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Aurora roja/Parte I/IV

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III
Aurora roja
de Pío Baroja
IV
V

IV

El busto de la Salvadora - Las impresiones de Kis - Malas noticias - La Violeta - No todo es triste en la vida


El busto de la Salvadora, hecho por Juan, fue durante un mes, el acontecimiento de la casa. Todos los días variaba el retrato; unas veces, era la Salvadora melancólica; otras, alegre; tan pronto imperiosa como lánguida, con la mirada abatida, como con los ojos fijos y relampagueantes.

Había entre los críticos de la casa disparidad de pareceres.

-Ahora está bien -decía el señor Canuto.

-No; ayer estaba mejor -replicaba Rebolledo.

Todas las tardes Juan trabajaba sin descansar un momento, mientras la Salvadora, con su gatillo rojo en la falda, cosía. El perro de Juan también se había ganado la amistad de Salvadora, y se arrimaba a ella y se acurrucaba a sus pies.

-Este perro está entusiasmado con usted -le dijo Juan.

-Sí. Es muy bonito.

-Quédese usted con él.

-No, no.

-¿Por qué no? Yo no le puedo llevar siempre conmigo, y le tengo que dejar encerrado en casa. Aquí viviría mejor.

-Bueno; pues que se quede. ¿Cómo se llama?

-Kis.

-¿Kis?

En inglés quiere decir beso.

-¿Es inglés el perro?

-Debe serlo; me lo regaló una inglesa; una jorobadita pintora, a quien conocí en el Louvre.

-Si es recuerdo, no quiero que lo deje usted.

-No; está mejor con usted.

Kis se quedó en la casa, con gran satisfacción de Enrique, el hermano de la Salvadora. Las impresiones que experimentó aquel can inglés en su nueva morada, se desconocen.

Sólo se sabe que le asombró bastante la conducta de Roch el gatillo rojo, que parecía un conejo, y que tenía las patas de atrás mucho más largas que las de delante.

Kis le invitó varias veces con ladridos alegres a jugar con él, y Roch, que era, sin duda, un ser insociable y algo hipocondríaco, se puso a bufar, y luego, corriendo, saltó a la falda de la Salvadora, donde parecía haber hecho su nido, y allí se quedó haciendo rum rum.

Este Roch, con su facha de conejo, era un ser extravagante e incomprensible. Cuando la Salvadora cosía a máquina, se ponía a su lado y le gustaba mirar de cerca la luz eléctrica, hasta que, aturdido, cerraba los ojos y se dormía.

En vista de la insociabilidad de Roch, Kis hizo nuevas exploraciones en la casa; conoció a Rebolledo y a su hijo, que le parecieron personas respetables; en el corral observó a las gallinas y al gallo, y no le inspiraron bastante confianza para proponerles un juego. Las palomas, con sus arrullos monótonos, le parecieron completamente estúpidas, y los pájaros no le dieron la impresión de cosas vivas.

Hizo conocimiento en el patio con unos gatillos blancos, que tomaban el sol y echaban a correr cuando le veían, y con un burro, un tanto melancólico y no muy fino en sus maneras, a quien llamaban Galán. Pero, de todos los personajes que conoció en aquella extraña casa, ninguno le asombró tanto como un galápago, que le miraba con sus ojillos redondos, parpadeando.

Luego Kis ingresó en una partida de perros vagabundos, que andaban por la calle de Magallanes y merodeaban por los alrededores, y como no tenía preocupaciones, a pesar de ser de aristocrática familia, fraternizó al momento con ellos.

Una tarde, la Salvadora y Juan hablaban de Manuel.

-Creo que ha andado en algunas épocas hecho un golfo, ¿eh?

-preguntó Juan mientras modelaba el barro con los dedos.

-Sí; pero ahora está muy bien; no sale de casa nunca.

-Yo, el primer día que vine, me figuré que estaban ustedes casados.

-Pues, no -replicó la Salvadora, ruborizada.

-Pero acabarán ustedes casándose.

-No sé.

-Sí, ya lo creo; Manuel no podría vivir sin usted. Está muy cambiado y muy pacífico. De chico era muy valiente; tenía verdadera audacia, y yo le admiraba. Recuerdo que en la escuela vino un día uno de los mayores con una mariposa, tan grande, que parecía un pájaro, clavada con un alfiler. «Quítale ese alfiler», le dijo Manuel. « ¿Por qué?» «Porque le estás haciendo daño». Me chocó la contestación; pero me chocó más todavía cuando Manuel fue a la ventana, la abrió, y cogió la mariposa, le secó el alfiler y la tiró a la calle. El chico se puso tan furioso que desafió a Manuel, y a la salida se dieron los dos una paliza que tuvieron que separarlos a patadas, porque ya hasta se mordían.

-Sí, Manuel tiene esas cosas.

-En casa de mi tío solíamos jugar él y yo con un primo nuestro, que tenía entonces uno o dos años. Era un chico enfermo, con las piernas débiles, muy pálido, muy bonito, de mirada triste. A Manuel se le ocurrió hacerle un coche, y dentro de un banco viejo, de madera, puesto del revés con el asiento en el suelo, y tirando nosotros con unas cuerdas, lo llevábamos al chico de un lado a otro.

-¿Y qué fue de aquel chico?

-Murió el pobrecillo.

Mientras hablaban, Juan seguía trabajando. Al oscurecer clavó los palillos en el barro y cubrió el busto con una tela mojada.

Llegó Manuel de la imprenta.

-Hemos estado hablando de cosas antiguas -le dijo Juan-

-¿Para qué recordar lo pasado? ¿Qué has hecho hoy?

Juan descubrió el busto, Manuel encendió la luz y quedó contemplando la estatua.

-Chico -murmuró-, ya no la debes tocar. Es la Salvadora.

-¿Crees tú? -preguntó Juan preocupado.

-Sí.

-En fin, mañana lo veremos.

Efectivamente, después de muchos ensayos, el escultor había encontrado la expresión. Era una cara sonriente y melancólica, que parecía reír mirada de un punto, y estar triste mirada de otro, y que, sin tener una absoluta semejanza con el modelo, daba una impresión completa de la Salvadora.

-Es verdad -dijo Juan al día siguiente-; está hecho. ¡Tiene algo esta cabeza de emperatriz romana!, ¿verdad? De este busto se ha de hablar -añadió; y, contentísimo, fue a que sacaran de puntos a la estatua. Tenía tiempo de llevarla a la Exposición.

Un sábado, por la noche, Juan se empeñó en convidar al teatro a su familia. La Salvadora y la Ignacia no quisieron ir, y Manuel no manifestó tampoco muchas ganas.

-A mí no me gusta el teatro -dijo-. Lo paso mejor en casa.

-Pero hombre, de vez en cuando...

-Es que me fastidia ir al centro de Madrid por la noche. Casi casi le tengo miedo.

-¡Miedo!, ¿por qué?

-Es que soy un hombre que no tiene energía para nada, ¿sabes?, y hago lo que hacen los demás.

-Pues hay que tener energía.

-Sí, eso me dicen todos; pero no la tengo.

Salieron los dos, y fueron a Apolo. No hacía un momento que estaban en el pórtico del teatro, cuando una mujer se acercó a Manuel.

-¡Demonio!... la Flora.

-¡Anda la...!, si es Manuel -dijo ella-. ¿Qué es de tu vida?

-Estoy trabajando.

-¿Pero vives en Madrid?

-Sí.

-Pues hace una barbaridad de tiempo que no te veo, chico.

-No vengo por estos barrios.

-¿Y a la justa, no la ves?

-No. ¿Qué hace?

-Está en la misma casa.

-¿En qué casa?

-¡Ah!, ¿pero no lo sabes?

-No.

-¿No sabes que está en una casa de ésas?

-No sabía nada. Desde lo de Vidal, no la he vuelto a ver. ¿Cómo está?

-Hecha una jamonaza. Se da al aguardiente.

-Sí, ¿eh?

-Una barbaridad, lo da también la vida. No hace más que beber y engordar.

-Pues tú estás igual que antes.

-Más vieja.

-¿Y qué haces?

-Na, por ahí trampeando. Yo, hecha la Pascua, chiquillo; marchando mal. Si tuviera algún dinero, pondría una tiendecilla, porque para hacer como la Justa yo no tengo redaño. ¡Palabra de honor, chico!; aunque apabullada, yo no podría vivir entre esas tías cerdas, porque, aunque una sea cualquier cosa, estando libre, puede una hacer su capricho, y si un hombre le da a una asco, mandarlo a tomar dos duros; pero, ¡leñe!, en una casa de esas hay que apencar con todo.

-¿Y la Aragonesa?

-¡La Aragonesa!, por ahí anda en coche; ya no saluda... Está con un señor rico.

-¿Y Marcos, el Cojo?

-En la cárcel; ¿no te enteraste?

-No. ¿Qué pasó?

-Pues, nada, que fue al Círculo un militar, que está más loco que una cabra, y se llevó todo el dinero que había en la casa. Entonces Marcos y otro matón lo esperaron en la escalera; pero el militar echó a correr y no le cogieron. Al día siguiente, el militar, que está guillao, se presentó en el Círculo, tomó café, y le dijo al mozo; «Dígales usted a los dos matones de esta casa que vengan aquí, que tengo que darles a cada uno un encargo».

Fueron el Cojo y el otro, y el militar empezó a bofetadas con ellos, y se armó una de tiros que todos fueron a la cárcel.

-¿Y al Maestro? ¿Le conocías tú?

-Sí; aquél se largó hace tiempo; no se sabe dónde está.

-¿Y la Coronela?

Ésa tiene una academia de baile.

La gente comenzaba a salir de la función, y los que iban a entrar se estrujaban esperando que dieran la señal. Ya la masa del público iba avanzando, cuando la Flora preguntó:

-¿Te acuerdas de la Violeta?

-¿De qué Violeta?

-Una gorda, alta, amiga de Vidal, que vivía en la calle de la Visitación.

-¿Una que hablaba francés?

-Ésa.

-¿Qué la ha pasado?

-Que le dio un paralís y ahora anda pidiendo limosna. Si pasas por la calle del Arenal, de noche, la verás. Espérame a la salida.

-Bueno.

Manuel, preocupado, no pudo prestar atención a lo que se representaba. Salieron del teatro. En la Puerta del Sol, Juan se encontró con un escultor, compañero suyo, y se enfrascó en una larga discusión artística. Manuel, harto de oír hablar de Rodin, de Meunier, de Puvis de Chavannes y de otra porción de gente, que no sabía quiénes eran, dijo que tenía que marcharse, y se despidió de su hermano. Antes de entrar en la calle del Arenal, en el hueco de una puerta, había una mendiga.

Estaba envuelta en un mantón blanco destrozado; tenía pañuelo en la cabeza, falda haraposa y un palo en la mano.

Manuel se acercó a mirarla. Era la Violeta.

-Una caridad. Estoy enferma, señorito -tartamudeó ella con una voz como un balido.

Manuel le dio diez céntimos.

-¿Pero no tiene usted casa? -le preguntó.

-No; duermo en la calle -contestó ella en tono quejumbroso-. Y esos brutos de guardias me llevan a la Delegación y no me dan de comer. Y lo que temo es el invierno, porque me voy a morir en la calle.

-Pero ¿por qué no va usted a algún asilo?

-Ya he estado, pero no se puede ir, porque esos granujas de golfos nos roban la comida. Ahora voy a San Ginés, y gracias que en Madrid hay mucha caridad, sí, señor.

Mientras hablaban se acercaron dos busconas, una de ellas una mujer abultada y bigotuda.

-¿Y cómo se ha quedado usted así? -siguió preguntando Manuel.

-De un enfriamiento.

-No le hagas caso -dijo la bigotuda con voz ronca-; ha tenido un «cristalino».

-Y se me han caído todos los dientes -añadió la mendiga mostrando las encías-, y estoy medio ciega.

-Ha sido un «cristalino» terrible -agregó la bigotuda.

-Ya ve usted, señorito, cómo me he quedado. ¡Me caigo cada costalada? No tengo más que treinta y cinco años.

-Es que era muy viciosa además -dijo la mujer bigotuda a Manuel-. ¿Qué, vienes un rato?

-No.

-Yo... yo también he sido de la vida -dijo entonces la Violeta-; y ganaba... ganaba mucho.

Manuel, aterrado, le dio el dinero que llevaba en el bolsillo: dos o tres pesetas. Ella se levantó temblando con todos sus miembros, y, apoyándose en el palo, comenzó a andar arrastrando los pies y sosteniéndose en las paredes. Tomó la paralítica por la calle de Preciados, luego por la de Tetuán y entró en una taberna. Manuel, cabizbajo y pensativo, se fue a su casa.

En el comedorcito, a la luz de la lámpara, cosía la Ignacia, y la Salvadora cortaba unos patrones. Había allá un ambiente limpio, de pureza.

-¿Qué habéis visto? -preguntó la Salvadora.

Y Manuel contó, no lo que había visto en el teatro, sino lo que había visto en la calle...