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Aurora roja/Parte III/III

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II
Aurora roja
de Pío Baroja
III
IV

III

El mitin en Barbieri - Un joven de levita - La carpinteria del arca de Noé - ¡Viva la literatura!


Había que hacer el mitin cuanto antes. Juan no sólo no estaba aún repuesto, sino que se encontraba peor. Desde casa iba dirigiendo el movimiento de propaganda; tenía gran correspondencia con los anarquistas de provincias y con los extranjeros. El médico no le permitía salir mas que un momento por las tardes en las horas de sol. Manuel era el encargado de no permitir la menor transgresión.

-Yo haré lo que sea -le decía a su hermano-. Pero tú quédate en casa.

-Bueno; pues no hay que perder el tiempo para hacer el mitin.

-¿Le veremos a Grau?

-¡Psch!... bueno; no querrá ir.

Prats era partidario de que se viera a Grau. Manuel le acompañó.

Fueron los dos a Vallehermoso, y en una callejuela subieron al tercer piso de una casa. Llamaron; una muchacha les preguntó qué querían; dijeron a lo que iban; la muchacha vaciló y abrió la puerta. Pasaron por un pasillo a un despacho con un balcón en donde apenas cabían tres personas. En la pared había una porción de retratos. Manuel y Prats estuvieron contemplándolos.

-Ésta es Luisa Michel -dijo Prats.

Era una mujer de rostro escuálido y perfil aguileño, con la frente desguarnecida y el cabello corto. Después Prats mostró a Kropotkin, calvo y barbudo, agazapado tras de sus anteojos, con cierto aire de gato fosco; a Eliseo Reclus, de cara apacible de soñador y de poeta; a Gorki, con su tipo innoble y repulsivo.

Se sentaron Prats y Manuel, y pasó media hora larga sin que apareciera nadie.

-Hay que hacer aquí más antesala que para ver a un ministro -dijo Manuel.

Por fin, salió una señora flaca, de aire autoritario. Escuchó lo que dijo Prats, de pie, con marcada impaciencia, y contestó que su marido estaba trabajando. Le daría el encargo y él les enviaría la contestación.

Salieron de la casa de Grau, y Manuel, en derechura, se fue a la imprenta.

Por la noche en La Aurora, donde había gran movimiento para concertar los preparativos del mitin de propaganda, se habló de la negativa de Grau a tomar parte en la reunión.

El Madrileño despotricó contra Grau.

-Es un vividor -dijo-; un farsante, vendido al Gobierno.

-No -replicó el Libertario-; es un temperamento de burgués, que vende su periódico como otro vende pastillas de chocolate.

-Sí -dijo el Madrileño-;pero cuando se tiene temperamento de burgués, pone uno una tienda de ultramarinos, o una zapatería, o cualquier cosa; todo, menos un periódico anarquista. Cuando uno es partidario del amor libre y enemigo del matrimonio, no se casa; cuando se predica contra la propiedad, no se trabaja para reunir cuatro cuartos.

-Grau será lo que se quiera -dijo Prats-; pero es una persona honrada y decente. En cambio, el director de El Libertario es un miserable, una cucaracha, un reptil.

¡Bah! ¡Como es amigo tuyo! -replicó el Madrileño-. ¡Por eso le defiendes a ese farsante!

-¡Farsantes, vosotros!

-Si estáis todos vendidos al Gobierno.

-Vosotros sí que lo estáis. Queréis sembrar la cizaña en el campo anarquista -gritó Prats enfurecido-. ¿Cuánto dieron a vuestro periódico por hablar bien de Dato?

-Y vosotros -exclamó el Madrileño-, ¿qué cobrasteis por la campaña rabiosa que hicisteis contra los republicanos?

-La hicimos por dignidad.

-¡Por dignidad! Para vosotros todo es negocio. Habéis comido pan de Montjuich. Estáis engañando a la gente de una manera asquerosa; todos tenéis salvoconducto de la policía.

-¡Canallas! -vociferó Prats, fuera de si-. Vosotros sí que estáis vendidos al Gobierno y a los jesuitas para desacreditarnos. Pero tened en cuenta que hemos desenmascarado a muchos farsantes.

-Claro, queréis ser vosotros los únicos y os molestan los hombres dignos. ¿Por qué odiáis a Salvochea? Porque vale más que vosotros; porque ha sacrificado su vida y su fortuna por la anarquía, y vosotros no habéis hecho más que vivir de ella.

-Escupe tu baba, ¡miserable! -exclamó Prats.

-El miserable eres tú -gritó el Madrileño, acercándose a su contrincante con el puño levantado.

El Libertario y Juan se interpusieron entre los dos y lograron calmarlos.

-¡Imbéciles! ¡Idiotas! -murmuró el Libertario-. Saben que lo que dicen es mentira y lo dicen a pesar de todo... No parece sino que tienen interés en desacreditarse a sí mismos... Créelo, Juan, necesitamos un hombre...

-¿Y por qué no citáis al mitin a los socialistas? -preguntó Manuel.

-¿Para qué? -preguntó el Libertario.

-Para discutir con ellos.

-¡Quiá! -replicó en tono humorístico el Madrileño-. A ésos, todo lo que no tenga que ver con la bazofia y con el jornal no les importa nada.

-La cuestión sería dar el mitin en un teatro del centro -dijo el Libertario.

Hombre, yo conozco a uno que está empleado en la Zarzuela -contestó Manuel.

-Podríamos ir a verle.

-Bueno.

A Manuel le molestaban estas idas y venidas. Afortunadamente, Morales llevaba la imprenta como una seda.

Unos días después, el Libertario y Manuel fueron a la Zarzuela, aunque convencidos de que no les habían de ceder el teatro.

Se acercaron a allá, vieron que unos coristas o comparsas entraban por un pasillo y siguieron tras ellos. Preguntaron en la portería por el Aristas, y les dijeron que estaba en el escenario.

Recorrieron un largo callejón sombrío hasta aparecer frente a una puerta atada con una cuerda y que se cerraba a golpes por un resorte. Empujaron la puerta.

-¿Qué quieren ustedes? -les dijo un hombre con gorrilla.

-Preguntamos por el Aristas.

En el otro lado.

Pasaron; el escenario estaba en una semioscuridad extraña; al lado de las candilejas cantaban una mujer y un hombre; en el fondo, sentados en corros, había coristas embozados en la capa y mujeres arrebujadas en el mantón con toquilla en la cabeza.

Encontraron al Aristas y le expusieron lo que querían.

-No, no puede ser. ¡Para un mitin anarquista! ¡En la Zarzuela! ¡Imposible! -dijo el Aristas-. Ahora se lo diré al representante.

-Como usted quiera -dijo con indiferencia el Libertario, a quien le molestaba el aire de superioridad del Aristas.

Dirigidos por él, cruzaron el escenario, y por una escalerilla de un extremo bajaron al patio de butacas. La sala estaba a oscuras; arriba, de la claraboya del techo, se filtraba una pálida luz.

Se sentaron el Libertario, Manuel y el Aristas. Habían concluido de cantar un coro; el músico, sentado al piano, daba instrucciones.

Un cómico, con aire acaponado, se asomó a las candilejas y comenzó a decir, con voz aguda y unos visajes repulsivos, que él se llamaba Fulano de Tal y de Cual; que le gustaba seguir a las modistas, porque era un pillín, y una porción de sandeces y de cosas incongruentes.

-¿Qué bien trabaja, eh? -exclamó el Aristas sonriendo-. Gana ocho duros al día.

-¡Qué barbaridad! -murmuró el Libertario-. ¡Cuántos de nosotros tenemos que ser explotados para que viva uno de estos mamarrachos!

-¿Qué tiene que ver eso? ¿A usted le quitan el dinero? -preguntó el Aristas.

-Sí, señor. El dinero que nos quitan los burgueses a mí y a otros como yo, lo vienen a gastar con nenes como este capón.

-Ya se ve que no entiende usted nada de arte -dijo desdeñosamente el Aristas.

De arte? Pero ¡si eso no es arte ni es nada! Sirve para distraer a los burgueses mientras hacen la digestión. Es como el bicarbonato de sosa para el flato.

El Aristas se levantó y se fue. Volvió al poco rato, y secamente le dijo a Manuel que de ningún modo podían dar el teatro para un mitin, y menos para un mitin anarquista.

-Está bien -dijo el Libertario-. Vámonos.

Volvieron a subir por la escalerilla al tablado, buscaron la puerta y salieron del teatro.

No hubo más remedio que hacer el mitin en Barbieri. El Libertario, el Madrileño, Prats y otros compañeros hicieron los preparativos. El día fijado, un domingo de enero, frío y desapacible, Manuel avisó un coche, y él, la Salvadora y Juan fueron al teatro. Juan iba muy abrigado.

Entraron en el teatro. La sala estaba bastante oscura; la luz entraba por un alto ventanal e iluminaba con una luz borrosa la sala aún vacía. Juan fue al escenario.

-Ten cuidado -le dijo la Salvadora-, no te enfríes.

Manuel y la Salvadora se sentaron en las butacas.

Se encendieron dos lámparas del telón de boca. A la luz mezclada del día triste y de las bombillas eléctricas, se vio el escenario como una cueva. En medio se habían sentado alrededor de la mesa unos cuantos hombres mal vestidos; a un lado había otra mesita pequeña, con tapete azul, una botella y un vaso. En el fondo del escenario se veía una fila de hombres sentados en un banco, a los cuales no se les distinguía, y entre éstos se sentó Juan.

Iba llenándose el teatro; entraban obreros endomingados con sombrero hongo, otros de blusa y gorra, andrajosos y sucios. En las plateas se instalaban algunos que parecían capataces, con sus mujeres y chicos, y en un palco del proscenio había unos cuantos escritores o periodistas, entre los que señalaba un hombre con el pelo rojo y la barba también roja, en punta. Entró el Libertario en el teatro y se acercó a saludar a Manuel. Éste le presentó a la Salvadora.

-¡Salud, compañera! -le dijo el Libertario estrechándole la mano.

-¡Salud! -contestó ella riendo.

-La conocemos a usted mucho -añadió el Libertario-;éste y su hermano no saben más que hablar de usted.

La Salvadora sonrió y se turbó un tanto.

-Y qué, ¿vas a hablar? -le preguntó Manuel al Libertario.

Eso quieren; pero no me hace gracia. Si les pudiera convencer de que no... Yo no sirvo para orador.

Luego se apoyó en una butaca, de espaldas al escenario, miró hacia atrás y añadió:

-¡Qué pocos son los que tienen caras de persona!, ¿eh?

La Salvadora y Manuel volvieron la cabeza. La verdad que ninguno de los tipos tenía mucho que celebrar. Había rostros irregulares, angulosos, de expresión bruta(, frentes estrechas y deprimidas, caras amarillas o cetrinas, mal barbadas, llenas de lunares; cejas torvas, bajo las cuales brillaba una mirada negra. Y sólo de trecho en trecho, alguna cara triste, plácida, de hombre ensimismado y soñador...

-¡En qué pocas miradas hay algo de inteligencia, y, sobre todo, en qué pocas hay bondad! -añadió el Libertario-. Aires solemnes, graves, tipos de orgullosos y de farsantes... La verdad es que con esta raza no se va a ninguna parte. Bueno, me voy al escenario. ¡Salud, compañeros!

-¡Salud!

Estrechó la mano de la Salvadora, dio una palmada en el hombro de Manuel y se fue.

Se encendió la batería de las candilejas. El presidente, un viejo de barba blanca, que estaba sentado entre Prats y un obrero enfermizo, pálido, de mirada vaga, hizo sonar la campanilla y se levantó. Dijo unas cuantas palabras, que no se oyeron, y concedió la palabra a uno de los oradores.

Inmediatamente uno de los que se hallaban sentados en el fondo del escenario avanzó hasta colocarse delante de la mesa, llenó un vaso de agua, bebió un sorbo y..

-¡Compañeros! -dijo.

A pesar de las amonestaciones del presidente, que reclamó silencio, al orador no se le entendió gran cosa, parte por el ruido que el público hacía al entrar, y parte por la monotonía del discurso, que debía estar aprendido de memoria y recitado. Al terminar se le aplaudió y se fue. Después vino un viejecillo; cogió la botella muy pausadamente, llenó el vaso de agua, se caló unas antiparras, dejó sobre la mesa un paquete de periódicos y comenzó a hablar.

Era, sin duda, el compañero un señor muy metódico y prudente, porque no decía una palabra sin referirse a lo que había publicado este o el otro periódico. A cada paso leía trozos con una lentitud desesperante.

El público, aburrido, hablaba en voz alta, y algunos chuscos en el gallinero relinchaban con gran maestría.

Dijo el viejecillo que era zapatero, y contó cosas interesantes de la gente de su oficio, siempre documentándose. Cuando concluyó hubo en todo el mundo un suspiro de alivio.

Tras del viejo se presentó un joven de gran levita y cuello almidonado muy alto. Era un periodista desconocido, que indudablemente trataba de pescar algo en las turbias aguas del anarquismo.

El público, que había acogido con indiferencia a los dos primeros oradores, rompió a aplaudir a las primeras frases que pronunció el joven de la levita.

En su discurso enfático, petulante, hueco, barajó términos científicos de sociología y de antropología.

En la actitud de aquel joven siempre había algo así como un reto. A cada instante parecía decir a los cuitados del público: ¡Ya veis que llevo levita!, ¡que llevo sombrero de copa!, ¡que soy hombre ilustrado!; pues, ¡asombraos!, ¡admiradme! He descendido hasta vosotros. Me he identificado con vosotros.

Puesto en el camino de las jactancias, el joven de la levita dijo que despreciaba a los políticos, porque eran unos asnos; despreciaba a los sociólogos que no se afiliaban a la anarquía, porque eran unos ignorantes; despreciaba a los socialistas, por vendidos al Gobierno; despreciaba a todo el mundo, y cada baladronada de éstas era acogida por los papanatas del público con estrepitosos aplausos.

Él acogía los aplausos con cierto gestecillo desdeñoso del hombre a quien le convencen en su casa de que tiene mucho talento. Para final de su oración, el joven enlevitado hizo una frase de latiguillo.

Al poder de las armas -dijo-, opondremos nosotros nuestra austeridad; si ésta no basta, a las armas contestaremos con las armas; y si la fuerza del Gobierno quiere arrollarnos y exterminarnos, recurriremos al poder destructor de la dinamita.

Después de esta frase, que fue coreada por los bravos y los aplausos del público, el enlevitado, muy derecho, como si llevara en la cabeza el Sancta Sanctorum de la Anarquía, se retiró con cierto aire displicente de hombre no comprendido.

Después de éste, habló el Libertario. La sala había quedado emocionada con las frases campanudas y huecas del periodista, y la voz algo parda y confusa del Libertario no se llegó a oír; habló de la miseria, de los niños anémicos, y viendo que no le hacían caso, cortó el discurso y se fue sin que nadie se ocupara de él. Mapuel aplaudió, y el Libertario se echó a reír, encogiéndose de hombros.

-¡En qué pocas miradas hay algo de inteligencia, y, sobre todo, en qué pocas hay bondad! -añadió el Libertario-. Aires solemnes, graves, tipos de orgullosos y de farsantes... La verdad es que con esta raza no se va a ninguna parte. Bueno, me voy al escenario. ¡Salud, compañeros!

-¡Salud!

Estrechó la mano de la Salvadora, dio una palmada en el hombro de Manuel y se fue.

Se encendió la batería de las candilejas. El presidente, un viejo de barba blanca, que estaba sentado entre Prats y un obrero enfermizo, pálido, de mirada vaga, hizo sonar la campanilla y se levantó. Dijo unas cuantas palabras, que no se oyeron, y concedió la palabra a uno de los oradores.

Inmediatamente uno de los que se hallaban sentados en el fondo del escenario avanzó hasta colocarse delante de la mesa, llenó un vaso de agua, bebió un sorbo y..

-¡Compañeros! -dijo.

A pesar de las amonestaciones del presidente, que reclamó silencio, al orador no se le entendió gran cosa, parte por el ruido que el público hacía al entrar, y parte por la monotonía del discurso, que debía estar aprendido de memoria y recitado. Al terminar se le aplaudió y se fue. Después vino un viejecillo; cogió la botella muy pausadamente, llenó el vaso de agua, se caló unas antiparras, dejó sobre la mesa un paquete de periódicos y comenzó a hablar.

Era, sin duda, el compañero un señor muy metódico y prudente, porque no decía una palabra sin referirse a lo que había publicado este o el otro periódico. A cada paso leía trozos con una lentitud desesperante.

El público, aburrido, hablaba en voz alta, y algunos chuscos en el gallinero relinchaban con gran maestría.

Dijo el viejecillo que era zapatero, y contó cosas interesantes de la gente de su oficio, siempre documentándose. Cuando concluyó hubo en todo el mundo un suspiro de alivio.

Tras del viejo se presentó un joven de gran levita y cuello almidonado muy alto. Era un periodista desconocido, que indudablemente trataba de pescar algo en las turbias aguas del anarquismo.

El público, que había acogido con indiferencia a los dos primeros oradores, rompió a aplaudir a las primeras frases que pronunció el joven de la levita.

En su discurso enfático, petulante, hueco, barajó términos científicos de sociología y de antropología.

En la actitud de aquel joven siempre había algo así como un reto. A cada instante parecía decir a los cuitados del público: ¡Ya veis que llevo levita!, ¡que llevo sombrero de copa!, ¡que soy hombre ilustrado!; pues, ¡asombraos!, ¡admiradme! He descendido hasta vosotros. Me he identificado con vosotros.

Puesto en el camino de las jactancias, el joven de la levita dijo que despreciaba a los políticos, porque eran unos asnos; despreciaba a los sociólogos que no se afiliaban a la anarquía, porque eran unos ignorantes; despreciaba a los socialistas, por vendidos al Gobierno; despreciaba a todo el mundo, y cada baladronada de éstas era acogida por los papanatas del público con estrepitosos aplausos.

Él acogía los aplausos con cierto gestecillo desdeñoso del hombre a quien le convencen en su casa de que tiene mucho talento. Para final de su oración, el joven enlevitado hizo una frase de latiguillo.

Al poder de las armas -dijo-, opondremos nosotros nuestra austeridad; si ésta no basta, a las armas contestaremos con las armas; y si la fuerza del Gobierno quiere arrollarnos y exterminarnos, recurriremos al poder destructor de la dinamita.

Después de esta frase, que fue coreada por los bravos y los aplausos del público, el enlevitado, muy derecho, como si llevara en la cabeza el Sancta Sanctorum de la Anarquía, se retiró con cierto aire displicente de hombre no comprendido.

Después de éste, habló el Libertario. La sala había quedado emocionada con las frases campanudas y huecas del periodista, y la voz algo parda y confusa del Libertario no se llegó a oír; habló de la miseria, de los niños anémicos, y viendo que no le hacían caso, cortó el discurso y se fue sin que nadie se ocupara de él. Mapuel aplaudió, y el Libertario se echó a reír, encogiéndose de hombros.

Seguía en el público la marejada producida por el discurso del joven de la levita, cuando se acercó a la mesa, decidido, un hombre de blusa, tostado por el sol, con la mirada atravesada.

El hombre puso los dos puños sobre la mesa y esperó a que se callara la gente. Luego, con voz vibrante y acento andaluz, cortado y bravío, dijo:

-¡Esclavos del capital! ¡Vosotros sois unos idiotas, que os dejáis engañar por cualquiera! Vosotros sois unos estúpidos, que no tenéis noción de vuestro interés. Ahora mismo acabáis de oír y aplaudir a quien ha dicho que hay obreros intelectuales que son como vosotros... ¡Es mentira! Esos que se llaman obreros intelectuales son los más ardientes defensores de la burguesía; esos periodistas son como los perros que lamen la mano del que les da de comer. (Aplausos).

Una voz gritó:

-No es verdad.

-¡Fuera ése! ¡Fuera!

-Dejadle hablar.

-Yo he conocido un verdadero obrero intelectual -siguió diciendo el orador-, un verdadero apóstol, no como esos gomosos de la gabina y del futraque. (Aplausos). Era un maestro de escuela que predicaba la idea por los pueblos y las cortijadas de la serranía de Ronda. Aquel hombre siempre andaba a pie; aquel hombre vestía peor que cualquiera de nosotros; a aquel pobretico le bastaba para vivir una panilla de aceite y un currusco de pan. En las gañanías, enseñaba a leer a los braceros a la luz del candil. Aquél era un verdadero anarquista; aquél era un amigo de los explotados, no como los de aquí, que hablan mucho y no hacen nada. ¿Qué hace la Prensa por nosotros? Nada. Yo soy tejero, y los del oficio, mal comparados, vivimos peor que cerdos, en chozas que no tienen dos varas en cuadro. Y allí, métase usted con toda la familia y gane usted un jornal de dos pesetas. Y eso no todos los días, porque cuando llueve no hay jornal; pero, en cambio, hay que recoger ladrillos y cargar carros; todo gratis, para que el patrón no se arruine. Y esto, comparado con lo que pasa en Andalucía, es la gloria. Y es lo que yo digo: cuando un pueblo sufre todo esto, es que es un pueblo de gallinas...

El orador aprovechó esta oportunidad para hacer gala de nuevo de sus instintos agresivos, y volvió a insultar con verdadera elocuencia al público, que le aplaudió con entusiasmo. Se veía que era un hombre fanático y feroz. Tenía una mandíbula de lobo, unos músculos maséteros abultados, de animal carnívoro, y al hablar se le contraían las comisuras de los labios y se le fruncía la frente. Se comprendía que aquel hombre, irritado, era capaz de asesinar, de incendiar, de cualquier disparate. Al último, para demostrar la inutilidad de los intelectuales, habló de los astrónomos, a quienes llamó imbéciles, porque perdían el tiempo mirando al cielo.

-¡Qué le habrán hecho a éste los astrónomos! -dijo Manuel a la Salvadora.

Después de una incitación al pillaje, el tejero terminó diciendo:

-No queremos ni Dios ni amo. ¡Abajo los burgueses! ¡Fuera esos farsantes que se llaman obreros de la inteligencia! ¡Viva la Revolución Social!

Se aplaudió al andaluz, y se presentó en la tribuna un hombre grueso, cachazudo y calvo, de unos cincuenta años, que dijo, sonriendo, que él no tenía más odio que a la Biblia.

Era un tipo contrario al anterior, tranquilo, bien avenido con la vida. Para él, la Biblia no era mas que un conjunto de necedades y de disparates. Se burló, con cierta gracia, de los siete días del Génesis, de la creación de la luz antes del sol y de otra porción de historias. Dijo también que una de las cosas que le hacían reír era la existencia del alma.

-Porque, ¿qué es el alma? -preguntó él-. Pues el alma no es mas que el juego de la sangre que corre por el venaje de todo el sistema humanitario -y se miró a los brazos y a las piernas-, y, si se va a ver, lo mismo que el hombre tienen alma los animales; pero no sólo los perros, sino hasta los más insiznificantes.

Después de esta explicación materialista del alma, digna del Eclesiastés, explicó el hombre gordo el infundio del Arca de Noé, como él lo llamó.

-Yo no sé -dijo- si Noé sería maestro carpintero; yo lo soy; pero lo que sí puedo decir es que el arca aquélla no era una chapuza ni mucho menos (risas), y que para meter allí una parejita de cada animal, lo mismo terrestre que volátil, que acuario, se necesitaba toda una señora arca. Yo no le quito a Noé nada como carpintero; a cada uno lo suyo (nuevas risas); pero si le hubiera conocido a este señor, le hubiera preguntado: ¿Qué necesidad tenía usted de meter en el arca los chinches, las cucarachas y otros inseztos? ¿No hubiera sido mejor dejarles que se ahogaran?... La verdad es que este Noé debía tener alma de burgués (risas). Y si bien se quiere, el hombre era poco galante, porque en orsequio de las señoras, que son a quienes más les pica (risas, gritos y patadas), debía haber suprimido las pulgas. Y otra cosa se me ocurre. Si las golondrinas comen moscas, y allá, dentro del arca, las dos golondrinas se comieron las dos moscas, ¿de dónde vienen las que hay ahora? Y los camaleones, que se alimentan del aire, ¿cómo vivían allí si no había aire?

-¿Y por qué no había de haber aire? -preguntó uno desde arriba.

-Si había aire, estaría viciado -contestó el hombre gordo-. Porque cuarenta días y cuarenta noches en un sitio cerrado y sin ventilación, con todos los animales de la tierra, habría que ver la peste... En fin, compañeros, que todo eso no es mas que una filfa muy grande, y he dicho.

Se aplaudió algo burlonamente este discurso, y se levantó Juan, muy pálido, con los ojos abiertos, como espantados. Manuel sintió una gran desazón.

-A ver si se trabuca -dijo a la Salvadora.

-No lo hará bien -contestó ella, también intranquila.

Se acercó Juan modestamente a la mesa, y comenzó a hablar con una voz velada y algo chillona, sin equivocarse. Interesado el público por el aspecto de niño enfermo de Juan, quedó silencioso. Juan, al sentirse escuchado, se tranquilizó; tomó el tono natural de su voz y comenzó a hablar con convicción y facilidad, de una manera fluida e insinuante.

-La anarquía -dijo- no era odio, era cariño, era amor; él deseaba que los hombres se libertasen del yugo de toda autoridad, sin violencia, sólo por la fuerza de la razón.

Él quería que los hombres luchasen para salir del antro oscuro de sus miserias y de sus odios a otras regiones más puras y serenas.

Él quería que el Estado desapareciera, porque el Estado no sirve más que para extraer el dinero y la fuerza que él supone de las manos del trabajador y llevarlo al bolsillo de unos cuantos parásitos.

Él quería que desapareciese la ley, porque la ley y el Estado eran la maldición para el individuo, y ambos perpetuaban la iniquidad sobre la tierra. Él quería que desaparecieran el juez, el militar y el cura, cuervos que viven de sangre humana, microbios de la Humanidad.

Él afirmaba que el hombre es bueno y libre por naturaleza, y que nadie tiene derecho de mandar a otro. El no quería una organización comunista reglamentada, que fuera enajenando la libertad a los hombres, sino la organización libre, basada en el parentesco espiritual y en el amor.

Él prefería el hambre y la miseria con la libertad a la hartura en la esclavitud.

-Sólo lo libre es hermoso -exclamó; y en una divagación pintoresca dijo-: El agua, que corre clara y espumosa en el torrente, es triste y negra en el pantano; al pájaro se le envidia en el aire y se le compadece en la jaula. Nada tan bello como un barco de vela, limpio y preparado para zarpar. Es pez en su casco y pájaro en su arboladura; tiene velas blancas, que parecen alas; un bauprés, que parece un pico; tiene una aleta larga, que se llama quilla, y una aleta caudal, que es el timón. Es una gaviota que navega, marcha y se le mira con envidia como a un amigo que se va. En cambio, ¡qué triste el barco viejo y desarbolado que ya no puede salir del puerto! Y es que la vejez también es una cadena.

Y Juan siguió hablando así, pasando de un asunto a otro.

Él quería que las pasiones, en vez de ser constantemente reprimidas por una férula implacable, fuesen aprovechadas como fuerza de bienestar.

Él no veía en la cuestión social una cuestión de jornales, sino una cuestión de dignidad humana; veía en el anarquismo la liberación del hombre.

Además, para él, antes que el obrero y el trabajador, estaban la mujer y el niño, más abandonados por la sociedad, sin armas para la lucha por la vida...

Y habló con ingenuidad de los golfillos arrojados al arroyo, de los niños que van a los talleres por la mañana muertos de frío, de las mujeres holladas, hundidas en la muerte moral de la prostitución, pisoteadas por la bota del burgués y por la alpargata del obrero.

Y habló del gran deseo de cariño del desheredado, de su aspiración, nunca satisfecha: de amor. Una misma congoja agitaba todos los corazones; algunas mujeres lloraban. Manuel contempló a la Salvadora y vio que en sus ojos trataban de saltar las lágrimas. Ella sonrió, y entonces dos lágrimas gruesas corrieron por sus mejillas.

Y Juan siguió hablando; su voz, que se iba haciendo opaca, tenía entonaciones de ternura; sus mejillas estaban encendidas. En aquel momento parecía sentir los dolores y las miserias de todos los abandonados.

Nadie seguramente pensaba en la posibilidad o imposibilidad de las doctrinas. Todos los corazones de la multitud latían al unísono. Ya iba a terminar Juan su discurso, cuando se produjo un escándalo en las últimas filas de butacas.

Era Caruty, que se había subido al asiento, pálido, con la mano abierta.

-¡Fuera! ¡Fuera!, que se siente -gritaron todos, creyendo quizá que intentaba replicar al orador.

-No, no me sentaré -dijo Carury-. Tengo que hablar. Sí. Tengo que decir: ¡Viva la Anarquía! ¡Viva la Literatura!

Juan le saludó con la mano y dejó la tribuna.

Una agitación extraña se sintió en el público. Entonces, como despertado de un sueño y dándose cuenta de su belleza, todos, de pie, se pusieron a aplaudir de una manera rabiosa. La Salvadora y Manuel se miraban conmovidos con lágrimas en los ojos.

El presidente dijo algunas palabras, que no se oyeron, y terminó la reunión.

Comenzó a salir la gente. En el pasillo del escenario se habían amontonado grupos de entusiastas de Juan. Eran obreros jóvenes y aprendices con trajes azules; casi todos anémicos, tímidos, con aire de escrofulosos.

Al salir Juan le estrecharon alternativamente la mano con efusión apasionada.

-¡Salud, compañero!

-¡Salud!

-Dejadle al hombre, que está malo -dijo el Libertario. Carury se pavoneaba entusiasmado. Sin notarlo, sin comprender quizá, había dado la nota verdadera del discurso de Juan: ¡Viva la Anarquía! ¡Viva la Literatura!

En el momento de salir a la calle, dos agentes de la Policía se echaron sobre el francés y le prendieron. Carury sonrió y cantó entre dientes, mirando con desprecio a una burguesía imaginada, la canción de Ravachol.

Juan, Manuel y la Salvadora volvieron en coche a casa.

-¿Qué ha querido decir Carury? -preguntó Manuel-. ¿Que la Anarquía es cosa de Literatura?

-Ni él mismo lo sabrá-dijo Juan.

-No, no; él ha querido decir algo -repuso Manuel. ¡Anarquía! ¡Literatura! Manuel encontraba una relación entre estas dos cosas, pero no sabía cuál.