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Caramurú/Capítulo V

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Caramurú: Novela histórica original (1865)
de Alejandro Magariños Cervantes
Capítulo V

Capítulo V

El yacaré

Trasladada con su tía a la Estancia nuestra joven enferma, solo se ocupó en restablecerse lo más pronto posible para volver cuanto antes a la capital. Acostumbrada a vivir en el seno de los placeres, el campo, por más que la agradase, debía serle muy pronto insoportable.

Sin más sociedad que la de doña Eugenia y la mujer del capataz, los dos en el último tercio de su vida, y por consiguiente incapaces de adaptarse a sus ideas, a sus sentimientos y a su manera de ver y concebir las cosas, no era extraño que echase de menos a cada instante a sus jóvenes y bulliciosas amigas, a los festivos tertulianos que frecuentaban su casa.

Mediaba además otra circunstancia para que fuese más grande este vacío. Las dos señoras, que frisaban ya en los cuarenta y cinco abriles, eran frenéticas realistas, pertenecían al partido de los intrusos, e intolerantes hasta el exceso, no consentían que prevaleciese sobre el particular otra opinión que la suya, y Lia, hija de un hombre que se había distinguido entre los más decididos patriotas en la lucha contra España, simpatizaba ardientemente con los pocos orientales que, fieles a sus principios, se negaban a plegarse al yugo de los usurpadores, y rechazan con desdén las riquezas, las distinciones y honores que les brindaban en cambio de su apostasía.

El marido de doña Eugenia pertenecía al número de los que desde un principio, traicionando a sus amigos y abandonando vilmente al partido que los había sacado del polvo y dádoles importancia personal y valor político, se adhirieron al nuevo gobierno... Vileza que la corte de Río de Janeiro recompensó generosamente, como todos los gobiernos débiles y menguados, confiriéndole el mando, o sea la comandancia general del departamento de Paysandú. Los camaleones políticos en todas partes y en todos tiempos... el buen juicio del lector completará el período.

Ya hemos visto en el anterior capítulo cómo su esposa calificaba a los patriotas, sin acordarse que su propio hermano lo era. El diccionario de la maledicencia se agotaba en sus labios cuando se hablaba de ellos.

Lia, con su carácter franco, con su ingenuidad de niña, cuyo corazón simpático e imaginación de fuego se entusiasmaba por todo lo que era bello y noble en sí, no podía oír tranquila que se calumniase en su presencia a aquellos heroicos proscriptos, que, seguidos de un puñado de valientes, desnudos, sin armas, sin recursos, perseguidos en todas direcciones, sin más amparo que su fortaleza, sin más aliados que la desesperación, sin más esperanza que encontrar una muerte gloriosa en las lanzas de sus opresores, cuando no en un cadalso convertido en el lecho de su gloria, todavía hacían estremecer los desiertos y las ciudades, las montañas y las llanuras, los ríos y los bosques con su formidable grito de guerra:

-¡Libertad o muerte!

Las hazañas de los intrépidos guerrilleros llegaban en alas de la fama hasta la capital, magnificadas por la distancia, y engrandecidas por el misterio que los rodeaba. Tan pronto era un destacamento de mil hombres batidos por cien, como una división prisionera y pasada toda a cuchillo, o la toma de un pueblo, ora la sorpresa de un campamento. Luego, los vencedores desaparecían como por encanto, y no se volvía a hablar de ellos hasta que un nuevo rastro de valor, que rayaba en fabuloso, venía a esparcir la alarma y a poner en movimiento las numerosas tropas lusitanas y brasileñas desparramadas por todo el territorio y dueñas únicamente del suelo que pisaban.

Acaso creerán algunos que mentimos o exageramos; pero llegaron a infundirles tal espanto las partidas de montoneros, que huían de ellos los usurpadores al solo amago. Por regla general, no aceptaban el combate sino veinte contra uno.

De esta manera las filas de los patriotas se fueron engrosando, y a no ser por la mala inteligencia, y rivalidades de los jefes, es indudable que hubieran acabado con los intrusos, sin necesidad de refuerzo que más tarde les envió Buenos Aires.

Los hombres, egoístas y mezquinos por lo común, o si se quiere, más expuestos a comprometerse, guardaban una prudente reserva, esperando ver más despejado el horizonte; no así el bello sexo, que acogía con el mayor entusiasmo las noticias favorables a los rebeldes, las propalaba, mantenía correspondencia con ellos, y los proclamaba en voz alta beneméritos de la patria.

Entre estos caudillos, modelo casi todos de audacia y heroísmo, Amaro, bajo el nombre de Caramurú, ocupaba tal vez el primer lugar. Su fama se había extendido, no solo por los departamentos de Tacuarembó y Salto, teatro de sus primeros hechos de armas, si que también por las dos riberas del Plata y estados limítrofes.

Los rumores que circulaban acerca de él eran muy extraños y contradictorios. Unos decían que era indio, otros mestizo o mulato, y no faltaba quien asegurase que era bastardo y que pertenecía a una distinguida familia de Río Grande; pero lo cierto es que todos ignoraban su verdadero origen, y solo sabían que era un gaucho, en toda la extensión de la palabra, que había despreciado por tres veces el grado de general y una crecida suma de dinero, que le prometió el gobierno portugués con tal que se sometiese, y que no pudiendo conseguirlo, había puesto a precio su cabeza ofreciendo cien contos de reis al que se lo entregase muerto o vivo.

Lia había oído hablar muchas veces de aquel hombre extraordinario, y muchas veces se había llenado de entusiasmo y admiración al escuchar las cosas inauditas que se contaban de su arrojo, de su presencia de ánimo, de su indomable fiereza, de su desinterés, y del juramento que hiciera de sacrificar su vida en aras de la patria, o libertarla de sus opresores. Su viva imaginación se lo pintaba con los más halagüeños colores, y estaba persuadida que le conocería en cualquier parte que le viese y le distinguiría entre mil personas antes que le dijeran su nombre. Lisonjera ilusión que la realidad debía desvanecer muy pronto...

Como el médico le tenía recomendado el ejercicio por la mañana, se levantaba muy temprano, y se iba a pasear con un libro en la mano por las márgenes del río, que quedaba a unas quinientas varas de la casa.

Una vez, distraída con una novela que le interesaba en extremo, se alejó más que de costumbre, y sintiéndose fatigada, se sentó en el tronco de uno de los sauces que crecían a las orillas, y continuó su lectura sin acordarse de la prevención que la habían hecho de no encaminarse nunca por aquel lado, cubierto de tupidas enredaderas, juncos altísimos y espesos cañaverales.

Cuando más engolfada estaba, oyó a poca distancia un ruido seco y áspero, acompañado de un quejido lastimero que erizó sus cabellos y heló la sangre en sus venas. Estallaban las cañas huecas y se doblaban los crujientes juncos como si rodara por encima de ellos una pesada mole de bronce.

Lia, pálida y temblorosa, trayendo a la memoria las aterradoras palabras de precaución que había olvidado, dejó caer de las manos el libro, y clavó sus espantados ojos en el paraje de donde parecía venir el ruido, que iba en aumento.

Poco duró su incertidumbre; un grito desgarrador se escapó de su pecho, y sin saber lo que hacía, echó a correr, no para la estancia, sino en dirección a la selva.

Un enorme yacaré, anfibio, de la misma forma que el cocodrilo y tan feroz como él, seguía sus huellas, ora gimiendo como un niño, ora exhalando un sordo rugido, semejante al rechinamiento de una sierra cuando tropieza con un clavo a otro cuerpo que no puede partir.

Este ruido, indicio de la cólera del animal cuando se le escapa su presa, es ocasionado por el choque de sus mandíbulas, armadas de una triple hilera de dientes, tan afilados como los del tiburón.

A los clamores de Lia, un hombre que parecía venir de selva cerró espuelas a su caballo, y gritándole: «¡Corred a derecha e izquierda... serpeando!» sacó sin pararse un pañuelo, y se lo ató por los ojos a su corcel, como acostumbran los picadores cuando su rocín, no sabemos si de hambre o de flaqueza, se empeña en retroceder ante el toro.

La aparición, y sobre todo, la advertencia del desconocido, no pudo ser más oportuna. El yacaré ganaba terreno por instantes, y la joven, oyendo cada vez más cerca el rumor de sus escamas al arrastrarse por el suelo, y el chasquido de su gruesa cola que se movía a un lado y a otro como la pala de una canoa, sentía que se le agolpaba la sangre al corazón, que inundaba su frente un sudor frío, y que una rigidez mortal paralizaba sus miembros y derramaba en todo su cuerpo el hielo de la muerte.

-¡Corred a derecha e izquierda... serpeando! repitió por segunda vez el desconocido, ya a cincuenta pasos, y haciendo girar por encima de su cabeza el arma de los gauchos, cuando quieren matar a un animal o a un hombre sin bajarse del caballo; la terrible bola perdida.

Lia, al verle, hizo un postrer esfuerzo, y obedeció instintivamente a aquella voz vibrante y poderosa, que le infundía nuevo aliento, resonando en sus oídos como el eco de un ángel que bajase del cielo para salvarla.

Y la salvó en efecto, porque el yacaré, como todos los animales de su especie, corre con bastante rapidez en línea recta, pero teniendo que volver el cuerpo, es tardo y se le burla con facilidad variando al huir de dirección.

No obstante, Lia estaba tan fatigada, que probablemente habría sido víctima al fin del espantoso reptil, a no interponerse entre ella y él su libertador.

Pasó este a escape, y sin detenerse se inclinó y descargó un tremendo golpe en la Cabeza del yacaré; pero la férrea bola, en vez de herirle en una de las concavidades de la frente, como pensó el gaucho, chocó en el capacete del cuello, y rechazada, resbaló a lo largo del espinazo.

Al mismo tiempo el caballo, volviéndose de pronto, olfateó al caimán, y acometido de un temblor nervioso, se replegó sobre sus cuartos traseros, crispadas las piernas delanteras, enhiesto el cuello, erguidas las orejas, erizada la crin, y aspirando y despidiendo el aire con un ardiente y prolongado resoplido, insensible a la espuela y aun a los golpes de bola que le descargaba el jinete, cual si hubiera echado raíces en la tierra.

El yacaré, que estriba hambriento, fijó en él sus pequeños ojos de serpiente inyectados de sangre, se incorporó velozmente, y le clavó en el pecho sus dos garras, armada cada una de cinco puñales, porque no merecen otro nombre las aceradas púas que las defienden.

Caballo y caballero rodaron sobre la yerba: Lia dio un grito, alzó las manos al cielo, y cayó desmayada.

Entonces tuvo lugar una de aquellas escenas horrorosas que solo se ven en los bosques de América.

El caballo quedó muerto en el acto, y a esto debieron su salvación Lia y el desconocido. El terrible anfibio le había abierto en el pecho una ancha puerta, por donde salía un raudal de sangre, que él bebía ávidamente sin reparar en los dos desgraciados que, tendidos a veinte pasos, sin conocimiento el uno y atontecido el otro por la caída, habrían podido pasar de su letargo a la eternidad sin oponerle la menor resistencia.

Cuando el reptil se hartó de beber, metió su larga y aplastada cabeza por el pecho del caballo para devorarle las entrañas. El gaucho se levantó, y conceptuando inútil la bola perdida, vista la imposibilidad de herirle en la cabeza, se le fue acercando cautelosamente, y con mano firme y certera le escondió en la juntura de una de las patas delanteras la hoja de su puñal hasta el pomo, revolviéndosela dentro el breve instante que tardó el yacaré en sacar la cabeza de los encuentros del caballo.

El agresor, impasible y sereno, retrocedió dos pasos, y volvió a esgrimir la bola perdida.

Esta vez el golpe fue más certero: la metálica esfera se hundió toda en una de las concavidades de la frente, y los sesos del animal asomaron al través de la rasgada concha.

Iba el valiente gaucho a ultimarle con nuevos golpes, cuando el reptil comenzó a dar vueltas, desatentado y furioso, escarbando la tierra y arrojando sangre por la boca; de repente se detuvo, dio un rugido, acompañado de un fuerte sacudimiento, y agitándose con las ansias de la muerte, cayó de espaldas, encogió las patas, y expiró. Tenía partido el corazón.

El vencedor corrió donde estaba Lia desmayada, la tomó en sus brazos, y la contempló algunos minutos con el embeleso de una joven madre que acaba de salvar a su primer hijo de una enfermedad mortal.

Un pensamiento indigno del desconocido cruzó por su frente.

-¡Qué bella es! murmuró; intenciones me dan de llevármela...

Y giró la vista a su alrededor, como para cerciorarse de que estaban solos y podía impunemente realizar su intento.

-¡Pero es tan joven, continuó, tan delicada... y su aire, su traje, todo indica que pertenece a otra clase muy distinta de la mía...y sin embargo!...

El gaucho la seguía mirando irresoluto y dudoso; por fin, se dijo:

-No, ¡sería una infamia!

Lia abrió los ojos, y al verse en los brazos de un hombre, al tropezar con sus miradas fascinantes y abrasadoras, por un involuntario impulso de pudor se cubrió el rostro con las manos, y trató de ponerse de pie.

Comprendió él su deseo, y se apresuró a satisfacerlo. Lia le dio las gracias, y después de informarse muy minuciosamente de los pormenores que ignoraba y preguntarle si estaba herido, le suplicó la acompañase a la estancia, por que deseaba presentarlo a su familia.

-Gracias, hermosa niña; mil gracias, contestó él tristemente; y si de algún modo queréis recompensarme el corto servicio que he tenido la suerte de haceros, guardad el más profundo silencio acerca de nuestra aventura.

-¿Por qué? preguntó Lia sorprendida.

-Por dos razones: la primera, porque os privarán en adelante de salir sola; y la segunda, porque no me conviene llamar aquí la atención de nadie.

-¿Seríais acaso uno de esos valientes que andan errantes y perseguidos por su noble amor al suelo que les vio nacer?

-Tal vez, respondió el interpelado, sonriéndose del calor y entusiasmo con que se expresaba la joven republicana.

-Pues entonces...

-¿Que?

-Veo que, tenéis razón; seguiré vuestro consejo.

-¿Y no vendréis a verme alguna vez?

-¿Por qué no? repuso Lia con afabilidad.

Me habéis salvado la vida, y no soy ingrata... Además, el motivo que os obliga a ocultaros es un título que os hace más digno de mi aprecio...

Un relámpago de alegría iluminó el semblante varonil y melancólico del proscripto.

-¡Ah! exclamó; que no sea en esta, sino en otra parte del río. Este es un paraje muy peligroso, y no sé cómo os habéis atrevido...

-Me lo habían dicho, contestó Lia moviendo la cabeza pero lo olvidé distraída con la lectura.

Y dándose un golpecito en la frente, sacó del seno un pequeño reloj del tamaño de medio duro embutido de perlas, y añadió con el infantil candor y ligereza de una niña:

-Ya son las diez y me estarán aguardando para almorzar... Con que hasta mañana, ¿eh?... No vaya a venir alguno y nos encuentre juntos.

El gaucho la acompañó en silencio, y cuando llegaron a los últimos cañaverales, se detuvo y estrechó y besó la mano que Lia le tendió con una sonrisa angelical y un afectuoso:

-Adiós: hasta mañana a las seis.

-¡Adiós! respondió él, y siguió mirándola hasta que se perdió de vista en el pequeño declive que formaba la cuchilla sobre que estaba edificada la casa de la Estancia.

-¡Qué hermosa, qué ingenua, qué inocente es! decía él al retirarse, mientras ella por su parte añadía:

-¡Qué gallarda presencia y qué aspecto tan agradable tiene! ¡Qué valiente es! ¡Cuánto me gusta!... De buena gana le trocaría por mi insulso conde...

Y en verdad que no iba desacertada, porque Amaro, pues no era otro el personaje que ha figurado en todo este capítulo, aunque gaucho, valía mil veces mas, física y moralmente; que el egregio y elegante D. Álvaro Abreu de Itapeby.