prados, mientras la escarcha blanquea todavía el césped y esmalta el rocío las tiernas hierbas, nunca más que entonces sabrosas para el ganado. Luego, cuando la cuarta hora trae la sed con sus ardores y las querellosas cigarras atruenan con su canto los matorrales, haz que lleven a tus ganados a abrevarse en los pozos o en los hondos estanques, de donde sale el agua corriente distribuida en canales de madera. Durante los recios calores de mediodía, busca algún valle sombrío, donde extienda desde el añoso tronco sus grandes ramas la robusta encina, consagrada a Júpiter, o donde cubran con su sagrada sombra la oscura floresta abundosas carrascas. Dales entonces nuevamente dulces aguas y déjalas pastar de nuevo hasta que se ponga el sol a la hora en que el frío Véspero templa el ambiente y la luna, ya velada de vapores, restaura los bosques y canta el alción en las riberas y el jilguerillo en las matas.

¿Para qué he de hablarte en mis versos de los pastores de la Libia y de sus dehesas y de sus es casas chozas? Muchas veces sucede que sus rebaños se están en los pastos todo el día y toda la noche, y durante un mes entero andan errantes por aquellos largos desiertos, sin hallar ninguna majada. ¡Tan dilatado es el espacio que tienen delante. Todo lo lleva consigo el ganadero africano, su vivienda, sus lares, sus armas, su perro de Amiclea y su aljaba cretense, no de otra suerte que el soldado romano, intrépido en las guerras por su patria, cuando se pone en marcha, abrumado bajo una excesiva carga y va a plantar sus reales delante de la desprevenida hueste enemiga.

No así entre los pueblos de la Escitia, donde está la laguna Meótides, donde el turbio Istro arrastra rojas arenas, y donde el Ródope dilata sus tortuosas sierras hasta el polo del Norte. Allí acostumbran encerrar en establos a los ganados, porque ni se ve hierba en los campos ni verdura en los árboles, antes la tierra informe yace sepultada bajo montones de nieve y hielo que se levantan a una altura de siete codos. Reina allí un perpetuo invierno; siempre soplan allí los fríos vientos Cauros: jamás el sol ahuyenta las pálidas sombras, ni cuando llega con sus caballos a lo más alto del firmamento, ni cuando precipita su carro en las rojas ondas del Océano. Cuájanse súbitos témpanos en las corrientes de los ríos y ya el agua sustenta en su superficie ferradas ruedas; hospitalaria antes para las naves, eslo ahora para los anchos carros.

Hasta los metales suelen rajarse con el rigor del frío; los vestidos se ponen rígidos sobre las carnes, hay que partir con hachas el helado vino, todas las lagunas se truecan en sólido hielo y las crespas barbas se erizan con duros carámbanos. Entre tanto no cesa un punto de nevar: perecen los ganados; entre montones de hielo se ven tendidos corpulentos bueyes; manadas enteras de ciervos quedan presas y entumecidas bajo las moles de nieve y apenas se les divisan por cima de ellas las puntas de las astas. No hay entonces que acosarlos con perros, ni con el engaño de rojas plumas; mientras forcejean en vano contra la montaña de nieve que los oprime, embístenlos de cerca los cazadores con chuzos, y luego que los han muerto en medio de dolorosos bramidos, se los cargan y llevan con grande algazara. Aquellas gentes pasan la vida ociosas y seguras en cuevas subterráneas, donde encienden grandes lumbradas con troncos enteros de robles y olmos; allí emplean la noche en jugar y beber alegremente en vez de vino, copas llenas de un licor hecho con levadura de cebada y manzanas agrias. Así vive libre de todo yugo en los climas hiperbóreos, vestida de rojizas pieles de animales, aquella raza de hombres, siempre azotada por el euro que sopla de los montes Rifeos.

Si atiendes sobre todo a las lanas, lo primero es apartar tus ganados de los matorrales espinosos, de los abrojos y lampazos; huye de los pastos demasiado sustanciosos y no elijas más que ovejas blancas de sedoso vellón; pero si tu morueco, aunque blanco, oculta bajo el húmedo paladar una lengua negra, deshazte de él, no sea que el vellón de su prole salga también con manchas negras, y busca otro en su lugar por toda la campiña, llena de ganados. Con una ofrenda de nevado vellón, es fama, ¡oh Luna! (si tal cosa puede creerse), que te cautivó Pan, dios de la Arcadia, llamándote a los frondosos bosques y tú no desairaste al que te llamaba.

Si quieres obtener buena leche, tú mismo con tu mano lleva a los pesebres cantueso y abundantes almeces y hierbas saladas; así las ovejas beben con más gana y se les llenan mas las ubres, y así también saca su leche el oculto sabor de la sal. Muchos hay que no dejan a los cabritos ya crecidos acercarse a las madres y les sujetan las tiernas bocas con bozales de alambre. Cuajan a la noche la leche que ordeñan al amanecer o durante el día, y la que ordeñan a la noche o por la tarde la llevan a vender al alba los pastores a la ciudad en canastillos de mimbres o bien la salan un poco y la conservan para el invierno.

No dejes para lo último el cuidado de los perros, antes cría juntamente con pingüe suero los cachorros corredores de Esparta y el fiero mastín moloso; con tales guardas nunca tendrás que temer en tus majadas al ladrón nocturno, ni las incursiones de los lobos, ni que te cojan desprevenido los errantes iberos. También a veces podrás a la carrera perseguir a los tímidos onagros y cazar liebres y gamos con perros: muchas veces también con sus ladridos sacarás a los jabalíes de sus agrestes guaridas, y acosando con vocerío por los montes al corpulento ciervo, le obligarás a caer en tus redes. Acostúmbrate a quemar en tus establos el oloroso cedro y a ahuyentar a las dañinas culebras con el vapor del gálvano. Con frecuencia la víbora, cuyo contacto es tan peligroso, se esconde debajo de los no removidos pesebres, huyendo de la luz, que la asusta; o bien sucede que la culebra, peste cruel del ganado mayor, al cual inficiona con su veneno, acostumbrada a la sombra y a vivir bajo techado, anida en el suelo de las majadas. Entonces, pastor, coge una piedra, coge un palo y descarga recio sobre ella, aunque más se empine amenazándote e hinche su cuello con silbidos. Ya en su fuga ha escondido en tierra la tímida cabeza y todavía se desarrollan las roscas del medio de su cuerpo y las de la cola; la última se va aún arrastrando lentamente. Abunda en los bosques de la Calabria aquella terrible serpiente que, erguida sobre el pecho, revuelve la escamosa espalda y el largo vientre, manchado con grandes pintas, la cual, mientras corren los ríos, mientras la húmeda primavera y los lluviosos austros remojan la tierra, habita en los estanques y en las orillas de los ríos, donde llena su negro e insaciable buche de peces y de parleras ranas. Luego que se secan las lagunas y que la tierra se raja con el calor, sale a seco, y revolviendo los inflamados ojos, asuela los campos, rabiosa con la sed y el ardor que la devora. No seré yo quien vaya a disfrutar en aquellos sitios un apacible sueño a cielo raso ni me tenderé boca arriba sobre la hierba del bosque cuando, mudada la piel y vestida de juventud, se arrastra aquella serpiente por el suelo y dejando en el nido a su cría o sus huevos se empina mirando al sol y vibrando en la boca la trisulca lengua.

También te enseñaré las causas y las señales de las dolencias que aquejan a los ganados. La repugnante sarna inficiona a las ovejas cuando las penetran hasta lo vivo las frías lluvias y las nieblas erizadas de blancas escarchas, o cuando, recién esquiladas, se les cuaja el sudor en el cuerpo, o bien cuando las desuellan los punzantes zarzales. En tales casos, los mayorales llevan a todo el rebaño a bañarse en los dulces ríos; el carnero, metido en el sitio más hondo, sumerge sus vellones en las aguas y se deja llevar por la corriente, o bien, después de esquilado, le restregan el cuerpo con una mezcla de amargo alpechín, almárgata, azufre vivo, pez del monte Ideo, cera muy crasa, cebolla albarrana, peligroso eléboro y negro betún; pero el remedio más eficaz para estos males es sajar con un cuchillo las prominencias de las úlceras. El vicio de la sangre con estar encubierto se aumenta y encona mientras el pastor no acude a curar las llagas de sus reses y se está sentado pidiendo a los dioses que se las sanen. Y aún aprovecha más, cuando un profundo y acerbo dolor se les mete en los huesos y una ardiente calentura les consume los miembros, dar salida al fuego interno que las abrasa sangrándolas de los pies. Tal es la costumbre de los bisaltas y de los fieros gelonos cuando van fugitivos por el Ródope y por los desiertos de los getas, y beben leche coagulada con sangre de caballo.

Cuando vieres a alguna de tus ovejas o desviarse a menudo de las demás buscando la sombra, o pacer con desgana las puntas de las hierbas, y seguir la ultima al rebaño, o tenderse mientras están pastando las otras, o volver sola al redil ya entrada la noche, ataja al punto el daño con el hierro antes de que cunda el cruel contagio por todo el ganado, incapaz de precaverse. No son tan frecuentes las borrascas que revuelven y alborotan los mares como las enfermedades a que están sujetos los ganados, ni éstas atacan a las reses una a una, sino que invaden de repente dehesas enteras, lo mismo a las tiernas crías, esperanza de la grey, que a los padres y a todo el ganado. Sube si no a los enhiestos Alpes y a los castillos nóricos que se levantan en sus cumbres y a los campos japidios, que riega el Timavo, y aun hoy todavía, al cabo de tanto tiempo, verás desiertas las moradas de los pastores y despoblados en contorno aquellos dilatados bosques. Allí, con la corrupción del aire, se originó en otro tiempo una miserable pestilencia, exacerbada con los excesivos calores del otoño, que hizo perecer todos los ganados, todas las fieras e inficionó las aguas y envenenó los pastos. No todos los animales morían de una misma enfermedad: a unos, abrasadas sus venas por una ardiente sed, se les encogían los miserables miembros, de los cuales les manaba un licor corrosivo que poco a poco les iba carcomiendo los huesos reblandecidos por la peste. Muchas veces sucedió, puesta ya la víctima en el altar para ser sacrificada en honor de los dioses, y mientras le estaban ciñendo las cándidas vendas de lana y las guirnaldas, caer muerta en medio de los sacerdotes, demasiado lentos en herirla; o bien, si el sacrificador se adelantaba a clavarle el cuchillo antes de tiempo, no ardían las entrañas colocadas en los altares ni servían al adivino consultado para dar presagios. Apenas quedaban ensangrentados los cuchillos del sacrificio; solo unas pocas gotas de sangre corrompida llegaban a humedecer la tierra. Por dondequiera los becerros caían muertos en los abundosos pastos y exhalaban el dulce aliento vital al lado de los pesebres llenos. Y sobrevino la rabia a los cariñosos perros; una fatigosa tos ponía convulsos a los apestados cerdos y oprimía sus hinchadas gargantas. Póstrase también el bizarro caballo, olvidado de sus nobles ejercicios y de los pastos, y huye de las fuentes, y cada instante escarba la tierra con el casco, trae las orejas bajas y un sudor sin causa conocida cubre su cuerpo; sudor frío que precede de cerca a la muerte; la piel se le pone seca y dura y resistente al tacto. Éstas son las señales de muerte que dan desde los primeros días; mas cuando empieza a encrudecer la peste, entonces se les arden los ojos; exhalan de lo más hondo del pecho el aliento, intercalado con sordos gemidos; dilátanseles los ijares con recios sollozos; una sangre negra les mana de la nariz y la seca y rígida lengua les oprime las hinchadas fauces. Entonces pareció provechoso echarles vino en la boca con un cuerno, como el solo remedio posible, pero esto mismo les aceleraba la muerte; reanimados un momento, ardían en mayor furia que antes y morían despedazándose a sí mismos con los dientes. Dad, ¡oh dioses!, mejor fortuna a los buenos y reservad esos tormentos a nuestros enemigos. Y he aquí que, respirando fuego bajo la dura reja, se deja caer el toro vomitando espumosa sangre y da las últimas boqueadas, con lo que se retira del campo el angustiado labrador, desuncido ya el otro toro, pesaroso de la muerte de su compañero, y deja hincado en el surco el arado a la mitad de su tarea. Nada ya basta a alegrar a los toros, ni las sombras de los altos bosques, ni los herbosos prados, ni los ríos que entre peñascos se precipitan a la llanura, más tersos que el ámbar; se les descarnan los lomos, un inerte estupor pesa sobre sus ojos y su cerviz se doblega hacia el suelo por su propio peso. ¿Qué les valen sus trabajos ni los beneficios que les debemos? ¿Qué el haber revuelto con la reja las duras tierras? Pues a fe que no causaron su mal los másicos dones de Baco ni las mesas copiosamente servidas; hojas de los árboles y humildes hierbas son su sustento; su bebida, las líquidas fuentes y las aguas de los ríos batidas entre guijas, ni les quebrantan cuidados el saludable sueño.

Es fama que habiéndose por entonces buscado vanamente en aquellas comarcas bueyes para llevar ofrendas a Juno, hubo que conducirlas en un carro tirado por dos búfalos desiguales. Viose así a los hombres reducidos a arar la tierra con la azada y a hacer la siembra con sus propias uñas y a uncirse resignados a los rechinantes carros para arrastrar los por los altos montes. No tiende ya el lobo sus asechanzas alrededor de las majadas ni ronda por las noches los rebaños; otro afán más acerbo doma sus feroces instintos. Ya los tímidos gamos y los ciervos corredores andan mezclados con los perros y por en medio de las alquerías; ya las olas arrojan a la playa, como cuerpos náufragos, toda clase de peces, hijos del inmenso mar; huyen las focas por los ríos desconocidos para ellas; hasta la víbora muere en sus tortuosas cavidades, que no bastan a defenderla, y también la hidra, atónita entre sus erizadas escamas. Para las mismas aves es mortal el aire, y desplomadas desde las altas nubes, pierden la vida.

A más de esto, de nada aprovecha ya mudar los pastos a los ganados, antes les dañan los mismos remedios que se emplean; danse por vencidos los maestros de la ciencia Quirón, hijo de Filira, y Melampo, hijo de Amitaón. La pálida Tisifone, vomitada de las tinieblas estigias, ejerce sus estragos a la luz del sol, y empujando delante de sí a las enfermedades y al miedo, de día en día levanta más altiva su insaciable cabeza. En las secas orillas de los ríos y en los enhiestos collados resuenan el continuo balar de las ovejas y los bramidos de los toros; manadas enteras mueren de la peste, y hasta en los mismos establos se hacinan los cadáveres destrozados con la horrible infección, hasta que se hace forzoso cubrirlos de tierra y sepultarlos en hoyas, porque ni sus pieles pueden servir para nada, ni hay medio de desinficionar sus carnes ni con agua ni con fuego, ni siquiera es dable aprovechar sus vellones, carcomidos por la podredumbre, ni aun tocar con la mano aquellas lanas corrompidas. Si alguno probaba a vestirse con aquellos repugnantes despojos, al punto se le cubría el cuerpo de ardientes postillas y de un sudor pestífero, y al poco tiempo un misterioso fuego devoraba sus apestados miembros.