Una conversación en la Alhambra
La procesión del Corpus
[editar]Entre los innumerables forasteros que han concurrido este año a Granada a disfrutar de las famosas fiestas del Santísimo Corpus Christi, con que se celebra y conmemora en aquella ciudad, no sólo el misterio de la Eucaristía, sino también la expulsión de los moros por don Fernando y doña Isabel, hemos tenido la fortuna de contarnos cierto personaje todavía joven, y yo..., que lo soy absolutamente. De mí ya tienen los lectores algunas noticias... Digamos, pues, quién era, o más bien, cómo era el otro joven.
Había éste llegado conmigo en diligencia a la gran ciudad morisca; pero no procedente, como yo, de la corte de las Españas, ni muchísimo menos, sino de la humilde Venta del Zegrí, donde la diligencia muda tiro y distante de Granada unas seis leguas. Durante el corto tiempo que tardamos en andarlas al galope de diez alborotados caballos apenas cambiamos algunos cumplimientos, siguiendo la moda extranjera de no dirigir la palabra a los compañeros de viaje a quienes no se conoce; pero en cambio, me solacé en estudiar detenidamente el porte y fisonomía del tal viajero, y en inventarle, según acostumbro en situaciones análogas, toda una historia o biografía al tenor de mis intuiciones psicológicas.
Érase un gallardo personaje, de treinta y dos a treinta y tres años, de noble estatura, moreno pálido como el mármol antiguo, de reposada actitud, elegantes movimientos, y serio y hasta melancólico cuando hablaba (que repito fue muy poco, y ese poco, más bien con el mayoral que conmigo). Por cierto que creí notar en su voz algún acento extranjero, ni francés, ni inglés, ni italiano, ni alemán, ni portugués, que son los que yo suelo percibir, aunque no sepa hablar tantos idiomas, sino de una especie enteramente nueva para mis oídos. Llevaba toda la barba, bien que muy corta, y esta barba, sumamente negra, tenía traza y dibujo de oriental, o sea de semítica. Sus grandes y expresivos ojos, de un negro aterciopelado, recordaban asimismo los de Malek-Adel, el héroe de Matilde o Las Cruzadas que todos hemos adorado tanto cuando niños. En sus manos advertíase la perfección anatómica más que la aristocrática; pero sus pies eran irreprochables en ambos conceptos. Vestía el traje de camino de rigor en toda Europa, sin que ofreciera en él nada de notable, como no fuera el gracioso abandono con que lo llevaba. Cubría, en fin, su cabeza, pelada escrupulosamente, un gorro medio griego, medio inglés, que añadía perfiles clásicos a aquella magnífica figura.
¿Quién podía ser? En verdad os digo que me separé de él al bajar del coche en Granada, sin haberlo podido determinar, o sea sin fijarme en ninguna de las mil conjeturas que formé por el camino. Ahora, si queréis saber cuáles fueron esas conjeturas, os diré que aquel hombre me parecía a un mismo tiempo un capitán de bandidos, un príncipe viajando de incógnito, un artista italiano, un dependiente de casa de comercio, un marqués andaluz, un pirata, un poeta, un cómico de provincias, un ser fantástico del género vampiro, un novicio de frailes jerónimos y un soldado de Garibaldi; algo, en fin, extraordinario por lo ilustre, por lo exótico, por lo terrible, por lo dramático, por lo sobrenatural, o por lo farsante y poco divertido.
Pregunté al mayoral su nombre y me dijo que como aquel viajero había montado tan cerca de Granada, no se le había extendido billete. Pensé en seguirlo; pero algunas personas que habían ido a esperarme reclamaban mi atención. Ocurrióseme someterlo a un interrogatorio; pero lo juzgué descortesía. Contesté, pues, a su silencioso saludo, con otro movimiento de cabeza, y me dirigí a la Fonda de la Victoria todo lleno de curiosidad.
A las nueve de la mañana siguiente (día del Corpus), las campanas repicando a vuelo, las músicas de la guarnición tocando la Marcha Real, las olorosas hierbas que alfombraban la entoldada vía, las colgaduras que adornaban los balcones, y el numeroso gentío que lo inundaba todo, indicaban que la procesión recorría las calles de la Jerusalén de Occidente.
Yo me aposté en la plaza de Bib-rambla, cerca del Zacatín, y pocos momentos después desfilaron ante mis ojos corporaciones, cofradías, niños de la Inclusa, cruces parroquiales y toda la brillante comitiva que sigue y precede al Santísimo Sacramento.
Pasaron, en fin, llevadas a hombros por ocho sacerdotes, las pesadísimas andas de plata, donde iba en rica y primorosa custodia de oro y pedrería la consagrada hostia, y la reverente muchedumbre abatió la cabeza, cayó de rodillas y se golpeó el pecho, produciendo a todo lo largo de plazas y calles una palpitación de santo entusiasmo, cual si todos los corazones respondiesen con sordo acento a aquellos himnos que cantaban cien armoniosas voces, entre el repique glorioso de las campanillas, las nubes del incienso y el aroma de las flores que rodeaban la custodia.
Sólo un hombre permanecía de pie en medio de la multitud postrada...
Naturalmente, llamó mi atención, como la de todo el mundo...
Mirélo, ¡y era él!, ¡era mi compañero de viaje!
Yo no sé si en mis ojos tomó la extrañeza visos de consejo o de afectuosa reprensión... Ello es que el forastero, no bien cruzó su mirada con la mía, me saludó levemente, y se arrodilló con todos.
Un momento después la procesión había pasado, la gente se arremolinaba para volver a salir a su encuentro, y yo perdí de vista a mi hombre entre las oleadas de la muchedumbre.
El último zegrí
[editar]Aquella tarde subí a la Alhambra.
Sus oscuras alamedas, sus viejos torreones, sus plazas y palacios estaban solos.
La festividad cristiana retenía a todo el mundo en la ciudad.
Entré en la Casa Real, como se llama ordinariamente al palacio de los reyes moros.
Aquel palacio, hecho por las hadas, según Zorrilla, encontrábase también en la más dulce soledad y hondo silencio. Acaso alguna golondrina, procedente del África, cantaba sobre el mismo capitel en que sus antepasadas descansaron hace cuatro siglos... También el sol acariciaba, como en otro tiempo, las esbeltas columnas del Patio de los Leones, y no se desdeñaba de penetrar riente y cariñoso por las caladas galerías...
Pensando iba yo en cosas tan insignificantes como éstas, cuando noté que no me hallaba solo en aquel patio. Allá, frente a uno de los bellísimos templetes que están restaurando en este momento, distinguí a mi compañero de viaje, que miraba fijamente el estado de la obra.
Mis pasos le hicieron volver la cabeza: púsose ligeramente colorado, y vino a mi encuentro sin vacilar.
Nos dirigimos algunas frases de pura cortesía, y volviéndose luego él hacia el templete que examinaba cuando llegué yo, me dijo en tono de sentida queja:
-¿Por qué derriban esto?
Inspirábale tal pregunta la circunstancia de haber unos andamios en torno del templete y hallarse por tierra algunos fragmentos de su techumbre.
-No lo derriban -le contesté-, sino que lo reconstruyen.
-¡Lo reconstruyen! ¡Conque los españoles amáis la Alhambra! -exclamó asombrado el raro personaje.
-¡La amamos sobre toda ponderación! -le respondí.
-¡Oh! -continuó él-, dispense usted la confianza con que le hablo... ¡Estaba aquí tan solo, creyendo que nadie más que yo se acordaría hoy del viejo alcázar islamita! ¡Era tan natural que también usted permaneciese allá abajo esta tarde, consagrado a la gran festividad nazarena que celebra la moderna Granada!... A propósito debo a usted una explicación. Esta mañana, en el Zacatín, me reprendió usted con la mirada... (no lo niegue usted), porque no me había arrodillado. ¡Ay! No fue soberbia; no fue impiedad. ¡Quizás yo también soy ya cristiano! Era que el dolor me enloquecía...
-Perdóneme usted si no le comprendo... -repliqué, haciéndome todo oídos, pues veía venir la ansiada biografía de mi hombre.
-Y, sin embargo... -prosiguió él con honda melancolía-, ¡yo necesito dar rienda suelta a mis sentimientos! Ayer, cuando nos acercábamos a esta ciudad santa, usted me veía palpitar en silencio... Esta mañana, durante la procesión, usted sorprendió también las preocupaciones de mi espíritu... Por consecuencia, usted es ya mi confidente... Escúcheme, pues, un momento...
Así diciendo, cogióme una mano y me condujo a la próxima Sala de los Abencerrajes.
-¡Aquí -dijo-, sobre esa fuente de mármol que aún ve usted enrojecida, los valientes zegríes hicieron rodar la cabeza de los abencerrajes! ¡En ese patio y en esa sala moraban aquellas huríes, hijas del Yemen y de Damasco, que encantaron la vida de los soldados del Profeta! ¡Alce la vista, y contemple esos calados miradores, que aún visitará esta noche la inconstante Luna! ¡Mire esos techos bordados de oro y de carmín, y verá la misteriosa leyenda de cien gloriosos reinados!... ¡Ahí están las alabanzas a Dios y a sus guerreros! Desde Alhamar, que levantó este Alcázar en cuarenta años, hasta Boabdil, que lo perdió en el tiempo que dura un suspiro, todos los héroes granadinos fueron grabando su nombre en esas galerías fantásticas... ¡Oh viejo Yussef!... ¡Oh desgraciado Muley!... ¡Oh noble Mahomad!... ¿Dónde están vuestros infortunados descendientes? ¡Aquí tenéis al ÚLTIMO ZEGRÍ, que viene a evocar vuestras sombras entre las ruinas de la Alhambra! ¡Ay de mis infelices hermanos!
-¡El último zegrí! -exclamé lleno de asombro y maravilla-. ¿Cómo?... ¿usted?...
A todo esto iba oscureciendo. El hombre misterioso se apoyó en mi brazo, y así dejamos la Sala de los Abencerrajes, atravesamos el Patio de los Leones, cruzamos el del Estanque y penetramos al fin en el Salón de Embajadores.
Por el camino iba yo dándome cuenta de lo extraordinario de mi aventura. ¡Encontrar un zegrí a mitad del siglo XIX, y encontrarlo vestido a la inglesa, hablando el francés y el español perfectamente, cortés y flexible como un parisiense, tolerante y humano como el mejor católico! ¿Qué poeta imaginaría mayor fortuna? ¡Chateaubriand mismo me hubiera dado su abencerraje de papel, a trueque de mi zegrí de carne y hueso!
El balcón o ajimez del Salón de Embajadores es uno de los parajes clásicos de la Alhambra. Sus vistas dan a los siempre floridos cármenes de la Carrera de Darro: enfrente se levantan las pintorescas colinas del Sacro Monte, y abajo óyese el melancólico rumor del río, que se abre calle por un abismo cubierto de árboles y de flores; árboles y flores que suben escalonados por aquel flanco de la fortaleza, hasta llegar a los ajimeces y perfumar las estancias del palacio. Es un cuento de las Mil y una noches; es una construcción de genios y de hadas...
Pues a aquel balcón me asomó el zegrí.
Ya se apagaba el crepúsculo al otro lado de la catedral, cuya oscura mole gigantesca se destacaba sobre el fondo de oro del Poniente. La Luna empezaba a blanquear la copa de los árboles, deshaciéndose como una gasa de plata por las oscuridades de los bosques y las quebradas del terreno. Los ruiseñores, huéspedes eternos de aquel paraíso, la saludaban con sus más amorosos cantos, mientras que el cuclillo, contador del silencio, lanzaba ya su compasado gemido, que había de repetir toda la noche. ¡Era el anochecer!, ¡era la primavera!, ¡era en Granada!... ¡Los que no hayáis amado o llorado en aquel edén y a semejante hora, vanamente querréis imaginaros todo el misterio, todo el encanto, toda la poesía que caben en el alma humana!
«-Sí, yo soy africano; yo soy Aben-Adul, ¡el último de los zegríes! -continuó aquel ser novelesco.
»Digo mal; yo soy tan español como tú; yo soy un granadino desterrado; yo soy de raza proscrita...
»Aún no hace tres siglos que mis padres, mi tribu entera, los deudos y vasallos de mis mayores, fueron lanzados de las casas que habían construido, de las tierras que habían labrado, de los bosques que plantaron para que les dieran sombra en su vejez...
»"Sois africanos", les dijisteis, ¡cuando llevaban siete siglos de vivir en España!, y los echasteis de esta tierra; los arrojasteis al mar.
»Ellos, por un milagro del Altísimo, nadie sabe cómo, nadando, o en frágiles barquillas, náufragos y hambrientos, llegaron a la otra costa del Mediterráneo, al África olvidada, a las playas de un continente desconocido...
»¡Decíais que aquélla era nuestra patria...! Pues escuchad:
»Llegamos allí, y los reyes del Atlas y del Desierto nos llamaron extranjeros, como vosotros, y nos dijeron: "¡Sois españoles..., volved al mar!"
»¡Henos, pues, entre dos costas que nos niegan abrigo!... ¡Henos en la más espantosa soledad!
»Entre el mar y el imperio de Marruecos había una playa asolada por la guerra. Llamábase el Rif.
»Allí acampamos sin vestidos y sin pan, sin instrumentos de labranza, sin jefes ni sacerdotes, sin ley ni Dios, ¡como los maldecidos hebreos!
»Después nos fuimos corriendo hacia Tetuán y Tánger, donde se establecieron las familias más dichosas, quedándonos los demás guarecidos en las montañas.
»¡Y allí estamos hace trescientos años, cargados con la tienda de lienzo que nos sirve de hogar, errantes, nómadas, sin civilización, sin artes, sin nombre, sin rey, sin patria, sin sepultura!
»El emperador marroquí nos roba o nos persigue como a fieras...
»El rey cristiano nos llama perros y nos fusila.
»Ni el uno ni el otro nos da carta de ciudadanía, nos llama compatriotas, nos reconoce como hermanos.
»¡De aquí es que nosotros, los hijos de aquellos príncipes desheredados, volvamos mal por mal, pillaje por pillaje, hierro por hierro, infamia por infamia.
»¡Allí están!... ¡ahí enfrente!...
»¡Yo no volveré nunca a ver a mis hermanos del Rif!
»¡Allí están los que edificaron el Generalife, los que habitaron el Albaicín, los que hicieron un paraíso de esta vega, los que bordaron de jardines las márgenes de los ríos, los que esmaltaron de oro las rocas, los que alfombraron de flores su camino.
»¡Así invadieron ellos, así colonizaron!
»Mi raza ha cumplido su misión sobre la Tierra... no así la tuya.
»Nosotros, al pasar por España, la mejoramos, la civilizamos, la sacamos de la barbarie. Médicos, poetas, botánicos, arquitectos, filósofos, industriales, agricultores, todo lo fuimos en vuestro país. El arte y la ciencia pueden estarnos agradecidos: la humanidad nos debe un voto de gracias.
»Pues allí están, vuelvo a decir; allí están mis compatriotas, sumidos en la miseria, en la ignorancia, en la ignominia; y vosotros aquí, felices, opulentos, poderosos, ilustrados...
»Ahora bien, cristianos, filántropos, propagandistas, negrófilos; ¿qué habéis hecho por mis padres y mis hermanos?
»¿Para cuándo las armas? ¿Para cuándo la elocuencia? ¿Para cuándo el martirio?
»¿Cómo no os horrorizáis al pensar que lindando con España hay una raza bárbara, salvaje, casi feroz, y que vosotros no hacéis nada para redimirla?
»Yo comprendo el estado brutal del groenlandés, que vive en los límites del mundo, en una montaña de hielo, inaccesible a los hombres de otra raza; yo lo comprendo también en el negro, que vive enterrado en las arenas aún no exploradas de la zona tórrida... ¡En una y otra parte puede haber hombres fuera de la ley!
»¡Pero que los haya en el centro del mundo civilizado, lindando por todas partes con pueblos cultos, y que estos pueblos cultos los dejen vivir y morir como irracionales, es indigno, es escandaloso, es sacrílego!
»¡Vosotros, españoles, responderéis ante Dios de los crímenes que cometan los moros en esta vida y de su condenación en la otra!...
»Vosotros, sí, por haber olvidado vuestro destino, por haber abdicado vuestro derecho, por haber faltado a la ley providencial de la civilización.
»¡En cuanto a mí -continuó con amargura-, yo no soy ya africano, no soy ya islamita, yo no soy ya zegrí!... A los quince años era el poeta de mi cabila: un generoso cristiano me instruyó en tu lengua y en tu religión, y con tu lengua aprendí mi historia, y mi historia me encendió el rostro de vergüenza.
»¡Yo, descendiente de reyes, convertido en una bestia como Nabucodonosor! ¡Yo, poeta, vivir despreciado del mundo que piensa y siente; ser mengua de la especie humana, paria entre los ciudadanos, degradación y bochorno de mi estirpe!...
»Vendí mis ganados, vendí mi espingarda, vendí mi tienda, besé tres veces a mi prometida esposa, la bella Alcina, y huí del África para siempre.
»Diez años hace que recorro el mundo: la fortuna me ha sido propicia en cuanto he intentado: guerrero en Crimea, comerciante en la India, cónsul en Jerusalén, marino en América, todo lo he sido, todo lo seré, menos rifeño...
»Pero si mis riquezas, si mi valor, si mi fe en Cristo, si mi amor al hombre pudieran servir alguna vez para volver a mis hermanos la dignidad social que han perdido, la jerarquía humana que se les niega, los bienes de la civilización que olvidaron, ¡mi vida no habría sido inútil y la felicidad descendería por primera vez a mi corazón!
El fandango
[editar]Así habló Aben-Adul. Yo le estreché la mano con verdadera ternura, y ya me disponía a contestarle con uno de esos artículos de fondo que los periodistas españoles solemos dedicar a nuestro porvenir en África (artículos que el Gobierno va considerando al fin de primera necesidad), cuando un nuevo incidente vino a añadir encantos y poesía a aquella romántica escena, que yo hubiera indudablemente convertido en triste prosa.
Allá abajo, entre las arboledas que se inclinaban sobre el río, resonó la trémula y delicada vibración de una guitarra que balbucía algunos acordes del fandango.
-¡Oye!... -me dijo el zegrí-. ¡Los ecos del África responden a mis suspiros!... Eso que escuchas es el canto del desierto, el rezo de la caravana...
Aquí el nocturno trovador entonó una de aquellas coplas de largas cadencias y voluptuosa melodía que encierran toda la apasionada tristeza de unos trágicos amores andaluces.
-¡Alcina! -murmuró el africano.
Era, sí, la canturia melancólica de su tierra. Era aquel aire monótono y lánguidamente acompasado que encontró el francés David en los arenales argelinos. Era el fandango, y luego fue la rondeña, y después la caña, la soledad, las playeras... ¡Todo el glosario, en fin, del sencillo e incomparable tema musical de Andalucía, que nos envidia hasta la inspirada Italia!
Razón tiene para envidiarlo; que nunca ha producido el sentimiento de la desterrada familia de Adán melodía tan íntima y tierna, tan natural e inefable, como la queja infinita, como el suspiro eterno, como el ¡ay! mil veces repetido sobre que giran nuestros cantos meridionales...
¡Oh! Y cuando es de noche...; cuando es la hora en que los tiempos pasados reaparecen en la imaginación; cuando la soledad, la Luna, la dormida Naturaleza, el silencio, la ingénita poesía del alma, todo viene a conturbar los más apartados mares del espíritu, los nunca explorados desiertos de la idea...; entonces, ¡ay!, entonces, ese encanto africano, esa misteriosa guitarra, ese vago concepto de la copla, esa memoria vaga de los moros, esa pena de desterrados que sentimos, esa esperanza de nuevas patrias que nos alienta, todo eso arranca del fondo de nuestro corazón un dulce llanto, una santa y deliciosa tristeza, no sé qué solemne y exaltada plegaria, que bien puede compensar y redimir toda una vida de vanidad y de locura.
Así aconteció en aquel momento; y seguro estoy de que, mientras yo pensaba en los sueños esplendorosos de mi niñez, concebidos al compás de aquella música, en los delirios de mi adolescencia, en seres queridos que me robó la muerte, en noches de amor desvanecidas, en ilusiones que ayer miraba en el porvenir y que hoy sólo encuentro en lo pasado, Aben-Adul pensaba en África, donde también resuena por la noche aquel patético canto, donde aquella misma Luna esclarece los risueños valles del Atlas, donde acaso en aquel momento refrescaba la primera brisa el abrasado corazón de una mujer que no había podido olvidarle...
Mucho tiempo permanecimos de este modo, bajo el peso de nuestra respectiva fatalidad...
Al fin cesó aquella serenata que nos tenía como magnetizados, y entonces el moro renegado, enjugando una lágrima y estrechándome entre sus brazos de hierro.
-¡Adiós, hermano! -exclamó-. ¡Nunca hubiera venido a la Alhambra! Parto para el Norte... ¡Mañana no me alumbrará la luna de Andalucía! ¡Gracias por haberme comprendido! ¡Adiós, y Él te acompañe!
Así habló, y sin esperar mi respuesta, alejóse y desapareció prontamente, como si se desvaneciera en la fantástica penumbra de las columnatas moriscas que la luz del astro de la noche dibujaba sobre las losas del patio y sobre el agua silenciosa del estanque...
¿Había yo soñado? ¿Estaba despierto?
¿Para qué decíroslo? ¿Hay por acaso tanta diferencia entre el sueño y la realidad?
Guadix, junio de 1859.