La corona de fuego: 03
Capítulo II - Una batida de monte
[editar]- ¿A qué tan estrambótica locura?...
- Venid, venid conmigo,
- Ved la senda que sigo
- En esta noche oscura:
- Nos darán esos bosques grato abrigo.
Constanza observaba una tarde, desde la última plataforma cubierta del castillo y a través de la especie de persiana formada por el enlace de los barrotes de bronce del antepecho, el pintoresco cuadro que dominara aquella altura, lo contemplaba con una ansiedad febril e imponente, devorada, tal vez, por una secreta inquietud.
El sol replegaba sus postreros rayos, inflamando el cielo de occidente con un matiz granate y púrpura: mientras bosquejaba en otros puntos celajes cobrizos y azafranados rasgos, iluminados caprichosamente, mediante una degradación inimitable de tintas que iban degenerando en un azul opaco y ceniciento.
La joven veía acercarse el crepúsculo con sus tintas fantásticas y sus vagas creaciones, vaporosas e indefinibles, el horizonte condensado por la luminosa niebla de occidente, y los valles, colinas y barrancos, esas caprichosas exuberancias del terreno que destacaban sus formas irregulares, salpicadas de manchas verdinegras y confundidas en las medias tintas del crepúsculo.
Aquel día se habían presentado varios colonos del castillo en solicitud de que se les perdonase alguna parte de las rentas devengadas aquel año por la baronesa, con motivo de la pérdida de las cosechas que generalmente se experimentara, principalmente en los secanos.
Constanza, por un rasgo ejemplar y que formara la excepción entre aquella clase de hidalgos territoriales, había puesto su sello condal de aprobación a aquellas demandas tan fundadas y equitativas, ofreciendo de hecho una rebaja proporcional que conciliase en lo posible sus derechos con los intereses de aquellos pobres vasallos, si bien bajo una condición precisa, cuya revelación se reservó por entonces, aplazándola para la noche inmediata al oscurecer, en que debían concurrir aquellos, armados de cualquier suerte y montados en sus respectivas cabalgaduras, reuniéndose en el patio principal del castillo.
Aunque nadie puso en duda que se trataba de una empresa original y descabellada, de esas que tan a menudo cometiera la joven baronesa, todos, sin embargo, perdíanse en conjeturas acerca del misterioso objeto de aquella consigna. No faltó quien sospechara que iba a comprometerles en alguna imprudente y temeraria asonada con cualquier estado vecino, provocando una acción guerrera o por medio de un golpe de sorpresa secretamente manejado, a fin de posesionarse de grado o por fuerza de una fortaleza cualquiera.
Con todo, aun a trueque de arrostrar las más delicadas eventualidades, todos fueron puntuales a la cita; y la castellana, orgullosa de su prestigio, les veía llegar en turbas pacíficas montados en jumentos, mulos y hacaneas y grotescamente armados.
El aspecto de aquella pequeña tropa producía un golpe de vista extraño, con sus abigarrados trajes, sus cabalgaduras ridículamente encaparazonadas y sus peones rústicos, sucios y derrengados, tremolando sencillas banderolas.
Algunos de ellos vestían trajes completos de papel de diversos colores, sobrepuestos a los zaragüelles morunos, polainas y abarcas de cuero hervido, carátulas grasientas de tela embadurnada para precaverse de los insectos, cuyas picaduras en este país es lancinante a ciertas horas, y capellinas gallegas con caireles, rematadas en espiral.
Otros iban envueltos en sus tabardos y en sus holgadas vestas, especie de hopalandas informes y embarazosas, llevando a la cabeza un casquete forrado de azul con carrilleras y sobrebarba de metal, cimerados mitológicamente a la romana, y por cuya parte inferior asomaba con negligencia algún mechón de cabellos rebeldes, mientras que otros, en fin, remedaban la proverbial chamberga, con sus sombreros de ala oblicua o pronunciada, plumaje de rizada espumilla de seda y justillos de lana sobre botas de cuero de loba.
En cuanto a sus armas, era una mezcla heterogénea y confusa de mazas, picas, hondas, arcos y rodelas cubiertas de orín la mayor parte, y que solían manejar algunos con singular destreza.
Todo este concurso llenaba ya el patio del castillo, cuando las sombras de la noche extendían sus velos sombríos y borraban los accidentes selváticos del paisaje. Su impaciencia cesó, luego que Constanza, por conducto del mayordomo Fromoso, les anunció que iban a dar, lo que entonces llamaban en términos técnicos de cetrería, una batida mayor nocturna.
En efecto, la joven baronesa, que había esperado desde su mirador que estuviese reunida aquella porción de villanos, bajaba a la pieza de tocador, y salía luego montada en una yegua andaluza con gualdrapas y caparazón de lujosa hechura, jaeces africanos de seda, bridas de hilo dorado y collares de cascabeles de plata.
Era gentil y airosa su apostura, y bizarro su porte: sobre un calzoncillo de punto llevaba una media falda de elegantes y sedosos pliegues figurando pequeños pabellones u ondas de trasparente tul cogidos con rapacejos de oro, y cuya cola prolongábase graciosamente, dejando ver, con las ondulaciones del viento, una pierna, a la que el puritanismo anatómico del artista pidiera en vano una perfección, con su leve y diminuto pie que asomaba por la orla del vestido, envuelto en un laberinto de bordados y gasas; una chaquetilla de raso con corpiño escotado de terciopelo negro ceñía su flexible y ondulante traje, del cual brotaba un cuello de alabastro entre una profusión de encajes como el tallo de la azucena, dejando ver los contornos de sus formas divinamente redondeados; un sombrerillo pastoral de paja cubría su virginal cabeza, de la cual descendían en simétricos hueles sus profusos cabellos blondos y perfumados que flotaban sobre aquellas formas tan seductoras perfectamente modeladas.
Un arco de doble alcance y una aljaba o carcaj lleno de flechas pendían de la espalda de aquella hermosura, que tan presto daba a sus movimientos todo el marcial lenguaje de amazona, como la seducción de la cazadora Diana.
En pos de ella salió la otra dama de que hemos hablado ya, que la servía en clase de camarera y confidente, llamada Elvira de Monferrato, y cuyo origen era un verdadero misterio. Estaba hermosa aun en medio de su habitual palidez, que por cierto la hacía aun más interesante y aumentaba el tesoro de sus atractivos.
Montaba un fogoso potro cordobés que piafaba impaciente y caracoleaba en el patio, haciendo resonar con sus callos de acero el sonoro pavimento empedrado de guijarros. Por un capricho singular que se atribuyó desde luego a Constanza, la hermosa camarera vestía de doncel, armado al estilo gótico, con su espadón recto de tres filos acanalados, casco cerrado, cota de acero a escamas y embrazado su gran broquel de umbilical, que despedía brillantes relumbrones cuando los rayos del sol, de la luna o de las teas resbalaban, quebrándose en su bruñida superficie acerada.
Esta joven y encantadora pareja se colocó al frente de aquella multitud de villanos, orgullosos por tan alto honor. Un grito entusiasta y sostenido de ovación general resonó en los aires, y todos se pusieron en marcha al punto.
Una jauría de hambrientos perros salía al propio tiempo impetuosamente del castillo y lanzáronse a la carrera, precediendo siempre a la cabalgata, que en el mayor bullicio seguía gozosa a su buena señorita.