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Brenda/III

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El dos de noviembre fue un día hermoso y apacible. La afluencia considerable de gente que llenaba por completo las anchas aceras de la calle 18 de julio, en continuo y agitado vaivén, mantuvo por largas horas una animación inusitada en los suburbios y en el cementerio central, punto en que se detenía la concurrencia para rendir ofrendas a los muertos. El itinerario era forzoso, en ese día consagrado por la costumbre popular.

Una cita tácita y solemne reunía en el recinto fúnebre a pobres y opulentos, alegres y tristes, humildes y soberbios, honrados y viciosos, cultos e ignorantes, escépticos y creyentes, cual si todos hubiesen acordado persuadirse una vez más de la nivelación absoluta que de las grandezas y pequeñeces humanas hace la madre tierra al abrir sus antros de eterno reposo. A lo largo del trayecto resaltaban los contrastes que luego se disipan al refundirse en el misterio de la nada; aquellas extrañas degradaciones de fisonomías y esa diversidad de trajes que un escritor notaba en antigua ciudad populosa, y que hacían de cada trozo de barrio un mundo distinto, y de toda la zona recorrida una larga escala de costumbres.

Cierto que esto se veía en un teatro más modesto; pero también lo es que por doquiera que more el hombre lo acompañan las diferencias de raza, estado o destino. La blusa del obrero alternaba con la levita del propietario; el sencillo vestido de percal, sin adornos ni crujidos, con el de rica seda; las lujosas prendas y atavíos de raso y plumas negras, con los tenues velos y humildes crespones que cubrían en parte cabezas de jóvenes frescas y lozanas como flores recién bañadas por el rocío. No de otro modo alternaban las coronas tejidas de filigrana de oro y guirnaldas de finas perlas en panteones de regia pompa, con las pálidas rosas y jazmines naturales esparcidos sobre las blancas piedras, dispersos y ya mustios, sin duración mayor que el perfume mismo de una vida, disipado a veces con una ilusión o esperanza en las borrascas de juventud.

De todas las desigualdades en roce, de todas las intenciones en contacto, de tan distintas existencias en proximidad sensible, quizás surgía un pensamiento único y levantado desde el interior de las almas como expresión del culto que cada memoria guarda, y que a adquirir forma semejaría al alto ciprés de apiñadas hojas que remonta en los aires su copa melancólica, como símbolo de una plegaria eterna que pide para las tumbas la profunda paz del infinito.

La necrópolis presentaba un aspecto interesante y poético. Por la mañana había caído una ligera lluvia, cuyas gotas cristalinas pendientes de las hojas de los robustos coníferos se deslizaban todavía sobre la arena de las sendas en vívidos cambiantes. Numerosas aves pequeñas mezclaban sus gorjeos en tranquila posesión de los claveles, rosales y madreselvas; las golondrinas rozaban sus negras alas trinando en las cimas de los árboles, y de todos los ámbitos venían ecos y cantos, esparciendo alegre concierto por el fúnebre paisaje. Música menos grave que la del órgano y el salmo bajo las bóvedas de los templos; pero sí dulce, espontánea e inocente con que artistas alados e impecables celebran al despuntar cada mañana la misa solemne de los espacios para terminarla enmedio de la tristeza del crepúsculo; hora en que las leyendas levantan a los muertos y bajan en flébil vuelo los genios invisibles de la noche, a departir con ellos los problemas, que sella dura e implacable la piedra del sepulcro.

Esta presencia de las plantas y de los pájaros, es la sonrisa cariñosa con que la naturaleza reemplaza el recuerdo y la gratitud; pues no son muchos los que conservan de sus ternuras pasadas perfume más delicioso y casto, ni en el idioma del corazón frases más suaves y elocuentes que ofrecer como excelso tributo en un canto funeral. La tierra, conjunto de inmensos despojos de los cuales vivimos, acoge los que la piedad sepulta, y se nutre a su vez. La vil materia, que al corromperse da vida a la oruga y llena el aire de emanación mefítica, da también a la raíz de las plantas la fecunda savia que produce embriagante aroma, como si tratase de no repugnar a los vivos perfumando con su espíritu sutil la atmósfera que rodea su miseria; y en el interior de huecos cráneos por donde pasara quizás como un turbión la sangre poderosa y una llamarada el pensamiento, y se anidasen tempestades, concede asilo al ave tímida, emblema del ser impecable, que allí celebra tranquila la noche blanca de sus bodas.

En el día de que hablamos circulaban en numerosas bandas, o aislados grupos, los pequeños cantores del aire, convidándose al amor enmedio de complicados trinos y susurros; mas estos delicados músicos recogiéronse de improviso en los lugares solitarios, y enmudecieron las arpas caprichosas, una vez que allí afluyó la concurrencia humana diseminando por todos los ámbitos el rumor extraño de sus dolores, pasiones y vanidades. Pareció entonces que los muertos se quedaban solos.

Hasta la caída de la tarde, conservó la ceremonia su esplendor. Las clases sociales confundidas desfilaron delante de las tumbas cubiertas de galas y ofrendas, a paso mesurado y grave continente múltiples veces, con la oración en los labios y algo de vago, confuso y lejano en el espíritu, que no era sino el fantasma cada día más incoloro y tenue de existencias extinguidas; y con los últimos cánticos sagrados que en graves notas resonaban bajo la cúpula de la rotunda, fuéronse luego retirando en grandes grupos, hasta dejar desierta la mansión del descanso. Sobre sus huellas impresas en la arena quedaron pétalos, cintas negras y verdes hojas, y en los mármoles, jaspes, columnas y mausoleos, a manera de flamantes adornos en un día de fiesta, un cúmulo de coronas y de flores en que rivalizaban la sencillez y el artificio y se confundían laureles, siemprevivas, falsas perlas, doradas placas, cristales límpidos, fragantes ramos, y sueltos nardos y pensamientos, aquí y allá arrojados al pasar, entre lánguidos suspiros. Tras de los últimos grupos que salían, los guardianes empezaron a recoger las guirnaldas de oro que se exhibieran por un momento, y a levantar los paños de terciopelo sembrados de lágrimas de plata, en los pequeños altares de los ricos panteones.

A las siete, sólo se veían algunas personas rezagadas que se movían con lentitud entre los árboles, absortas en la meditación y algún recuerdo reciente y palpitante.

La bella feria había concluido, dejando espacio y soledad al dolor callado de cercana fecha que se increpa y subleva ante el olvido, y esclaviza el ánimo, destemplando una a una todas sus fibras.

Los postrer los rayos solares herían débilmente las cúspides de las pirámides y conos de piedra, y a los profusos rumores del día seguíase en una atmósfera saturada de emanaciones, ese helado silencio que parece surgir de la sombra en que se destacan inmóviles y rectos los tristes cipreses y álamos gigantes.

Uno de aquellos paseantes solitarios, saliendo del segundo compartimiento, más sencillo que el primero en el número y calidad de mármoles y adornos, detúvose a examinar con atención las obras artísticas que dan verdadero realce y suntuoso aspecto a este lugar privilegiado del hermoso jardín fúnebre. Seguía a treguas su paseo, observando acaso que todas las grandes pasiones humanas, como todos los fanatismos, tenían allí su tipo, su símbolo, su atributo: el amor, la amistad, la abnegación, el sacrificio, la gloria, el martirio, como la proeza obscura, las hazañas sombrías, las memorias siniestras, reproducidas a perpetuidad en el granito o en el bronce, antes de haberse olido y acatado el fallo severo e inapelable de la historia, que es la que funde el molde de los inmortales.

Enmedio de este examen minucioso y detenido, llamó especialmente su atención de pronto un epitafio modesto, grabado en un sepulcro de basamento negro. Leíase en la lápida un nombre y una fecha. Esta última evocaba recuerdos en la mente de todo aquel que hubiese sido actor en los terribles dramas de las guerras civiles. El paseante parecía hallarse en este caso; le impresionó la cifra, pero el nombre nada dijo a su memoria.

Raúl Henares, que él era, no pudo sustraerse al leer esa fecha de alguna reflexión penosa, como si en realidad el secreto de aquella tumba se ligara en cierto modo con las aventuras de sus primeros años juveniles. No pudo menos que recordar que, en fecha igual, hacía ya mucho tiempo, arrastrado por la corriente de la época y su entusiasmo generoso, combatía en las filas de un partido, creyendo con fervor que el medio violento, como el látigo de Jesús, debía emplearse siempre contra la demencia en el poder; y si algún episodio dramático reproducía constantemente su memoria en ciertas horas, era el de esa fecha grabada en el mármol negro, para él, tan llena de emociones imborrables.

Circuía el sepulcro una verja de hierro, y hallábase al final de una calle de árboles umbríos, separados de trecho en trecho por esbeltas columnas blancas. Nadie había puesto allí una flor, y la pequeña pirámide de jaspe como la lápida tendida en su base estaban desnudas de todo ornamento. Mansión aislada, enmedio de tantas ofrendas tiernas y fastuosos homenajes.

Quizás fuera Raúl el único que allí se hubiese detenido. Largos instantes permaneció inmóvil y caviloso, inclinado sobre la verja, con la vista fija en el epitafio. Del sitio al fin se arrancó, para encaminarse a otra tumba que ya había visitado una hora antes, y de la cual parecía querer despedirse al partir.

Apenas cumplido ese deseo, llamaron su atención, a breve espacio, dos personas que se habían detenido junto a un ciprés, y que recién penetraban en el recinto.

Era una de ellas señora ya anciana, de semblante noble y distinguido, a que daba mayor realce una cabellera muy blanca, abierta al medio de la frente surcada por los años. Notábase en sus ojos un cansancio extremo, que su joven compañera persistía en atenuar con cariñosa solicitud, haciéndola aire con un abanico negro, en tanto que la mantenía de la cintura con su brazo izquierdo, apoyada en el tronco del árbol.

Aquella joven era muy bella, y singularmente pálida. Diríase al primer golpe de vista un observador atento, que reunía en su conjunto todos los perfiles y detalles del tipo más selecto y del organismo más delicado. La nítida blancura de su rostro y de sus manos, que hacía resaltar sobremanera un traje negro de irreprochable elegancia y sencillez, daba un interés especial a su esbelta figura. Alta y delgada, flexible y donosa, de un pie pequeño y bien modelado, traía al recuerdo ciertas pinturas ideales del arte superior. Tenía el cabello dorado, como el que ostentan las vírgenes de los artistas de genio. Sus hermosas trenzas se descubrían en parte bajo el crespón ligeramente plegado hacia atrás con natural coquetería, y caído sobre una de las sienes.

Sentaba bien esa especie de sombra a las purísimas líneas de su semblante. Parecían al principio negros sus ojos, circuidos bajo los párpados inferiores por ligeras ondas obscuras, pero en realidad eran de un azul sombrío más profundo que el del zafir, de una dulce e inefable expresión, velados por sedosas y luengas pestañas. Notábase sin embargo, en ese rostro, lleno de serenidades y encantos, como un reflejo de pasadas amarguras: acaso de esas que en la historia de los hogares nacen con los supremos infortunios, y no abandonan sino a largos lapsos a un alma capaz de afectos profundos y duraderos.

Raúl experimentó al contemplarla un estremecimiento extraño, una de esas sensaciones rápidas cuyo origen no se explica a veces, que nos domina por completo en un momento determinado, y que concluyen por introducir en el ánimo una preocupación tenaz y persistente. Una secreta atracción le impulsó adelante hasta el punto de aproximarse a pocos pasos del interesante grupo.

La anciana parecía haber sido víctima de un ataque inesperado, si bien de leves consecuencias, a juzgar por su aspecto. Tosía con alguna fatiga, y tenía inclinada la cabeza sobre el seno de la joven.

Raúl se acercó, con el sombrero en la mano, y ofreció cortésmente su ayuda, un tanto trémulo e indeciso.

Al eco de su voz, suave y simpático, alzó la joven la mirada sorprendida, fijándola en el rostro de su interlocutor. Algo semejante a un temblor agitó su cuerpo, y destellaron sus grandes pupilas viva luz.

La conmoción había sido recíproca. ¿Unía, acaso, algún vínculo a aquellos dos seres? Los dos se contemplaron breves momentos con cierta ansiedad visible.

Haciendo un esfuerzo para reponerse, la joven rompió por último el silencio, con un acento en que se notaba cierta aflicción:

-Esto no es nada, señor. Pronto pasará.

-Advierto, no obstante, quebranto en esta señora, y quizás pudiera ser útil...

Ella le miró sonriente, viendo venir la reacción, y replicó con dulzura:

-Gracias, ya está bien. Padece un poco, y se empeñó en que viniésemos al cementerio, a pesar de mi resistencia.

-Quería que colocáramos juntas una corona en la tumba de mis padres -agregó luego- como si dirigiese la palabra a un amigo.

-¡Ah! Esta señora, entonces...

Raúl se detuvo turbado. ¿Con qué derecho inquiría cosas íntimas?

-Es mi noble protectora -murmuró la joven con aire de ingenua confianza estrechando contra su pecho la cabeza venerable.

Henares dio un paso atrás para retirarse.

Ella, que le observaba atentamente con esa insistencia singular que revela un interés marcado, dijo en voz baja y triste:

-¿Tiene usted también sus muertos queridos?

-Es cierto. A ninguno excluye esta casa del recuerdo.

En ese instante la anciana levantó la cabeza y aspiró el aire con placer, como si hubiese arrojado lejos de sí un peso intolerable. Parecía no haber escuchado nada. Cuando al divagar sus ojos se detuvieron en Raúl, recién se animaron con un brillo inusitado.

¿Renovó en ella la presencia del joven alguna impresión de otro tiempo, o trájole a la memoria ya debilitada por los años, alguna reminiscencia importuna?

Era posible. La impresión había sido en la joven agradable, casi placentera; pero lo fue en ella de disgusto y desazón.

Sus labios se removieron como para pronunciar una frase, y sombreose algo su frente. Todo fue rápido, disipándose en el momento.

La joven se apresuró a decir:

-El señor se ha acercado a nosotras, madre, temiendo fuera grave el accidente.

-¡Ah! exclamó la señora cogiéndose al brazo de la niña y haciendo a Raúl un leve saludo. Agradezco mucho, caballero...

Henares inclinose y se alejó lentamente.

Ningún transeúnte se veía en los senderos, y empezaban a tenderse las primeras sombras, Raúl se paró en el extremo de aquella calle silenciosa que conducía a la puerta de salida, sobre cuya arcada una campana de bronce enviaba por intervalos al espacio como un eco de oraciones. Desde allí se volvió para mirar otra vez a las dos damas y conocer el término de su excursión solitaria. La joven le miraba también, de pie junto a una verja.

Como lo había supuesto, sin darse clara razón de ello, se habían detenido delante del sepulcro, ante el cual meditara él momentos antes, y en cuya lápida negra había leído este nombre, junto a la fecha que tanto le preocupó: Pedro Delfor.

Coincidía este detalle, insignificante al principio, con otro que acababa de suscitarle viva sospecha. En la corona de aromas y jazmines que la joven llevaba al brazo, vio inscrito en un corto lazo de seda negra, este otro nombre: Brenda.

Sabía, pues, lo bastante. Aquella joven debía ser la amiga de Areba, y la misma de quien le había hablado Zelmar, en su paseo por el puente del Molino. Algo más. Imaginábase haberla visto en sueños; haberla conocido un día. ¿De dónde provenía esta creencia? Era una alucinación quizás. Algunos años de ausencia de su país, en el que aún era desconocido, no le habían dejado el derecho de mantener vínculos y afectos duraderos. ¡Casi todo era extraño y frío para él! Las memorias de su hogar ya disperso, y de los primeros años de su juventud, consagrados a las aulas, y en parte a los azares de la vida militar, fuera lo único que llevase al extranjero, para traer en cambio a su regreso un caudal de ciencia y de ricos sentimientos que le asignasen un puesto meritorio en la sociedad de su patria.

Su corazón estaba entero; respiraba grandes alientos. Un carácter firme y enérgico, una voluntad resuelta y tenaz en los propósitos, como en la acción, lo habían preservado de las grandes corrupciones morales y de las costumbres pervertidas.

Sentíase con aptitudes para dar temple a sus pasiones, como a un acero que ha de recibir choques; cualidad nada vulgar que denuncia en el ánimo una guardia permanente. Así, cuando más de una vez se le había ocurrido penetrarse y leerse a sí mismo, mérito raro en todos los tiempos, se halló siempre intacto como espada de fábrica que espera la hábil diestra que ha de esgrimirla.

En aquellos instantes, bajo una emoción desconocida, que podía traducirse efecto de causas complejas, mediatas y lejanas, en que se delineaban confusos recuerdos junto a nuevas perspectivas para su espíritu, presintió las delicias del amor, y los azares y vicisitudes de una lucha. Regocijose de su fortaleza, que el estudio de las matemáticas había coronado de sólidas almenas; sin pretender por esto que él fuese uno de los tipos más aptos para disputar el triunfo sin contrastes en la batalla de la vida. ¿Qué armadura de carne resiste a ciertos golpes morales, lanzadas sutiles de la suerte, que penetran en el pecho sin arrancar una gota de sangre? Ninguna, bien lo sabía. Pero tampoco él ignoraba que la facultad de descubrir la intención en el pensamiento de los que pueden dañarnos, era una coraza incontrastable ante la cual tenían que embotarse los mejores proyectiles.

Al asaltar, pues, su ánimo aquellos presentimientos, sintió la necesidad de recogerse, de medir nuevamente sus fuerzas y de concentrar una mirada investigadora en los puntos obscuros o dudosos de la escena que se abría ante sus ojos.

Íbase pensativo, en verdad preocupado.

Cuando subió en su carruaje, notó la presencia de un lacayo, que se paseaba en la plazuela, junto a una elegante victoria.

-Pertenece a las señoras que acaban de entrar -dijo Selim- observando su interés.

-Lo presumía. ¡En marcha!