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loco de amor por la joven de los ojos verdes, apretaba los puños con la cara vuelta hacia aquel castillo que iba á ser suyo y en el cual el enemigo de su raza, convertido en su enemigo personal, envolvía en ternura inefable á la futura esposa del hijo de los harapientos.

A la misma hora, en el pabellón del guarda la escená era diferente.

La casita estaba lo mismo que en los tiempos ya lejanos, en que el conde de Valroy llevó á ella con gran ceremonia al heredero de su raza para ponerle en los brazos abiertos de la fiel nodriza Berta Garnache, joven en aquellos tiempos de una gran belleza.

Pero sólo la casa no había cambiado.

Regino más seco y más curtido que nunca, tenía ya las sienes muy canosas. Berta no era más que una masa movible, que no recordaba nada el pasado. Sofía estaba todavía más fea que en otro tiempo; y José era un hombre tranquilo, silencioso, resignado y muy dulce.

Un día le dijo su padre: —Y bien, muchacho, has conservado tu amor al bosque? ¿Quieres ser guarda como tu padre, tu abuelo y todos los Garnache conocidos en lo que alcanza la memoria?

José dijo que no tres veces con la cabeza.

—No, padre, podrá ser bueno estar al servicio del conde Juan, pero el vizconde Jacobo será un mal amo.

He renunciado.

—¿Qué vas á hacer entonces?

—No lo sé... Quisiera estar aquí con los que quiero; pero no veo en qué voy á trabajar. Si tuviera un pedazo de tierra, la cultivaría sin buscar cosa mejor...

Pero usted está demasiado ocupado en proteger la tierra de los demás para haber pensado en tener una.