Alonso Cano (Retrato)
ALONSO CANO.
[editar]
Este hombre, singular por su carácter, sus aventuras y sus talentos, nació en Granada en el último año del siglo XVI. Miguel Cano, su padre, que era un arquitecto de mérito, le dedicó desde niño á su profesión, en que hizo unos progresos muy rápidos; pero él se entregó después á la escultura y á la pintura, en cuyas artes sobresalió de tal suerte, que descollando sobre sus maestros Pacheco, Castillo y Herrera, igualó su nombre con el de los artistas eminentes que en su tiempo honraban á España.
Su genio indomable era incapaz de doctrina, ni podía sujetarse á otro maestro que á la impulsión de sí mismo. De resultas de un desafio que tuvo con Don Sebastian Valdes, en cuya casa habia entrado á pintar, abandonó la Andalucía, donde hasta entonces había permanecido formándose; y agregado á la familia del Conde-Duque, pasó á Madrid, y obtuvo finalmente el título de Maestro mayor de las obras Reales. Son muchos los quadros de que enriqueció los templos de la Corte, y en donde los profesores encuentran un gusto exquisito en el dibuxo, en la simetría y en el colorido. Su reputación afianzada en el mérito de tantas y tan excelentes producciones, se asentó sobre una base inalterable, y el Rey Felipe IV, en consideracion á sus talentos y servicios, le hizo su Pintor de Cámara y maestro de dibuxo del Príncipe Don Baltasar.
Hasta entonces le había halagado la fortuna; pero el horrible asesinato de su muger acabó con su sosiego, cortó el vuelo á su carrera. La voz pública imputó aquel atentado á un oficial italiano que albergaba en su casa, y que habia desaparecido con mucha parte de las riquezas de ella: pero la Justicia después de algunas indagaciones, señaló por delinqüente al mismo Cano y comenzó á perseguirle.
El artista huyó de la pesquisa, echó fama de que se ausentaba á Portugal, y se escondió en Valencia. Allí trabajaba ocultamente, y su reputación le descubrió, por lo qual tuvo que retirarse al Monasterio de Porta-celi, y como instigado de su mal destino regresó á Madrid, en donde al cabo la Justicia se apoderó de su persona. Estaba entonces en su mayor fuerza la práctica de arrancar al dolor la confesión de los delitos. Cano fue aplicado á la tortura, pero con expresa órden del Rey para que no le ligasen el brazo derecho. El alma de Cano, mas dura que sus verdugos, sufrió la prueba sin gemir, y la causa se quedó indecisa.
Libre de esta borrasca, volvía á la gracia del Rey y siguió con la enseñanza del Príncipe. Trató entonces de ordenarse, y le dieron una Ración en la Catedral de Granada: aquel Cabildo se negaba á conferirle la posesión de la prebenda pretextando su ignorancia; pero Felipe IV, constante en favorecerle, no solo le salvó en aquella ocasión de la humillación que se le preparaba, sino que diez años después, concluido el término que el Cabildo le asignó para habilitarse, y tratando de dar por vacante su Ración, influyó para que el Nuncio del Papa le confiriese las órdenes Sacerdotales.
Estas circunstancias no merecerían nuestra atención si no manifestaran el alto aprecio á que había sabido elevarse este hombre extraordinario. Él llenó á Granada, á Málaga y á Sevilla de excelentes monumentos en las tres artes, pruebas preciosas de su destreza en ellas, y que llaman ahora la atención de todos los aficionados que visitan aquellas ciudades. Murió en Granada el año de 1676, sin dexar discípulos dignos de su nombre, porque ninguno de los que menciona Palomino pudo alcanzar á su celebridad. La naturaleza al parecer le había destinado para ser solo.
Terco, colérico y extravagante, su carácter se prestaba poco al trato humano. Nunca perdonó ofensa que le hiciesen después que su Cabildo intentó desecharle porque no se habilitaba: jamas volvió á trabajar nada para aquella Iglesia. Un Oidor altercaba con él sobre el precio de una efigie que le habla encargado, y sobre la diferencia de profesiones; Cano irritado le responde que los Oidores se pueden hacer del polvo; y da un empellón á la estatua y la hace pedazos: acción que en otro tiempo había costado la libertad y la vida al infeliz Torregiani. Y este mismo hombre tan implacable y tan duro, que probablemente hizo la atrocidad de asesinar á su muger, tenia un corazón tan sensible á la miseria, que nunca vió necesidad que no socorriese. Quando los pobres le acometían en la calle y se le apuraba el dinero, les solía dar algún dibuxillo que hacia de repente, lo qual de la estimación en que entonces tenían sus cosas era una limosna abundante. Tales contradicciones encierra en sí el espíritu humano, y tales desvarios suelen por su desgracia acompañar á veces á los talentos.