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Bodas reales/XXXII

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Ignorante de la desazón que a su esposa causaba el por tantos modos martirizado asunto de los casamientos, lanzose el Sr. de Carrasco a una picante conversación con la Socobio, comenzando por declararse galanamente vencido, toda vez que la opinión suya respecto a candidatos había quedado por los suelos. «Reconozco, amiga Cristeta, que fuimos unos bolonios los que levantamos la bandera del Don Enrique y por ella comprometimos la pelleja. Bien guisado lo tenían Francia y Cristina en favor del Francisco, y razón le sobraba a usted cuando por él ponía su mano en el fuego. De algo, ¡carambos!, le había de servir a la señora camarista el tener día y noche sus narices tan cerca de las ollas de Palacio, y el poder levantar las tapaderas de las susodichas ollas para saber lo que en ellas se guisa...».

-¡Para que me diga usted ahora, querido Bruno -replicó la Socobio relamiéndose-, como me dijo en otra ocasión, que a mí no me daban en Palacio más que las raspas de la comida!

-No, no, ¡por vida de...!, que las mejores tajadas le dan: ya lo hemos visto -dijo el hombre público-; y como me precio de imparcial y sensato, no soy ahora de los que se emperran en sostener una opinión vencida. Resuelto ya el problema por la Corona de acuerdo con las potencias, no seré yo quien me ponga enfrente de las potencias ni de la Corona. Una vez que nuestra Soberana se ha dignado elegir por esposo al dignísimo Duque de Cádiz, ¿qué hemos de hacer los buenos ciudadanos más que acatar esa voluntad? ¿Es español el marido de la Reina? Pues nos basta, que siendo español, de él se puede esperar todo lo bueno. Ni con un Coburgo, ni menos con un Trápani, habríamos transigido nunca. ¿Es D. Francisco, a más de español, honrado, valiente, religioso, aplicado, cortés, amante de su patria? Pues si todas estas cualidades posee, no ha de tardar en tener la de liberal, que viene a ser, como dice Centurión, el resumen de todas ellas.

-Tenga usted por cierto, Sr. D. Bruno -dijo Cristeta-, que Dios ha venido a ver a nuestra desgraciada Nación, y que en los días futuros España será el espejo que fielmente reproduzca la felicidad de nuestros Reyes, reproduciendo sus benditas imágenes.

-No tanto, amiga mía, no tanto -dijo gravemente el manchego extendiendo su mano como para poner un dique al torrente de felicidades anunciado por la camarista-. No es todo venturas, pues si nos congratulamos por lo que se refiere a la Reina, no podemos decir lo mismo de la Infanta, ni aprobamos que nos la casen con un francés. Bien dicen que no hay dicha completa, y en este pastel nos han mezclado lo dulce con lo amargo, para que no nos veamos nunca libres de extranjeros... ¿A qué demonios nos traen acá ese Montpensier o Montpetibú? ¿Qué pito tiene que tocar entre nosotros ese caballerete? Siendo como es la Infanta la inmediata sucesora al Trono, ¿cómo no pensaron en la contingencia de que entre a reinar la segunda hija de Fernando VII? Cuando se me dijo que estaba acordado el casar a Luisa Fernanda con el hijo de Luis Felipe, se me ocurrió una idea magnífica para conciliar los deseos de la Francia con los intereses y la independencia de nuestra Nación. Pues yo le diría con muchísimo respeto a D. Luis Felipe: «Sí, señor, nos avenimos a darte para tu hijo Antoñito la mano de nuestra Infanta; pero con la condición de que no ha de celebrarse el casamiento hasta que Su Majestad Doña Isabel II se digne asegurarnos con su primer parto feliz la sucesión a la Corona». Y yo voy más lejos: yo llego hasta fijar que ha de ser sucesión masculina, para mayor garantía, y que han de mediar certificaciones facultativas muy serias acerca de la robustez de la criatura... ¿Qué le parece a usted, Cristeta?

A contestar iba la Socobio, cuando de la alcoba cercana salió una voz terrible y cavernosa, que a todos les puso los pelos de punta. Mas no por lo espeluznante dejaba la tal voz de interesar grandemente a cuantos allí estaban, pues era el propio acento de Doña Leandra lo que de la alcoba como de un sepulcro salía. «Tú, gaznápiro de siete capas, Bruno, mal marido de Leandra la de Calatrava, ¿qué sabes de Reinas paridas, ni de Príncipes masculinos, para que prosperen los reinos? Cállate, harto de ajos, cerrojo, hi de tal, que toda tu ciencia es el hueco del gran sombrero que gastas para espantar a la gente. ¿Ni qué sabes tú del francés que nos traen ni de la Infanta que nos llevan, si no has tenido alma para defender a tu hija de las garras del inglés que nos la robó? ¿A qué hablas tú de patriotismo, si el primer patriotismo es ser buen padre y tú no lo eres? ¿Y qué dices de extranjeros, si el primer extranjero eres tú, porque extranjero es el que no quiere a su familia, y no la defiende, y no procura su felicidad?».

Acudieron Cristeta y D. Bruno a contenerla y acallarla, para lo cual pocos pasos tuvieron que dar, pues ambos conversaban sentados a un lado y otro de la puerta que abría paso desde el gabinete a la alcoba. Y antes de que llegaran a poner sus manos en la cama, ya Lea andaba en la operación de sujetar a su madre, la cual, bruscamente sacudida y disparada por el efecto de lo que oía, trató de ponerse en pie sobre el lecho, no pudiendo llegar a postura más elevada que la de hinojos, y ello fue con presteza semejante a la de los muñecos que por la tensión de resortes de acero salen de una caja. De rodillas, medio destapada de una cadera y enteramente desnuda de un brazo, estirando los dos, empezó a soltar de su boca los terribles anatemas ya dichos, a que siguieron otros más violentos y desatinados.

«Su Merced ha olvidado -dijo Lea a su padre por lo bajo-, que eso de los casamientos la trastorna más que cosa ninguna, y que con media palabra que de ello se le hable se nos pone perdida».

-Aquí tenemos -prosiguió Doña Leandra dejándose amansar por los abrazos y carantoñas de su hija-, al arreglador de todo el mundo y al que trae por los cabezones a la Europa universal... Antes no queríais nada con D. Francisco, y ahora que os le han montado en las narices, ya le acatáis y le hacéis el rendibú, lamiéndole la mano para que os eche migajas... ¡Ah, perros lambiones, gorrones y servilones! Antes era el Serenísimo un chupacirios y un motilón, y ahora es Rey de veras, honrado, caballero, valiente, y liberal de añadidura. Pues sí: regostose la vieja a los bledos... El marido de Doña Isabel os dirá: «El liberalismo que yo traiga, que me lo claven en la frente...». ¡Ja, ja!... ¡Apañados están los catacaldos del Progreso! Ayer conspirabais como topos, y hoy como gallos cantáis en el montón de basura más alto del gallinero... Pero no os hacen caso, no... que allá saben del pie de que cojeáis».

Decía esto, ya vencida de los cariños y de la superior fuerza muscular de su hija, que después de tenderla en el lecho y de acomodar su cabeza en el descanso de las almohadas, dábale palmaditas, pronunciando dulces términos filiales. D. Bruno y Cristeta no hacían más que suspirar, contemplando en silencio el lastimoso cuadro. Como ruido decreciente de una tempestad que corre, sonaron aún los anatemas de Doña Leandra: «¿A mí qué me va ni qué me viene en esto? Me vuelvo a mi casa, y arread ahora vosotros con la vida... No es mala felicidad la que os espera con vuestra Reina casada... ¡Y mi hija, la muy tal, corriendo sola por las calles!... Os digo que huele a podrido en las Españas... Ya estoy viendo el pelo que echaréis en el reinado nuevo... Cantad, gallitos míos, en el muladar, que ya me lo diréis cuando os lleguen al cuello las basuras y no podáis echar la voz; cantadme la tonadilla de libertad y moderación, y abrid luego la boca para que os echen la miel que le echaron al asno... No es mala miel la que echarán en la boca de todo el Reino... ¡Pobre Reino! ¡Cómo le van a poner entre unos y otros, y qué lástima me da verle la cara con tanto cuajarón!... Tú, gran zopenco, cuando te hagan ministro, avisa... Échale otro piso al sombrero para que desde allí te veamos, hombre, y podamos decirte... ¡arre, vuecencia!...».

Los últimos ecos de la tempestad, frases cortadas por sarcásticas risas, fueron apagándose hasta llegar al silencio. Retiráronse Cristeta y D. Bruno a comentar a solas el atroz delirio de la enferma, lamentándose el segundo de que una mujer que era la boca más limpia de toda la Mancha y aun de la España entera, pues jamás se le oyó vocablo mal sonante, saliese ahora tan deslenguada, por causa del trastorno paralítico, y pronunciase injurias tan feas, nada menos que contra el Reino, o sea la Nación, y contra las mismas personas reales. ¿Quién demonios pudo haberle enseñado ideas y palabras tan opuestas al modo de ser de Leandra y a su natural decencia? Indudablemente, metido el mal en el caletre, y dañando y corrompiendo toda la parte sensible del discurso, era de los que no dan tiempo al remedio, y el hombre, ¡ay!, se iba convenciendo de que tendría mujer para muy pocos días. Por más que el ingenio fecundo de Cristeta intentó consolarle, no cejaba en su pesimismo el buen Carrasco, y con los suspiros que echaba podía mover sus aspas un molino de viento. El caso vergonzoso de su hija, primero, después el desastrado acabamiento de su esposa con aquel grosero delirar, más propio del populacho que de enfermos decentes, tenían al respetable señor muy alicaído: su rostro, antes plácido, se le había vuelto tenebroso; diez años lo menos se habían aumentado al natural peso de su edad; ni las más picantes discusiones o chismografías políticas le apartaban de su tristeza y amargura. «En fin, Cristeta -dijo tomando el sombrero-, si usted se queda un ratito más para acompañar a la pobre Lea, a ese ángel, Dios le pague su caridad. Yo me encuentro de tal modo atontado con estos disgustos, y me impresiona tan terriblemente el ver y oír en ese estado a la pobre Leandra, que no extrañaré caer también enfermo y dar el barquinazo gordo... Parece que me falta la respiración, que me ahogo y que las piernas me flaquean. Déjeme usted que salga a tomar un poco el aire y a dar una vuelta por el Casino».