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Sancho Saldaña: 26

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Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XXVI

Capítulo XXVI

¡A tan leve culpa, tanta
ingratitud se ha juntado!
Mas quien nació desdichado
siempre el mal se le adelanta.
El caballero del Sacramento


Cuenta la historia que así como el paje separó de su amo, se dirigió a la habitación de Zoraida, cuya puerta halló cerrada, y tardó mucho tiempo en hacer que le abriera la esclava que la servía.

-¿Qué queréis? -le preguntó ésta-. Ya sabéis la orden de mi señora, que me ha prohibido que os deje entrar.

-Abre, niña -repuso el paje en tono muy dulce-; yo no vengo a ofenderla; o bien, ve y dile que vengo de parte de mi señor.

La esclava obedeció al punto, y al cabo de un rato volvió a abrir la puerta, y entró Jimeno después de halagarle las mejillas con dos o tres palmaditas suaves. Al entrar él, Zoraida se levantó con fiereza, aunque en medio de su resolución se notaba cierto temblor convulsivo en todo su cuerpo.

Lucía en su mano derecha una daga desnuda, con que parecía amenazarle, pero su semblante estaba ya muy caído; pálida y desmejorada, apenas ofrecía ya a la vista aquel conjunto de orgullo y de hermosura que tanto la distinguía.

-Jimeno -le dijo con voz tan abatida como su rostro, pero que no desmentía por eso la audacia de sus palabras-, si habéis venido a ultrajarme, entrad y me veréis morir aquí mismo; dad un paso más con esa intención, y me atravieso el pecho con esta daga.

Turbóse el paje sorprendido de tanta resolución, y sin atreverse a adelantar un paso quedó inmóvil, mirándola con sorpresa.

-Serénate, Zoraida -dijo aparentando el mismo abatimiento que ella-. Conozco mi mal comportamiento contigo; te he dado motivos bastantes para hacerte desconfiar de mí; pero ¿qué sacrificios hay que yo no haya hecho después para hacerte olvidar tus ultrajes y mi infamia? ¿No he estado a pique de perecer por librarte de tu rival? ¿No te he salvado dos veces la vida del furor de Saldaña? Y ahora mismo, créeme Zoraida, vengo a librarte de la horrible muerte que te preparan.

-Jimeno -repuso la mora-, ¿qué me importa morir? ¿Ves tú que me rodeen tales dichas que deba sentir perderlas, ni que me halague la esperanza más remota para lo futuro? ¿Ves tú cómo vivo, y puedes creer no cifre yo mi única esperanza en la sepultura? Vete, pues; nadie puede oponerse a lo que está escrito en el libro de los destinos; vete, y déjame morir en paz.

-¡Ah! -exclamó Jimeno-: tú no sabes el tremendo fin que te aguarda, tú no sabes qué genero de muerte te apercibe tu fatalidad.

-Cualquiera que sea -replicó la mora- será más dulce que vivir como vivo.

-¿Y tu venganza? -repuso el paje.

-¿Qué me importa después de muerta?

-Zoraida, voy a declararte la horrible trama que hay contra ti. Sancho Saldaña, lleno de odio hacia ti, y por librarse de tu presencia, te ha delatado al tribunal eclesiástico por hechicera. Si niegas que lo eres, el tormento, que hará polvo tus huesos, te obligará a confesar cuanto quieran aquellos fanáticos, sufrirás la prueba del guantelete de fuego en que meterán esa mano de marfil, que sólo debería quemar el amor con sus labios, pasarás por once barras ardiendo que abrasarán tus delicados pies, que ahora son gloria del suelo que pisas. Tú no tienes a nadie que te defienda, ningún caballero tomará por ti la demanda, y todos te odiarán, y te maldecirán creyéndote bruja con la mejor fe del mundo. Tal es la suerte que te espera; seré breve, voy a pintarte la que te aguarda si te entregas a mi voluntad. El castillo de Cuéllar no es el único castillo que hay en el mundo. No lejos de Córdoba, en medio de la abundante y deliciosa Andalucía, posee un caballero pariente mío una fortaleza magnífica, rodeada no sólo de fuertes muros, sino de frondosos jardines, bajo un cielo de cristal purísimo, que junto a ellos son arenosos páramos los tan ponderados de este castillo. Es aquel el país de las bellas y de los amantes, aquel el suelo que tantos recuerdos conserva y tantas maravillas muestra de lo que fueron y fabricaron tus padres; de allí se dijo con razón que ríos de miel y de leche fecundaban aquellas tierras; allí tu vida...

-Basta, Jimeno -interrumpió Zoraida-; ni la vida ni la venganza quiero de ti; te odio, y prefiero mil tormentos y mil oprobios a deberte mi salvación.

-Piensa más tus respuestas -repuso el paje-; los momentos son preciosos, cada instante que pasa te acerca a la eternidad. Los jueces que te han de oír no harán sino lo que quiera Sancho Saldaña. Son, además, fanáticos y supersticiosos como él, y tienes contra ti la opinión del vulgo bárbaro, que hace mucho tiempo te cree hechicera. Todos pedirán a gritos tu muerte, y tus lágrimas, tus ruegos y tu belleza no te valdrán siquiera una muestra de compasión.

-Tu vista -replicó Zoraida- me horroriza más que cuantos tormentos me pintas.

-No hago caso de tus palabras -repuso Jimeno-; lo que me importa es salvarte, y quizá dentro de algún tiempo me sea imposible; sígueme.

-Jamás.

Tan horrible te parezco que aún dudas escoger entre el cadalso y mi amor? -preguntó el paje-. Piensa, Zoraida, lo que vas a decir; no te dejes llevar de tu resentimiento conmigo, y obra no por amor de mí, sino por tu propia conveniencia y seguridad.

-He dicho -respondió la mora con entereza.

-¿Has elegido ya? -preguntó el paje con cierta sonrisa irónica.

-Sí -repuso con firmeza Zoraida-; la muerte.

-Pues bien, yo también me gozo en que mueras -replicó el paje mudando de tono con mucha calma-. También hay placer en ser malo; sí, yo mismo te acompañaré al tribunal, al patíbulo, te perseguiré hasta que expires, y me burlaré de tus súplicas cuando te acuerdes de que he podido salvarte y quieras que entonces te salve. Desengáñate, tú no estás acostumbrada a sufrir, y la vista del cadalso y los martirios de la tortura te harán arrepentir aún y cambiar de opinión. Todavía te has de arrojar tú misma en mis brazos.

-Jimeno -contestó la mora-, tu perversidad prueba esa calma irónica con que hablas; ni aun sientes la pasión de la ira viéndote despreciado de la que dices que amas. Tú no haces sino calcular lo que has de decir. Huye, monstruo: ¿qué vale un mundo en que habitan y medran seres tan viles como tú?

-No, no siento nada, como tu dices -prosiguió el paje con la misma sangre fría y tono irónico-, ni aun siento deseos de vengarme de ti; pero tú no sabes aún hasta dónde llega mi perversidad; sabe que yo, que trataba de libertarte, yo que te amo, yo soy tu acusador ante el tribunal.

En este momento las puertas de la habitación se abrieron de par en par, y dos hombres vestidos de negro, de siniestro aspecto y con traza de alguaciles, entraron en el aposento. Eran sus fisonomías de aquellas en que se nota, al mismo tiempo que el sello de la estupidez, el de la crueldad que suele dar el oficio. Venía tras de ellos, a corta distancia, un eclesiástico, marchando con pasos muy mesurados, y murmurando entre dientes algunos rezos, y junto a él, trémulo, pálido, y sin atreverse a alzar los ojos del suelo, caminaba el mismo Sancho Saldaña. Los remordimientos que le despedazaban continuamente se habían aumentado en aquel instante en su corazón al verse forzado él mismo a entregar al verdugo aquella mujer cuyo único delito era amarle, a quien él mismo había sacrificado y perdido, y cuya inocencia del crimen que la imputaban debía de ser para él tan clara como la luz del sol. Aquella mujer que había hecho en otro tiempo su felicidad, a quien él había desdeñado tan sin razón, y cuyo amor iba él a premiar llenándola de infamia y haciéndola quemar viva. No podía menos de horrorizarse de sí mismo viéndose delante de ella. Apenas acertaba a moverse, y sentía un dolor agudo en su corazón, como si lo atravesasen con un puñal de dos filos. Motejábase de infame y de malvado entre sí, teníase por más despreciable y bajo que el insecto más infeliz, se apiadaba de ella, pensaba en los martirios que iba a sufrir, en las maldiciones que le echaría en la hora de su muerte; veíala irse quemando poco a poco reclinada sobre la hoguera, y, sin sentirlo, él mismo se despedazaba las manos, hincándose las uñas hasta los huesos, y rechinaba los dientes, pero no por eso cambiaba de resolución.

Mirábale atentamente Zoraida, sorprendida de verle allí, sin osar todavía imaginarse que era aquel mismo hombre que la había amado tanto el mismo que la condenaba a morir de aquel modo. Parecíale imposible que fuese él, y más de una vez creyó que le engañaban sus ojos. Pero no había que dudarlo, era Saldaña; era su amante, el que tantas veces le había jurado que la adoraría eternamente; era el mismo que estaba allí, y que venía acompañando a los que venían a prenderla; era Saldaña, que hubiera querido en aquel momento que se hundiese la tierra bajo sus pies por no verse delante de ella representando tan villano papel, que llevaba en su alma su más cruel suplicio, pero inmutable, fijo, inexorable en su bárbara resolución.

Los dos hombres y el eclesiástico se adelantaron hacia la mora, que distraída, mirando fijamente a Saldaña, no hacía caso de nada de lo que le rodeaba, mientras él, avergonzado y cabizbajo, se había quedado inmóvil en el umbral de la puerta. Sólo el paje parecía haber conservado toda su serenidad, aunque algo sorprendido de la llegada de aquellos hombres, a quienes él no esperaba hasta el día siguiente, no obstante que a veces solía cambiar de color cuando miraba a Zoraida. Los dos satélites del tribunal rodearon a la mora, y el sacerdote, después de haber hecho su venia a Saldaña, que casi no le miró, colocándose delante de ella, leyó con voz muy campanuda y sonora el acta de prisión, que estaba en latín, y en que le ordenaban se apoderase de la persona de aquella mujer, acusada de usar de maleficios y hechizos para cautivar a los hombres.

No entendió Zoraida, como es de presumir, ni una palabra de las que el mandamiento rezaba, hallándose escrito en lengua que le era extraña, pero no por eso dejó de conocer de lo que se trataba, y mucho más cuando oyó a los dos piadosos oficiales del tribunal intimarle la orden de entregarse presa a tiempo que cada uno por su lado la sujetaba tan fuertemente de un brazo que la obligaron a dar un grito. No pudo menos Saldaña de apartar los ojos y volver la cabeza a otro lado en aquel instante. El sacerdote hizo señas a los dos ministros que la sacasen de allí, y el paje se sonrió como podría sonreírse un demonio.

Había vuelto Zoraida de su primer asombro, y recobrando todo su ánimo, no pudo menos de echar una mirada de triunfo a Saldaña, gozosa, en medio de su desgracia, con los tormentos que aquella escena causaba en su corazón.

Sin duda, ella en aquel momento era mucho más dichosa que él, puesto que podía levantar su frente sin rubor, serena, y sin la marca de la vergüenza, mientras que su pérfido amante se veía allí delante de ella con todo el abatimiento y el oprobio de un hombre cuyo crimen le hace detestarse a sí mismo.

Al pasar junto a Saldaña sintió éste un frío por todo su cuerpo tan intenso que le penetraba hasta los huesos, sus rodillas se doblaron, y quiso articular algunas palabras. Sólo se le pudo entender que decía:

-¿Me perdonas?

Zoraida le miró con desdén y menosprecio.

-No -le contestó-; jamás te perdonaré. Tanto cuanto te he amado te aborrezco. Te he perseguido, he querido vengarme de ti, pero no me movía a hacerlo más que mi amor. Podías en un acceso de cólera haberme muerto de una puñalada, haberme ahogado entre tus brazos, y yo te habría perdonado. ¡Pero entregarme fríamente a mis verdugos! Tú eres un malvado, y jamás te perdonaré.

-¡Zoraida, Zoraida! -gritó Saldaña de rodillas, y tendiendo hacia ella los brazos-. No os la llevéis sin que diga que me perdona, porque Dios me castigará.

El sacerdote hizo señas a los alguaciles de que anduviesen, y dijo:

-Está hechizado, no hay duda, Miserere nobis Domine secundum magnam misericordiam tuam. -Y echó a andar detrás de ellos, seguido del paje, sin atender a los gritos del supersticioso Saldaña.