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Así paga el diablo/Capítulo I

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Capítulo I

Sentíase esta tarde perezoso, Juan.

Miraba caer la lluvia en el jardín, por los cristales.

Había comido mucho. Callos. Le gustaban. Aquí, al estar como diciéndoselo su estómago y su conciencia, recta, escrupulosa, sufría por ello un poco de rubor. Para venir a este magnífico hotel, a esta mansión aristocrática un joven, además, que habíase puesto en camino de ser tantas grandes cosas en la vida, no debiera comer callos. Si eructase dejaría en la biblioteca un tufillo mesonil. Si entrase Garona después, lo advertiría... Y ¿qué iba a pensar de él este pulcro prócer, este poderoso y bondadoso protector que era como su Dios y su padre.

Sí, hoy se había hartado de callos... por sorpresa; pusiéronselos como extraordinario en el almuerzo -en la casa digna, o al menos limpia y seria, donde pagaba cuatro pesetas de hospedaje. Y era que, de los tiempos en que pagaba dos, conservaba él el plebeyo gusto por los callos y judías y manos de cordero y otra porción de cosas de taberna.

Bruuu... Eructó... ¡no pudo menos! Rojo de vergüenza miró en torno. Nadie. Una flaqueza. Sacó el pañuelo y lo sacudió, aventando el posible olor villano por la amplia biblioteca.

Sin embargo, físicamente, se quedó más descansado. Tendría que ir combatiéndose, una porción de antiguos hábitos groseros. Cosas de aquella humilde Gerona, donde no enseñaban los maestros nada de una fina educación. Cosas, también, de este Madrid, del Ateneo, en cuya biblioteca no encontraban los jóvenes y estudiosos provincianos tratados de urbanidad.

Por ejemplo, el Sr. Garona, cuando fue tomando con él estas paternales confianzas, le dijo un día: «Querido Juan, ¿por qué no se limpia usted los dientes?» Y otro día: «Querido Juan, ¿por qué no se corta usted las uñas y se hace lustrar las botas a diario?... Las botas deben estar siempre como espejos y las uñas a rape y limpias con cepillo y jabón». Y otro día, por fin: «Querido Juan, ¿por qué no se riza el bigote, cortándose un poco las guías?... Así, lacias, como las tiene usted tan largas se las retuerce al escribir, hay veces que le quedan una para arriba y otra para abajo. Los dientes, ya veo que se los limpió; mas no basta: debe usted ir a un dentista».

Ah, qué razón tenía el Sr. Garona, cuyo talento abarcaba todos los detalles!... Fue Juan al dentista, y éste le hizo saltar el sarro de los dientes.

Al salir, ya con el bigote cortado y rizado, se desconoció ante el espejo de su casa. Una dentadura perfecta, ideal, sobre la que, aumentaban su frescura los labios sonrosados. Estaba guapo... ¡guapo!

No, no era vanidad. Él, sin dejar de haber tenido sus antojos y sus más o menos necias horas de pasión, no podía llamarse hombre de mujeres; pero el trato con Garona le iba convenciendo de que asimismo en un político, en un orador parlamentario, un bello y simpático aspecto personal entra por mucho. Desde que tuvo la plena posesión de esta verdad, imitó a Garona cuanto pudo.

Un par de trajes, barbero cada día, dentífricos, y cuellos y corbatas del mismo corte y del tono de matices de Garona, quien también le había advertido últimamente: -«Sí, Juanito, mire usted, en casa, a mi mujer y a mí nos gusta de una manera exagerada la limpieza. A ese otro chico secretario que teníamos, no lo pudimos soportar. Era poco grata su figura. A más, le olía el aliento; y mi mujer, sobre todo, lo advertía en cualquier habitación, con sólo que la hubiese cruzado el secretario».

Sintió ruido Juan, y se volvió. No, no era nadie. Sin embargo, volvió a aventar el aire alrededor con el pañuelo.

Al poco, en otro balcón volvió a pararse detrás de los cristales. Llovía menos. Llovía con esa tenaz serenidad de los otoños en que le da por llover. Las hojas de los árboles pingaban. Los pobres gorriones, con las plumas en ovillo, no dejaban de volar, buscando donde guarecerse.

De pronto, se abrió la verja, y volaron los gorriones, espantados. Una doncella del hotel llegaba, sin paraguas, de algún recado de la vecindad. Traía las faldas recogidas, e inclinaba la rubia cabeza hacia adelante, por evitarse en la cara la lluvia. Curvada así, medio corriendo, cruzó el jardín. Pero al tomar el sendero de esta puerta de servicio, se encontró cortada por un charco. Entonces se alzó más las faldas con ambas manos... ¡y cuánto, caramba... la bota, la media... hasta las corvas!... y pasó. En la escalerilla, aún veíale Juan las piernas... ¡Vaya unas piernas, la niña!... Creería la pobre que nadie estuvo viéndola cruzar...

El caso es que con mirarle las piernas no había tenido tiempo de mirarle la cara a la muchacha. ¿Era bonita?... Rubia, sí; esto lo vió. Luego no eran Martina, el ama de llaves, ni Andrea. Nueva.

Se entró Juan hacia el fondo, tratando de olvidar el suceso picaresco. Lo cierto es que no le caería esta chica completamente mal después de haber comido tanto.

Pero le hirió en seguida la desconsideración de su deseo. Él no había venido al noble hogar de su protector para conquistar doncellas, ni para desear siquiera a las doncellas. Compuso el gesto en dignidad, y pensó, con desprecio de sí mismo y de su estómago, que el mucho comer dispone el organismo a la pereza y a la más grosera liviandad. Volvió al rincón de las Gacetas y notó que todavía costábale trabajo doblarse y trepar por la escalera portátil.

Paseó de nuevo, tratando de poblar su mente con ideas del Diario de Sesiones.

«¡Ah, señores!, yo entiendo que la conducta de esa minoría pone en grave riesgo la pública tranquilidad. Amáis el motín. Esos aplausos al Sr. Soriano, que no es en el Parlamento español sino el representante de la procacidad y de la anarquía moral más espantosa...»

Se detuvo. En primer lugar, porque había ido alzando la voz sin quererlo, seducido por sus musicales inflexiones, y sería ridículo que cualquier sirviente le oyese desde fuera. En segundo lugar, porque Soriano, lejos de ser un diputado que contestase con ideas a las ideas, en seguida tiraba de lance, y hacíalo todo cuestión personal...; esto, a Juan, pacífico de suyo, le inquietaba..., si no de presente, de porvenir..., ante la eventualidad de que él, cuando lo fuese, tuviese que ser un diputado que no aludiera jamás al arisco diputado por Valencia. Pero, en fin, si ayer hubiera sido Rodríguez Sampedro, con ese vigor hubiese empezado él su réplica a Soriano.

Facha tenía Juan, ¡qué caramba! Con el fin de volver a comprobarlo, como siempre que se le ocurría la duda, pasó a la estancia contigua, en donde había un enorme espejo. Era un saloncito amarillo, de damasco, para fumar cuando se daba el té en la biblioteca.

Se puso ante el espejo y se miró. Marcó una reverencia, como si fuera el dueño del hotel que recibía a un amigo. Sonrió. Así inmóvil, con esta sonrisita que era, después de todo, la suya habitual (aunque acentuada ahora que tenía los dientes limpios), su aspecto resultaba amable y dulce. No muy alto. Sonrosado y gordito desde que poseía interior tranquilidad y pagaba cuatro pesetas del hospedaje. Elegante, desde que hacíale los trajes de veinticinco duros el mismo sastre que a Garona. Rubio, con los ojos medio verdes y con aquel profundo reposo de sabio en la faz, él mismo se sorprendía, aunque sin sorpresa, de que desde hacía dos meses le mirasen las señoritas por la calle. Sin sorpresa, porque le explicaba el agrado de ellas su radical transformación: antes no le miraba ninguna. Pero con sorpresa, al mismo tiempo, por la estultez de las mujeres, incapaces de comprender que un joven de veinte años se embelleciese y cuidase por resultar algún día un perfecto parlamentario con todos los perfiles.

Alzó un brazo, ensayando otro gesto de oratoria, y... lo volvió a bajar, por dos voces, de hombre y de mujer, que acababan de hacer irrupción en el billar, tejiendo un diálogo:

-¿Conque te irás resueltamente?

-Que sí, vidita.

-¿Y por mucho tiempo?

-¡No sé! ¡Ya ves, afecto a la embajada!

-Claro; tú lo que tienes es ganas de ver París.

-¿Yo?... ¡Bah!

-Te conozco bien.

-Que no, vidita. Te juro que ne ha nombrado el gobierno. Yo no, ¡por ti me resistía!

-¡Bah, no merecías ni que te despidiese; pero en fin!

-¡Qué buena eres!

Sonaron besos. Juan se acercó intrigado a la leve entreabertura que dejaban las cortinas.

Por la puerta del fondo del billar desaparecía don Gaspar (el joven y elocuente diputado protegido de Garona), abrazando a una mujer rubia.

¡Ah! ¿Quién era esta mujer?... La indignación y el asombro tenían trémulo a Juanito. Rubia..., mas no le vió el rostro. Habíanle parecido sedas y encajes los de su vestido. Una especie de gran bata de casa. ¿Quién era? ¿Una dama que entraba de la calle para avistarse con los amigos de Garona?... No, imposible. Nada de traje de calle, ni tocado..., y rubia, rubia como la doncella que cruzó antes el jardín.

Para ser la doncella, sin embargo, le sobraban lujos y estatura.

¡Oh! ¡oh! ¡ah!... ¿Quién era esta mujer?. Pensó en las intrigas de tragedia y de misterio que suele haber en los alcázares, en los palacios, en estos modernos y aristocráticos hoteles, también, sin duda...; y un poco sobrecogido y aterrado se retiró a la biblioteca. Él, humilde serviciario, después de todo, no tenía derecho alguno a espiar, a intervenir en la vida íntima y cordial de esta mansión.

Como si el delito fuese suyo, por haber estado en donde no debía, se puso con más fervor que jamás a seguir ordenando las Gacetas.

Durante toda la tarde pensó mil cosas, acerca del incidente. La dama sería quizás alguna amante que Garona tendría en las profundidades del hotel para consuelo de la ausencia de su esposa. La dama podría ser una de las tantas amigas galantes con que Garona y sus íntimos celebrasen por el otro lado de la casa alguna juerga regia. Sin embargo, no creía que Garona fuese hombre de estos trotes, y rechazaba ambos supuestos. ¡La doncella rubia, por lo tanto..., pescada al paso, en un pasillo, por el elegante don Gaspar!

Seguía, seguía poniendo Gacetas en los altos anaqueles.

Seguía, seguía pensando en el asunto, al mismo tiempo.

La falta de don Caspar, si ella fuese la doncella, no sería tan grave. Pero la lealtad, la gratitud que Juan sentía en el mismo corazón hacia Garona, impulsáronle a meditar si debía contarle a su protector el suceso. Mas si le detenía esta moral obligación (querido y estimado, cual estaba él por el prohombre, como un hijo, antes que como un simple empleado de la casa), si la dama aquella fuese la amante de Garona. En caso tal, querría ello decir que don Gaspar el diputado era un ingrato y un traidor... y que él propio, Juan, cooperaría a esa traición y a esa ingratitud con complicidades de silencio... Sólo que, ¿y si se trataba de una juerga en que también Garona estuviese con otra bella pecadora allá por los otros fondos del hotel?

Un lío, en fin, en el hotel y en la cabeza del joven licenciado.

Siguió colocando las Gacetas. Quince años de Gacetas.

Había Gacetas para más de seis semanas, y ya iban coronando todas las alturas de la enorme estantería.

A las siete, terminado su trabajo, disponíase Juan a partir. Antes quiso sentarse a descansar, fumándose un cigarro, y cuando descendía de la escalera portátil, algo anómalo le hizo, primero, detenerse y luego, al volverse, resbalarse de un peldaño con estruendo, porque rodaron hasta el suelo cinco tomos de Gacetas. Era que había oído un ruido discreto de conversación, y algo así como si alguien hubiese entreabierto las cortinas de la sala de fumar. Las cortinas, en efecto, se movían. Pasos de fuga, en seguida... y, últimamente el silencio.

¿Qué?

Juan acabó de bajar y se instaló en una poltrona. Descansaba, fumando. Además, volvía a pensar en estos ruidos de misterio, relacionados con la escena que horas antes presenció. Sus meditaciones fueron truncadas por otro cortinón que se movió del lado del pasillo y esta vez vio al ama de llaves, a la vieja Martina, asomando con cautela..., y que pudo ver, así de frente, que había sido vista por él.

-¡Hola don Juan! -le saludó.

-Hola, Martina.

-No sabía que estuviese nadie aquí. Pasaba, sentí ruido y me he asomado.

-¡Pues, si... aquí estoy!

-¡Como estos días trabajaba usted arriba, en su despacho!

En la bondadosa humildad de Martina había un poco de turbación. Sonreía como pidiéndole perdones por haberle molestado.

Juan pensó que esta buena mujer habría podido percatarse de la imprudencia de la doncella, y que vendría buscándola.

-¿Está en casa el señor? -la interrogó compartiendo su interés y con cierto intento policíaco.

-No. Salió esta tarde. No ha vuelto del Congreso todavía.

-¡Ah! Entonces... ¿no hay nadie en el hotel?

-¿Cómo, nadie?

-Vamos..., digo... de visitas, de amigos del señor.

-Está la señora, solamente.

-¿Qué señora?

-La del señor.

-Ah, pero... ¿la mujer..., la señora del señor?

-¡Claro! Ha llegado esta mañana con las amas y los niños, del Norte. Tienen un hotel cerca de Gijón, y se pasa allí todo el verano.

-¡Aaah!

-¿Usted no la conoce?

-No. ¿Es rubia?

-Rubia.

-Conque... ¡rubia!... y... joven... y...

Juan se contuvo. Su asombro y su indecisión habían tenido ya tales matices de alarma, que Martina los advirtió, no obstante, y dijo como impulsada por un vago y súbito respeto de defensa:

-Sí, joven... más joven que el señor... pero ¡una santa! ¡Oh, don Juan, usted verá en cuanto la conozca! Como joven, alegre y suelta, claro es; vamos al decir, de buen humor...; pero también como ella sola buena, y madre de sus hijos.

Sintió la lección de respeto en la conciencia, el pobre licenciado. Definitivamente, con la vergüenza de haber injuriado en pensamiento a Garona y a su esposa, tuvo que admitir que se trató, en el suceso aquél, de la doncella. ¡Qué estúpido! ¡Haber supuesto también que un personaje que tenía tantas preocupaciones políticas y esta biblioteca fuese a andar, y en su propia casa, de juergas y jarana!

Cogió el sombrero y el abrigo y el paraguas, y se fue. Inmediatamente, Martina subió al encuentro de su ama, en un lejano tocador.

-¡Sí -le dijo,- señorita! ¡El que sintieron ustedes es don Juan, un joven secretario que ha tomado en estos meses el señor! Mas no importa; ¡perdóneme!... Él no ha sentido nada.

-¡Sí, hija, sí! -repuso Casilda con enojo-. ¡Pues mira que si no lo llegamos a advertir y salgo con don Gaspar biblioteca alante, nos lucimos!

-¡Perdón, por Dios! ¡No me acordé de advertirle a la señora que hay un nuevo secretario! ¡Además, no creí que estaría en la biblioteca, sino arriba!

-¡Torpe!

-¡Aparte de que pensé que no vendría don Gaspar hasta la noche!

-¡Torpe!, ¡torpe!... Bueno, vete.

Obedeció Martina, y Casilda continuó volviendo al orden sus rubios rizos, delante del espejo.