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Salvamento

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Salvamento
de Emilia Pardo Bazán


Camino del pozo, cuando apenas amanecía, Ramón Luis mascaba hieles. ¡Su mujer, su Rosario, engañarle, afrentarle así! Y no quedaba el consuelo de la incertidumbre. Bien había visto al condenado de Camilo Solines salir por la puerta de la corraliza, escondiéndose... La sorpresa le quitó la acción, y no le echó al maldito las uñas al pescuezo para ahogarle, como era su deber. Sí; Ramón sentía, en forma de ley que le obligaba imperiosamente, que era forzoso matar al amante de Rosario. Porque ella..., a ella le quedaban ya en la piel, para escarmiento, buenas señales; pero ¿qué más va a hacer el hombre que tiene cuatro chiquillos, que caben todos debajo de un cesto? No, no, la justicia en él, en el ladrón. Ya le atraparía en el fondo de la mina, por revueltas oscuras, y allí, sin más arma, sin agarrar un cacho de pizarra siquiera, con los puños... A la primera vaga luz del alba, Ramón se miraba las manos, negras, recias, sin vello, porque se lo había raído el polvillo del carbón, y se le crispaban los dedos rudos al pensar en la garganta delgada de su enemigo. ¡Un chicuelo así, un hijo de perra...; y por él pierde una mujer la vergüenza, se olvida de las criaturas! ¿Y si lo sabían los compañeros?... Mejor, que lo supiesen; ya verían que no se juega con Ramón Luis...

El minero iba retrasado. Cuando penetró en el vasto cobertizo para recoger su lámpara, una piña de hombres obstruía el paso. Brotaban del grupo exclamaciones confusas, la angustia de una catástrofe. Preguntó...

-Hundimiento... No se sabe cuántos cogidos... Esperamos al ingeniero...

Llegaban mineros corriendo, atropellándose, que subían de galerías y pozos, al aire de galope del terror, ansiando convencerse de que no eran ellos los que se habían quedado abajo. Tremendo era el desplome; sin duda estaban cegadas todas las galerías del costado sur de la mina, o la mayor parte al menos. El ingeniero llegaba ya, subido el cuello de la anguarina sobre las mejillas pálidas de sueño y de frío. Era joven, activo y nervioso, y dio órdenes terminantes.

-No perder minuto... Empezar por la galería de la izquierda...

-Allí es fácil que se hayan refugiado -murmuró un capataz viejo-. Pero estarán hechos papilla..., espachurrados por los materiales...

El trabajo de salvamento comenzó, algo desordenado al principio: después, silencioso, regularizado, metódico. No esperaban; la fatalidad del hecho los aplastaba a ellos también. Ramón Luis, distraído, hacía muy poco. El capataz llamó la atención a los de la brigada.

-¡Eh! ¡Alma, alma ahí! ¡Acordarse que hay gente dentro!

A mediodía empezaron a acudir mujeres y chicos mal trajeados, sucios: la patulea que come del carbón. Antes de saber si un trozo de su carne estaba encerrado en los hondones de la tierra, las hembras lloraban ya a gritos.

-¡A pasar lista! -mandó el ingeniero-. ¡A averiguar de una vez cuántos faltan!...

Al escuchar la orden, dio un brinco repentino el corazón de Ramón Luis. ¿Apostamos que el maldito, el que le había puesto la marca de la vergüenza, era de los enterrados? Como que ahí venía, chancleteando y sollozando la perra de su madre, la Juaneca, la que todos habían zarandeado cuando moza y repetía ahogándose:

-¡El mi hijo! ¡Hijo! ¡Hijo de la vida mía!

¡Ah! Estaba, estaba de seguro en el fondo de la desplomada galería el bribón, con la cabeza machacada, las piernas rotas, las costillas hechas cisco...

¡Dios castiga sin palo ni piedra! Y una alegría frenética estremeció al esposo agraviado, que se rió solo como a pesar suyo. El recuento confirmó su satisfacción: faltaban diecisiete, y entre ellos Camilo Solines, el minerito, así le llamaban las muchachas.

La madre, arrojándose al suelo, lo arañó, cual si quisiese rasgarlo y libertar a su hijo. Incorporándose luego se encaró con los trabajadores:

-¡Sacádmelo de ahí! Holgazanes, ¿qué hacéis que no caváis más aprisa? ¿No veis que está ahí sin tener qué comer? ¿Sin gota de agua, mi hijo? ¡Sacadlo, malos cristianos!

Ramón Luis, involuntariamente, como si las invectivas fuesen sólo con él, empuñó la pala y apretó en el trabajo. De cuando en cuando pensaba: «Ahí dentro se pudre; duro, que se pudra... Ya estará en los infiernos...». Y detrás del minero, la voz de la madre se alzaba, ardiente y furiosa:

-Sacádmelo de ahí...

Un impulso hizo volverse a Ramón Luis; quería gritar él también: «Si no vive, si aparecerá estrujado; y si por caso vive, le mato yo, ¿entiendes?». Pero al ver la cara de la madre, sublime de cólera y de amor, el ofendido bajó los ojos... La pala resonó de nuevo hiriendo la tierra, preguntándole:

-¿Dónde están?

Corrieron horas, días. La fiebre de la madre, de aquella loba defensora de su cachorro, que ni comía ni dormía, sustentada con un buche de aguardiente, se comunicaba a los salvadores. Ramón Luis era el único desanimado.

-Están difuntos -decía por lo bajo-. No es necesario romperse los brazos; están difuntos como mi padre.

Un rumor acogía sus palabras; un cansancio maquinal se apoderaba de los mineros.

Al quinto día, a la hora de anochecer, de las profundidades de la tierra se oyó salir un soplo lejano, débil, lúgubre... La labor se interrumpió; la emoción cortaba el aliento. La madre oía, atónita, hasta que al convencerse de que la mina contestaba, una carcajada de triunfo delirante salió de sus labios:

-¡Ahí está! ¡Me llama! Dice ¡ay mi madre! ¡Mi corazón, mi alma! ¡No te mueras, gloria! ¡Va tu madre a sacarte, rey mío! ¡Aguarda, niño; mi niño! ¡Ahora vas a salir, ahora!

Y de rodillas, quiso besar las manos de los trabajadores; el más cercano era Ramón Luis; una boca de fuego, unas lágrimas de llama le tocaron. El minero saltó hacia atrás. «¿Vivo el condenado? ¿No había justicia?». Y, sin embargo, agarró la pala...

-¡Cavar, cavar! -repetía la Juaneca danzando de júbilo aterrador-. ¡Cavar, mis amigos!

Y cavaron, cavaron, excitados, redobladas sus fuerzas por la esperanza, por el quejido a cada hora un poco más perceptible. Ramón Luis braceaba con arranque soberbio de mocetón fornido, y avanzaba él solo más que otros tres. Creía llevar el odio dentro de su alma, y en realidad llevaba un deseo infinito, ya victorioso, de horadar la pared y libertar a los enterrados. «Así que salga le deshago con la pala la cabeza». Y cavaba, cavaba infatigable, rabioso. El ingeniero le alabó y le puso por ejemplo a los demás apremiándolos.

-¿No oyen gritar dentro socorro? Yo lo oigo perfectamente. ¡Ánimo!

Y los azadones, las palas, los picos, tenían vértigo... Ya se escuchaba el llamamiento angustioso, como si lo pronunciasen al lado de los trabajadores. Todos querían ser los primeros que abriesen el agujero y viesen la cara de los emparedados. Fue Ramón Luis el que lo consiguió... Al boquete practicado por su valiente herramienta se asomó la faz de un espectro, un rostro de moribundo en la agonía; la madre saltó, apartó a Ramón Luis y pegó la boca a la cara escuálida de su hijo, balbuceando delirios gozosos.

Media hora después se había terminado el salvamento; los cuerpos, casi exánimes, eran conducidos en camillas al improvisado hospital, donde se les prodigaban cuidados. Ramón Luis veía alejarse la procesión de las camillas, y buscaba en sí mismo el furor, la rabia, el deseo de muerte, asombrado de no encontrarlo.

¿Dónde estaban? ¿Por qué se habían ido? Su «deber», su «deber» era no parar hasta que los encontrase... Y alzando los hombros emprendió el camino de su casa. Era preciso lavarse, comer, dormir... El cuerpo no es de hierro, ¡qué demonio!