Geórgicas (trad. Ochoa): Libro IV
[Trata este libro únicamente de la cría de las abejas, de sus costumbres y modo de vivir en maravillosa sociedad, de sus batallas y de las enfermedades a que están sujetas, y por último, de los medios que se emplean para reparar los enjambres, con cuya ocasión refiere la bellísima fábula de Aristeo, a que se enlaza la de los amores y trágico fin de Orfeo y Eurídice.]
Ahora voy a proseguir cantando el celestial donde la aérea miel. Atiende también, ¡oh Mecenas!, a esta parte de mi obra, en que diré asombrosos espectáculos de cosas pequeñas, magnánimos caudillos, y referiré por su orden las costumbres, los afanes de todo un linaje de seres, sus especies, sus batallas. De poco momento es la empresa, mas no la gloria que me resultará de ella, si a alguno se la consienten los númenes adversos y me oye el invocado Apolo.
Lo primero es buscar un lugar acomodado para las abejas, en que ni penetren los vientos (porque los vientos les impiden llevar el sustento a la colmena) ni vayan las ovejas y los retozones cabritillos a pisotear las flores, ni la becerra errante por los prados sacuda el rocío de las lozanas hierbas y las tronche y marchite. Lejos estén también de las abundosas colmenas los jaspeados lagartos, los abejarucos y los otros pájaros, y Progne, señalada en el pecho por sus propias ensangrentadas manos, pues talan cuanto los rodea, y a las mismas abejas cuando van volando se las llevan en el pico para servir de sabroso pasto a sus crueles nidadas. Mas haya allí cristalinas fuentes y estanques cubiertos de musgo y un arroyuelo que se deslice entre la hierba, y haga sombra al colmenar una palma o un corpulento acebuche para que cuando a la primavera de su nacimiento los nuevos reyes saquen nuevos enjambres y salgan de los panales revoloteando las tiernas crías, las brinde a guarecerse del calor la cercana orilla, y frontero el árbol les prevenga frondoso hospedaje. Ya esté estancada, ya sea corriente el agua, echa sobre ella ramas de sauce atravesadas y grandes piedras, a fin de que puedan posarse en aquellos continuos puentes y abrir sus alas al estivo sol, bien cuando rezaga das las dispersa el euro, bien cuando las precipita en las aguas. Florezcan en contorno las verdes alhucemas, el oloroso serpol y gran copia de muy fragante ajedrea; abunden también allí las violetas con el mucho riego. En cuanto a las colmenas, ya las formes de cortezas labradas, ya de flexibles mimbres entretejidos, disponles angostas piqueras, porque el invierno con sus fríos endurece la miel y el gran calor la derrite. Ambos extremos son igualmente temibles para las abejas; no en vano tapan ellas en sus moradas con cera todas las rendijas, rellenando cualquier abertura con zumo de liquen y flores, para lo cual también recogen y guardan una liga más tenaz que la goma y la pez del frigio Ida. Muchas veces, si no miente la fama, establecen su vivienda en hoyos bajo de tierra, y aun algunas se han hallado en las hondas grietas de las peñas y en las cavidades de los carcomidos troncos. Tú, empero, baña por fuera de blando barro las porosas colmenas y extiende por cima algunas pocas ramas; no consientas que cerca de ellas haya ningún tejo ni que allí cuezan a la lumbre rojos cangrejos; guárdalas también de las hondas lagunas y de los sitios en que trasciende el cieno, y de aquellos en que resuenan las cóncavas peñas batidas del viento y expiden una adulterada semejanza de la voz.
Réstame añadir que tan luego como el dorado sol impele al invierno a la opuesta parte de la tierra y abre los cielos con su luz estiva empiezan las abejas a discurrir por el monte y las selvas, donde chupan las purpúreas flores y liban ligeras la superficie de las aguas. Con esto, regocijadas por no se cuál dulcedumbre, se dan a cuidar amorosamente su prole y sus celdillas; con esto labran artificiosamente la blanda cera y forman la consistente miel. Cuando en verano vieres un enjambre recién salido de su colmena, que surcando el sereno éter se levanta al firmamento, y te maravilles de cómo se mece en las auras formando una densa nube, obsérvalo bien; siempre las abejas van a buscar aguas dulces y frondosas moradas; entonces, lo que debes hacer es desparramar por el sitio a que se dirigen las hierbas cuyo sabor apetecen, la melisa majada y la grama común de cerinto, y a más haz alrededor ruido de metales y bate los címbalos de la madre Cibeles. Ellas de por sí acudirán al sitio que de esta suerte les hayas aderezado; ellas por su propio instinto irán a albergarse en lo interior de las colmenas.
Mas si su salida fuere para darse batalla (pues muchas veces acontece suscitarse discordia con grande ímpetu entre dos reyes en un enjambre), al punto te lo harán conocer la efervescencia de la muchedumbre y sus guerreros ademanes; el estrépito marcial de una especie de ronco bronce aguija a las morosas, y se oye una voz que imita los quebrantados sonidos de las trompetas. Entonces se agrupan en tumulto, despliegan sus brillantes alas, afilan sus aguijones y aprestan los brazos a la lid, y apiñándose en derredor de su rey, junto a sus mismos reales, provocan al enemigo con grandes clamores. Así, no bien nacen para gozar de la serena primavera y de los dilatados campos, salen en tropel de sus colmenas; trábase la lid, zumba el alto éter, revuélvense unas con otras, formando un gran pelotón, de que muchas ruedan precipitadas. No cae más denso el granizo por el aire ni llueven en mayor número las bellotas de la vareada encina. Por en medio de sus huestes discurren los dos reyes con sus brillantes alas, abrigando en pequeño pecho ánimo grande, empeñados en no ceder hasta que el fiero vencedor obliga a estos o a aquellos a volver la espalda en la fuga. Todas estas iras y estas grandes batallas se sosiegan y acaban en un punto con solo tirar al aire un puñado de tierra.
Mas tan luego como hayas sacado de la lid a los dos caudillos, mata al que te hubiere parecido peor, a fin de que no dañe al enjambre aquella boca inútil, y deja que el mejor reine solo en la recién desocupada colmena. Es éste de un color encendido, salpicado de manchas de oro (pues los hay de dos especies); es también más hermoso y está cubierto de rutilantes escamas; el otro es feo y flojo y arrastra sin gloria un enorme vientre. Así como hay dos especies de reyes, así las hay también de abejas; unas son feas, del color de la tierra, que escupe la reseca boca del sediento caminante cubierto de polvo; las otras son muy hermosas y relucen como el oro; todo su cuerpo está salpicado de pintas iguales. Esta casta es la que más aprovecha, de esta obtendrás en determinada época del año dulce miel, y más que dulce, limpia y a propósito para corregir la aspereza del vino.
Cuando tus enjambres anden revoloteando sin concierto y como indecisos por el aire, y descuidados de los panales, desamparen las frías colmenas, impídeles que se distraigan en esos vanos solaces. No te costará mucho trabajo impedírselo; arranca las alas a los reyes; retenidos estos en la colmena, nadie será osado a remontar el vuelo ni a arrancar las enseñas de los reales. Cuida de que tus fragantes huertos atraigan a las abejas con sus purpúreas flores y de que vigilante Príapo, dios del Helesponto, las guarde de los ladrones y de los pájaros con su hoz de sauce. El que verdaderamente ponga empeño en criar enjambres, es preciso que por sí mismo plante todo en derredor de las colmenas tomillos y pinos traídos de los altos montes; es preciso que en esta dura faena se cuarteen sus manos y que él mismo por sí hinque en tierra las feraces plantas y las fecunde con abundosos riegos. A la verdad que si ya no fuese recogiendo velas, casi al fin de mis trabajos, y no me apremiase el afán de enderezar la proa a tierra, acaso cantaría el arte con que se cultivan y hermosean los fértiles huertos y diría los rosales de Pesto, que florecen dos veces al año; cómo las endibias se regocijan con las corrientes aguas que las riegan, cómo verdean las márgenes cubiertas de apio y cómo crece tortuoso entre la hierba el panzudo cohombro, ni callaría el narciso tardío en florecer, ni los tallos del flexible acanto, ni las pálidas hiedras, ni los mirtos amigos de las riberas. Acuérdome de haber visto, al pie de las altas torres de Obalia, cuyas rubias campiñas riega el negro Galeso, un anciano de Coricia que poseía unas pocas yugadas de un campo abandonado; campo que ni era fértil para pastos de vacadas o de ganado menor ni propicio para viñedo. Allí, sin embargo, cultivando entre los matorrales algunas hortalizas, rodeadas de blancos lirios, de verbenas y de sabrosa adormidera, considerábase igual en riquezas a los reyes, y al tornar a su casa por la noche, cubría su mesa de manjares no comprados. Él era el primero que cogía rosas en primavera y frutas en otoño, y cuando el triste invierno con sus fríos quebrantaba hasta las peñas y atajaba con sus carámbanos la corriente de las aguas, ya empezaba él a podar las ramas del blanco jacinto, motejando al verano de tardío y de perezosos a los céfiros. Sus colmenares eran los primeros que daban fecundos enjambres; él era el primero que sacaba de los exprimidos panales espumosa miel, porque criaba para sus abejas tilos y jugosos pinos; cuantas eran las flores de que se vestían sus árboles en primavera, tantos eran los sazonados frutos que cogía en otoño. Él sabía trasplantar en hileras los olmos ya crecidos, los perales ya duros, los espinos ya cargados de la ciruela injerta y los plátanos, ya bastante hojosos para dar sombra a los bebedores. Pero conozco que me salgo de los rigurosos límites de mi argumento; quédense estas cosas para que otros las celebren después de mí. Ahora voy a hablar de las propiedades de las abejas, que les infundió el mismo Júpiter en premio de haber sustentado a aquel rey del cielo en la cueva Dictea, atraídas por los canoros sones y los batidos címbalos de los Curetes. Las abejas son las únicas que tienen hijos comunes, que viven en sociedad y se rigen por admirables leyes; las únicas que tienen patria y penates fijos; las únicas que, previsoras del venidero invierno, trabajan en verano y previenen repuesto en el centro de sus colmenas. Unas proveen al preciso sustento, y en virtud de esta obligación, salen a trabajar al campo; otras, en lo interior de las colmenas, asientan los primeros cimientos de los panales con el zumo del narciso y el viscoso gluten de las cortezas, de donde suspenden la consistente cera; otras sacan las crías, esperanza de la especie; otras labran la pura miel y bañan con aquel líquido nectar las celdillas. Hay algunas a quienes toca en suerte guardar la piquera, en cuyo cuidado alternan con el de observar las lluvias y los nublados, o recibir la carga de las que llegan, o rechazar en ordenada hueste a la holgazana turba de los zánganos. Hierve la faena; la fragante miel exhala vivos aromas de tomillo. Como los cíclopes, cuando forjan rayos con derretido hierro, unos soplan las fraguas con fuelles de piel de toro, otros templan en las aguas de un lago el rechinante metal; gime el Etna con el estruendo de los martillados yunques. Ellos alternadamente y a compás levantan los brazos con poderoso empuje y con la recia tenaza voltean el amasado hierro; no de otra suerte, si es lícito comparar las cosas pequeñas con las grandes, una ingénita afición a poseer compele a las cecropias abejas a ejercer cada cual su oficio. A las de más edad corresponde el cuidado de la colmena, fortalecer los panales y fabricar las celdillas con artificio digno de Dédalo, tornan cansadas las más jóvenes, ya muy entrada la noche, cargados de tomillo los pies; las plantas de que indistintamente se apacientan son las flores del madroño y las de los verdes sauces, la casia, el amarillo azafrán, la untuosa tila y el morado jacinto. Uno es para todas el descanso, uno para todas el trabajo. A la mañana salen en tropel por la piquera y no paran ni un punto, y cuando a la tarde el véspero las inclina a dejar las florestas y sus pastos, vuelven a su colmena y atienden al reparo de sus cuerpos. Primero zumban y revolotean alrededor de la piquera; luego, recogidas en sus celdillas, están calladas toda la noche, y el necesario sueño se apodera de sus cansados miembros. Nunca se apartan mucho de la colmena cuando llueve ni fían en la serenidad del cielo cuando soplan los euros; antes, guarecidas por las paredes de su reducida ciudad, van a beber por allí cerca y solo se aventuran a breves correrías; a veces cogen chinitas, y a la manera que se lastran las barcas batidas por las olas, se sostienen con ellas en equilibrio sobre las vanas nieblas. Es cosa que maravilla en las abejas, que ni son dadas al amoroso ayuntamiento, ni con él debilitan sus cuerpos, ni paren con esfuerzo; antes con la boca ellas mismas sacan de las hojas y de las suaves hierbas sus hijuelos, y de esta suerte, sin ajeno auxilio, se proveen de su rey y de sus diminutos ciudadanos y reconstruyen sus celdillas y su imperio de cera. Muchas veces les acontece en sus excursiones romperse las alas contra las duras peñas y sucumbir de grado bajo el peso de su carga; ¡a tanto las mueve el cariño a las flores y la gloria de producir miel!
Así, aunque es breve el término de su vida (pues no pasa de siete años), su especie es inmortal y la fortuna de la colmena persevera muchos años, contándose en ella abuelos de abuelos. Además, ni el Egipto, ni la gran Lidia, ni los pueblos de los partos, ni la Media, que riega el Hidaspes, veneran tanto como ellas a sus reyes. Mientras les vive el rey están en perfecta concordia; una vez perdido, todo pacto queda roto y ellas mismas arrebatan su miel y destruyen los panales. Él vigila los trabajos; las abejas le admiran, le rodean zumbando y como agasajándole a porfía; a veces le levantan en hombros, le cubren con sus cuerpos en la guerra y tienen a gloria arrostrar la muerte por él.
Por estas señales y estos ejemplos han creído algunos que hay en las abejas como un reflejo de la divina mente y un espíritu celestial, por cuanto, estando difundido Dios por todas partes, en la tierra, en los espacios del mar y en el inmenso cielo, es fuerza que de él hayan tornado, al nacer, algún aliento vital todos los animales mayores y menores, y los hombres y todo el linaje de las fieras; a él han de volver, dicen, todos los seres animados después de disueltos, mas no para morir, sino para volar en vida a las estrellas y perpetuarse en el alto cielo.
Cuando te pareciere destapar la colmena, ya estrecha para su tesoro de guardada miel, rocíala primero con una bocanada de agua e introduce en ella con tu mano humo que ahuyente a las abejas. Dos veces al año se forman los panales, dos épocas hay en el año para hacer la cosecha: la una, cuando la pléyada Taigete descubre a la tierra su hermosa faz y rechaza con desdeñoso pie las aguas del Océano; la otra, cuando esa misma estrella, huyendo del lluvioso Piscis, baja ya más triste del cielo, en el invierno, a las ondas del mar. Son las abejas en extremo iracundas; cuando se las ofende, sus picaduras son venenosas, y dejando hincado en las venas el oculto aguijón, con la herida que hacen pierden la vida.
Si temes que el invierno ha de ser riguroso, no les quites toda la miel; déjales provisión para en adelante, y compadécete de sus quebrantados ánimos y de su miserable suerte. ¿Quién, en tal caso, titubeará en sahumar las colmenas con tomillo y quitarles la cera inútil? Pues muchas veces acontece que, escondido el lagarto, devora los panales, y que las celdillas se llenan de cucarachas enemigas de la luz, o bien el inútil zángano les roba a su sabor el sustento, o el fiero tábano las acomete con desiguales armas, o las daña de otra suerte la raza destructora de las polillas, o la araña, aborrecida de Minerva, suspende sus flojas redes delante de las piqueras. Cuanto más limpias se vean de tales enemigos, más se afanarán por restaurar las ruinas de su decaído linaje, y más llenarán sus celdillas, y con flores labrarán panales.
Mas si llegaren a enfermar (pues la vida de las abejas está sujeta a los mismos accidentes que la nuestra), por no dudosas señales podrás conocerlo. Las enfermas al momento mudan de color, horrible delgadez desfigura su aspecto; entonces sacan de las colmenas los cuerpos de las que ya no verán más la luz del día y les hacen tristes exequias. A veces se las ve suspendidas por los pies y trabadas entre sí junto a las piqueras, o bien se apiñan todas en lo interior de su cerrada vivienda, desfallecidas de hambre y entumecidas por el rigor del frío. Óyese a la sazón un rumor más sordo de lo acostumbrado y un continuado zumbar, semejante al del frío austro en las selvas, o al bramido de la mar revuelta con el flujo y reflujo de sus olas, o al violento crujir del fuego en los cerrados hornos. En tales casos, te aconsejo que sahumes tus colmenas con oloroso gálbano e introduzcas miel en ellas con canutos de caña, haciendo además todo lo posible con voces y ademanes por atraer a tus abejas enfermas hacia aquel usado alimento. También aprovecha mezclar con la miel zumo de agallas majadas, rosas secas, espeso arrope muy recocido, pasas psitias, tomillo ateniense y la fragante hierba centáurea. Hay también en los prados una flor a que los labradores han puesto el nombre de amelo, planta muy fácil de hallar, pues echa de un solo tallo multitud de ramas; la flor es de color de oro, pero debajo de las hojas, que en gran profusión se extienden en contorno, brilla el purpúreo matiz de la negra violeta. Muchas veces los altares de los dioses se decoran con guirnaldas de estas flores. Su sabor es desabrido; cógenla los pastores en los valles adonde llevan a pastar sus ganados y junto a las tortuosas corrientes del Mela. Haz cocer en vino generoso las raíces de esta planta y en llenos canastillos ponlas para alimento delante de las colmenas.
Mas, por si aconteciere que alguno perdiese de pronto todos sus enjambres sin quedarle casta de donde sacar nuevas crías, tiempo es ya de descubrirte el memorable invento del gran maestro de Arcadia, y de qué manera muchas veces ha producido abejas la sangre corrompida de los terneros muertos; voy a contar esta famosa historia, tomándola desde su primer origen. En aquella región donde los afortunados pueblos de Cánope Peleo cultivan los campos que riegan las aguas del Nilo, estancadas en ellos por frecuentes inundaciones, y dan la vuelta a sus heredades en pintadas falúas; hacia aquella parte por donde lindan con los persas, siempre ceñidos de la aljaba; allí donde fecunda al verde Egipto con sus negras arenas el río que baja desde el país de los atezados indios y se precipita en el mar por siete bocas, cífrase en esta invención el medio seguro de obtener abejas. Eligen primero un sitio estrecho y destinado a este solo uso; lo cubren con un tejado ligero y lo rodean de apretados tabiques, en los que abren cuatro ventanas a los cuatro vientos, por donde entre la luz oblicuamente. Búscase entonces un novillo de dos años, en cuya frente despunten ya dos corvas astas; a pesar de sus esfuerzos, se le quita el resuello, tapándole la nariz y la boca y matándole de esta suerte a golpes, se le difunden por el cuerpo las entrañas maceradas, quedándole la piel entera; así le dejan en la estancia cerrada, después de haber extendido debajo de su cuerpo pedazos de ramas, tomillo y alhucemas recién cortadas. Hácese esto en la estación en que empiezan los céfiros a agitar las olas, antes que se maticen las florestas con nuevos colores y suspenda su nido de las vigas la gárrula golondrina. Fermenta entre tanto en los tiernos huesos del novillo la tibia sangre, y de ella se ven brotar en maravillosa manera multitud de animalillos, primero faltos de pies; luego se revuelven unos con otros, haciendo ruido con las alas y probando cada vez más a levantarse por el aire sutil, hasta que al cabo arrancan a volar impetuosamente como aguacero de verano o como las saetas disparadas del arco cuando los ligeros partos acometen de improviso al enemigo.
¿Cuál dios, ¡oh Musas!, nos descubrió este gran secreto? ¿De dónde vino a los hombres este nuevo experimento?
El pastor Aristeo, huyendo de los vergeles que riega el Peneo, perdidas, según es fama, todas sus abejas por enfermedades y por hambre, sentose desolado junto a la fuente del sacro río, y entre muchos lamentos, dirigió a su madre estas palabras: "Madre mía Cirene, que moras en el fondo de esta corriente, ¿por qué, odioso a los Hados, me formaste de la preclara estirpe de los dioses, si es cierto, como dices, que el tímbreo Apolo es mi padre? ¿Adónde es ido el amor que me tenías? ¿Por qué me mandabas esperar un asiento en el cielo? He aquí que, siendo tú mi madre, tengo que abandonar hasta este mismo glorioso ejercicio de mi vida mortal, al que a costa de tantos afanes me avezaba la vigilante custodia de las mieses y de los ganados. Ea, pues, y tú misma con tus manos descuaja mis lozanas arboledas, lleva el enemigo incendio a mis majadas, destruye mis cosechas, quema mis sembrados, prevén la fuerte hacha para arrasar mis viñedos si tan enojosos te son mis títulos de gloria."
Oyó la madre estas palabras desde el fondo del profundo río, rodeada de sus ninfas Drinea, Xanto, Ligea, Filodoce, sueltas sobre los blancos cuellos las nítidas cabelleras, hilando vellones milesios retenidos de color de vidrio. Allí estaban también Nesea, Spio, Talía, Cimodoce, Cidipe y la rubia Lícoris; virgen aquella, esta había probado ya por primera vez los dolores de Lucina; y Clío y su hermana Béroe, hijas del Océano, ambas vestidas de oro y matizadas pieles; y Efira y Opis y Deyopea, hijas del lago Asia; y la veloz Aretusa, depuestas al fin sus saetas. En medio de ellas estaba Clímene recitando los inútiles celos de Vulcano, los ardides de Marte y sus dulces hurtos, y contando los innumerables amores de los dioses desde los tiempos del caos. Mientras, embelesadas con aquellos cantos, tuercen con los husos blandos copos; por segunda vez, los lamentos de Aristeo llegaron a oídos de su madre, y todas las Ninfas se quedaron suspensas en sus cristalinos asientos; pero, mas diligente que sus compañeras, sacó Aretusa por cima de las aguas su rubia cabeza, y mirando en torno, dijo de lejos: "No en vano, ¡oh Cirene, hermana mía! te sobrecogiste al oír aquellos tan grandes lamentos; tu propio hijo Aristeo, lo que más amas en el mundo, está llorando desconsolado junto a la corriente de nuestro padre Peneo, motejándote de cruel." Agitada de nuevos temores la madre al oír estas palabras: "Tráele, tráele pronto aquí con nosotras—exclamó—; derecho tiene a pisar los umbrales de los dioses"; y al mismo tiempo manda al profundo río que se desvíe para abrir paso al mancebo. Rodeáronle las ondas, aglomeradas a manera de monte, y recibiéndole en su vasto seno, le depositaron en el fondo del río. Iba el mancebo contemplando maravillado la morada de su madre y sus palacios cristalinos, los lagos encerrados en cavernas y las resonantes selvas; pasmado de aquel gran movimiento de las aguas, veía todos los ríos que corren por las diversas regiones de la dilatada tierra, el Faso y el Lico, y las fuentes de donde arrancan impetuosamente el profundo Enipeo y el padre Tíber, y aquellas de donde brotan los raudales del Anio y del Hípanis, que corre con estruendo entre peñascales, y el Caíco de Misia y el Erídano, que ostenta en su cabeza taurino dos cuernos de oro, y que es el río que con más violencia se precipita en el purpúreo mar por entre fértiles campiñas. Luego que llegó bajo los pendientes artesones de esponjosa piedra, con que estaba labrado el palacio de Cirene, y que ésta se hubo enterado de la vana aflicción de su hijo, empezaron las Ninfas, sus hermanas, a presentarle por su orden aguamanos y a traerle toallas de fino vellón, mientras otras cubren de manjares las mesas y llenan una y otra vez las copas; en tanto arden en los altares los inciensos panqueos. "Toma estas copas de vino meonio—dijo entonces Cirene a su hijo—; libémoslas en honor del Océano." Y al mismo tiempo dirige sus preces al Océano, padre de todas las cosas, y a las Ninfas sus hermanas, que guardan cien florestas, que guardan cien ríos. Tres veces roció con el líquido néctar la ardiente llama; tres veces la llama, un momento sofocada, rebotó hasta la alta techumbre. Confortado su espíritu con aquel presagio, dio principio en estos términos:
"En el fondo del mar Carpacio habita el cerúleo adivino Proteo, que recorre el inmenso piélago en un carro tirado por caballos marinos. Ahora está visitando los puertos de Ematia y Palene, su patria; nosotras las Ninfas, y el mismo anciano Nereo, le tenemos en gran veneración, porque sabe todas las cosas, las que son, las que han sido y las que han de ser. Así lo dispuso Neptuno, cuyos disformes rebaños y horribles focas apacienta en los abismos del mar. Lo primero que has de hacer, hijo mío, es apresarle con lazos para que te explique todo el origen de las enfermedades que padecen tus ganados y dé remedio para ella, porque, si no es por la fuerza, nada te enseñará ni esperes moverle a compasión con ruegos. Una vez cogido, sujétalo bien; así se quebrantarán al fin sus vanas artes. Yo misma, a la hora en que el sol inflama los ardores del mediodía, cuando las plantas desfallecen sedientas y es más grata la sombra al ganado, te conduciré al lugar repuesto donde acostumbra guarecerse el viejo, cansado de bregar con las ondas; así te será fácil acometerle dormido. Mas apenas hayas logrado asirle y amarrarle, se te mudará en varias especies y figuras de alimañas: ya de pronto se trocará en horrible jabalí o en fiero tigre, ya en escamoso dragón o en leona de roja cerviz, o producirá el áspero chirrido de la llama, y bajo esta forma, se saldrá de sus ligaduras o se te escurrirá de ellas convertido en sutiles aguas; pero cuantas veces más sean las figuras en que se te vaya mudando, tú, hijo mío, aprieta más y más sus prisiones, hasta que se torne tal cual le viste cuando empezaba a cerrar sus ojos el sueño."
Dice, y difunde un líquido olor de ambrosía, en que baña todo el cuerpo de su hijo, el cual exhala, con esto, de la bien peinada cabellera suaves aromas, y siente circular por todos sus miembros desusado vigor. Hay en la vertiente de un socavado monte una espaciosa caverna, donde, impelidas del viento, penetran de golpe abundantes olas y se dividen formando estrechos remansos; puerto segurísimo a veces para los marineros acosados de la tempestad y en el que suele encerrarse Proteo, resguardado detrás de un gran peñasco; allí la Ninfa colocó al mancebo en el sitio mas oscuro de la cueva, de modo que no le diera la luz; retirándose lejos ella rodeada de densas nieblas. Ya ardía el férvido sirio tostando a los sedientos indios, y el ígneo sol había devorado la mitad del espacio celeste. Yacían las plantas marchitas; secos los cauces de los ríos, los rayos del sol hacían hervir el barro de su hueco fondo requemado cuando Proteo se encaminaba desde las olas al acostumbrado retiro de su cueva; retozando en torno suyo los húmedos habitantes del vasto mar, esparcen a lo lejos un amargo rocío. Multitud de focas se tienden a dormir en la playa. Él, como suele el pastor en las montañas, a la hora en que el véspero llama a los ganados a recogerse de las dehesas a los rediles, y en que los balidos de los corderos aguzan el hambre de los lobos que los oyen, sentose en una peña en medio de su rebaño y empezó a contarle. Entonces Aristeo, aprovechando la ocasión, sin dar tiempo al viejo para entregar al sueño sus cansados miembros, arrójase sobre él con gran clamor, y ya tendido en el suelo, le sujeta las manos con esposas. No olvidado Proteo en tal trance de sus antiguas artes, se transforma en todo linaje de prodigios: ya en fuego, ya en espantosa alimaña, ya en corriente río; mas viendo que con ninguno de sus engaños halla la fuga, toma, vencido su primitiva forma, y habla finalmente así en figura de hombre: "¿Quién te ha mandado, temerario mancebo, venir a mi morada? ¿Que buscas aquí?" "Tú lo sabes, Proteo—respondió el mancebo—; bien lo sabes tú, pues que a ninguno es dado engañarte. Renuncia, pues, a resistirte; siguiendo los preceptos de los dioses, he venido a pedirte oráculos con que reparar mi perdida hacienda." No dijo más. Entonces, por fin, el vate, revolviendo con furia sus ardientes ojos, inflamados de verdinegro resplandor, lanzó un fiero bramido, y con estas palabras descubrió el secreto de los hados: "Un poderoso numen ejerce contra ti sus iras; expiando estás un gran delito; el desventurado Orfeo te suscita, con anuencia de los hados, estos trabajos, aun no tan graves como mereces, y venga cruelmente en ti el rapto de su esposa. Cuando la desdichada virgen condenada a morir huía de ti precipitadamente por las márgenes de los ríos, no vio entre la alta hierba, a sus pies, la hidra horrible que guardaba aquellas riberas. Los coros fraternales de las Dríadas llenaron con sus clamores las cumbres de los montes, lloraron las sierras Rodopeas, el alto Pangeo, la marcial tierra de Reso, los Getas, el Hebro y la ateniense Oritia. Él, consolando con la cítara su amorosa pena, a ti, solo a ti, dulce esposa, cantaba en la solitaria playa al rayar el día, al caer la noche; así llegó hasta las gargantas del Ténaro y las profundas bocas de Dite, y penetró hasta los negros y pavorosos bosques donde están los manes y el tremendo rey, y aquellos corazones que no saben ablandarse con humanos ruegos. Atraídas por sus cantos, iban saliendo de los abismos del Erebo las tenues sombras y los fantasmas de los muertos, tan numerosas como las aves que a bandadas se acogen entre las hojas de los árboles cuando la estrella de la tarde o la lluvia invernal las ahuyenta de los montes; madres, esposos, cuerpos exánimes de magnánimos héroes; niños, doncellas, mancebos arrojados en la hoguera funeral a la vista de sus padres, acudían así por entre el negro cieno y los disformes cañaverales del Cocito, retenidos y cercados por los nueve ramales en que se estancan las densas aguas de la odiosa laguna Estigia. Pasmáronse hasta el mismo averno y los hondos abismos del Leteo y las Euménides, crinadas de cerúleas serpientes; cesó en sus ladridos el trifauce Cerbero y se paró en el aire la rueda de Ixión. Ya se volvía Orfeo, esquivados estos peligros, y ya su recobrada Eurídice se encaminaba con él a las terrenas auras, siguiendo sus pisadas (pues con esta condición se la había devuelto Proserpina), cuando se apoderó del incauto amante un súbito frenesí, muy perdonable en verdad si supieran perdonar los espíritus infernales. Parose ya casi en los mismos límites de la tierra, y olvidado, ¡ay!, del pacto y vencido del amor, miró a su Eurídice; con esto fueron perdidos todos sus afanes y quedaron rotos los tratos del cruel tirano. Tres veces retumbaron con fragor los lagos del averno. Y ella: "¿Qué delirio, Orfeo mío—exclamó—; qué delirio me ha perdido, infeliz, y te ha perdido a ti? Ya por segunda vez me arrastran al abismo los crueles hados; ya el sueño de la muerte cubre mis llorosos ojos. ¡Adiós, adiós!, las profundas tinieblas que me rodean me arrastran consigo, mientras que, ya no tuya, ¡ay!, tiendo en vano hacia ti las débiles palmas." Dijo, y de pronto, cual leve humo impulsado por las auras, se desvaneció ante los ojos de su amante, que en vano pugnaba por asir la sombra fugitiva y decirle mil y mil cosas; no la volvió más a ver, ni el barquero del Orco consintió que otra vez pasase el mancebo la opuesta laguna. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir habiéndole sido por dos veces arrebatada su consorte? ¿Con qué llanto podría conmover a los dioses infernales, con qué palabras a los númenes celestes? En tanto Eurídice, yerta ya, iba bogando en la barca infernal por la laguna Estigia. Es fama que siete meses enteros pasó él llorando bajo una altísima peña a la margen del solitario Estrimón, y repitiendo sus desventuras en aquellas heladas cavernas, amansando a los tigres y arrastrando tras sí las selvas con sus cantos. No de otra suerte, la doliente Filomela lamenta entre las ramas de un álamo sus perdidos hijuelos, que, puesto en acecho, le robó del nido, implumes todavía, el despiadado labrador; llora ella toda la noche, y desde la rama en que se posa, repite sus lastimeros trinos, llenando los vecinos bosques con sus desoladas quejas. Así el mísero Orfeo: no hay ya amor, no hay ya himeneo que cautive su corazón; solo con su dolor recorría las heladas regiones hiperbóreas, el nevado Tanais y los campos del Rifeo, siempre cubiertos de escarchas, lamentando su arrebatada Eurídice y los vanos dones de Dite. Menospreciadas de él, por efecto de aquel tan grande amor, las mujeres de los Cicones despedazaron al mancebo en medio de los sacrificios de los dioses y de las nocturnas orgías de Baco y esparcieron sus miembros por los campos, y aun cuando ya el Hebro eagrio arrastraba entre sus ondas su cabeza, arrancada del alabastrino cuello, todavía su voz, todavía su helada lengua iba clamando con desfallecido aliento: ¡Oh Eurídice, oh mísera Eurídice!, y ¡Eurídice, Eurídice! repetían en toda su extensión las márgenes del río." Esto dijo Proteo, y de un salto se precipitó en el profundo mar, arremolinando con la cabeza, en su caída, las espumantes olas. Acudió entonces Cirene, y dirigiéndose a su atemorizado hijo:
"Ahuyenta del pecho—le dijo—tus tristes cuidados. Ya has oído los motivos de la peste que ha destruido tus ganados; por eso, las Ninfas, con quienes Eurídice entonaba coros en las profundas selvas, causaron la miserable destrucción de tus abejas. Tú ahora, suplicante, ve a llevarles ofrendas y a venerarlas implorando paz; las Napeas son fáciles de aplacar, y sin duda aceptarán tus votos y depondrán sus iras; mas antes quiero decirte en qué manera has de invocar su auxilio. Elige cuatro excelentes toros, los más hermosos entre todos los tuyos, que ahora están pastando en las cumbres del verde Liceo, y otras tantas novillas, cuya cerviz no haya aún tocado la coyunda; levanta en los altos templos de las diosas cuatro altares, degüella en ellos las víctimas y ofréceles su sangre en holocausto, dejando los cuerpos abandonados en la umbrosa floresta. Luego, cuando pasados nueve días empiece a rayar la aurora, ofrece en sacrificio a Orfeo adormideras Leteas, da culto a Eurídice, inmolando para aplacar sus manes una becerra; inmola también una oveja negra, y vuelve luego a la selva."
Cumplió al punto el mancebo los mandatos de su madre. Fue a los templos de las Ninfas, levantó los altares que le había prevenido y llevó a ellos cuatro hermosísimos toros y otras tantas novillas, cuya cerviz no había aún tocado la coyunda; luego, cuando al noveno día empezaba a rayar la aurora, ofreció el sacrificio a Orfeo y volvió a la selva.
Entonces, de pronto, contemplaron sus ojos una indecible maravilla: en todas aquellas entrañas corrompidas, en lo interior de todas aquellas reses muertas, zumban innumerables abejas, hierven en las rotas costillas y se remontan por el aire, formando inmensas nubes; luego van a posarse en la copa de un árbol y se suspenden como racimos de las flexibles ramas.
Estas cosas cantaba yo sobre el cultivo de los campos, de los ganados y de los árboles, mientras el gran Cesar esgrimía el rayo de la guerra en las orillas del hondo Éufrates, dictaba vencedor sus leyes a los pueblos domeñados y se abría el camino del Olimpo. Sustentábame por entonces en su regazo la dulce Parténope, a mí, Virgilio, que, dedicando la flor de mi juventud a oscuros solaces, forjé con la ufanía propia de los pocos años, versos pastoriles, y te canté, ¡oh Títiro!, tendido a la sombra de una frondosa haya.