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De los nombre de Cristo: Tomo 2, Rey de Dios (II)

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De los nombres de Cristo: Tomo 2
de Fray Luis de León
Rey de Dios (II)

Rey de Dios (II)

Porque ¿quién podrá decir ni entender, si no es el mismo que en sí lo experimenta y lo siente, las formas piadosas de que Dios usa con uno para que no se pierda, aun cuando él mismo se procura perder? Sus inspiraciones continuas; su nunca cansarse ni darse por vencido de nuestra ingratitud tan continua; el rodearnos por todas partes y como en castillo torreado y cercado; el tentar la entrada por diferentes maneras; el tener siempre la mano en la aldaba de nuestra puerta; el rogarnos blanda y amorosamente que le abramos, como si a Él le importara alguna cosa, y no fuera nuestra salud y bienandanza toda el abrirle; el decirnos por horas y por momentos con el Esposo: «Ábreme, hermana mía, esposa mía, paloma mía y mi amada y perfecta, que traigo llena de rocío mi cabeza y con las gotas de las noches las mis guedejas.» Pues sea esto lo primero, que los justos son dichos ser generosos y liberales porque son demostraciones y pruebas del corazón liberal y generoso de Dios.

Son, lo segundo, llamados así por las cualidades que pone Dios en ellos, haciéndolos justos. Porque a la verdad no hay cosa más alta ni más generosa ni más real, que el ánimo perfectamente cristiano. Y la virtud más heroica que la filosofía de los estoicos antiguamente imaginó o soñó, por hablar con verdad, comparada con la que Cristo asienta con su gracia en el alma, es una poquedad y bajeza. Porque si miramos el linaje de donde desciende el justo y cristiano, es su nacimiento de Dios, y la gracia que le da vida es una semejanza viva de Cristo. Y si atendemos a su estilo y condición, y al ingenio y disposición de ánimo, y pensamientos y costumbres que de este nacimiento le vienen, todo lo que es menos que Dios es pequeña cosa para lo que cabe en su ánimo. No estima lo que con amor ciego adora únicamente la tierra: el oro y los deleites; huella sobre la ambición de las honras, hecho verdadero señor y rey de sí mismo; pisa el vano gozo, desprecia el temor, no le mueve el deleite, ni el ardor de la ira le enoja; y, riquísimo dentro de sí, todo su cuidado es hacer bien a los otros.

Y no se extiende su ánimo liberal a sus vecinos solos, ni se contenta con ser bueno con los de su pueblo o de su reino, mas generalmente a todos los que sustenta y comprende la tierra, él también los comprende y abraza; aun para con sus enemigos sangrientos, que le buscan la afrenta y la muerte, es él generoso y amigo, y sabe y puede poner la vida, y de hecho la pone alegremente, por esos mismos que aborrecen su vida. Y estimando por vil y por indigno de sí a todo lo que está fuera de él, y que se viene y se va con el tiempo, no apetece menos que a Dios, ni tiene por dignos de su deseo menores bienes que el cielo. Lo sempiterno, lo soberano, el trato con Dios familiar y amigable, el enlazarse amando y el hacerse casi único con Él, es lo que solamente satisface a su pecho, como lo podemos ver a los ojos en uno de estos grandes justos.

Y sea este uno San Pablo. Dice en persona suya, y de todos los buenos, escribiendo a los Corintios, así: «Tenemos nuestro tesoro en vasos de tierra, porque la grandeza y alteza nazca de Dios y no de nosotros. En todas las cosas padecemos tribulación, pero en ninguna somos afligidos. Somos metidos en congoja, mas no somos desamparados. Padecemos persecución, mas no nos falta el favor. Humíllannos, pero no nos avergüenzan. Somos derribados, mas no perecemos.» Y a los Romanos, lleno de ánimo generoso, en el capítulo octavo: «¿Quién, dice, nos apartará de la caridad y amor de Dios? ¿La tribulación, por ventura, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la persecución, o el cuchillo?»

Dicho he, en parte, lo que puso Dios en Cristo para hacerle rey, y lo que hizo en nosotros para hacernos sus súbditos, que, de tres cosas a las cuales se reducen todas las que pertenecen a un reino, son las primeras dos. Resta ahora que digamos algo de la tercera y postrera, que es de la manera cómo este Rey gobierna los suyos, que no es menos singular manera ni menos fuera del común uso de los que gobiernan, que el Rey y los súbditos en sus condiciones y cualidades (las que hemos dicho) son singulares. Porque cosa clara es que el medio con que se gobierna el reino es la ley, y que por el cumplimiento de ella consigue el rey, hacerse rico a sí mismo si es tirano y las leyes son de tirano, o hacer buenos y prosperados a los suyos si es rey verdadero.

Pues acontece muchas veces de esta manera, que, por razón de la flaqueza del hombre y de su encendida inclinación a lo malo, las leyes, por la mayor parte, traen consigo un inconveniente muy grande: que siendo la intención de los que las establecen, enseñando por ellas lo que se debe hacer y mandando con rigor que se haga, retraer al hombre de lo malo e inducirle a lo bueno, resulta lo contrario a las veces; y el ser vedada una cosa despierta el apetito de ella.

Y así, el hacer y dar leyes es muchas veces ocasión de que se quebranten las leyes y de que, como dice San Pablo se peque más gravemente, y de que se empeoren los hombres con la ley que se ordenó e inventó para mejorarlos. Por lo cual Cristo, nuestro Redentor y Señor, en la gobernación de su reino halló una nueva manera de ley, extrañamente libre y ajena de estos inconvenientes; de la cual usa con los suyos, no solamente enseñándoles a ser buenos, como lo enseñaron otros legisladores, mas de hecho haciéndolos buenos, lo que ningún otro rey ni legislador pudo jamás hacer. Y esto es lo principal de su ley evangélica y lo propio de ella; digo, aquello en que notablemente se diferencia de las otras sectas y leyes.

Para entendimiento de lo cual conviene saber que, por cuanto el oficio y ministerio de la ley es llevar los hombres a lo bueno y apartarlos de lo que es malo, así como esto se puede hacer por dos diferentes maneras, o enseñando el entendimiento o aficionando a la voluntad, así hay dos diferencias de leyes: la primera es de aquellas leyes que hablan con el entendimiento y le dan luz en lo que, conforme a razón, se debe o hacer o no hacer, y le enseñan lo que ha de seguir en las obras, y lo que ha de excusar en ellas mismas; la segunda es la de la ley, no que alumbra el entendimiento, sino que aficiona la voluntad imprimiendo en ella inclinación y apetito de aquello que merece ser apetecido por bueno, y, por el contrario, engendrándole aborrecimiento de las cosas torpes y malas. La primera ley consiste en mandamientos y reglas; la segunda, en una salud y cualidad celestial, que sana la voluntad y repara en ella el gusto bueno perdido, y no sólo la sujeta, sino la amista y reconcilia con la razón; y, como dicen de los buenos amigos, que tienen un no querer y querer, así hace que lo que la verdad dice en el entendimiento que es bueno, la voluntad aficionadamente lo ame por tal.

Porque a la verdad, en la una y en la otra parte quedamos miserablemente lisiados por el pecado primero, el cual oscureció el entendimiento, para que las menos veces conociese lo que convenía seguir, y estragó perdidamente el gusto y el movimiento de la voluntad, para que casi siempre se aficionase a lo que la daña más. Y así, para remedio y salud de estas dos partes enfermas, fueron necesarias estas dos leyes, una de luz y de reglas para el entendimiento ciego, y otra de espíritu y buena inclinación para la voluntad estragada. Mas, como arriba decíamos, diferéncianse estas dos maneras de leyes en esto: que la ley que se emplea en dar mandamientos y en luz, aunque alumbra el entendimiento, como no corrige el gusto corrupto de la voluntad, en parte le es ocasión de más daño; y, vedando y declarando, despierta en ella nueva golosina de lo malo que le es prohibido. Y así las más veces son contrarios en esta ley el suceso y el intento. Porque el intento es encaminar el hombre a lo bueno, y el suceso, a las veces, es dejarle más perdido y estragado. Pretende afear lo que es malo, y sucédele por nuestra mala ocasión hacerlo más deseable y más gustoso. Mas la segunda ley corta la planta del mal de raíz, y arranca, como dicen, de cuajo lo que más nos puede dañar. Porque inclina e induce y hace apetitosa y como golosa a nuestra voluntad de todo aquello que es bueno, y junta en uno lo honesto y lo deleitable, y hace que nos sea dulce lo que nos sana, y lo que nos daña, aborrecible y amargo.

La primera se llama ley de mandamientos, porque toda ella es mandar y vedar. La segunda es dicha ley de gracia y de amor, porque no nos dice que hagamos esto o aquello, sino hácenos que amemos aquello mismo que debemos hacer. Aquélla es pesada y áspera porque condena por malo lo que la voluntad corrompida apetece por bueno; y así, hace que se encuentren el entendimiento y la voluntad entre sí, de donde se enciende en nosotros mismos una guerra mortal de contradicción. Mas ésta es dulcísima por extremo, porque nos hace amar lo que nos manda, o, por mejor decir, porque el plantar e ingerir en nosotros el deseo y la afición a lo bueno, es el mismo mandarlo; y porque, aficionándonos y, como si dijésemos, haciéndonos enamorados de lo que manda, por esa manera, y no de otra, nos manda. Aquélla es imperfecta, porque a causa de la contradicción que despierta, ella por sí no puede ser perfectamente cumplida, y así no hace perfecto a ninguno. Ésta es perfectísima, porque trae consigo y contiene en sí misma la perfección de sí misma. Aquélla hace temerosos, ésta amadores. Por ocasión de aquélla, tomándola a solas, se hacen en la verdad secreta del ánimo peores los hombres; mas por causa de ésta son hechos enteramente santos y justos. Y, como prosigue San Agustín largamente en los libros De la letra y del espíritu, poniendo siempre sus pisadas en lo que dejó hollado San Pablo, aquélla es perecedera, ésta es eterna; aquélla hace esclavos, ésta es propia de hijos. Aquélla es ayo triste y azotador, ésta es espíritu de regalo y consuelo. Aquélla pone en servidumbre, ésta es honra y libertad verdadera.

Pues como sea esto así, como de hecho lo es, sin que ninguno en ello pueda dudar, digo que así Moisés como los demás que antes o después de él dieron leyes y ordenaron repúblicas, no supieron ni pudieron usar sino de la primera manera de leyes, que consiste más en poner mandamientos que en inducir buenas inclinaciones en aquellos que son gobernados. Y así su obra de todos ellos fue imperfecta y su trabajo careció de suceso, y lo que pretendía, que era hacer a la virtud a los suyos, no salieron con ello por la razón que está dicha.

Mas Cristo, nuestro verdadero Redentor y legislador, aunque es verdad que en la doctrina de su Evangelio puso algunos mandatos, y renovó y mejoró otros algunos que el mal uso los tenía mal entendidos, pero lo principal de su ley y aquello en que se diferenció de todos los que pusieron leyes en los tiempos pasados, fue que mereciendo por sus obras y por el sacrificio que hizo de sí, el espíritu y la virtud del cielo para los suyos, y criándola Él mismo en ellos como Dios y Señor poderoso, trató no sólo con nuestro entendimiento, sino también con nuestra voluntad, y derramando en ella este espíritu y virtud divina que digo, y sanándola así, esculpió en ella una ley eficaz y poderosa de amor, haciendo que todo lo justo que las leyes mandan lo apeteciese, y, por el contrario, aborreciese todo lo que prohíben y vedan.

Y añadiendo continuamente de este su espíritu y salud y dulce ley en el alma de los suyos, que procuran siempre ayuntarse con él, crece en la voluntad mayor amor para el bien, y disminúyese de cada día más la contradicción que el sentido le hace; y de lo uno y de lo otro se esfuerza de continuo más esta santa y singular ley que decimos, y echa sus raíces en el alma más hondas, y apodérase de ella hasta hacer que le sea casi natural lo justo y el bien.

Y así, trae para sí Cristo y gobierna a los suyos, como decía un Profeta, «con cuerdas de amor, y no con temblores de espanto ni con ruido temeroso, como la ley de Moisés.» Por lo cual dijo breve y significantemente San Juan: «La ley fue dada por Moisés, mas la gracia por Jesucristo.» Moisés dio solamente ley de preceptos, que no podía dar justicia, porque hablaban con el entendimiento, pero no sanaban el alma, de que es como imagen la zarza del Éxodo, que ardía y no quemaba, porque era calidad de la ley vieja, que alumbraba el entendimiento, mas no ponía calor a la voluntad. Mas Cristo dio ley de gracia que, lanzada en la voluntad, cura su dañado gusto y la sana y la aficiona a lo bueno, como Jeremías lo profetizó divinamente diciendo: «Días vendrán, dice el Señor, y traeré a perfección sobre la casa de Israel y sobre la casa de Judá un nuevo testamento, no en la manera del que hice con sus padres en el día que los así de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, porque ellos no perseveraron en él y Yo los desprecié a ellos, dice el Señor. Éste, pues, es el testamento que Yo sentaré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor; asentaré mis leyes en su alma de ellos y escribirélas en sus corazones. Y Yo les seré Dios, y ellos me serán pueblo sujeto; y no enseñará alguno de allí adelante a su prójimo ni a su hermano, diciéndole: Conoce al Señor; porque todos tendrán conocimiento de Mí, desde el menor hasta el mayor de ellos, porque tendré piedad de sus pecados, y de sus maldades no tendré más memoria de allí en adelante.»

Pues éstas son las nuevas leyes de Cristo, y su manera de gobernación particular y nueva. Y no será menester que loe ahora yo lo que ello se loa, ni me será necesario que refiera los bienes y las ventajas grandes de esta gobernación adonde guía el amor y no fuerza el temor; adonde lo que se manda se ama, y lo que se hace se desea hacer; adonde no se obra sino lo que da gusto, ni se gusta sino de lo que es bueno; adonde el querer el bien y el entender son conformes; adonde para que la voluntad ame lo justo, en cierta manera no tiene necesidad que el entendimiento se lo diga y declare.

Y así de esto, como de todo lo demás que se ha dicho hasta aquí, se concluye que este Rey es sempiterno, y que la razón por que Dios le llama propiamente rey suyo, es porque los otros reyes y reinos, como llenos de faltas, al fin han de perecer, y, de hecho, perecen; mas éste, como reino que es libre de todo aquello que trae a perdición a los reinos, es eterno y perpetuo. Porque los reinos se acaban, o por tiranía de los reyes, porque ninguna cosa violenta es perpetua, o por la mala calidad de los súbditos, que no les consiente que entre sí se concierten, o por la dureza de las leyes y manera áspera de la gobernación; de todo lo cual, como por lo dicho se ve, este Rey y este reino carecen.

Que ¿cómo será tirano el que para ser compasivo de los trabajos y males que pueden suceder a los suyos, hizo primero experiencia en sí de todo lo que es dolor y trabajo? O ¿cómo aspirará a la tiranía quien tiene en sí todo el bien que puede caber en sus súbditos, y que así no es rey para ser rico por ellos, sino todos son ricos y bienaventurados por Él? Pues los súbditos entre sí ¿no estarán por ventura anudados con nudo perpetuo de paz, siendo todos nobles y nacidos de un padre, y dotados de un mismo espíritu de paz y nobleza? Y la gobernación y las leyes, ¿quién las desechará como duras, siendo leyes de amor, quiero decir, tan blandas leyes que el mandar no es otra cosa sino hacer amar lo que se manda? Con razón, pues, dijo el ángel de este Rey a la Virgen: «Y reinará en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin.» Y David, tanto antes de este su glorioso descendiente, cantó en el Salmo setenta y dos lo que Sabino, pues ha tornado este oficio, querrá decir en el verso en que lo puso su amigo. Y Sabino dijo luego:

-Debe ser la parte, según sospecho, adonde dice de esta manera:

Serás temido Tú mientras luciere
el sol y luna, y cuanto
la rueda de los siglos se volviere.


Y de lo que toca a la blandura de su gobierno y a la felicidad de los suyos dice:

Influirá amoroso
cual la menuda lluvia, y cual rocío
en prado deleitoso.
Florecerá en su tiempo el poderío
del bien, y una pujanza
de paz que durará no un siglo sólo.


Y prosiguiendo luego Marcelo, añadió:

-Pues obra que dure siempre, y que ni el tiempo la gasta ni la edad la envejece, cosa clara es que es obra propia y digna de Dios, el cual, como es sempiterno, así se precia de aquellas cosas que hace que son de mayor duración. Y pues los demás reyes y reinos son, por sus defectos, sujetos a fenecer, y al fin miserablemente fenecen; y este Rey nuestro florece y se aviva más con la edad, sean todos los reyes de Dios, pero éste sólo sea propiamente su Rey, que reina sobre todos los demás, y que, pasados todos ellos y consumidos, tiene de permanecer para siempre.

Aquí Juliano, pareciéndole que Marcelo concluía ya su razón, dijo:

-Y aún podéis, Marcelo, ayudar esa verdad que decís, confirmándola con la diferencia que la Sagrada Escritura pone cuando significa los reinos de la tierra o cuando habla de este reino de Cristo, porque dice con ella muy bien.

-Eso mismo quería añadir -dijo entonces Marcelo- para con ello no decir más de este nombre. Y así decís muy bien, Juliano, que la manera diferente como la Escritura nombra estos reinos, ella misma nos dice la condición y perpetuidad del uno, y la mudanza y fin de los otros. Porque estos reinos que se levantan en la tierra, y se extienden por ella y la enseñorean y mandan, los profetas, cuando quieren hablar de ellos, signifícanlos por nombres de vientos o de bestias brutas y fieras; mas a Cristo y a su reino llámanle monte.

Daniel, hablando de las cuatro monarquías que ha habido en el mundo -los caldeos, los persas, los romanos, los griegos- dice que vio los cuatro vientos que peleaban entre sí, y luego pone por su orden cuatro bestias, unas de otras diferentes cada una en su significación. Y Zacarías, ni más ni menos, en el capítulo sexto, después de haber profetizado e introducido para el mismo fin de significación cuatro cuadregas de caballos diferentes en colores y pelo, dice: «Éstos son los cuatro vientos.» Con lo demás que después de esto se sigue. Porque, a la verdad, todo este poder temporal y terreno que manda en el mundo, tiene más de estruendo que de sustancia; y pásase, como el aire, volando, y nace de pequeños y ocultos principios.

Y como las bestias carecen de razón y se gobiernan por fiereza y por crueldad, así lo que ha levantado y levanta estos imperios de tierra es lo bestial que hay en los hombres: la ambición fiera y la codicia desordenada del mando, y la venganza sangrienta y el coraje, y la braveza y la cólera, y lo demás que, como esto, es fiero y bruto en nosotros; y así finalmente perecen.

Mas a Cristo y a su reino, el mismo Daniel una vez le significa por nombre de monte, como en el capítulo segundo y otras le llama hombre, como en el capítulo séptimo, de que ahora decíamos, donde se escribe que vino uno como hijo de hombre, y se presentó delante del anciano de días, al cual el anciano dio pleno y sempiterno poder sobre las gentes todas. Para lo primero, del monte, mostrar la firmeza y no mudable duración de este reino; y en lo segundo, del hombre, declarar que esta santa monarquía no nace ni se gobierna, ni por afectos bestiales ni por inclinaciones del sentido desordenadas, sino que todo ello es obra de juicio y de razón; y para mostrar que es monarquía adonde reina, no la crueldad fiera, sino la clemencia humana en todas las maneras que he dicho.

Y habiendo dicho esto Marcelo, calló, como disponiéndose para comenzar otra plática; mas Sabino, antes que comenzase, le dijo:

-Si me dais licencia, Marcelo, y no tenéis más que decir acerca de este nombre, os preguntaré dos cosas que se me ofrecen, y de la una ha gran rato que dudo, y de la otra, me puso ahora duda esto que acabáis de decir.

-Vuestra es la licencia -respondió entonces Marcelo-, y gustaré mucho de saber qué dudáis.

-Comenzaré por lo postrero -respondió Sabino-, y la duda que se me ofrece es que Daniel y Zacarías, en los lugares que habéis alegado, ponen solamente cuatro imperios o monarquías terrenas, y en el hecho de la verdad parece que hay cinco; porque el imperio de los turcos y de los moros, que ahora florece, es diferente de los cuatro pasados, y no menos poderoso que muchos de ellos. Y si Cristo con su venida, y levantando su reino, había de quitar de la tierra cualquiera otra monarquía, como parece haberlo profetizado Daniel en la piedra que hirió en los pies de la estatuta, ¿cómo se compadece que después de venido Cristo, y después de haberse derramado su doctrina y su nombre por la mayor parte del mundo, se levante un imperio ajeno de Cristo en él, y tan grande como éste que digo? Y la segunda duda es acerca de la manera blanda y amorosa con que habéis dicho que gobierna su reino Cristo. Porque en el Salmo segundo, y en otras partes, se dice de Él que regirá con vara de hierro, y que desmenuzará a sus súbditos como si fuesen vasos de tierra.

-No son pequeñas dificultades, Sabino, las que habéis movido -dijo Marcelo entonces-, y señaladamente la primera es cosa revuelta y de duda, y donde quisiera yo más oír el parecer ajeno que no dar el mío. Y aun es cosa que, para haberse de tratar de raíz, pide mayor espacio del que al presente tenemos. Pero por satisfacer a vuestra voluntad, diré con brevedad lo que al presente se ofrece, y lo que podrá bastar para el negocio presente.

Y luego, volviéndose a Sabino y mirándole, dijo:

-Algunos, Sabino, que vos bien conocéis, y a quien todos amamos y preciamos mucho por la excelencia de sus virtudes y letras, han querido decir que este imperio de los moros y de los turcos, que ahora se esfuerza tanto en el mundo, no es imperio diferente del romano, sino parte que procede de él y le constituye y compone. Y lo que dice Zacarías de la cuadrega cuarta, cuyos caballos dice que eran manchados y fuertes, lo declaran así: que sea esta cuadrega este postrero imperio de los romanos, el cual, por la parte de él que son los moros y turcos, se llama fuerte; y por la parte del occidental, que está en Alemania, adonde los emperadores no se suceden, sino se eligen de diferentes familias, se nombra vario o manchado.

Y a lo que yo puedo juzgar, Daniel, en dos lugares, parece que favorece algo a esta sentencia. Porque en el capítulo segundo, hablando de la estatua en que se significó el proceso y cualidades de todos los imperios terrenos, dice que las canillas de ella eran de hierro, y los pies de hierro y de barro mezclados, y las canillas y los pies, como todos confiesan, no son imagen de dos diferentes imperios, sino del imperio romano solo, el cual en sus primeros tiempos fue todo de hierro, por razón de la grandeza y fortaleza suya, que puso a toda la redondez debajo de sí; mas ahora en lo último, lo occidental de él es flaco y como de barro, y lo oriental, que tiene en Constantinopla su silla, es muy fuerte y muy duro.

Y que este hierro duro de los pies, que según este parecer representa a los turcos, nazca y proceda del hierro de las canillas, que son los antiguos romanos, y que así éstos como aquéllos pertenezcan a un mismo reino, parece que lo testificó Daniel en el mismo lugar, cuando, según el texto latino, dice que del tronco, o como si dijésemos, de la raíz del hierro de las canillas, nacía el hierro que se mezclaba con el barro en los pies.

Y ni más ni menos el mismo profeta, en el capítulo séptimo, en la cuarta bestia terrible, que sin duda son los romanos, parece que afirma lo mismo, porque dice que tenía diez cuernos, y que después le nació un otro cuerno pequeño, que creció mucho y quebrantó tres de los otros. El cual cuerno parece que es el reino del turco, que comenzó de pequeños y bajos principios, y con su gran crecimiento tiene ya quebrantadas y sujetadas a sí dos sillas poderosas del imperio romano, la de Constantinopla y la de los soldanes de Egipto, y anda cerca de hacer lo mismo con alguna de las otras que quedan. Y si este cuerno es el reino del turco, cierto es que este reino es parte del reino de los romanos, y parte que se encierra en él; pues es cuerno, como dice Daniel, que nace en la cuarta bestia, en la cual se representa el imperio romano, como dicho es. Así que algunos hay a quienes esto parece, según los cuales se responde fácilmente, Sabino, a vuestra cuestión.

Pero, si tengo de decir lo que siento, yo hallé siempre en ello grandísima dificultad. Porque, ¿qué hay en los turcos por donde se puedan llamar romanos, o su imperio pueda ser habido por parte del imperio romano? ¿Linaje? Por la historia sabemos que no lo hay. ¿Leyes? Son muy diferentes. ¿Forma de gobierno y de república? No hay cosa en que menos convengan. ¿Lengua, hábito, estilo de vivir o de religión? No se podrán hallar dos naciones que más se diferencien en esto. Porque decir que pertenece al imperio romano su imperio porque vencieron a los emperadores romanos, que tenían en Constantinopla su silla, y, derrocándolos de ella, les sucedieron; si juzgamos bien, es decir que todos los cuatro imperios no son cuatro diferentes imperios, sino sólo un imperio; porque a los caldeos vencieron los persas, y les sucedieron en Babilonia, que era su silla; en la cual los persas estuvieron asentados por muchos años, hasta que, sucediendo los griegos, y siendo su capitán Alejandro, se la dejaron a su pesar, y a los griegos, después, los romanos los depusieron. Y así, si el suceder en el imperio y asiento mismo hace que sea uno mismo el imperio de los que suceden y de aquellos a quienes se sucede, no ha habido más de un imperio jamás. Lo cual, Sabino, como vos veis, ni se puede entender bien ni decir. Por donde algunas veces me inclino a pensar que los profetas del Viejo Testamento hicieron mención de cuatro reinos solos, como, Sabino, decís, y que no encerraron en ellos el mando y poder de los turcos, ni por caso tuvieron luz de él. Porque su fin acerca de este artículo era profetizar el orden y sucesión de los reinos que había de haber en la tierra hasta que comenzase en ella a descubrirse el reino de Cristo, que era el blanco de su profecía, y aquello de cuyo feliz principio y suceso querían dar noticia a las gentes. Mas si después del nacimiento de Cristo y de su venida, y del comienzo de su reinar, y en el mismo tiempo en que va ahora reinando con la espada en la mano, y venciendo a sus enemigos, y escogiendo de entre ellos a su Iglesia querida para reinar Él solo en ella gloriosa y descubiertamente por tiempo perpetuo; así que, si en este tiempo que digo, desde que Cristo nació hasta que se cierren los siglos, se había de levantar en el mundo algún otro imperio terreno fuerte y poderoso, y no menor que los cuatro pasados, de eso, como de cosa que no pertenecía a su intento, no dijeron nada los que profetizaron antes de Cristo, sino dejólo eso la providencia de Dios para descubrirlo a los profetas del Testamento Nuevo, y para que ellos lo dejasen escrito en las Escrituras que de ellos la Iglesia tiene.

Y así San Juan, en el Apocalipsis, si yo no me engaño mucho, hace clara mención (clara, digo, cuanto le es dado al profeta) de este imperio del turco, y como de imperio que pertenece a ninguno de los cuatro de quienes en el Testamento Viejo se dice, sino, como de imperio diferente de ellos, y quinto imperio. Porque dice en el capítulo 13 que vio una bestia que subía de la mar, con siete cabezas y diez cuernos y otras tantas coronas; y que ella era semejante a un pardo en el cuerpo, y que los pies eran corno de oso y la boca semejante a la del león. Y no podemos negar sino que esta bestia es imagen de algún grande reino e imperio, así por el nombre de bestia, como por las coronas y cabezas y cuernos que tiene; y señaladamente porque, declarándose el mismo San Juan, dice poco después que le fue concedido a esta bestia que moviese guerra a los santos y que los venciese, y que le fue dado poderío sobre todas las tribus y pueblos y lenguas y gentes. Y así como es averiguado esto, así también es cosa evidente y notoria que esta bestia no es alguna de las cuatro que vio Daniel, sino muy diferente de todas ellas, así como la pintura que de ella hace San Juan es muy diferente. Luego si esta bestia es imagen de reino, y es bestia desemejante de las cuatro pasadas, bien se concluye que había de haber en la tierra un imperio quinto después del nacimiento de Cristo, además de los cuatro que vieron Zacarías y Daniel, que es este que vemos.

Y a lo que, Sabino, decís, que si Cristo, naciendo y comenzando a reinar por la predicación de su dichoso Evangelio, había de reducir a polvo y a nada los reinos y principados del suelo, como lo figuró Daniel en la piedra que hirió y deshizo la estatua, ¿cómo se compadecía que, después de nacido Él, no sólo durase el imperio romano, sino naciese y se levantase otro tan poderoso y tan grande? A esto se ha de decir (y es cosa muy digna de que se advierta y entienda), que este golpe que dio en la estatua la piedra, y este herir Cristo y desmenuzar los reinos del mundo, no es golpe que se dio en un breve tiempo y se pasó luego, o golpe que hizo todo su efecto junto en un mismo instante, sino golpe que se comenzó a dar cuando se comenzó a predicar el Evangelio de Cristo, y se dio después en el discurso de su predicación y se va dando ahora, y que durará golpeando siempre, y venciendo hasta que todo lo que le ha sido adverso, y en lo venidero le fuere, quede deshecho y vencido.

De manera que el reino del cielo, comenzando y saliendo a luz, poco a poco va hiriendo la estatua, y persevera hiriéndola por todo el tiempo que tardare él de llegar a su perfecto crecimiento, y de salir a su luz gloriosa y perfecta. Y todo esto es un golpe con el cual ha ido deshaciendo, y continuamente deshace, el poder que Satanás tenía usurpado en el mundo, derrocando ahora en una gente, ahora en otra, sus ídolos y deshaciendo su adoración. Y como va venciendo esta dañada cabeza, va también juntamente venciendo sus miembros, y no tanto deshaciendo el reino terreno, que es necesario en el mundo, cuanto derrocando todas las condiciones de reinos y de gentes que le son rebeldes, destruyendo a los contumaces y ganando para sí, y para mejor y más bienaventurada manera de reino, a los que se le sujetan y rinden. Y de esta manera, y de las caídas y ruinas del mundo, saca Él y allega su Iglesia, para, en teniéndola entera como decíamos, todo lo demás, como a paja inútil, enviarlo al eterno fuego, y Él sólo con ella sola, abierta y descubiertamente, reinar glorioso y sin fin. Y con esto mismo, Sabino, se responde a lo que últimamente preguntasteis.

Porque habéis de entender que este reino de Cristo tiene dos estados, así respecto de cada un particular en quien reina secretamente, como respecto de todos en común, y de lo manifiesto de él y de lo público. El un estado es de contradicción y de guerra; el otro será de triunfo y de paz. En el uno tiene Cristo vasallos obedientes, y tiene también rebeldes; en el otro todo le obedecerá y servirá con amor. En éste quebranta con vara de hierro a lo rebelde, y gobierna con amor a lo súbdito; en aquél todo le será súbdito de voluntad.

Y para declarar esto más, y tratando del reino que tiene Cristo en cada un alma justa, decimos que de una manera reina Cristo en cada uno de los justos aquí, y de otra manera reinará en el mismo después; no de manera que sean dos reinos, sino un reino que, comenzando aquí, dura siempre, y que tiene según la diferencia del tiempo diversos estados.

Porque aquí lo superior del alma está sujeto de voluntad a la gracia, que es corno una imagen de Cristo y lugarteniente suyo hecho por Él, y puesto en ella por Él, para que le presida y le dé vida, y la rija y gobierne. Mas rebélase contra ella, y pretende hacerle contradicción, siguiendo la vereda de su apetito, la carne y sus malos deseos y afectos. Mas pelea la gracia, o por mejor decir, Cristo en la gracia, contra estos rebeldes; y como el hombre consienta ser ayudado de ella, y no resista a su movimiento, poco a poco los doma y los sujeta, y va extendiendo el vigor de su fuerza insensiblemente por todas las partes y virtudes del alma; y, ganando sus fuerzas, derrueca sus malos apetitos de ella; y a sus deseos, que eran como sus ídolos, se los quita y deshace. Y, finalmente, conquista poco a poco a todo este reino nuestro interior, y reduce a su sola obediencia todas las partes de él; y queda ella hecha señora única, y reina resplandeciendo en el trono del alma, y no sólo tiene debajo de sus pies a los que le eran rebeldes, mas, desterrándolos del alma y desarraigándolos de ella, hace que no sean, dándoles perfecta muerte. Lo cual se pondrá por obra enteramente en la resurrección postrera, adonde también se acabará el primer estado de este reino, que hemos llamado estado de guerra y de pelea, y comenzará el segundo estado de triunfo y de paz.

Del cual tiempo dice bien San Macario: «Porque entonces, dice, se descubrirá por de fuera en el cuerpo lo que ahora tiene atesorado el alma dentro de sí, así como los árboles, en pasando el invierno, y habiendo tomado calor la fuerza que en ellos se encierra con el sol y con la blandura del aire, arrojan afuera hojas y flores y frutos. Y ni más ni menos como las yerbas en la misma sazón sacan afuera sus flores, que tenían encerradas en el seno del suelo, con que la tierra y las yerbas mismas se adornan. Que todas estas cosas son imágenes de lo que será en aquel día en los buenos cristianos. Porque todas las almas amigas de Dios, esto es, todos los cristianos de veras, tienen su mes de Abril, que es el día cuando resucitaren a vida; adonde, con la fuerza del Sol de justicia, saldrá afuera la gloria del Espíritu Santo, que cobijará a los justos sus cuerpos. La cual gloria tienen ahora encubierta en el alma; que lo que ahora tienen, eso sacarán entonces a la clara en el cuerpo. Pues digo que éste es el mes primero del año; éste el mes con que todo se alegra; éste viste los desnudos árboles desatando la tierra; éste en todos los animales produce deleite; y éste es el que regocija todas las cosas. Pues éste, por la misma manera, es en la resurrección su verdadero abril a los buenos, que les vestirá de gloria los cuerpos, de la luz que ahora contienen en sí mismas sus almas; esto es, de la fuerza y poder del espíritu, el cual, entonces, les será vestidura rica, y mantenimiento, y bebida, y regocijo, y alegría, y paz, y vida eterna.»

Esto dice Macario. Porque, de allí en adelante, toda el alma y todo el cuerpo quedarán sujetos perdurablemente a la gracia; la cual, así como será señora entera del alma, asimismo hará que el alma se enseñoree del todo del cuerpo. Y como ella, infundida hasta lo más íntimo de la voluntad y razón, y embebida por todo su ser y virtud, le dará ser de Dios y la transformará casi en Dios, así también hará que, lanzándose el alma por todo el cuerpo, y actuándole perfectísimamente, le dé condiciones de espíritu y casi le transforme en espíritu. Y así, el alma, vestida de Dios, verá a Dios, y tratará con Él conforme al estilo del cielo; y el cuerpo, casi hecho otra alma, quedará dotado de sus cualidades de ella, esto es, de inmortalidad, y de luz, y de ligereza, y de un ser impasible. Y ambos juntos, el cuerpo y el alma, no tendrán ni otro ser, ni otro querer, ni otro movimiento alguno más de lo que la gracia de Cristo pusiere en ellos, que ya reinará en ellos para siempre gloriosa y pacífica.

Pues lo que toca a lo público y universal de este reino, va también por la misma manera. Porque ahora, y cuanto durare la sucesión de estos siglos, reina en el mundo Cristo con contradicción, porque unos le obedecen y otros se le rebelan; y con los sujetos es dulce, y con los rebeldes y contradicientes tiene guerra perpetua. Por medio de la cual, y según las secretas y no comprensibles formas de su infinita providencia y poder, los ha ido ya y va deshaciendo.

Primero, como decía, derrocando las cabezas, que son los demonios, que en contradicción de Dios y de Cristo se habían levantado con el señorío de todos los hombres, sujetándolos a sus vicios e ídolos. Así que primero derrueca a éstos, que son como los caudillos de toda la infidelidad y maldad, como lo vimos en los siglos pasados, y ahora en el nuevo mundo lo vemos. Porque sola la predicación del Evangelio, que es decir la virtud y la palabra de sólo Cristo, es lo que siempre ha deshecho la adoración de los ídolos.

Pues derrocados éstos, lo segundo, a los hombres que son sus miembros de ellos, digo, a los hombres que siguen su voz y opinión, y que son en las costumbres y condiciones como otros demonios, los vence también o reduciéndolos a la verdad, o, si perseveran en la mentira duros, quebrándolos y quitándolos del mundo y de la memoria.

Así ha sido siempre desde su principio el Evangelio, y como el sol, que, moviéndose siempre y enviando siempre su luz, cuando amanece a los unos, a los otros se pone, así el Evangelio y la predicación de la doctrina de Cristo, andando siempre y corriendo de unas gentes a otras, y pasando por todas, y amaneciendo a las unas y dejando las que alumbraba antes en oscuridad, va levantando fieles y derrocando imperios, ganando escogidos y asolando los que no son ya de provecho ni fruto.

Y si permite que algunos reinos infieles crezcan en señorío y poder, hácelo para por su medio de ellos traer a perfección las piedras que edifican su Iglesia. Y así, aun cuando éstos vencen, Él vence y vencerá siempre, e irá por esta manera de continuo añadiendo nuevas victorias, hasta que, cumpliéndose el número determinado de los que tienen señalados para su reino, todo lo demás, como a desaprovechado e inútil, vencido ya y convencido por sí, lo encadene en el abismo donde no perezca sin fin. Que será cuando tuviere fin este siglo, y entonces tendrá principio el segundo estado de este gran reino, en el cual, desechadas y olvidadas las armas, sólo se tratará de descanso y de triunfo, y los buenos serán puestos en la posesión de la tierra y del cielo, y reinará Dios en ellos solo y sin término, que será estado mucho más feliz y glorioso de lo que ni hablar ni pensar se puede; y del uno y del otro estado escribió San Pablo maravillosamente aunque con breves palabras.

Dice a los de Corinto: «Conviene que reine Él hasta que ponga a todos sus enemigos debajo de sus pies; y, a la postre de todos, será destruida la muerte enemiga. Porque todo lo sujetó a sus pies; mas cuando dice que todo le está sujeto, sin duda se entiende todo, excepto Aquel que se lo sujetó. Pues cuando todo le estuviere sujeto, entonces el mismo Hijo estará sujeto a Aquel que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea en todos todas las cosas.»

Dice que conviene que reine Cristo hasta que ponga debajo de sus pies a sus enemigos, y hasta que deje en vacío a todos los demás señoríos. Y quiere decir que conviene que el reino de Cristo, en el estado que decimos de guerra y de contradicción, dure hasta que, habiéndolo sujetado todo, alcance entera victoria de todo. Y dice que, cuando hubiera vencido a lo demás, lo postrero de todo vencerá la muerte, último enemigo; porque, cerrados los siglos y deshechos todos los rebeldes, dará fin a la corrupción y a la mudanza, y resucitará los suyos gloriosos para más no morir, y con esto se acabará el primer estado de su reino de guerra, y nacerá la vida y la gloria; y, lleno de despojos y de vencimientos, presentará su Iglesia a su Padre, que reinará en ella juntamente con su Hijo en felicidad sempiterna.

Y dice que entonces, esto es, en aquel estado segundo, será Dios en todas las cosas, por dos razones. Una, porque todos los hombres y todas las partes y sentidos e inclinaciones que en cada uno de ellos hay, le estarán obedientes y sujetos, y reinará en ellos la ley de Dios sin contienda, que, como vemos en la oración que el Señor nos enseña, estas dos cosas andan juntas o casi son una misma, el reinar Dios y el cumplir nosotros su voluntad y su ley enteramente, así como se cumple en el cielo. Y la otra razón es porque será Dios entonces, Él solo y por sí, para su reino, todo aquello que a su reino fuere necesario y provechoso. Porque Él les será el príncipe y el corregidor, y el secretario y el consejero; y todo lo que ahora se gobierna por diferentes ministros, Él por sí solo lo administrará con los suyos, y Él mismo les será la riqueza y el dador de ella, el descanso, el deleite, la vida.

Y como Platón dice del oficio del rey, que ha de ser de pastor, así como llama Homero a los reyes, porque ha de ser para sus súbditos todo, como el pastor para sus ovejas lo es, porque él las apacienta y las guía, y las cura y las lava, y las trasquila y las recrea, así Dios será entonces con su dichoso ganado muy más perfecto pastor, o será alma en el cuerpo de su Iglesia querida; porque, junto entonces y enlazado con ella, y metido por toda ella por manera maravillosa hasta lo íntimo, así como ahora por nuestra alma sentimos, así en cierta manera entonces veremos, y sentiremos y entenderemos y nos moveremos por Dios, y Dios echará rayos de sí por todos nuestros sentidos, y nos resplandecerá por los rostros.

Y como en el hierro encendido no se ve sino fuego, así lo que es hombre casi no será sino Dios, que con su Cristo reinará enseñoreado perfectamente de todos. De cuyo reino, o de la felicidad de este su estado postrero, ¿qué podemos mejor decir que lo que dice el Profeta? «Di alabanzas, hija de Sión; gózate con júbilo, Israel; alégrate y regocíjate de todo tu corazón, hija de Jerusalén; que el Señor dio fin a tu castigo, apartó de ti su azote, retiró tus enemigos el Rey de Israel. El Señor en medio de ti, no temerás mal de aquí en adelante.»

O como otro profeta dijo: «No sonará ya de allí adelante en tu tierra maldad ni injusticia, ni asolamiento ni destrucción en tus términos; la salud se enseñoreará por tus muros, y en las puertas tuyas sonará voz de loor. No te servirás de allí adelante del sol para que te alumbre en el día, ni el resplandor de la luna será tu lumbrera; mas el Señor mismo te valdrá por sol sempiterno y será tu gloria y tu hermosura tu Dios. No se pondrá tu sol jamás, ni tu luna se amenguará; porque el Señor será tu luz perpetua, que ya se fenecieron de tu lloro los días. Tu pueblo todo serán justos todos, heredarán la tierra sin fin, que son fruto de mis posturas, obra de mis manos para honra gloriosa. El menor valdrá por mil, y el pequeñito más que una gente fortísima; que Yo soy el Señor, y en su tiempo Yo lo haré en un momento.»

Y en otro lugar: «Serán allí en olvido puestas las congojas primeras, y ellas se les esconderán de los ojos. Porque Yo criaré nuevos cielos y nueva tierra, y los pasados no serán remembrados ni subirán a las mientes. Porque Yo criaré a Jerusalén regocijo, y alegría a su pueblo, y me regocijaré Yo en Jerusalén, y en mi pueblo me gozaré. Voz de lloro ni voz lamentable de llanto no será ya allí más oída, ni habrá más en ella niño en días ni anciano que no cumpla sus años; porque el de cien años mozo perecerá, y el que de cien años pecador fuere, será maldito. Edificarán y morarán, plantarán viñas y comerán de sus frutos. No edificarán y morarán otros, no plantarán y será de otro comido. Porque conforme a los días del árbol de vida, será el tiempo del vivir de mi pueblo. Las obras de sus manos se envejecerán por mil siglos. Mis escogidos no trabajarán en vano, ni engendrarán para turbación y tristeza. Porque ellos son generaciones de los benditos de Dios, y es lo que de ellos nace, cual ellos. Y será que antes que levanten la voz, admitiré su pedido, y en el menear de la lengua Yo los oiré. El lobo y el cordero serán apacentados como uno, el león comerá heno así como el buey, y polvo será su pan de la sierpe. No maleficiarán, no contaminarán, dice el Señor, en toda la santidad de mi monte.»

Calló Marcelo un poco luego que dijo esto. Y luego tornó a decir:

-Bastará, si os parece, para lo que toca al nombre de Rey lo que hemos ahora dicho, dado que mucho más se pudiera decir; mas es bien que repartamos el tiempo con lo que resta.

Y tornó luego a callar. Y descansando, y como recogiéndose todo en sí mismo por un espacio pequeño, alzó después los ojos al cielo, que ya estaba sembrado de estrellas, y teniéndolos en ellas como enclavados, comenzó a decir así: