Ir al contenido

Amalia/Daniel Bello

De Wikisource, la biblioteca libre.

Daniel Bello

El joven Daniel entraba al baile a las doce y media de la noche, pero antes de seguirlo en él, veamos lo que era y lo que hacía tres horas antes en la casa misteriosa de la calle de Cochabamba, a cuya puerta hemos visto acercarse varios individuos, dar una seña, entrar en la casa, y cerrarse luego la puerta de la calle.

Entre el lector con nosotros a esa casa, a las nueve y media de la noche, y encontraremos una reunión de hombres bien interesante, pero bien en peligro al mismo tiempo.

La sala de Doña Marcelina, cuyas ventanas daban a la calle, se había convertido esa noche en campamento general. La cama matrimonial y los catres de lona de sus distinguidas sobrinas habían sido trasportados de la alcoba a la sala.

Y todas las sillas de ésta, las del comedor, tres baúles, y un banco que parecía haber tenido el honor en algún tiempo de ser colocado en la portería de algún convento, estaban cuidadosamente colocados en el círculo que permitía el estrecho aposento convertido improvisadamente en sala de recepción para esa noche, estando colocada en uno de sus testeros una mesa de pino con dos velas de sebo, y delante de ella una silla que parecía la presidencia de aquel lugar.

Parados unos, otros sentados, y otros cómodamente acostados en los catres y en la cama, una crecida reunión de hombres ocupaba la sala de Doña Marcelina, sin más luz que la escasa claridad de las estrellas que entraba a través de los pequeños y empañados vidrios de las ventanas.

Las palabras eran dichas al oído, y de cuando en cuando alguno de los que allí estaban se aproximaba a las ventanas, y con la mayor atención paseaba sus miradas por la lóbrega y desierta calle de Cochabamba.

El reloj del Cabildo hizo llegar hasta esta reunión misteriosa la vibración metálica de su campana.

-Son las nueve y media de la noche, señores, y nadie puede equivocarse en una hora de tiempo cuando le espera una cita importante. Los que no han venido no vendrán ya. Vamos a reunirnos.

Al concluirse la última de esas palabras, dichas por una voz muy conocida nuestra, los postigos de las ventanas se cerraron, y la luz de la pieza inmediata penetró a la sala por la puerta de la habitación contigua.

Un minuto después, el señor Don Daniel Bello ocupaba la silla colocada delante de la mesa de pino, teniendo a su derecha al señor Don Eduardo Belgrano; ocupados los demás asientos por veinte y un hombres, de los cuales el de más edad contaría apenas veinte y seis o veinte y siete años, y cuyas fisonomías y trajes revelaban la clase inteligente y culta a que pertenecían.

-Amigos míos -dijo Daniel paseando sus miradas por la reunión-, hemos debido reunirnos esta noche treinta y cuatro jóvenes; y, sin embargo, no estamos aquí sino veinte y tres. Pero cualesquiera que sean las causas por que nuestros amigos nos abandonan, no hagamos a ninguno la ofensa de creerlo traidor, y no abriguemos el menor recelo sobre su secreto. Treinta y dos nombres fueron elegidos por mí. Cada uno recibió su aviso anticipado para concurrir a esta casa en esta noche, y yo sé bien, señores, quiénes son los hombres con cuyo honor puede contarse en Buenos Aires. Ahora dos palabras más para inspiraros la más completa confianza en esta casa. Sorprendidos en ella por los asesinos del tirano, nuestra sentencia estaría pronunciada en el acto. Pero si él tiene la fuerza, yo tengo la astucia y la previsión. Esta casa da sobre la barranca del río. El agua está a una cuadra de ella, y a su orilla hay en este momento dos balleneras prontas para recibirnos. En caso de ser sorprendidos, saldremos a la barranca por la ventana de una habitación interior que da sobre ella; y si aun allí fuésemos atacados, me parece que veinte y tres hombres, más o menos bien armados, pueden llegar sin dificultad hasta la orilla del río. Una vez en las balleneras, los que quieran volver a la ciudad tienen algunas leguas de costa donde poder desembarcarse, y los que quieran emigrar, tienen las costas orientales a pocas horas de viaje. En la puerta de la calle está mi fiel Fermín. En la ventana que da a la barranca, está el criado de Eduardo, de cuya fidelidad tenemos todos repetidas pruebas; y últimamente, sobre la azotea está una persona de mi más completa confianza, y cuyo poco valor es nuestra mejor garantía, pues si el miedo le impidiese hablar, no le impediría hacer temblar el techo de esta sala con sus carreras: es un antiguo maestro de casi todos nosotros, que ignora los que están aquí, pero que sabe que estoy yo, y eso le basta, ¿Estáis satisfechos?

-El exordio ha sido un poco largo, pero en fin, ya se acabó, y no creo que haya nadie aquí que después de haberle oído no se crea tan seguro como si se hallase en París -dijo un joven de ojos negros, de fisonomía alegre y cándida, y que, durante hablaba Daniel, se había entretenido en jugar con una cadena de pelo que tenía al cuello.

-Yo conozco la tierra en que aro, mi querido amigo; yo sé que ninguno de vosotros está tranquilo; y sé además que soy el responsable de cuanto pueda sucederos. Ahora, vamos al objeto de nuestra reunión.

-Aquí tenéis, señores -prosiguió Daniel sacando una cartera llena de papeles-, el primer documento de que quiero hablaros: es una lista de las personas que en el mes de abril y la primera quincena de este mayo han llegado emigrados de nuestro país a la República Oriental. Representan un número de ciento sesenta hombres, todos jóvenes, patriotas y entusiastas. Contamos, pues, con ciento sesenta hombres menos en Buenos Aires. Tengo motivos para aseguraros que los que hacen hoy el negocio de conducir emigrados a la Banda Oriental tienen solicitados más de trescientos pasajes, y esto después de los asesinatos del 4 de mayo.

«Resulta, pues, que para el mes de julio vamos a tener cuatrocientos o quinientos patriotas de menos en Buenos Aires, y esto después que en los años anteriores de 38 y 39 han salido del país las dos terceras partes de la juventud.

»Entretanto, oíd ahora el estado del Ejército Libertador y de las provincias interiores, para poder comprender mejor aquel hecho anterior:

»Después de la acción de Don Cristóbal, en que se ganó la batalla y se perdió la victoria, el Ejército Libertador se encuentra en las puntas del Arroyo Grande, sitiando al ejército de Echagüe arrinconado en las Piedras, todo esto, a pocas leguas de la Bajada, y todas las probabilidades parecen estar en favor del general Lavalle, en el caso de una nueva batalla. Si él triunfa en ella, el paso del Paraná será la consecuencia inmediata, y la campaña se emprenderá entonces sobre Buenos Aires. Si él es derrotado, los restos de su ejército vendrán a reorganizarse sobre el norte de nuestra provincia, pues tienen para el tránsito de los ríos las embarcaciones bloqueadoras; y veis entonces que en uno u otro caso, la provincia de Buenos Aires está esperando al general Lavalle.

»En las provincias, la Liga se ha extendido como un incendio. Tucumán y Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy ya no pertenecen al tirano; se han proclamado contra él, y aprontan sus ejércitos. El fraile Aldao no es bastante a sofocar la revolución, y Córdoba se plegará al primero que la amenace. Rosas tenía una esperanza en La Madrid; La Madrid ya no le pertenece.

-¿Cómo? -preguntaron a la vez todos los jóvenes levantándose de sus asientos, menos Eduardo, que parecía sumergido en los misterios de su corazón.

-Vais a saberlo, señores; pero, despacio, no alcéis la voz, todavía no es tiempo de dar gritos en Buenos Aires.

»He dicho la verdad: el general La Madrid, comisionado por Rosas para apoderarse del parque de Tucumán, ha dejado que la revolución se apodere de él, y el 7 de abril se ha puesto sobre su pecho la cinta azul y blanca de la libertad, y ha pisado la ignominiosa marca de la Federación de Rosas.

-¡Bravo! ¡Bravo!

-Silencio, silencio, señores; aquí tenéis este documento, oídlo:

Libertad o muerte Orden general del 9 de abril de 1840 De orden del excelentísimo gobierno se reconoce por general tropas de línea y milicia de la provincia, general Don Gregorio Araoz de La Madrid y por jefe del estado mayor, al coronel Don Lorenzo Lugones, y jefe de coraceros del orden, al coronel Don Mariano Acha.

La explosión del sentimiento fue espontánea. No hubo gritos; no hubo vivas, pero las fisonomías hablaban, y los abrazos pronunciaron discursos y juramentos. Daniel midió aquella escena con su mirada de águila: estaba entusiasmado, estaba estudiando en el complicado libro de la naturaleza moral.

-Ya lo veis, señores -continuó con su imperturbable sangre fría-, en todas partes la revolución se levanta gigantesca, pero esa revolución tiene un fin; ¿por qué no hemos de creer que la revolución sea lógica y que vendrá a buscar ese fin en el lugar en que se esconde? Ese fin es una cabeza y esa cabeza está en Buenos Aires. Si todos los esfuerzos se han de dirigir a este punto, ¿no es cierto, señores, que debemos cooperar al triunfo, cuando se aproxime a él?

-Sí, sí -exclamaron todos los jóvenes.

-Despacio, señores, despacio. Tengamos lógica antes que entusiasmo. Decís que sí; pero he aquí que el modo como vosotros deseáis cooperar es aquel precisamente con el que yo estoy en oposición continua.

»He empezado por mostraros el crecido número de hombres nuestros que han emigrado del país, y ese número lo veréis aumentar con el vuestro... Oídme, señores:

»Cuando hay que vencer un principio difundido en la conciencia de una clase o de un pueblo, es necesario batirse con esa clase o con ese pueblo, con las armas de la razón o con el acero.

»Cuando hay que batir a un gobierno cuya existencia reposa en su poder moral, es necesario entonces minar las bases de ese poder, arrebatándole su popularidad, bien sea en la tribuna, en la prensa, o en los ejércitos. Pero, señores, cuando lo que hay que combatir no es un principio, sino un sistema encarnado en un hombre; no un influjo moral, sino un poder material que se mueve, como una máquina de puñales, al resorte de la voluntad de aquel hombre, es necesario entonces extinguir con el hombre el prestigio, la máquina y voluntad.

»Contad los hombres patriotas que han salido de Buenos Aires; calculad los que habrán de salir en adelante, si no ponemos un dique a ese torrente de emigración, y decidme luego, si ese número de hombres no es suficiente para cooperar en la ciudad a la revolución que traigan a la provincia las armas del general Lavalle, o las armas de la coalición de Cuyo.

»La emigración deja en poder de las mujeres, de los cobardes y de los mashorqueros la ciudad de Buenos Aires, es decir, señores, el punto céntrico de donde parten los rayos del poder de Rosas.

»¿Tres o cuatrocientos hombres aseguran acaso el triunfo del general Lavalle, alistados en las filas de su ejército? Pues bien, señores, tres o cuatrocientos hombres de corazón son bastantes para levantar la ciudad y colgar de los faroles de las calles a Rosas y su mashorca el día que los aturda la noticia de la aproximación de cualquiera de los ejércitos libertadores.

»No podemos reconquistar los que se han ido; pero a lo menos paremos el curso de esa copiosa emigración que va a buscar lejos una libertad que puede encontrarla a su lado, cuando alce su brazo armado sobre la cabeza del tirano.

»¿Hay peligros en permanecer en Buenos Aires? ¿Habrá peligros y sangre el día que demos el primer grito de libertad? Pero, señores, ¿no hay peligros y sangre en los ejércitos?, ¿no hay miseria y humillación en el destierro?

»Creedme, amigos míos; yo estoy más cerca de Rosas que ninguno de vosotros; yo expongo más que mi vida, porque expongo mi honor a las sospechas de mis compatriotas; creedme, pues, que el peor sistema que la juventud de Buenos Aires puede adoptar en el deseo que la anima de la libertad de su patria, es el ausentarse de ella. ¿Sería tan desgraciado que no hubiese ninguno de vosotros que pensase como yo pienso?

-Esa es mi opinión, esa es mi fe; yo moriré al puñal de la mashorca antes que dejar la ciudad. Rosas está en ella, y es a Rosas a quien debemos buscar el día en que uno de nuestros ejércitos pise la provincia. Muerto Rosas, volveremos a todas partes los ojos y no hallaremos un enemigo -dijo uno de los jóvenes que se encontraba en la reunión.

-¿Sois vosotros también de esa misma opinión, amigos míos? -preguntó Daniel.

-Sí, sí, es necesario quedarnos, respondieron con entusiasmo todos los jóvenes.

-Señores -dijo Eduardo Belgrano luego que se restableció el silencio-, no hay una sola palabra de las que ha pronunciado el señor Bello que no esté perfectamente en armonía con mis opiniones, y, sin embargo, yo he sido uno de los que han querido emigrar del país, y aun no sé todavía, si de un momento a otro renovaré mi resolución. Os revelo, pues, una contradicción entre mis opiniones y mi conducta, y en este caso, os debo una explicación que voy a dárosla:

»Es cierto que debemos quedarnos; es cierto que lejos de abandonar, debemos estrechar cada vez más un círculo de fierro en derredor de Rosas, para ahogarlo en el día oportuno a la libertad argentina. Esta teoría no puede ser, ni más racional, ni conveniente, dicha en general, aplicada a cualquier otro pueblo de la tierra en iguales circunstancias que el nuestro. Pero nosotros los argentinos, señores, representamos una excepción bien práctica respecto de lo que nos ocupa. Vamos a verlo:

»El señor Bello ha dicho que tres o cuatrocientos hombres serían bastantes para concluir con Rosas en la ciudad. Yo quiero creer que es bastante ese número; quiero más: quiero creer que están en Buenos Aires todavía todos los hombres de nuestra generación que han emigrado; más aún, todos los emigrados unitarios del año 29 y 30, y que somos dos, tres, cuatro mil hombres enemigos de Rosas. ¿Pero sabéis, señores, lo que esta cifra representa en Buenos Aires? Representa un hombre.

»Un partido no es poderoso por el número de sus hombres, sino por la asociación que lo compacta. Un millón de hombres individualizados no vale más, señores, que dos o tres hombres asociados por las ideas, por la voluntad y por el brazo.

»Estúdiese como se quiera la filosofía de la dictadura de Rosas, y se averiguará que la causa de ella está en la individualización de los ciudadanos. Rosas no es dictador de un pueblo; esto es demasiado vulgar para que tenga cabida en hombres como nosotros: Rosas tiraniza a cada familia en su casa, a cada individuo en su aposento; y para tal prodigio no necesita por cierto, sino un par de docenas de asesinos.

»Sociedades pequeñas, sin clases, sin jerarquías; sin prestigio en ellas la virtud, la ciencia y el patriotismo; ignorantes a la vez que vanas, susceptibles a la vez que celosas, las sociedades americanas no tienen entre sí y para sí mismas otros principios de asociación, que el catolicismo y la independencia política.

»Sin comprender todavía las ventajas de la asociación en ningún género, en los partidos políticos es en los que ella existe menos.

»Un espíritu de indolencia orgánica de raza viene a complementar la obra de nuestra desorganización moral, y los hombres nos juntamos, nos hablamos, nos convenirnos hoy, y mañana nos separamos, nos hacemos traición o cuando menos, nos olvidamos de volver a juntarnos.

»Sin asociación, sin espíritu de ella, sin esperanza de poder organizar improvisadamente esa palanca del poder y del progreso europeo que se llama asociación, ¿con qué contar para la obra que nos proponemos?¿Con el sentimiento de todos? ¡Ah, señores, ese sentimiento existe hace muchos años en nuestro pueblo, y la mashorca, sin embargo, es decir, un centenar de miserables, nos toma en detalle y hace de nosotros lo que quiere. Esto es lo práctico, y yo prefiero ir a morir en el campo de batalla, a morir en mi casa esperando una revolución que los porteños todos juntos no podremos efectuar jamás, porque todos no representamos sino el valor de un solo hombre.

»Entretanto, es una verdad indisputable lo que ha dicho mi querido amigo: es decir, que sería más oportuno y eficaz buscar en la persona única de Rosas el exterminio de la tiranía. Decidme sí es posible establecer la asociación y seré el primero en desechar toda idea de abandonar el país.

Un silencio general sucedió a este discurso.

Todos los jóvenes tenían fijos sus ojos en el suelo. Sólo Daniel tenía su cabeza erguida, y sus miradas estudiaban una por una la fisonomía de los jóvenes.

-Señores -dijo al fin-, mi querido Belgrano ha hablado por mí en cuanto al espíritu de individualismo que por desgracia de nuestra patria ha caracterizado siempre a los argentinos. Pero los males que ha traído esa falta de nuestra vieja educación, es la mejor esperanza de que nos enmendaremos de ella, y el incitaros a la asociación, después de iniciaros la necesidad de permanecer en Buenos Aires, era la segunda parte del pensamiento que me ha conducido a este lugar. Habéis convenido conmigo en que debemos esperar los sucesos en Buenos Aires; justo es convengáis también en que si esos sucesos nos encuentran desasociados, en bien poca parte les podremos ser útiles.

»Además, nos encontramos hoy sobre el cráter de un volcán, que fermenta, que ruge, y cuya explosión no está distante.

»Los asesinatos cometidos ya, no son un fin; son el principio de una cadena de crímenes que, como los anillos de una serpiente, va a desenvolver sus eslabones en torno a la cabeza de todos.

»Rosas, por medio de su Gaceta y de sus representantes, hace muchos meses que está azuzando a sus lebreles.

»La embriaguez del crimen ha perturbado ya el cerebro de nuestros asesinos, y dado a su sangre la irritación febriciente que es necesaria para el desbocamiento en los delitos populares.

»Los puñales se aguzan; los brazos se levantan, las víctimas están señaladas, y el momento terrible se aproxima.

»No es una venganza espontánea; es una combinación reflexionada para enervar, por medio del terror, los esfuerzos del espíritu público.

»Bien, pues, si ese momento terrible nos encuentra aislados, todos -no lo dudéis, señores- vamos a ser víctimas de Rosas.

»Unidos, sistematizada nuestra defensa; solidarios todos para la venganza del primero que caiga, o suspenderemos el brazo de los asesinos o provocaremos a la revolución, o podremos emigrar en masa, cuando se pierda para todos la última esperanza de exterminar la tiranía, o por último, moriremos en las calles de nuestro país habiendo antes dejado una lección honrosa a las generaciones futuras.

»Asociados, una vez que tengamos en la provincia alguno de nuestros ejércitos libertadores, que obran en Entre Ríos, o que se organizan a la falda de la Cordillera, yo mismo haré cuanto esté de mi parte por precipitar la hora de la San Bartolomé que se prepara. No os alarméis, mis amigos; en las revoluciones, toda combinación abortada da siempre un resultado contrario. Piensan degollarnos después de haber aterrorizado nuestro espíritu por medio de esa sostenida predicación de amenazas con que se nos saluda todos los días desde la tribuna y la prensa; y si yo logro que los puñales se alcen prematuramente, y que en vez de encontrar un pueblo de individuos aterrorizados se hallen con un pueblo asociado y fuerte, yo habré entonces preparado el terror para que obre su influencia sobre el ánimo de los asesinos, en vez de obrarse, como ellos pensaron, en el ánimo de las víctimas.

»Hay ciertos momentos en que el medio seguro, infalible de hacer fracasar un plan político, consiste en facilitar rápidamente el espacio en que quiere desenvolverse. Con su sistema de economías, el ministro Necker habría conseguido suspender la marcha de la Revolución Francesa que caminaba sordamente; pero el ministro Calonne, sucesor de Necker, y que quería la revolución del pueblo contra la aristocracia y el clero, prodigaba el tesoro para los placeres de la corte, irritando más de esta manera el espíritu revolucionario del pueblo empobrecido y oprimido, y facilitando el camino de la revolución.

»Yo, que compro con mi sosiego y mi nombre los secretos todos de mis enemigos; yo, que palpitando de rabia mi corazón, junto mi mano con las manos ensangrentadas de los asesinos de nuestra patria, yo irritaré con mis palabras su corazón envenenado y los excitaré al crimen cuando crea que ese mismo crimen ha de sublevar contra ellos la venganza de los oprimidos. Porque el día, el instante en que la mano de un hombre de corazón, a la luz del sol, clave su puñal en el pecho de uno de los asesinos, ese instante, señores, será el postrero del tirano; porque los pueblos oprimidos no necesitan sino un hombre, un grito, un momento para pasar estrepitosamente de la esclavitud a la libertad, del marasmo a la acción.

La fisonomía de Daniel estaba radiante, sus ojos chispeaban, sus labios gruesos, y rosados habitualmente, estaban encendidos como el carmín. Las miradas de todos estaban fijas sobre él. Solamente Eduardo, pensamiento profundo y filosófico, y corazón altivo, franco y valiente, tenía apoyado el codo sobre la mesa, y su frente reposaba en su mano.

-Sí, la asociación -dijo uno de los jóvenes-, la asociación hoy para defendernos de la mashorca, para esperar la revolución, para colgar a Rosas.

-La asociación mañana -dijo Daniel, alzando por primera vez la voz, y sacudiendo su altiva, fina e inteligente cabeza-: la asociación mañana para organizar la sociedad de nuestra patria.

»La asociación en política para darla libertad y leyes.

»La asociación en comercio, en industria, en literatura y en ciencia para darla ilustración y progreso.

»La asociación en todas las doctrinas del cristianismo para conquistar la moral y virtudes que nos faltan.

»La asociación en todo y siempre para ser fuertes, para ser poderosos, para ser europeos en América.

»La asociación de los individuos y de los pueblos para estudiar filosófica y prácticamente, si esta república que improvisó la Revolución de Mayo fue una inconveniencia política, hija de las necesidades del momento, o si debe ser un hecho definitivo y duradero.

»Asociación de estudio sobre los elementos constitutivos del país para alcanzar a saber exactamente, si no fue un error de la Revolución de Mayo el excomulgar el principio monárquico, cuando esa revolución desprendió a estos pueblos del yugo de fierro que le imponía un rey extraño; para estudiar en fin los efectos por que hemos pasado, en las causas generales que los han motivado.

»¿Queréis patria, queréis instituciones y libertad, vosotros que os llamáis herederos de los regeneradores de un mundo? Pues bien, recordad que ellos y la América toda fue una asociación de hermanos durante la larga guerra de nuestra independencia, para lidiar contra el enemigo común; y asociaos vosotros para lidiar contra el enemigo general de nuestra reforma social: ¡la ignorancia!; contra el instigador de nuestras pasiones salvajes: ¡fanatismo político!; contra el generador de nuestra desunión, de nuestros vicios, de nuestras pasiones rencorosas, de nuestro espíritu vanidoso y terco: el escepticismo religioso. Porque, creedme: nos falta la religión, la virtud y la ilustración, y no tenemos de la civilización sino sus vicios.

Durante ese discurso, Daniel había levantádose poco a poco de su asiento, y, como arrebatados por la energía de sus palabras, todos los jóvenes habían hecho lo mismo. La última palabra se escapó de los labios del joven orador, y los brazos de Eduardo lo estrecharon contra su corazón.

-Mirad, señores -dijo Belgrano, paseando sus ojos por la reunión de sus amigos, y conservando su brazo izquierdo sobre el hombro derecho de Daniel-: mirad, mi semblante está bañado de lágrimas, y los ojos que las vierten habían con la niñez perdido su recuerdo. ¿Las adivináis? No. La sensibilidad de todos vosotros está conmovida por las palabras de mi amigo, y la mía lo está por el porvenir de nuestra patria. Yo creo en su regeneración, creo en su grandeza y su futura gloria; pero esa asociación que las ha de germinar en el Plata no será, no, la obra de nuestra generación, ni de nuestros hijos; y mis lágrimas nacen de la terrible creencia que me domina de que no seré yo ni vosotros los que veamos levantarse en el Plata la brillante aurora de nuestra libertad civilizada, porque nos falta para ello naturaleza, hábitos y educación para formar esa asociación de hermanos que sólo la grandeza de la obra santa de nuestra independencia pudo inspirar en la generación de nuestros padres.

-Sí, sí, nos asociaremos -gritaron muchos jóvenes.

-Silencio, Eduardo, silencio por Dios -dijo Daniel al oído de Eduardo.

-Sí, amigos míos, nos asociaremos -continuó Daniel-, y bajo el entusiasmo de esa idea debemos separarnos ya. Yo redactaré nuestro estatuto. Será sencillo, la expresión de una necesidad bien simple: la de poder juntarnos en un cuarto de hora cuando la defensa o la iniciación revolucionaria lo requieran.

»Hoy es el 24 de mayo. Separémonos antes que la luz del 25 sorprenda a tantos argentinos reunidos, que no pueden, sin embargo, saludarla libres.

»El 15 de junio nos volveremos a reunir en esta misma casa y a las mismas horas.

»Una sola palabra más: ponga cada uno de vosotros sus medios, su influencia toda para evitar que nuestros amigos emigren; pero si decididamente lo quieren, que se acerquen a mí; yo respondo de la seguridad en su embarque. Pero sólo para este caso buscad mi persona. Fuera de él, huid de mí; censurad mi conducta entre los indiferentes; enturbiad mi nombre con vuestra censura, pues llegará el momento en que yo lo purifique en el crisol de la libertad patria. ¿Estáis satisfechos, tenéis en mí una completa confianza?»

Los jóvenes se precipitaron a Daniel y un fuerte abrazo fue la respuesta que recibió de cada uno.

En seguida, abrióse la puerta que daba a la sala, luego los postigos a la calle; y, diez minutos después, no quedaban de los jóvenes de la reunión, sino Daniel y Eduardo.

Ellos volvieron de la sala al cuarto en que había tenido lugar la sesión; y allí, parado junto a la mesa, con su sombrero puesto, y una capa color pasa sobre sus hombros, Daniel y Eduardo encontraron a un personaje que durante la escena anterior había oído todo desde el cuarto contiguo al de la reunión, y cuya puerta había estado intencionalmente entreabierta.

-¿Y bien, señor?

-¿Y bien, Daniel?

-¿Está usted satisfecho?

-No.

Eduardo se sonrió y se puso a pasear.

-¿Pero qué opinión ha formado usted, señor? -preguntó Daniel al nuevo personaje.

-Que todos han salido conmovidos por esa virtud santa del entusiasmo patrio; que todos serían capaces en este momento del más heroico y grande sacrificio; pero que antes del 15 de junio ya no estará la mitad de ellos en Buenos Aires, y la otra mitad se habrá olvidado de la asociación.

-Pero entonces, ¿qué hacer, señor, qué hacer? -exclamó Daniel dando un fuerte golpe de puño sobre la mesa, olvidando por un momento el respeto con que parecía tratar a ese personaje, en cuya ancha y noble fisonomía estaba dibujada la superioridad y el talento.

-¿Qué hacer? Insistir, insistir siempre, y dejar comenzada una obra que acabarán nuestros nietos.

-Pero, ¿y Rosas? -preguntó Daniel.

-Rosas es la expresión ingenua de nuestro estado social, y ese estado mismo se opone a nosotros y lo sostiene a él.

-Sin embargo, si conseguimos matarlo...

-¿Quiénes? -preguntó sonriendo el interlocutor de Daniel.

-Cualquier hombre de corazón, señor.

-No, Daniel, no: para ser tiranicida se necesita una de dos cosas: o una grande venalidad de alma para vender su puñal, y hombres de éstos no existen en nuestro partido, o un gran fanatismo republicano, y esto último no existe en nuestro siglo,

-Y entonces ¿qué hacer?

-Trabajar, trabajar siempre: un hombre que se consiga ganar para la libertad y la civilización, es al fin un triunfo por pequeño que sea. ¿No es así, Belgrano?

-Así es, señor.

-Entonces hemos hecho bastante por esta noche. Marchemos, mis amigos, mis hijos. Dios a lo menos os dará el premio que se merece la sanidad de vuestra conciencia.

-Vamos, señor-dijeron los dos jóvenes pasando a la sala con aquel hombre que parecía tener sobre ellos una influencia moral ejercitada desde mucho tiempo.

Él mismo dio su brazo a Eduardo, que movía su pierna izquierda con visible dificultad.

El fiel Fermín estaba sentado en la puerta de calle observando si alguien se aproximaba a la casa.

-¿Ha llegado el coche? -le preguntó Daniel.

-Hace media hora que está en la bocacalle.

El sereno acababa de cantar las once.

A una palabra de Daniel, Fermín marchó al interior de la casa y volvió con el criado de Eduardo, que hacía la centinela de retaguardia; y Eduardo, el nuevo personaje y el criado se dirigieron a la bocacalle para tomar el coche.

Una vez solo Daniel con su criado en la casa, dio en el patio un ligero silbido, y una voz meliflua, resfriada, trémula, le respondió de la azotea:

-Aquí estoy. ¿Bajo ya de esta altura frígida, sombría y terrible, mi querido y estimado Daniel?

-Sí, baje usted, mi querido y estimado maestro -dijo Daniel imitando la voz y el estilo de nuestro buen amigo Don Cándido Rodríguez.

-Daniel, tú precipitas mi salud y mi alma...

-Marchemos, señor, que alguien nos espera en el coche.

Y Daniel, arrastrando a Don Cándido, salió de la casa de Doña Marcelina, cuya puerta cerró Fermín, guardándose la llave. Don Cándido y Daniel subieron al coche, que luego de saltar Fermín y Manuel a la zaga, se sumergió en la oscurísima calle de Cochabamba; parando, quince minutos después, en la calle del Restaurador, tras de San Juan, donde bajó el personaje que hemos mencionado, siguiendo en seguida el carruaje hasta la casa de Daniel, donde bajaron todos cerca de las once y media de la noche.