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Aurora roja/Parte II/I

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Aurora roja
de Pío Baroja
I
II

I

Juego de bolos, juego de ideas, juego de hombres


Hay entre Vallehermoso y el paseo de Areneros una ancha y extensa hondonada que lentamente se va rellenando con escombros. Estos terrenos nuevos, fabricados por el detritus de la población, son siempre estériles. Algunos hierbajos van naciendo en los que ya llevan aireándose algunos años. En los modernos, manchados de cal, llenos de cascote, ni el más humilde cardo se decide a poblarlos.

Por encima de estas escombreras pasan continuamente volquetes con tres y cuatro mulas, rebaños de cabras escuálidas, burros blanquecinos, chiquillos harapientos, parejas de golfos que se retiran a filosofar lejos del bullicio del pueblo, mendigos que toman el sol y perros vagabundos. En la hondonada se ven solares de corte de piedras, limitados por cercas de pedruscos, y en medio de los solares, toldillos blancos, bajo los cuales los canteros, protegidos del sol y de la lluvia, pulen y pican grandes capiteles y cornisas marcados con números y letras rojas. En el invierno, en lo más profundo de la excavación, se forma un lago, y los chiquillos juegan y se chapotean desnudos.

En esta hondonada, en el borde del paseo de Areneros, al lado de unas altas pilas de maderas negras, había un solar, y en él, una taberna, un juego de bolos y una churrería.

El juego de bolos estaba en medio, la taberna a su derecha y la churrería a la izquierda. La taberna se llamaba oficialmente «La Aurora»; pero era más conocida por la taberna del Chaparro. Daba al paseo de Areneros y a un pasadizo entre dos empalizadas; tenía un escalón a la entrada, y una muestra llena de desconchaduras y de lepras. Por dentro era un cuarto muy pequeño con una ventana al solar. En medio de la taberna, por las mañanas, solían verse cuatro o cinco barreños con ceniza, y encima, unos pucheretes de barro, en donde hervía el cocido de unos cuantos mozos de cuerda que iban a comer allí.

El local tenía sus refinamientos de lujo y de comodidad; en las paredes había un zócalo de azulejos; en el invierno se ponía una estufa, y continuamente había, cerca de la ventana, un reloj parado de caja grande pintarrajeada.

La churrería estaba al otro lado del solar. Era una barraca hecha de tablas pintadas de rojo; tenía el tejado de cinc, y por en medio de él, salía una alta y gruesa chimenea, sujeta por cuatro alambres y adornada con una caperuza.

Como trazo de unión entre la churrería y la taberna, estaba el juego de bolos. Tenía éste su entrada por una valla pintada de rojo con un arco en la puerta. Se dividía en dos plazas separadas por un gran tabique o biombo, hecho con trapos sujetos con un alto bastidor. En el fondo, en un sotechado con gradas, se colocaban los espectadores.

Dando la vuelta al juego de bolos había una casita blanca casi cubierta con enredaderas; detrás de ésta, un antiguo invernadero arruinado, y junto a él, una noria, cuya agua regaba varios cuadros de hortalizas. Al lado del invernadero, medio oculto entre altos girasoles, se veía un coche viejo, una antigua berlina destrozada, sucia, con las portezuelas abiertas y sin cristales, que servía de refugio a las gallinas. La churrería, la taberna y el juego de bolos eran de los mismos dueños: dos socios que habitaban en la casita de las enredaderas.

Los dos socios eran tipos diametralmente opuestos. Al uno, rubio, bastante grueso, con patillas, le decían el Inglés; el otro, delgado, picado de viruelas, con los ojos pequeños y enrojecidos, se llamaba Chaparro.

Los dos habían sido mozos de café. Eran hombres que, con los genios más opuestos y contradictorios, se entendían admirablemente.

Chaparro solía estar siempre en la taberna; el Inglés, siempre en el juego de bolos; Chaparro llevaba gorra; el Inglés, sombrero de jipijapa; Chaparro no fumaba; el Inglés fumaba en pipa larga; Chaparro vestía de negro; el Inglés, trajes claros y anchos; Chaparro estaba siempre incomodado; el Inglés, alegre; Chaparro creía que todo era malo; el Inglés, que todo era bueno, y así, con esta disparidad absoluta, se entendían los dos compadres.

Chaparro trabajaba mucho, no paraba nunca; el Inglés, más pacífico, miraba jugar a los bolos, leía el periódico, con sus anteojos puestos sobre la nariz, regaba sus plantas, que las tenía en cajas en grandes jarrones de piedra, que debían de haber ido a parar allí de algún derribo, y meditaba. Muchas veces no hacía ni esto siquiera; salía a la hondonada, se tendía al sol y contemplaba vagamente la sierra y la línea austera, apenas ondulada, de los campos madrileños bajo el cielo azul radiante. Una tarde paseaba Juan con un pintor decorador, a quien había conocido en la Exposición, por el paseo de Areneros, cuando vieron el juego de bolos del Inglés, y entraron.

-Aquí podríamos tomar algo -dijo Juan.

-No habrá quien sirva -contestó el otro. Llamaron a un chico que recogía las bolas. -Ahí al lado, en la taberna, se pueden ustedes sentar.

Se sentaron debajo de un emparrado y siguieron hablando. El que hablaba con Juan era un hombre ilustrado, que había vivido en Francia, en Bélgica y viajado por América. Solía escribir en un periódico anarquista, en donde firmaba: Libertario, y por este apodo se le conocía.

Había dedicado un artículo elogioso al grupo de Los Rebeldes, y luego había buscado a Juan para conocerle.

Sentados bajo el emparrado, el Libertario hablaba. Era éste un hombre delgado y alto, de nariz corva, barba larga y modo de expresarse irónico y burlón. A pesar de que a primera vista parecía indiferente y bromista, era un fanático. Trataba de convencer a Juan. Hablaba con un tono un tanto sarcástico, manoseando con sus dedos largos y delgados su barba de prócer, suave y flexible. Para él, lo principal en el anarquismo era la protesta del individuo contra el Estado; lo demás, la cuestión económica, casi no le importaba; el problema para él estaba en poder librarse del yugo de la autoridad. Él no quería obedecer; quería que si él se asociaba con alguien fuese por su voluntad, no por la fuerza de la ley. Afirmaba también que las ideas de bien y de mal tenían que transformarse por completo, y con ellas, las del deber y la virtud.

Hacía sus afirmaciones con cierta reserva y, de cuando en cuando, observaba a Juan con una mirada escrutadora.

El Libertario quería dejar una buena impresión en Juan, y ante él, sin alardes, iba exponiendo sus doctrinas.

Juan escuchaba y callaba; asentía unas veces, otras manifestaba sus dudas. Juan había tenido un gran desengaño al conocer a los artistas de cerca. En París, en Bruselas, había vivido aislado, soñando; en Madrid llegó a intimar con pintores y escultores, y se encontró asombrado de ver una gente mezquina e indelicada, una colección de intrigantuelos, llenos de ansias de cruces y de medallas, sin un asomo de nobleza, con todas las malas pasiones de los demás burgueses.

Como en Juan las decisiones eran rápidas y apasionadas, al retirar su fe de los artistas la puso de lleno en los obreros. El obrero era para él un artista con dignidad, sin la egolatría del nombre y sin envidia. No veía que la falta de envidia del obrero, más que de bondad, dependía de indiferencia por su trabajo; de no sentir el aplauso del público, y tampoco notaba que si a los obreros les faltaba la envidia, les faltaba también, en general, el sentimiento del valor, de la dignidad y de la gratitud.

-Aquí se está bien -dijo el Libertario-, ¿verdad?

-Sí.

-Podíamos reunirnos los domingos por la tarde; yo vivo por aquí cerca.

-Sí, hombre.

-Yo vendré con algunos amigos que tienen ganas de conocerle. Todos han visto Los Rebeldes, y son entusiastas de usted.

-¿Son anarquistas también? -Sí.

Salieron al paseo de Areneros por la taberna.

-Voy a ver el número de esta casa para decírselo a los amigos -dijo el Libertario.

Pues, no tiene número -replicó Juan-; pero tiene nombre: «La Aurora».

-Buen nombre para una reunión de los nuestros.

Se despidieron. Juan marchó a casa de Manuel. En el cerebro del escultor comenzaba a germinar la idea de que había una misión social que cumplir, y que esta misión era él el encargado de llevarla a cabo.

Mientras Juan se reunía con sus nuevos amigos, Manuel trabajaba en la imprenta. Iban poco a poco viniendo los encargos.

Una vez Manuel había dicho a la Salvadora: -Quisiera hablar contigo despacio.

-¿Por qué no esperar a ver si salimos adelante? -le había contestado ella, suponiendo de qué se trataba.

Y se entendieron sin más explicaciones, y los dos se pusieron a trabajar. Manuel, de noche, después de cerrar la imprenta, llevaba él mismo los encargos en una carretilla. Se ponía una blusa blanca y echaba a andar.

Hay trabajos que parece que despiertan el pensamiento, y uno de ellos es empujar una carretilla. Al cabo de algún tiempo no se nota si uno lleva el carretón, o si es el carretón el que le lleva a uno. Así en la vida, muchas veces, no se sabe si es uno el que empuja los acontecimientos o si son los acontecimientos los que le arrastran a uno.

A Manuel, su vida pasada le parecía un laberinto de callejuelas que se cruzaban, se bifurcaban y se reunían sin llevarle a ninguna parte; en cambio, su vida actual, con la preocupación constante de allegar para echar el ancla y asegurarse un bienestar, era un camino recto, la calle larga que él iba recorriendo con el carretoncillo poco a poco.

El recuerdo de la justa había quedado ya borrado para siempre de su memoria. Algunas veces, al pensar en ella, se preguntaba: ¿Qué hará aquella pobre mujer?

Jesús seguía viviendo en su guardilla y trabajaba en la imprenta con intermitencias.

Un domingo del mes de noviembre, después de comer, Jesús preguntó a Manuel:

-¿No vas a ir hoy a «La Aurora»? Vamos a tener junta.

-¿En dónde? ¿En la taberna del Chaparro?

-Sí.

-Yo no voy. ¿A qué?

-¡Qué burgués te estás haciendo! Allá estará tu hermano; va todas las noches.

-Le están haciendo la pascua a Juan, metiéndole en esas cosas de anarquismo, que no son más que memadas.

-¿Ya has renegado también de la idea?

-Hombre, a mí la anarquía me parece bien, con tal de que venga en seguida y le dé a cada uno los medios de tener su casita, un huertecillo y tres o cuatro horas de trabajo; pero, para no hacer más que hablar y hablar, como hacéis vosotros, para llamarse compañeros, y saludarse diciendo: ¡Salud!, para eso prefiero ser sólo impresor.

-Tú, con anarquía o sin anarquía, serás siempre un burgués infecto.

-Pero ¿es que es necesario ser anarquista y emborracharse para vivir?

-¡Claro que sí! ; por lo menos tomar la vida de otra manera. Conque, ¿vienes o no a «La Aurora»?

-Bueno; iré a ver lo que es eso. El día menos pensado os van a meter a todos en la cárcel.

-¡Quiá!, hay la mar de puertas en el solar ese.

Jesús contó que hacía unos días habían estado unos polizontes, por una delación, en la taberna, y se encontraron con que no había nadie.

Entraron Jesús y Manuel en la taberna, y, por la puerta de al lado del mostrador, pasaron a un cuarto con zócalo de madera y una mesa redonda en medio. Había ya diez o doce personas, y entre los conocidos de Manuel estaban el señor Canuto y Rebolledo. El cuarto era tan chico, que no cabían en él. Iba viniendo más gente. El Libertario llamó a Chaparro.

-¿No hay un sitio por ahí donde pudiéramos meternos? -le preguntó.

-No.

-En esa cosa con cristales que tienen ustedes, ¿no podría entrar?

-¿En el invernadero? Allí no hay sillas, ni mesa, ni nada.

-Sí; pero, ya ve usted. Aquí no cabemos. ¿Hay luz?

-No.

-Bueno; pues traiga usted unas velas.

Salieron al solar; estaba lloviendo a cántaros. Corriendo, se metieron en el invernadero. El Inglés y el Libertario trajeron entre los dos una mesita, la pusieron en el centro y encima colocaron dos bujías metidas en dos frascos vacíos. No había sillas y se fueron sentando, unos sobre un banco, otros en tiestos del revés, y otros en el suelo. Tenía aquello un aspecto tétrico; la llama de las bujías temblaba a impulsos del viento; sonaba la lluvia, densa y ruidosa, en los cristales, y al escampar se oía el tintineo acompasado y metálico de las goteras. Sin saber por qué, todos hablaban bajo.

-Yo creo, compañeros -dijo Juan, levantándose y acercándose a la mesa-, que el que tenga algo práctico que decir, debe levantarse y hablar.

Hemos constituido este grupo de partidarios de la idea. Casi todos conocemos este sitio por el nombre de «Aurora»; como nuestro grupo debe tener un nombre, por si hay que relacionarlo con otras sociedades, propongo que desde hoy se llame «Aurora Roja».

-¡Aceptado! ¡Aceptado!

La mayoría estuvo conforme. Algunos propusieron otros nombres, como Ravachol, Angiolillo, Ni Dios ni amo; pero, en general, todos fueron del parecer que se pasara a otro punto y que quedase el nombre de «Aurora roja».

Luego de aclarado esto, se levantó un joven delgado, vestido de negro, y echó un verdadero discurso. ¿Qué había que hacer? ¿Qué había de perseguir el grupo designado con el nombre de «Aurora roja»? Unos eran partidarios de la labor puramente individual; pero él encontraba que esta labor individual tenía un carácter poco revolucionario y era demasiado cómoda. Uno que no fuese escritor, ni orador, ni anarquista de acción, que no se reuniera ni se asociara, podía echárselas de anarquista tremendo y hasta podía serlo con la misma tranquilidad que un coleccionista de sellos. Además, no había peligro en esto.

Y eso ¿qué importa? -dijo Juan; a nadie se le exige que sea valiente.

Los actos de los anarquistas tienen más valor por eso, porque nacen de su conciencia y no de mandato alguno.

-Es verdad -dijeron los demás.

-Yo no lo niego; lo que yo quiero decir es que no necesitamos liebres con piel de león, y que sería conveniente un compromiso entre todos nosotros.

Mientras este joven defendía la necesidad de la asociación, Jesús explicó a Manuel quién era. Se llamaba César Maldonado y era estudiante; había figurado entre la juventud republicana. Era hijo de un mozo de café y había muchas probabilidades para creer que su anarquismo era una manera de vengarse de la posición humilde de su padre. En el fondo, el joven aquel era un presuntuoso, lleno de esa soberbia jacobina que sabe disimular las bajas pasiones con grandes frases.

A su lado, y defendiendo todas sus ideas, había un vascongado, alto y ancho, cargado de espaldas, que se llamaba Zubimendi, hombre triste, con unos puños formidables, que no hablaba apenas, que había sido pelotari, y últimamente se dedicaba a servir de modelo.

-Para formar una Asociación habrá que hacer un reglamento, ¿no es eso? -preguntó el Libertario levantándose.

-Según -contestó Maldonado-. Yo no creo que deba haber reglamento; basta un lazo de unión; pero lo que sí considero indispensable es poner un límite al ingreso en el grupo y otorgar ciertas prerrogativas para los directores, pues si no, los elementos extraños podían llegar hasta cambiar el objeto que perseguimos.

-Yo -replicó el Libertario-, soy enemigo de todo compromiso y de toda Asociación que no esté basada en el libre acuerdo. ¿Vamos a comprometernos a una cosa y a resolver nuestras dudas por el voto? ¿Por la ley de las mayorías? Yo, por mi parte, no; si hay necesidad de comprometerse y de votar, no quiero pertenecer al grupo.

-Hay que ser prácticos -replicó Maldonado.

-Si yo fuera práctico, hace tiempo hubiese puesto una casa de empeños.

Se levantó un hombre alto, delgado, rubio, picado de viruelas, de aspecto enfermizo, con el bigote fino y bien cuidado, y se acercó a la mesa.

-Compañeros -dijo sonriendo.

-¿Quién es éste? -preguntó Manuel a Jesús.

-El Madrileño, un chico listo que trabaja en el Tercer Depósito.

-Compañeros: A mí me parece que vuestro pleito se puede resolver con mucha facilidad. El que quiera asociarse y comprometerse, que lo haga; el que no, que lo deje.

Excepto tres o cuatro partidarios de Maldonado, que defendieron la utilidad del compromiso, los demás no quisieron asociarse.

-Entonces, ¿para qué reunirnos? -preguntó uno de los amigos del estudiante.

-¿Para qué? -contestó Juan-; para hablar, para discutir, para prestarnos libros, para hacer la propaganda, y si llega el momento de ejecutar, individual o colectivamente, cada uno hará lo que su conciencia le dicte.

-Yo, por mi parte, estoy conforme con esto -dijo el Libertario-. Que cada cual sea responsable de sus actos. No podemos aceptar una solidaridad con nadie desde el momento que todavía ni siquiera nos conocemos... De manera que el que quiera reunirse libremente, el domingo que viene, aquí estaremos.

Se levantaron todos.

-Bueno, vamos -dijo uno-, que ha dejado de llover. Salieron al solar, que estaba encharcado, y se despidieron, dándose fuertes apretones de manos.

-¡Salud, compañero! -¡Salud!

Y en todos ellos se notaba cierta alegría de jugar a los revolucionarios...

El mismo Manuel, a pesar de su aburguesamiento, sintió el atractivo de aquella reunión, y al domingo siguiente estaba en «La Aurora», fraternizando con los compañeros.

Formaron la peña en la tejavana de uno de los juegos de bolos, que no se utilizaba. Allí se podía hablar libremente. Cada domingo se iba haciendo el grupo más numeroso: se habían comprado folletos anarquistas de Kropotkin, de Reclus y Juan Grave, y pasaban de una mano a otra. Ya comenzaban a hablar todos con cierta terminología pedante, entre sociológica y revolucionaria, traducida del francés.

En el grupo se manifestaron pronto tres tendencias: la de Juan, la del Libertario y la del estudiante César Maldonado. El anarquismo de Juan tenía un carácter entre humanitario y artístico. No leía Juan casi nunca libros anarquistas; sus obras favoritas eran las de Tolstoi y las de Ibsen.

El anarquismo del Libertario era el individualismo rebelde, fosco y huraño, de un carácter más filosófico que práctico; y la tendencia de Maldonado, entre anarquista y republicana radical, tenía ciertas tendencias parlamentarias. Este último quería dar a la reunión aire de club; pero ni Juan ni el Libertario aceptaban esto; Juan, porque veía una imposición, y el Libertario, además de esto, por temor a la policía. Una última forma de anarquismo, un anarquismo del arroyo, era el del señor Canuto, del Madrileño y de Jesús. Predicaban éstos la destrucción, sin idea filosófica fija, y su tendencia cambiaba de aspecto a cada instante, y tan pronto era liberal como reaccionaria.

El primer domingo, en la reunión del juego de bolos, el señor Canuto llevó la voz cantante. El señor Canuto había sido uno de los entusiastas de La Internacional, y cuando la escisión de los partidarios de Marx y de los de Bakunin, el señor Canuto se había puesto del lado de Bakunin. Había saludado con entusiasmo la Commune, creyendo que venía con ella la revolución social; después tuvo sus ilusiones con el levantamiento de Cartagena; luego, todas las asonadas, todos los motines, pensó que iban a traer la gorda; hasta que, al último, desesperanzado ya, no quería oír hablar de nada. Era de los entusiastas de Pi y Margall; había conocido al caballero Fanelli, a Salvochea, a Serrano, a Mora, y recordaba una porción de frases extravagantes de Teobaldo Nieva, el autor de la Química de la cuestión social.

Las historias del señor Canuto tenían para todos cierto carácter arcaico, y no llegaron a interesar. Hablaba de cosas pasadas, de artículos de El Condenado y de La Solidaridad, y de las épocas en que él había tenido gran mano en las cuestiones de los anarquistas. Apenas estaba enterado de las corrientes-modernas, y la fama de Kropotkin y Grave, cuyos libros no había leído, le parecía una usurpación cometida en contra de Fourier, Proudhon y otros. Es verdad que tampoco había leído las obras de éstos; pero sus nombres le sonaban.

Él quería su anarquía, la de su tiempo, la de Ernesto Álvarez, sobre todo. Estas últimas cosas catalanas, como decía él con cierto desdén, le molestaban.

No tuvo esta segunda reunión el mismo atractivo que la primera, y muchos salieron aburridos. Con el objeto de avivar el interés, se anunció para el domingo siguiente que se discutirían puntos de la doctrina, y que Maldonado y Prats contestarían a las objeciones que se les hicieran.

-Este Prats, ¿quién es? -preguntó Manuel al Madrileño.

Se lo presentó. Era un hombre bajo, barbudo, con una cara de pirata berberisco, de un color bronceado, con rayas y vetas negruzcas. Tenía este hombre pelos en toda la cara, alrededor de los ojos, en la nariz aguileña, en las cejas. Con su aspecto terrible, su manera de hablar bronca, las manos de oso, peludas y deformes, imponía.

-¿Vendrás -el domingo, compañero? -le dijo a Manuel después de saludarle.

-Sí.

-Entonces, hasta el domingo.

Y se dieron un apretón de manos.

-¡Vaya un tipo! -dijo Manuel.

-No es tan tremendo como parece este Rama Sama -añadió el Madrileño -. En fin, veremos si el domingo esto se anima. Salieron Manuel y el Madrileño. Era el Madrileño, por lo que les oyó decir Manuel, hombre burlón y paradójico y que tenía un gran fondo de malicia. Su tipo, según aseguraba, era Pini el estafador, y le encantaba que unos ladrones hubiesen dado dinero a Juan Grave para la propaganda anarquista. A Manuel le pareció que debía ser un hombre capaz de sacrificarlo todo por una frase ingeniosa o por un chiste.

El Madrileño había sido amigo de Olvés, de Ruiz y de Suárez, autores de una explosión en «La Huerta», el hotel donde vivía Cánovas.

-Paco Ruiz era un hombre de buen corazón -le dijo a Manuel-. Si yo hubiera estado en Madrid, no hubiese hecho la barbaridad de poner la bomba en casa de Cánovas.

-¿Y no hizo daño a nadie con la bomba? -le preguntó Manuel.

-A nadie más que a él, que murió.

-¿Y cómo no se pudo escapar?

-Se pudo escapar. Verás lo que pasó; él llevaba una botella de pólvora cloratada, la puso delante de la verja del hotel y encendió la mecha.

Cuando se retiraba, vio que iba a entrar una criada con unos niños. Inmediatamente Paco volvió, recogió la botella, y en la mano le estalló; le arrancó el brazo la explosión y lo dejó muerto.

El Madrileño, conocido de la policía como amigo de anarquistas, había sido víctima de un pseudocomplot de la calle de la Cabeza, y había estado algunos meses preso.