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también ella merecía las amarguras con que la atormentaban; pero ella, al menos, podía hablar y hacer frente á su verdugo, el cual, por el instante, no notaba siquiera su presencia.

Antes del matrimonio, Bella había puesto sus condiciones fuera de la cuestión de dinero. Habitarían en París en invierno y en Valroy en verano, con sus padres, el noble Marqués y la dama de las miradas francas. En los primeros meses, sin embargo, debían hacer un viaje á Italia.

Bella tendría la dirección absoluta de la casa y de los domésticos, y fijaba la suma que quería recibir para eso todos los trimestres. El precio de sus cuidados particulares, coches, caballos, trajes y gastos corrientes, subiría á tanto... y otras cosas además.

Todo lo había arreglado y calculado en su cabecita, y su presupuesto estaba establecido con una seguridad de viejo hacendista.

Gervasio, embriagado de amor, al parecer, había respondido á cada una de esas peticiones con una aceptación completa. Bella le decía, desconfiando to davía: —Júrelo usted.

—Lo juro.

—¿Por el Cristo ?

—Por el Cristo.

Una vez, por un inoportuno recuerdo de su infancia vagabunda y sin distinción, Gervasio añadió á sus juramentos el acto ritual del chulo que toma un compromiso, y escupió en el suelo. Bella se estremeció de horror y retrocedió pálida y temblorosa, alarmada por tales modales. Durante ocho días le evitó, y, para volver á su gracia, tuvo él que humillarse, repetir mil excusas, prometer que no se permitiría más semejante