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De Cartago a Sagunto/XXIV

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XXIV

-Después de pronunciar ese nombre -dije yo- es preciso tomar alguna cosa, por ejemplo, una copita de Jerez. Vamos a ver si ese bendito Canónigo nos la da.

-Excelentísimo Señor -replicó Ido-, llevando por única guía ese nombracho no llegaremos nunca. El tío de mi niña hace poco tiempo que ha venido a esta Catedral desde la de Calahorra, y apenas se le conoce. Además, señor, no hay un solo conquense que sepa entender ni pronunciar el trabalenguas de ese apellido.

Llegamos a una plazoleta en la que Ido reconoció que había confundido la torre de la Catedral con la de Mangana, y cuando discutíamos la dirección que debíamos seguir para enmendar nuestro rumbo, nos vimos envueltos en un tumulto de gente que nos llevó consigo como barredera humana al grito de ¡Abajo todo el mundo! ¡A las Puertas, al Instituto, que vienen los nuestros! ¡Ya está ahí Calleja! ¡Viva Calleja! Imposible resistir al torbellino patriótico. Corriendo, más bien rodando, descendimos por las calles de guijas puntiagudas. A mi lado se puso, chillando desaforadamente, el chiquillo gitanesco y vivaracho que me había servido de informante histórico en los primeros encontronazos entre conquenses y carlistas. «Quieren entrar -me dijo- por la calle de la Moneda. Allí hay fuerte quemazón. Pero no saben ellos quién es Calleja. ¡Viva, viva Calleja!».

Fuimos a parar cerca del Instituto, y allí nos encontramos a nuestro fondista y a un sin fin de mujeres llorosas, que se disputaban los corruscos de pan... No sé el tiempo que duró aquella situación equívoca en que alternaban los gritos de entusiasmo con las expresiones de desaliento. Por fin corrió entre la muchedumbre ansiosa esta desoladora noticia: «El que viene no es Calleja ¡maldita sea su alma!, sino un cura guerrillero que llaman el de Flix, con dos batallones de fieras desbocadas... ¡Perdición, ruina, muerte!...».

Esta triste realidad alentó a los carlistas residentes en Cuenca. Propalaron por todas partes que los sitiadores entraban ya en la ciudad, sembrando el desaliento, y muchos defensores se retiraron de sus puestos, convencidos de que era inútil toda resistencia. Sin saber cómo, nos encontramos Ido y yo en la miserable casa donde pasé la primera noche de asedio, y en uno de sus aposentos nos guarecimos, esperando la suerte que nuestro adverso Destino nos deparara. Allí supimos por algunos Voluntarios que los defensores que ocupaban el Jardín de las Carteras se habían retirado y la facción era ya dueña de algunas casas de la calle de la Moneda.

La última página de la tenaz resistencia fue gloriosamente escrita por el Gobernador Militar, Brigadier don José de la Iglesia, que levantando barricadas disputó palmo a palmo la ciudad a las salvajes hordas realistas. En esta postrera jornada pereció heroicamente el Teniente Coronel de la Reserva de Toledo don Francisco de la Peña. En tanto, el Brigadier La Iglesia, sereno en medio del peligro, al frente de cuarenta hombres, se retiraba lentamente mandando hacer fuego de trecho en trecho. Al llegar a la parte más empinada de la calle de San Pedro, agotados todos los recursos y siendo la retirada imposible, hizo señal de parlamento. Los carlistas, que estaban a pocos metros, destacaron un pelotón mandado por un jefe. La Iglesia se desciñó la espada, y entregándola al cabecilla, puso término definitivo al esfuerzo gigante de los humildes y beneméritos defensores de Cuenca.

Desde aquel momento cambió con súbito giro el panorama histórico, trocándose el honrado choque de las armas rivales en feroz desbordamiento de los vencedores, que hollaron con cínica barbarie las leyes de la Guerra y los elementales principios de Humanidad. Contaré los horrores, crímenes y vergüenzas de las jornadas de Cuenca en los días 15, 16 y 17 de Julio, con toda la fidelidad que mi oficio me impone; contaré lo que vieron mis ojos espantados y lo que, visto por otros ojos, fue transmitido del alma de las víctimas y de sus allegados al alma dolorida de este humilde narrador. Ante la brutalidad de los hechos que fluctúan vagamente entre lo verdadero y lo inverosímil evitaré la mentira y la hipérbole, y no recargaré de negras tintas las perversidades de los hombres, ni aun cuando éstos, más que hombres, parezcan demonios.

Al penetrar en la ciudad las manadas realistas, fueron víctimas de su desenfreno las propias familias de los vencedores. Diose el caso de que algunos facciosos nacidos en Cuenca oyesen de labios de sus madres, al abrazarlas, súplicas implorando respeto para sus vidas y haciendas. Pero tales ansias traían aquellos bárbaros de celebrar su victoria con la saciedad de todos los apetitos, aun los más infames, que nada respetaron. Entraban en las casas, lo mismo por las puertas que por las ventanas, forzaban los muebles, sacaban ropa, dinero, alhajas, y luego porfiaban entre sí para repartirse el fruto del pillaje. Lo mismo expoliaron las casas liberales que las carlistas; no hicieron diferencias de clases ni de ideas, ni se acordaron para nada de la Religión que figuraba en su execrable bandera.

En una desdichada iglesia, cuyo nombre no recuerdo, afanaron con avara rapidez un soberbio pectoral, dos mantos de terciopelo de San Juan, y una corona, rosario y diadema de la Virgen del Puente. En los casinos rompieron los espejos, las mesas y sillas, hartándose de licores, cuyas botellas arrojaban a la calle después de vaciarlas. En el Instituto destruyeron el Gabinete de Física y el de Historia Natural, lanzando por las ventanas los aparatos y las colecciones zoológicas. Al ver la máquina eléctrica llegó a su máximum el ansia de destrucción, y mientras la pulverizaban decían: ¡Duro, duro con esto, que sirve para mandar partes al Gobierno!

Se les veía correr de calle en calle y de casa en casa, dando alaridos de salvaje alegría. Algunos se desnudaron públicamente para vestirse la ropa blanca y los trajes que habían robado. Después de vestidos, dejaban en medio del arroyo los guiñapos llenos de porquería y miseria. Aunque uniformados, los Zuavos de los Príncipes presentaban el aspecto más siniestro y repugnante por la desenvoltura cínica de sus maneras y la grosería de sus vociferaciones, en ronca mixtura de italiano y francés. Con hambre atrasada devoraban embutidos, lonchas de jamón y cuanto pudieron atrapar. Por toda la ciudad retumbaron destemplados toques de corneta y estas estridentes voces:¡No hay para nadie cuartel!

De los Zuavos y de los que no eran Zuavos huían las mujeres, lo mismo jóvenes lozanas que viejas tembliconas, corriendo a refugiarse en los sótanos más hondos o en los más altos desvanes. Aun allí eran perseguidas, pues aquellas bestias lujuriosas no sólo habían perdido la vergüenza sino el sentimiento de la hermosura, de la gracia y de la juventud... Los facciosos no se limitaron a saciar sus groseros instintos, y movidos de criminal saña política, perseguían como perros rabiosos a los cipayos, que así llamaban a los liberales, y a los que habían contribuido con su denuedo a la defensa de la población.

Voy a referir a mis horrorizados lectores el trágico fin del Comandante don Enrique de Escobar y Valdeolivas, que se hallaba en situación de reemplazo, recluido en su domicilio por larga enfermedad. Creyeron los carlistas que aquel cipayo había tomado parte en la defensa, y asaltaron su casa, en la calle de Cordoneros, subiendo atropelladamente hasta las habitaciones altas, donde el infeliz señor yacía en el lecho, asistido por su madre. Al verse rodeado de aquellas fieras que le insultaban profiriendo las amenazas más atroces, el desdichado enfermo perdió el conocimiento. La madre lloró, imploró, y no pudiendo ablandar los corazones petrificados por la incultura y el fanatismo, se abrazó a su hijo intentando en vano librarle de las acometidas de tales monstruos. Sobre el cuerpo de la pobre mujer llovieron golpes terribles. El Comandante fue cosido a bayonetazos, y cuando ya se le escapaba la vida, arrancáronle de los brazos maternales y lo arrojaron por el balcón.

El cuerpo chocó contra las piedras, y yacía exánime en medio del arroyo, cuando apareció en la calle abigarrada muchedumbre, a cuya cabeza venía una mujer a caballo, como amazona de circo, radiante de fatuidad, decidida y altanera. Era la tristemente famosa Princesa doña María de las Nieves, esposa de don Alfonso de Borbón. Los que la vieron venir pensaron que desviaría su caballo para no pisar el cuerpo expirante. Pero la terrible capitana de bandidos no se inmutó, y sin dar señales de ninguna emoción ante aquel espectáculo dejó que el animal pisotease a un honrado caballero moribundo.