Informe Conadep: 006
Incursión de los secuestradores o «patota» en los domicilios. Nocturnidad. Anonimato
[editar]Con la intempestiva irrupción del grupo a cargo del secuestro comenzaba el primer acto del drama que envolvería tanto a las víctimas directas como a los familiares afectados. De éstos y de otros miles de testimonios que están en los archivos de la CONADEP, deducimos que dentro de la metodología del secuestro como forma de detención, los operativos se realizaban a altas horas de la noche o de la madrugada, generalmente en días cercanos al fin de semana, asegurándose así un lapso antes de que los familiares pudieran actuar.
Generalmente, en el domicilio irrumpía una «patota» o grupo integrado por cinco o seis individuos. A veces intervenían varios grupos, alcanzando hasta 50 personas en algunos casos especiales.
Los integrantes de la «patota» iban siempre provistos de un voluminoso arsenal, absolutamente desproporcionado respecto de la supuesta peligrosidad de sus víctimas. Con armas cortas y largas amedrentaban tanto a éstas como a sus familiares y vecinos. Previo al arribo de la «patota», solía producirse en algunos casos el «apagón» o corte del suministro eléctrico en la zona en que se iba a realizar el operativo.
La cantidad de vehículos que intervenían variaba, ya que en algunos casos empleaban varios autos particulares (generalmente sin chapa patente); en otros contaban con el apoyo de fuerzas regulares, las que podían estar uniformadas, en camiones o camionetas identificables como pertenecientes a alguna de las tres fuerzas y, en algunos casos, helicópteros que sobrevolaban la zona del domicilio de las víctimas.
La intimidación y el terror no sólo apuntaban a inmovilizar a las víctimas en su capacidad de respuesta ante la agresión. Estaban dirigidos también a lograr el mismo propósito entre el vecindario. Así, en muchos casos, se interrumpió el tráfico, se cortó el suministro eléctrico, se utilizaron megáfonos, reflectores, bombas, granadas, en desproporción con las necesidades del operativo.
En el legajo N° 3860, obra la denuncia de la desaparición de Alberto Santiago Burnichon, en las siguientes circunstancias: «El 24 de marzo de 1976, a la 0.30 hs., penetraron por la fuerza en nuestro domicilio de Villa Rivera Indarte, en la provincia de Córdoba, personas uniformadas, con armas largas, quienes se identificaron como del Ejército junto con personas jóvenes vestidas con ropas deportivas. Nos encañonaron y comenzaron a robar libros, objetos de arte, vinos, etc., que fueron llevados al exterior por los hombres uniformados. No hablaban entre ellos sino que se comunicaban mediante chasquidos de los dedos. El saqueo duró más de dos horas; previamente se produjo un apagón en las calles cercanas a nuestro domicilio. Mi esposo, que era gremialista, mi hijo David y yo fuimos secuestrados. Yo fui liberada al día siguiente, luego lo fue mi hijo, quien estuvo detenido en el Campo "La Ribera". Nuestra casa quedó totalmente destruida. El cadáver de mi esposo fue hallado con siete impactos de bala en la garganta.»
Lucio Ramón Pérez, Temperley - Pcia. de Buenos Aires (Legajo N° 1919), relata del siguiente modo el secuestro de su hermano: «El 9 de noviembre de 1976 fue secuestrado mi hermano. Estaba descansando en compañía de su esposa y de su higo de 5 años, cuando a las 2 de la madrugada fueron despertados por una fuerte explosión. Mi hermano se levantó, abrió la puerta y vio a cuatro sujetos que saltaban por el cerco.
Vestían de civil, uno con bigotes y turbante (pullóver arrollado en la cabeza) y llevaban armas largas. Tres de ellos entraron al departamento y obligaron a mi cuñada a cubrirse los ojos y le dijeron al nene que cerrara los ojos. Los vecinos dicen que mi hermano fue alzado de los hombros por dos sujetos e introducido en un Ford Falcon. Eso es lo último que supe de él. También dicen que había varios coches y una camioneta; muchos sujetos estaban detrás de los árboles con armas largas. Habían interrumpido el tránsito y un helicóptero sobrevolaba la casa.»
Las «patotas» efectuaban los operativos de secuestro a cara descubierta. En la Capital Federal y en otros grandes centros urbanos, su anonimato estaba garantizado por los millones de rostros de la ciudad.
En las provincias, donde su identificación era más probable dado que alguno de los secuestradores podía ser vecino de la víctima, debían disimular sus facciones. Es así que se presentaban usando pasamontañas, capuchas, pelucas, bigotes postizos, anteojos, etc.
En el único lugar donde esta regla no se cumplió totalmente fue en la provincia de Tucumán, donde el aparato represor actuaba con la mayor impunidad, y la población se hallaba más indefensa y expuesta a su acción.
María Angélica Batallan, provincia de Tucumán (Legajo N° 5794) relata del siguiente modo el secuestro de su hijo Juan de Dios Gómez: «El 10 de agosto de 1976, a las 6 de la tarde un grupo de militares al mando del Tte. Flores que andaban en una camioneta, detuvieron a mi hijo en el Ingenio Santa Lucía, en la despensa donde trabajaba. Después me lo trajeron para la casa, ahí nos amenazaron a mí y al padre. Revisaron todo. Después se fueron con mi hijo y no tuvimos más noticias de él».