Los lunares de mi prima
LOS LUNARES DE MI PRIMA
La historia de los únicos amores serios que he tenido, es algo que siempre he deseado contar y que hasta hoy no lo he hecho esperando que abandonara la tierra, aquella que debió ser mi compañera.
Hoy que eso ha sucedido, quiero confiar al papel lo que solo durante tantos años ha guardado mi memoria.
Nunca me acuerdo de la época en que hube de casarme con mi linda prima Margarita, sin que se erize el cabello.
Si no hubiera sido la indiscreción de Pedro, el gallego sirviente que desde hacía tres años tenía mi tío Cipriano, indudablemente yo sería a la fecha un honrado padre de familia y no un solteron calavera que pasea continuamente del brazo con el fastidio.
Sin embargo, le agradezco al pobre gallego el servicio que me hizo, impidiéndome que con el tiempo llegara a ser uno de esos que llevan lo que todos ven menos ellos.
Al cumplir los veinte y cuatro años y recibir mi título de escribano, me encontré solo en el mundo; sentí la nostalgia del hogar; quise hacerme una familia, hablando claro.
Entonces me fijé en mi prima Margarita, cuyo padre había sido tan bueno para mí.
Noté que era una real moza y me expliqué recién la causa porque me daba rabia cuando sabía que alguno la festejaba o le hacía monerías que yo siempre encontraba estúpidas.
Era una morochita rosada, dueña de unos ojos negros, pestañudos y más llenos de promesas que boca de un candidato presidencial, y de un cuerpo, un aire, un modo de caminar y un lunar sobre la boca, un poco a la izquierda de la nariz, que eran verdaderamente enloquecedores.
¡Y luego aquel pelito corto que usaba y le daba un aire tan calavera!
Traté de entenderme con ella y a poco andar lo conseguí, máxime cuando mi pobre tío Cipriano hacía tiempo que me tenía echado el ojo para yerno.
Obtenido el consentimiento de los tíos de hacer de su hija mi compañera y previo el beneplácito de ésta que, entre paréntesis, lo concedió no bien lo solicité, me entregué con todo ardor a ser un perfecto novio.
La madrugada ya me encontraba vestido para asistir a la misma misa que ella, un pretexto como otro cualquiera que teníamos, para asestarnos miradas matadoras en las cuales creíamos envolver poemas de amor sublime.
Más tarde venía el almuerzo en su casa, al cual era infaltable, y en el que siempre tenía la suerte de quedar sentado al lado de mi prima Margarita y enfrente a su lunar, a aquel pequeño puntito, negro que daba a su fisonomía un aire tan picarezco.
Luego un pretexto u otro, me llevaba a su casa cada media hora ¡había llegado a ser para mi una especie de necesidad verla lo menos cincuenta veces por día.
¡Oh! no nos cansábamos de hablar con los ojos yo y mi linda prima Margarita!
Un nido de amor comencé a arreglarme, donde no se colocaba un solo objeto, sin que la que debía habitarlo conmigo pusiera su visto bueno.
Queríamos que nuestra casita fuera así pequeño edén que no tuviera igual en la tierra.
¡Y cómo nos deleitábamos, en las horas que pasábamos juntos, pensando en los placeres que nos esperaban!
Egoistas con nuestro cariño, vivíamos sólo el uno para el otro en nuestro paraíso, no teniendo ella más Dios que yo, ni yo más Dios que ella!
Acercándose el día feliz de nuestra unión, algunas plantas de mérito que debían colocarse en el jardín, sólo faltaban para que el pequeño nido estuviera terminado.
Y yo, acompañado del gallego Pedro, determiné ir a buscarlas a la quinta que el tío poseía en Morón.
Se deshizo en pinturar sobre las bondades de ella, su inteligencia, su gracia y su belleza.
—Qué lindo lunar el que tiene en la cara, le dije entusiasmado.
—Ese nu es nada, me contestó, si viera los otros.
—¿Cuáles otros?... le repliqué alarmado por los conocimientos que demostraba tener.
—¡Pues!... lus que tiene en lus muslitus y en otras partes que yu me sé... Esus si que valen!
E hizo aquel salvaje una mueca con pretenciones ridículas de guiñada.
Inútil me parece decir que no traje plantas de la quinta de mi tío Cipriano y que en mi visita de la noche tuve tal pelotera con mi bella prima Margarita, que nuestro compromiso quedó roto para siempre, comenzando yo al otro día a deshacer el pequeño nido casi terminado.
En cuanto al pobre viejo, que permaneció ignorante de los acontecimientos de Pedro, decía siempre que hablaba de mí:
—Es un loco de remate... un tarambano que morirá como un perro.