Recuerdos del tiempo viejo: 100
VI
[editar]Un hombre a quien se conduce con los ojos vendados, tiene forzosamente que mirar dentro de sí mismo; y dentro su cerebro es donde se figura ver la parte del mundo por donde camina, que fuera y en torno de sí mismo no pueden percibir sus órganos visuales.
El más que nunca atribulado Conchillos miraba dentro de sí mismo buscando el pedazo de mundo que atravesaba; pero todo en su imaginación se le representaba menos lo que ver quería, a través del miedo que su acompañamiento le inspiraba. ¿Qué fin iba a tener aquella extraña excursión, y qué consecuencias iba de ella a sacar, y qué iba de él a exigir aquel togado, que no vacilaba en dejar su palacio y la Corte para volverle a traer por aquellos para él tan invisibles como nunca vistos andurriales?
El silencio absoluto en que caminaban, sin duda por el respeto que sus sobordinados tenían a aquella tan absoluta y absolutista autoridad, le dejaban en libertad completa para coordinar sus recuerdos y hacer a solas y a oscuras un comparativo estudio de los de su primero y su actual vendamiento y entenebrada caminata; pero la pavura en que su incertidumbre le sumía, desperdigaba sus recuerdos, como banda de gorriones espantados de un granero en que entran repentinamente los medidores del Vendido grano.
Inútilmente quería Conchillos prestar atención a los ruidos y a los pasos y a los accidentes exteriores: sólo sus temores, que a cada momento se acrecentaban, presentaban a su imaginación, y a su consideración sometían, las alarmantes circunstancias de su situación actual. Si se le iba a exigir la revelación de una confesión; si se le iba a obligar a presentarse como revelador y testigo de un misterioso crimen; si iba tal vez a ser acusado de encubridor y cómplice, y hasta se le ocurría que su Prelado le degradara y le hiciera secuestrar de por vida en una prisión esclesiástica, o cuando menos en aquel solitario convento de la Cabrera, en donde sería el ludibrio de los legos, sin tener ya ni ama ni sobrinas que le consolaran; y ésta era la más pavorosa de todas sus aprensiones.
En tal estado pasó Conchillos poco más de una hora, sin apercibirse más que de que había pasado por un puente de madera y que había vadeado un ancho arroyo; de repente, la bestia en que cabalgaba se detuvo, y oyó la voz conocida del agente, su acompañante, que le decía: «Déjese vuestra reverencia venir sin cuidado en nuestros brazos»; y sintiendo que del derecho le aseguraban, hizo lentamente lo que le decían, y se halló de pie en tierra; y conducido por la mano, echó a andar sin saber por dónde. A poco le advirtieron de que estaba al pie de una escalera que era preciso subir; tanteó con el pie derecho la altura de su primer escalón, y subiendo dos tramos, dejó de sentir en lo que del rostro llevaba a él expuesto la impresión del aire libre, comprendiendo por ello fácilmente que estaba dentro de un aposento. Sintióse de repente quitar el pañuelo con que venía vendado, y oyó la voz del Superintendente que le preguntaba:
—¿Es éste el cuarto en donde confesó usted a aquella mujer?
Tendió el beneficiado sus miradas en torno suyo; y viéndose a solas con el grave magistrado, examinó atentamente las paredes, el techo y el suelo de la ruinosa habitación en que con él se encontraba; y brotándole a las sienes imperceptibles gotas del frío sudor del miedo, y comenzándole a temblar la barba, respondió:
—Sí, señor, sí; aquí es; pero había ahí una alacena, frente a la cual estaba la cama de la confesada.
Llamó el magistrado, y a poco el agente del carrick picó la pared con un grande azadón que de fuera trajo; cayeron rotos los sobrepuestos ladrillos que la alacena tapaban y dijo el cura, mirando y remirando escrupulosamente por todas partes:
—Sí, señor, sí; aquí fué.
—Mírelo usted bien, y que no le quede de ello la duda más mínima; ¿puede usted asegurar bajo juramento que éste es el cuarto en que tuvo lugar la confesión de aquella mujer?
Volvió a reconocer Conchillos el aposento, y volvió a repetir lo dicho y e ello se ratificó; con lo cual el magistrado volvió a suplicarle por segunda vez que se dejara vendar, para volver como había venido.
Entonces el pobre beneficiado rompió en súplicas y en protestas, formulando en palabras ante el magistrado, que sonreía, todos los temerosos pensamientos y las acongojadoras aprensiones que por el camino a la venida le habían atribulado el corazón.
El togado le tendió la diestra, y poniéndole la siniestra en el hombro derecho, con tranquilizadora familiaridad le dijo:
—Nada tiene usted que temer, ni para nada más tiene usted que intervenir en lo que a consecuencia de su ida a Madrid, y de su venida conmigo, aquí pueda suceder. Sólo le encargo a usted, señor Conchillos, que no hable una palabra con nadie de lo hasta hoy sucedido. Voy a dejar a usted muy cerca de la capital de la diócesis a que su curato de usted pertenece. Usted, sin ver al señor Obispo, se irá a su pueblo, en la caballería que sus sobrinas de usted le habrán enviando hoy al mesón en donde acostumbra usted a parar. Usted no dirá sino que yo le he detenido a usted en Madrid para aclarar ciertas dudas sobre una partida de casamiento mal extendida años atrás, y el señor Obispo recibirá el aviso y las prevenciones que hagan al caso.
Prometió Conchillos, y no dudó el magistrado que el miedo le haría cumplir su promesa, un absoluto silencio; y volviendo el agente del carrick a vendar al beneficiado, tornó éste a bajar los dos tramos de la subida escalera, guiado por aquel su antiguo compañero; tornáronle a montar en su manso caballejo los invisibles brazos de los que al magistrado escoltaban, y tornaron todos en silencio a deshacer lo andado. Al cabo de un tiempo igual a empleado para venir, volvieron a descabalgar al eclesiástico, a quien no quitaron el pañuelo de los ojos hasta que ya hacía un cuarto de hora que corría en la silla de posta con el Superintendente.
Estaba ya próximo a expirar el día, cuando avistaban cercana una ciudad. Detúvose el carruaje, despidió el Superintendente al beneficiado, bajaron su baúl de la baca, apeóse el del carrick, y volviendo a arrancar a galope los caballos, desapareció la silla de posta con el Superintendente, quedando el beneficiado y su compañero abandonados en mitad de la carretera.
Sentóse el del carrick sobre el baúl del cura, y comenzó tranquilamente a hacer un cigarrillo, que ofreció a aquél cuando concluyó de liarle; tomóle el beneficiado, y dijo, mirando con inquietud en torno suyo:
—¿Pero cómo vamos a llevarnos este baúl, que no quiero dejar aquí, y que pesa mucho para que ni usted ni yo carguemos con él?
—Conmigo, señor cura, ya sabe usted que de nada tiene que ocuparse —respondió el agente de policía—, todo se reduce a esperar un poco.
—Pero, ¿a quién?
—Al carrito de la posta que conduce la correspondencia de Madrid; no puede tardar veinte minutos en trasponer aquella loma. En él cargaremos el baúl y entraremos en la ciudad como si en él hubiéramos venido directamente de Madrid.
Y así diciendo, comenzó el del carrick a fumar su cigarro, y no encontró el cura cosa mejor que hacer que encender el suyo en el de su compañero.