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Crímenes aéreos

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

CRÍMENES AÉREOS

Dió un prolongado suspiro de fatiga al sentarse bajo un ventilador eléctrico de la confitería. Miró á la concurrencia en torno con recelo y desagrado. Mientras en el bar se atendía nuestro pedido de whisky—sour, se comprimió los párpados cerrados, como queriendose hundir los ojos entre el cráneo; y me dijo en tono de repentina revelación: —Eso es lo que sucede. Convénzase usted.

No se ría. No me vaya usted á tomar por loco. Hoy me he dado cuenta exacta de todo eso...

No pudiendo yo establecer ilación entre esas frases nerviosas y las pueriles que veníamos cambiando, por la calle de Florida, lo interrogué con un instintivo movimiento de asombro, y él me dijo:

—Es verdad: estaba distraido; me preocuban el peso en el cerebro y el atolondramiento que usted hace poco atribuyó al calor reinante.

—Bueno, y decía usted...

—Decía algo que nunca me he atrevido á comunicar á mis amigos chacoteros, pero que á usted quiero confiarle. Es un descubrimiento; ó si usted gusta, una interpretación antojadiza. Puede no ser una verdad científica, pero para mí es más que eso: es una verdad personal...

¡Y tanto monta!

Mi amigo había regresado el día anterior de una larga jira por los territorios nacionales. Acabábamos de encontrarnos en la Avenida de Mayo, y mi primera impresión fué de sorpresa por la desazón nerviosa que en él no era habitual. Miraba á los transeuntes de reojo, con rencor y desprecio. Parecía que hubiese perdido la noción de espacio.

Temía tropezar á cada paso. Los automóviles que se deslizaban por el pavimento le hacían detener la marcha y asirse convulsivamente de mi hombro para no caer.

Graves eran esos síntomas en un camarada tan flexible y desenvuelto en el bullicio de las grandes capitales. Los atribuí á la depresión que produce el calor tórrido del febrero bonaerense, y por eso lo conduje á la confitería.

Cuando me anunció su descubrimiento, creí que se tratase de alguna mina en el Neuquén, ó de algún otro tesoro nuevo de esa laya.

Acodándome á mi vez sobre el mármol de la mesita, me dispuse en ademán de oir algo íntimo; y él continuó: —Todo el mundo se equivoca. Yo creo haber descubierto el secreto de la felicidad humana.

—La célebre camisa?...—le dije sonriendo, en tanto que yo evocaba con alarma el recuerdo del Dr. Cabred y su open—door; pero mi confidente exclamó: —No señor. Es algo serio y real. El hombre nunca llegará á ser feliz mientras no se descubran sus fronteras.

Hoy por hoy, está completamente inexplorado. No se le conoce sino una pequeña parte de su extensión. Ignoro por qué la tierra no se traga á los pintores por zonzos, cuando, después de copiar los perfiles de una persona, dicen: Fulano de tal.

Yo he creído siempre que los cadáveres deben reirse interiormente de los ilustres profesores, cuando éstos en las mesas anatómicas enseñan á sus discípulos los límites y encrucijadas de los territorios humanos.

Con ese criterio tan bárbaro, de no dar á las cosas más dimensiones de las que perciben las pupilas, el sol no debería ser más grande que un queso de Tafi.

De ahí que los códigos penales sean en todas partes un monumento de oprobio. Al enumerar los delitos contra las personas omiten los más graves. Castigan, por ejemplo, una puñalada en el estómago, herida relativamente leve; y, en cambio, dejan impunes las agresiones más inicuas contra los órganos más finos de nuestra sensibilidad.

—¡Ah! si—le dije,—los ataques contra la reputación de la honra...

—No me entiende; yo no hablo de esas convenciones sociales; ni mucho menos del célebre sofisma de la personalidad. No me confunda usted con los espiritualistas, idealistas y demás de la patraña declamadora.

Yo hablo de nuestros cuerpos físicos, materiales, mortales. Todo el mundo es víctima. Vivimos entre jueces y gendarmes, y, sin embargo, no hay quien no esté herido gravemente. A la cárcel no van sino los infelices malhechores que nos atacan en la carne; ¡fijese bien! en la carne: en la parte más pequeña é insensible de nuestro cuerpo...

Los grandes asesinos andan sueltos...

Debió observar mi creciente alarma entre ese laberinto de paradojas sin clave, porque se apresuró á decirme: —Créame usted; nosotros somos muy extensos. Nuestro cuerpo no termina en la epidermis. Nuestros contornos visibles no encierran sino una pequeña célula de nuestro organismo. Lo más noble y delicado de nuestro cuerpo es lo invisible, lo aéreo, lo radiante. Cada persona tiene un circuito fluído más ó menos extenso según el grado de cultura adquirida ó heredada. En la carne se cumplen las leyes groseras de la sensibilidad elemental; pero en el gran radio nervioso que la complementa, reside la esencia pura de la vida, fluyendo de órganos sutiles, cuya vibración obedece á las leyes fisiológicas eternas y precisas.

La estatura de una persona no puede medirse desde la coronilla á las plantas. Ya es tiempo de que se reformen las reglas de filiación hoy en uso. Yo conozco niños de cuna, mil veces, mil leguas más corpulentos que ciertos políticos que se dicen hombres de volúmen.

En cambio, larga es la nómina que tengo ya formada de gigantones vendehumos, que fingen hacer gracia de buenos cuando torturan su abdomen para inclinarse hacia las gentes, y que en realidad de justicia les correspondería caber holgados en una cueva de vizcachas. De los tales he visto unos, que dan ansia de llamar peones de la esquina para desarmarlos, como á los aparadores, cuando dan sus sorpresas de simulación en los umbrales.

Datos tengo muchos; pero la esencia es esta: Entre nuestra persona carnal y nuestro cuerpo completo existe parecida proporción á la que hay entre el carbón incandescente y la radiación de un faro; entre el grano de pólvora y el radio sonoro de la detonación; ó entre una corola fragante y la inmensidad de brisas que perfuma.

El sonido causado por un tay! de pena se extingue para nuestro oído ordinario; pero, como el trueno entre las selvas, su eco sigue rebramando lúgubremente en los horizontes de nuestro flúido nervioso, quizá sin llegar en muchos años al confín de nuestro cuerpo sensible.

Si esto no fuera exacto, el mal al prójimo no sería tan malo. ¿Recuerda usted eso de la persistencia de la fuerza y la continuidad del movimiento? Piense bien. La idea de eternidad tiene su razón de ser. Los códigos penales del infierno están mejor fundados en la antropología que los nuestros.

Observe usted que mi teoría está de acuerdo con la evolución de la justicia humana: Así como las leyes del talión castigaban al órgano empleado directamente en acometer, nuestra justicia castiga á nuestra carne, á la mínima parte del organismo agresor. Día vendrá en que los médicos sepan realmente anatomía, y entonces se legislará de otra manera y quizá podremos vivir en sociedad.

De las constituciones quedarán pocos capítulos en pie. Ese más costoso de «Los derechos y garantías individuales», deberá ser reformado. El derecho de locomoción, por ejemplo, tendría que ser muy distinto del que hoy es.

Por lesión enorme y enormísima habrá que rescindir el célebre contrato de Rousseau, con todos sus otrosies.

El concepto de libertad, ese sofisma de mecánica, consistente en mantener rodando sin rozarse muchas esferitas dentro de un gran globo giratorio (sistema insaculación de loteria), tendrá que ser ampliado en el sentido de reconocer á ciertas esferitas luz y atmósfera propias: la categoría de astros.

¡Ay del código civil! Adiós conclusiones sobre principios y fin de las personas, desaparición, incapacidades, tutelas, sucesión, culpas y prestaciones.

Las municipalidades tendrán que ser areópagos. La suprema necesidad, la estética. A la fealdad tratarla como á la peste bubónica.

A los que sólo con su figura ó su necedad golpean, hieren, maltratan, torturan, enferman, aniquilan y asesinan al viandante, reclusión hasta que demuestren que física y mentalmente son capaces de vivir en sociedad.

A los usurpadores del orgullo ajeno, pena de muerte en juicio sumario y sin apelación.

No sería difícil que por el progreso de las democracias y en bien de éstas, hubiese que restablecer en todas las repúblicas los privilegios del ciudadano romano, aunque por otras causas.

—Y mientras tanto?...—le dije al fin, como para iniciarle el regreso á la razón.

—Mientras tanto...—replicó sin vacilar; —mientras tanto haga usted lo que he resuelto hacer: No viva usted en la ciudad, ¡huya al campo: Allí no recibirá tantos ultrajes.

Allí su flúido personal no estará siempre oprimido, invadido y desgarrado por los de miles de personas en cuyas radiaciones nerviosas vuelan puñales invisibles, como en racha de agujillas de hielo emponzoñado.

Aquí va usted tranquilamente por la calle, y sin contar con los bofetones que desde lejos, pero sin cesar, le dan en el alma las mujeres feas y los hombres antipáticos, usted tiene que resignarse á que en su atmósfera radiante respiren y hagan cosas peores los estultos y los necios, diz que porque el hombre nació para vivir en común.

En el campo usted siquiera puede dejar ondear al aire libre las dilatadas flexibilidades de su yo; y si otros seres le invaden su existencia, usted perfuma con jardines salvajes las llanuras de su desolación, ó borra con el acero solar los óxidos de sus metales sanguíneos, ó brune con esmeriles siderables los timbres del júbilo y los espejos opacos de la melancolía.

Las ideas que aquí nacen bajo el patrocinio de los eruditos, se escapan agresivas del cerebro, como buhos huyendo de los sacristanes entre las ruinas de un templo.

Allá los pensamientos nacen como redentores, con sus carnecitas de rosa perfumadas por el aliento de los burros y los bueyes... A qué hora sale el trent—dijo desapareciendo de repente. Y yo me quedé como un autómata repitiendo en voz baja: —Los eruditos, los burros y los bueyes.

Los eruditos..., los burros y—los bueyes...