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Brenda/XXXIV

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Épocas singulares aquéllas, de agitación y de conflicto acompañadas siempre de hermosos espejismos e imágenes de luz, en que la ardiente juventud confía en la eficacia del sacrificio cruento y sueña con la grandeza de una patria concebida fuera del campo asignado a la realidad; tiempos azarosos de combate, en que no son extraños los que van al encuentro y en que una sola bandera, flameando en ambas filas, recuerda al patriotismo que ella ampara para todos a su sombra, ¡el mismo derecho al aire, a la tierra y al fuego!

En una de esas épocas nos encontrábamos, y se desenvolvía un drama sangriento; grave querella de familia, conflicto entre hermanos, que la razón no había podido dirimir y se relegaba al juicio de Dios; no a semejanza de dos paladines, en los cantos de la epopeya, que embrazando la adarga se acometen y pelean vestidos de bronce, sin levantarse las celadas, por la sola dignidad de la cimera, sino cara a cara, en nombre los unos de sinceros extravíos, y los otros de castos ideales y nobilísimos ensueños.

Todo el país ardía en guerra.

Íbase a dar una nueva batalla.

Los contendientes habían concentrado todos sus elementos para esta acción decisiva y determinose lo indispensable para aguzar sus armas, como aseguran hacen los leones con sus garras al salir de las cavernas. La misma fiebre, el mismo celo, idéntico coraje: todo presagiaba un choque formidable, y venían el uno hacia el otro los ejércitos, ora a marchas forzadas en columnas paralelas, ora deteniéndose o retrogradando en batalla en busca de un teatro adecuado a la tragedia.

En ciertos lugares, el repliegue o la contramarcha de flanco se hizo difícil, y la evolución cesó.

El panorama, a todos rumbos, era alegre y sonriente: la tierra gorda y negra ofrecía el grano de la abundancia, sus sabrosos frutos la vegetación arbórea, franca hospitalidad la mansión del labrador. Parecía aquella la región del trigo.

Un arroyo franjeado por ligeros boscajes serpenteaba al pie de las cuchillas, destacándose en forma de hilo plateado en pequeñas planicies, y perdiéndose en los declives y hondonadas, para presentar a lo lejos en algún llano de cultivo su doble festón de talas, sauces y espinillos en caprichosas isletas. En otra dirección, distinguíanse árboles solitarios junto a moradas humildes, doradas mieses, caminos de agaves, grandes parvas amarillentas y ganado doméstico esparcido en terrenos de pastoreo. La paz, la tranquilidad y el trabajo reinaban en aquellos sitios, hasta la llegada de los ejércitos; enormes culebras de anillos de acero, que debían dejar a su tránsito surcos más profundos que los del arado, llenos de un riego de sangre viril y generosa.

En parajes semejantes, ya acosado por el cañón, dio el frente uno de los ejércitos, como el paladín que midiese campo y sujetara al corcel, haciendo crujir al volver cara con fiero estridor todas las piezas de su armadura.

Nada más imponente y majestuoso que el movimiento de las columnas en su desfile final, y en la formación de la línea, cuando deslizándose por retaguardia de la cabeza o avanzando de frente en perfecta alineación, fusiles al hombro, en sus cujas las lanzas, empujados los cañones, desnudas las espadas, desplegadas las banderas, batientes los tambores, las dos masas preparan el encuentro llenas de fe y de brío, buscando el plano donde harán pie firme hasta destrozarse con el plomo y el acero.

Tendiéronse ambos contendientes formando paralelas; batallones al centro y fuertes baterías de campaña, caballería en las alas compacta y numerosa, con reservas sobre los bagajes y tren rodante. Algunos destacamentos de cazadores apoyaban los flancos, y otros hacían despliegue al frente en guerrilla, preparando con sus descargas aisladas el sangriento drama.

Alineados, en descanso, resueltos, en un terreno desfavorable en parte para la maniobra, esperaban la palabra de orden. ¡Eran como dos nubes sombrías cargadas de electricidad, cuyo choque inevitable debía producir la catástrofe al soplo de aciagos vientos; o encelados colosos, acostumbrados a recibir nuevas fuerzas de la madre tierra en la caída, prontos a lanzarse el uno sobre el otro para renovar con vigor increíble un combate perdurable!

Ya algunos cuerpos humanos tendidos aquí y acullá sobre la línea de la escaramuza preliminar en ambas avanzadas, inmóviles y yertos marcaban los vacíos hechos por el plomo de las descargas: jalones de carne y rotos huesos, del que debía ser para uno u otro combatiente el campo de la victoria.

A intervalos de los dos centros que se contemplaban mudos, siniestros y airados, partían relámpagos enmedio de espesas humaredas, y el hierro pasaba rugiendo por los claros de las guerrillas, abría brecha en la línea firme e inmóvil que cubría en el acto el hueco, o rebotaba en las colinas con choque estridente levantando yerbas entre una niebla de polvo.

Entonces un clamor lúgubre surgía de las masas de las alas, compuestas de inquietos escuadrones, como si la guadaña de la muerte hubiese girado vertiginosa sobre todas las cabezas: vibraba sonoro en el espacio el toque del clarín, los caballos escarbaban la tierra temblorosos con sus remos delanteros, y se sucedía luego un silencio solemne al estampido del cañón.

Cruzaban errantes por la altura anchos girones de negros vapores, que ocultaban de vez en cuando un sol rojo y candente, a cuyos fuegos verticales flameaban los aceros y se hacían hornillos, boinas, gorras y morriones.

Estremecimientos misteriosos recorrían la línea.

¡Quizás cruzaban por delante de ella hablando, a cada combatiente en lenguaje seductor, los genios sonrientes del hogar tranquilo, los recuerdos alados, las claras visiones de otros días, llenos de promesas y amores venturosos: toda una vida pasada, bella, fascinadora, adorable, con sus goces, esperanzas y amarguras! ¿Por qué, sino, estaban los rostros pálidos, los ojos brillantes y febriles, entreabiertos los labios, las manos nerviosas, aunque altivo y resuelto el continente? Es que oreaba todas las sienes el aura fatídica que precede al horror de la pelea, buscando rebelar la frágil carne arrastrada a la boca de los cañones por la fortaleza del ánimo y el sentimiento del honor: pues el exponer la vida por el mismo amor que se le tiene, es la prueba de los valientes.

En esa hora precursora de la gloria o del sepulcro ¡cuántos detalles conmovedores se ofrecen a la vista! El veterano de faz curtida examina melancólico la caja de su fusil, y prueba luego si encaja bien la bayoneta destinada a abrirle paso en lo recio del entrevero; el joven soldado encomienda al compañero en caso de suerte más feliz, un tierno adiós a la madre afligida que le espera; el bizarro oficial se acuerda de su novia al colgarse del carpo la dragona, que ella anudó entre lágrimas y sonrisas en el puño de su espada; las espuelas del lancero valeroso hacen música de trémulos; el artillero apoyado en el mango del escobillón, calcula las trayectorias de las bombas enemigas y el blanco probable de sus gruesos proyectiles; el porta imberbe contempla la bandera emblema de leyendas cuyo astil mantiene con orgullo, y tiembla a la idea de que se rompa como el hilo de su vida en mitad de la batalla; el clarín prueba la embocadura de su instrumento cual si nunca hubiese arrancado de él una nota guerrera, y el tambor con los palillos en la boca ajusta los parches de su caja, presintiendo ya cercano el momento grave del redoble. Esta conmoción natural del soldado, minutos antes de romperse el fuego, nubla también la frente del más bravo sableador que haya abortado, la leonera de los caudillos.

Es entre el humo de la pólvora y el choque furioso de las armas, que la fibra del valor fuerte y templada como una hoja de Toledo, realiza prodigios, levantando el rugido del hombre sobre el fragor de la metralla, y más altos que el egoísmo y peligro, ideales y creencias, pasiones y fanatismos, dignos de la leyenda de viejas y embravecidas luchas.

A aquellos estremecimientos en la línea sigue bien pronto un pequeño avance, y luego un nuevo alto fatídico. Acórtanse distancias. Las relucientes filas de fusiles de pistón, los guías tremolantes en los extremos de los batallones, las banderas de blancas moharras y soles de oro, las lanzas enhiestas con sus medias lunas y airosas banderolas, los estandartes de seda y dorados borlones, flotando entre el haz de los aceros y corceles de batalla, todo se agita de improviso a la voz de los caudillos, que en breves y enérgicas arengas arrastran las huestes a la acción.

Estréchanse las filas, baten los tambores, paso redoblado, muévese la dura recta entre músicas marciales, llenan los aires aclamaciones soberbias, sables y lanzas se agitan destellantes, y a distancia fija -en que el plomo puede encontrar, la entraña-, la marcha cesa, inclínanse las armas en plano bruñido y luminoso, y una serpiente de fuego se extiende a lo largo del muro humano, con estrépito comparable al chisporroteo de un voraz incendio en los bosques.

Percíbese apenas entre la baja atmósfera de pólvora que rasa la tierra en nutridas volutas el pie de los combatientes, ante los que salpica el plomo o revienta la granada esparciendo el estrago en las filas y derribando intrépidos soldados, que quedan tendidos con el puño enhiesto y la pupila enorme, entreabiertos los labios por el último grito que enmedio del coraje sorprendió la muerte. De vez en cuando vense pliegues de banderas entre el humo, cual fugitivas ráfagas de ruborosa gloria, o brillar las espadas de los jefes detrás de las líneas, que recorren a saltos prodigiosos sus bridones, o lucir los uniformes a manera de confusos iris en un caos de vapores que ruedan en veloces espirales, o estallar en cien fragmentos los armones y cureñas al choque de las bombas que cruzan el campo de batalla como bólidos encendidos en rápidas parábolas a través de la humareda.

Los centros pugnan por ganar a palmos el terreno ondulando con los movimientos propios del vientre de un reptil, ante la violencia del huracán de fuego y plomo que los abrasa y aniquila. Enmedio del suelo de la lidia está la llave de la victoria.

En tanto los clarines han resonado con agudas notas en las alas, y se precipitan a la carga los fieros regimientos en unidos escalones, al viento el estandarte, las lanzas enristradas, corta la brida, haciendo retemblar la tierra a su pasaje con el estridor de una tromba, para estrellarse con los del opuesto bando, disolverse, y confundirse en revuelta brega. Torneo sin cotas, sin yelmos ni broqueles, brazo a brazo y hierro a hierro, en que no es sólo la fe política la que alienta el brío de los campeones, que se buscan, se llaman, se insultan, se acometen en tumulto, clavándose en las moharras y medias lunas en nombre de un agravio, de un mártir, de un recuerdo, hasta cubrir el suelo de cuerpos destrozados y miembros palpitantes sobre los que han de pasar los dispersos a rienda suelta, sin oídos para el lamento ni piedad para el amigo. Los moribundos se incorporan por esfuerzo supremo y vuelven a caer bajo los cascos de los caballos que corren despavoridos resoplando con las narices dilatadas enmedio del tropel, ora sin jinetes, que han lanzado de la montura en el entrevero, ya arrastrando de los estribos en masas informes los carabineros desarzonados en el choque formidable, ora embistiendo lacerados por la espuela el obstáculo imprevisto o el profundo barranco en que ruedan y se trituran caballo y caballero...

Se estaba en las horas ardientes de la lucha y de las cargas dignas de la trompa épica, si la alta poesía pudiera alzar sus cantos en homenaje a un heroísmo partido en dos por el furor de los hermanos.

Los regimientos disueltos en el choque, se agrupan y escalonan al toque del clarín; sucédense las refriegas, los retos, los lances singulares; y a la caída de un valiente se arremolinan los jinetes en redor, formando con sus rejones tintos como una clava de guerra, en instante en que estalla la granada sobre el sitio y con su lluvia de mortíferos cascos reduce el grupo de centauros a un solo hacinamiento de míseros despojos. En el extremo opuesto, las bayonetas se defienden de las lanzas y han caído algunos escalones; pero los que vienen detrás se abalanzan en el furor de la carga y chocan contra el cuadro, donde pierde el caballo su valeroso caudillo: la infantería cede como una pared que se agrieta y desmorona, los escuadrones se precipitan por la abertura con la fuerza del torrente, y mientras vuelve un grupo hacia tierra las bocas de sus fusiles, desaparece la avalancha a retaguardia envolviendo el parque y las reservas en pavoroso desorden.

Había llegado a su período álgido la fiebre de la pelea. La atmósfera estaba saturada de pólvora, y el ruido era imponente. Uno que otro son de corneta, surgiendo en forma de nota aislada, se imponía apenas al estruendo de la fusilería y de los bronces.

En tales momentos, recibí orden de trasmitir la de avance por el flanco derecho, al jefe de dos escuadrones de reserva, que debían encontrarse algunos centenares de metros a retaguardia.

Cuando azucé mi cabalgadura se veían en todas direcciones cruzar como veloces fantasmas, amigos y adversarios; vibraban los laques en los aires con lúgubre silbido, enroscándose al caer cual culebras de tres cabezas en los transidos corvejones; y en las altas yerbas chamuscadas por el taco ardiendo, vagaban sin rumbo carros y furgones, destruidos los arreos, desbocados los troncos y salpicadas las ruedas con la sangre de los heridos. Algunas balas encadenadas traspasando la línea en diversas trayectorias y prolongado ronquido, picaban las lomas lejanas esparciendo en las alturas espigas y terrones, para ir a sepultarse con sordo golpe en las faldas de las cuchillas.

A mitad de mi carrera, una ancha zanja casi oculta por altos cardizales contuvo el ímpetu del caballo, que se abalanzó de costado, bufando ruidosamente. Allí habían caído confundidos, machucados y cubiertos de sangre varios soldados de caballería dispersa, que alcanzó en su fuga un tarro de metralla a la orilla del barranco en que se detuvieran, sembrando el sitio de tercerolas de cazoleta, dagas y astillas de lanzones.

A algunos metros de aquel osario, sobre una pendiente suave se debatía por incorporarse, cogido como lo estaba por su cabalgadura, un negro ya viejo, cuya lanza de clavo hundida por el regatón en el cieno de la cuenca denunciaba a lo lejos con su banderola triangular un sitio de catástrofe. Este soldado estaba ligeramente herido en la cabeza, con una pierna debajo del caballo; y tanto él como los que yacían en la fosa, pertenecían a un escuadrón que había bandeado la línea, enmedio del desorden, para ser víctimas de uno de los proyectiles de su propia artillería que sobrepasaban el blanco.

Escogí aquel lugar para mi pasaje. En momentos que me aproximaba, uno de los perseguidores disperso a su vez en el frenesí de la carrera, echaba pie a tierra con ánimo de ultimar al adversario, cuyo alazán postrado por la fatiga y el golpe, sacudía sus cascos en el aire amenazando aplastarlo con su peso. Ante la manifestación de aquellos instintos que sólo debieran revelarse en la pelea, nunca en el triunfo, me indigné increpando al soldado su conducta: contestome con una risa feroz; exigí con vehemencia; la daga brillaba desnuda: piqué espuelas cuando el victimario ponía el pie en el declive, pero en vez de darle de punta con la espada que llevaba en la diestra, lancé sobre él mi caballo derribándole sin sentido a un golpe de los encuentros. Socorrí enseguida al jinete negro, que arrojaba gritos de gozo, más bien parecidos a alaridos; y el cual saltó con la agilidad que da el temor sobre su alazán, ya de pie, alejándose después de agitar su sombrero, sin preocuparse de recoger la lanza clavada en la pendiente.

Toda esta escena duró pocos segundos.

Por mi parte, castigando recio, salí de la hondonada; salvé los agaves del linde opuesto, y me lancé por uno de los senderos de un campo cultivado. Algunos minutos duró el impetuoso galope. Me había alejado ya bastante del sitio del combate, sin alcanzar a distinguir la tropa de reserva; y, suponiendo al fin que se hubiese replegado hacia la margen del arroyo, no muy distante a mi izquierda, me apresuré a explorarla desde una alta loma.

Pero fue en vano. Los escuadrones habían mudado sin duda de posición para evitar ser envueltos en la vorágine, así que fueran acuchillados los fugitivos por la caballería vencedora; evolución oportuna, según pude verificarlo pronto.

El suelo retemblaba bajo el galope furioso de los regimientos enemigos en desbande. Cuando volví el rostro divisé bien cerca grandes grupos de jinetes, a toda brida, tendidos sobre el cuello de sus corceles, la espuela en los ijares y empuñados los sables curvos en actitud de dar frente para tentar fortuna con la última carga.

Oíase a lo lejos como una diana de victoria, roncos toques de clarín mezclados a espantosos clamoreos. El horizonte cubierto de cúmulos sombríos, parecía surcado de fuegos eléctricos, a semejanza de los que brillan al declinar la tarde en una tempestad de verano.

Zumbábanme los oídos, y sentía las sienes caldeadas por la fiebre.

Ya no podía retroceder sin ir a perderme oscuramente en el entrevero formado a mis espaldas por los que fugaban y perseguían, ciegos y aterrados los unos, los otros frenéticos e implacables; el arroyo no ofrecía paso hasta aquella altura, y resolví buscarlo más abajo, en un claro de árboles que desde mi posición percibía e indicaba la existencia de un vado.

Así era en realidad. A pocos metros, un hermoso edificio se erguía dominando las dos orillas, y acaso los más apartados terrenos, desde un alto mirador.

Apenas detuve el galope, se abrieron de súbito las hojas de un balcón que enfrentaba el arroyo, apareciendo en él una dama anciana, quien tendió el brazo hacia mí con ansiedad, dirigiéndome frases que no pude percibir distintamente. Por un momento permanecí perplejo: pensé en el móvil piadoso de las buenas almas, y lo agradecí en aquellas horas de peligro. Pero, no podía detenerme sin faltar a mis deberes un minuto más.

En truenos redoblados me llegaba el ruido de la batalla; balas perdidas y sin fuerza salpicaban en los trigos, y casi encima de mí resonaban violentas detonaciones de los que defendían su vida en el desbande. No había que hesitar.

El declive era suave, y bajé al galope.

A los dos lados se elevaban algunos sauces llenos de frescura y de verdor: el vado estaba al frente. Mi caballo se entró en el agua lodosa dando resoplidos de ardiente sed; pero ya en el medio levantó de pronto la cabeza, sacudiendo las crines.

Era que otro jinete acababa de penetrar por el extremo opuesto, quien al divisarme, sujetó las bridas sin volverse.

Involuntariamente recordé a la dama del edificio, que dejaba a mis espaldas, y deduje la razón de su ansiedad y de su llamado.

El que tenía delante era un hombre de porte altivo, barba negra, vivaz mirada y ademán enérgico. Traía una divisa con lema de oro distinta a la que yo llevaba, sable a la cintura, y lanza con virolas de plata, bien plantado en la silla, que oprimía los lomos de un fogoso tordillo negro.

Éramos adversarios. Nos miramos breve instante en silencio, con esa sorpresa natural en todo encuentro imprevisto; y acaso esperando que, lejos de nuestras respectivas líneas donde el mismo ardor estimula los hombres al combate y los hace insensibles al exterminio cierta conciencia de su irresponsabilidad en la acción colectiva; lejos de allí, donde no es la intención calculada y fría la que mata, sino las pasiones en conjunto y en común excitadas, hasta el punto de ignorarse a qué cuerpo irá la bala, cuando se ataca la pieza o se muerde el cartucho; ¡lejos del fuego que se expande y comunica en la multitud, haciéndola sentir como un solo corazón y agitarse como un solo brazo, depondríamos nuestras diferencias, en holocausto a esa idea de justicia que reposa en el fondo de nuestro ser, oprimida por las demás, pero que al surgir e imponerse a los rencores y a los instintos nos humilla en la intimidad de su confidencia haciéndonos verdaderamente humanos!

No parece que él pensara así. La sorpresa duró poco. Impulsáronle quizás mi juventud temprana, su hábito de mando, su dominio sobre la hueste, que el prestigio arrastra y el ceño del caudillo impone; y amagándome con su lanza, me intimó que le abriese camino, o me rindiera. Ni una, ni otra cosa era posible. Yo tenía que pasar forzosamente. Advertido de esta decisión, precipitó su tordillo negro sobre mí con el mayor denuedo, obligándome a apoyar grupas contra los árboles para evitar con el ímpetu del encuentro el ser arrancado de la silla.

Apenas amartillé la pistola que llevaba al arzón, el hábil jinete se inclinó sobre el cuello de su caballo, infiriéndome una lanzada en el brazo izquierdo que alcanzó a la cruceta del hierro. Hice fuego entonces, manteniendo con esfuerzo mi posición en la montura. El adversario dejó caer su lanza, deslizose por un flanco, destilándole de la frente un hilo de sangre, mientras su corcel asustado daba un gran bote y huía arrastrando del estribo el cadáver entre un torbellino de espuma...

Zelmar en esta parte de su lectura, levantó la vista impresionado, y miró a su amigo en silencio, pasándose las manos por las sienes.

Raúl, que había estado leyendo en su semblante y seguido con interés la vuelta de las páginas, alargó el brazo, y sustrajo suavemente el manuscrito, que Bafil dejara un momento en sus rodillas, diciendo:

-Te enterarás después de lo que sigue. Creo que ya has leído todo lo que puede rozarse con el hecho grave que nos preocupa.

Aclararé un detalle: el jinete negro era Zambique, el liberto senil que en otros días has visto pasar por delante de la quinta, con su cesto de fresas. Este ser oscuro y humilde que fue mudo testigo de mis amores y fiel esclavo de su reina, ya no existe. ¿Necesitaré nombrarte a la dama de la casa de campo, y al bizarro caudillo muerto en el vado?

-Infiero que la dama fuese la señora de Nerva, y Delfor, el caballero -contestó Zelmar meditabundo-. ¡Bravo problema, destino raro, singular leyenda!

Tras de estas palabras se dirigió a la ventana, y paseando una mirada por la campiña, se puso a recitar en voz grave y lenta una estrofa del Ariosto.