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De la desigualdad personal en la sociedad civil :1

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Capítulo I


Del flujo porque nos hagan caso


La filosofía moderna no reconoce en la naturaleza del hombre sino pensamientos, discursos y apetitos encaminados a la conservación del número uno de cada cual.

Para quien no ha hecho estudio por libros somos un conjunto de flujos o como manías naturales que, inútiles en nuestro concepto, nos llevan sin embargo a todo cuanto, o por lo menos a casi todo, lo que hacemos. Y sin pensarlo, nos tienen en la vida racional que nos distingue de los animales. Al modo que éstos, por otros flujos o manías, también sacadas de nacimiento, hacen indeliberadamente y cada cual en su especie la vida particular que los caracteriza.

De nacimiento tenemos que respetar la comunidad de nuestros semejantes, en términos de ser infelices o dichosos, según el modo con que nos miren.

A solas, se está con entera libertad, y hace uno lo que quiere. Con testigos, aunque nada hayan de decir, no hace uno lo que quiere, se siente menos libre, sin saber por qué.

El vernos registrar para otra cosa que para hacernos caso, es una violencia incomprensible que saca los colores. Delante de muchos, como no sean sus súbditos, uno solo se encorta. Y al pasar por donde haya gentes en observación, se llama pasar baquetas.

Cuando nos reparan, nos estudiamos hasta en el paso. Si conocemos intención de criticar, nos indispone; pero si es por admiración o por cariño, engríe o enternece, y el exterior rompe impensadamente en los ademanes correspondientes a estos movimientos interiores.

El que, de estudio, no nos miren, el que no hagan de nosotros el asunto que creamos merecer, incomoda mucho. Al que va en tono de presunción es castigo de discretos no mirarle. No mirarle es mostrarle que no hace eco, que no es objeto digno de la curiosidad que él parece suponer en su aire tan estudiado, es apearle del rango de su fantasía, es mortificarle.

De aquí dimana el uso de saludar, de quitarse el sombrero, no volver espaldas, escuchar al que habla, responder al que pregunta. En una palabra, el uso de hacer de las personas que encontramos o con quien estemos, el asunto que parece natural hacer, y por el cual todo el mundo tiene flujo.

Pero en este flujo hay dos extremos. Unos, creídos que son más papel que los otros, que ellos deben hacer más sensación; que, en vez de mirar, son para ser mirados, no miran a nadie si no se les hace antes una grande cortesía; miran comúnmente como al descuido o muy por encima, como desdeñándose de hacer alto, no sea que los otros entiendan que ellos se tienen en menos. Y no habiendo motivo para tal engreimiento, se desazonan del chasco que les dan cuantos los encuentran, y siempre están de mala cara, como para hacerse respetables por la condición y por aquel aire como asustador. Un fachenda1 así es muy repugnante.

Pero si el tenerse en más de lo justo es defecto, no lo es más pequeño tenerse en menos. El que se tiene en menos, él mismo se baja a inferior clase: su aire, sus palabras, sus cortesías, la gente de su roce, todo es menos de lo que le corresponde. Los de su clase se desdeñan de su vulgaridad y poca estima; los de clase inferior también le murmuran el poco decoro, porque parece natural que cada uno se trate con toda la dignidad que le corresponde, y el que así no lo hace lo pasa mal en el mundo.

Un hombre poco sentido, que sufre menosprecios y que, sufriéndolos, llama nuevos menosprecios; que no vuelve por sí, que no apoya su derecho, sino se tiene a raya, irá decayendo de concepto y de trato gradualmente hasta tratarlo y tenerlo todos por un tonto. Porque la tontería, como bien observa un escritor Escocés,2 no consiste tanto en la falta de luces como en la falta de carácter. El que tiene resolución, y apoya lo que dice, aunque sea un disparate, no se le burla en su cara nadie. Pero el irresuelto o apocado, aunque tenga muchas luces, cede a todos, y en consecuencia, todos se le ponen encima, todos lo desprecian y le hacen burla. La tontería viene a ser una especie de apocamiento, conforme la locura suele consistir en sobra de resolución. Los hijos educados con mucha sujeción y acostumbrados a deferir siempre al dictamen y arbitrio de sus padres adquieren una irresolución que los inutiliza para cualquier manejo, y acaso les hace pasar plaza de tontos a despecho de sus buenas luces. Es fácil de concebir que las facultades del ánimo se emboten con el no uso, a la manera que los miembros del cuerpo, en no ejercitándose, se entorpecen, pierden el movimiento, y se inutilizan para siempre.

Prescindiendo del efecto de la costumbre, el tener más o menos resolución es cosa que se saca ya del vientre de la madre. Y el concepto del valor y dignidad de uno mismo es un sentido tan variable por naturaleza como la cara, la estatura y todos los sentidos y facultades del hombre. Hay cortos de genio que, en viendo juntas dos personas, ya se inmutan y descabalan. Y por este estilo es el caso de los tontos, y quizá el de los tartamudos. Hay vergonzosos y desvergonzados, como pusilánimes y arrogantes. Hay quien no tiene talento sino de aparentar tenerlo: hombres de desparpajo, de lucimiento, de ademanes oportunos, y de un exterior feliz, que emboban el mundo sin tener ninguna cualidad digna. Al contrario otros, instruidos, profundos y dignísimos, no lucen, tienen rasgo, no admiran, por falta de carácter o de concepto propio. Así es también en otras cualidades: algunos, gastando poco, pasan por rumbosos; otros, derrochando, pasan por mezquinos.

Concluyamos que el conceptuarse y conducirse uno de modo que todos le hagan caso y se inclinen a darle su derecho, es una de las partes esenciales en el hombre.

En lo cual es de notar que el derecho de que aquí se habla no es el derecho en punto de haberes, sino el derecho en punto de trato, que es el que constituye la distinción, el aprecio, el rango, y la jerarquía de las personas. De este derecho es del que naturalmente somos más celosos. Y por mucho que la filosofía grite que de la distinción y de los cumplimientos no se nos pega nada de substancia, lo cierto es que no hay inclinación más natural que la de tener suposición, o que nos hagan mucho caso.

Todo se arrumba por el flujo de hacer papel, por sonar, o por hacer viso. Nadie que no es mendigo quiere dejarse ver lleno de jirones. Es bien corriente tratarse como Estoicos en la casa para parecer Epicúreos regalados por la calle. Las doncellas de mérito, entendimiento y conveniencias se entierran en vida, casándose gustosamente con cualquier sileno que las mantenga en ostentación. Pocos hijos y ningunos padres dejan de consultar para el matrimonio la razón de estado. Razón de estado quiere decir, medios o esfera en el un contrayente para no desdecir del otro en viso.

El afán con que nos exhalamos por mejorar la suerte no es por mejor mujer, de pan, de sueño; ni lo material de los objetos de ostentación tiene de su atractivo alguno. A solas acomoda tanto una piel como el mejor vestido, un plato como el mayor banquete, la choza como el palacio, y el ir a pie como el andar en coche. Los gustos materiales de la vida están al alcance de todo el que tiene brazos. Y la felicidad animal puede hallarse en cualquier parte.

Sin embargo, todos estamos inquietos por el equipaje, la vivienda, el tren. El pobre se desvive por rayar entre sus iguales, el rico por sobresalir en la ciudad, el grande quiere estremecer el reino, y a los monarcas se les hace poco un mundo. Estos son los pensamientos que nos embeben día y noche, y nos hacen llevar con gusto los sudores del trabajo o el yugo de las leyes.

El mercader se encarcela, mísero, a pasar vergüenzas del continuo engaño, ciego idólatra de la talega; y el labrador quiebra diario con el sueño por anticiparse al sol entre hielos y asperezas. Mientras, otro traspone el mundo a buscar patria nueva, o se alista en hambre para quizá teñirse en la sangre de su propio hermano: ufanos y envidiados luego, si al cabo del reniego de tal vida logran hacer un poco más ruido.

Otras pasiones tienen sus intermisiones, sus períodos, sus edades; y basta caer enfermo o entrar en años, para hacer tregua con ellas y quizá desalojarlas. Pero viso, distinción, poder, como objetos sin coto, así hacen la impresión. Cuanto más se disfrutan, mayor sima abren en el pecho. Y el período propio de esta pasión es desde la vez primera de abrir los ojos hasta la vez última de cerrarlos.

Hay muchas apariencias de que el don de la palabra procede del flujo por tener quien nos atienda y nos acompañe en las sensaciones y pensamientos, o de que el romper en habla los niños es efecto de una inquietud y como esfuerzo central por traer al compás de su exterior el exterior de los otros hombres.

En cualquier cosa que les hace gracia a los niños, mudos aún, es su flujo general señalarlo con el dedo, gesto y voces a los demás, llamándolos a hacer caso de su alegría y alegrarse con él. La voz, por tener la ventaja de entenderse con luz o a oscuras, de cara o de espaldas, y juntamente muchas más inflexiones o diferencias que ningún otro elemento del hombre, gana la primacía para la comunicación, como los metales preciosos ganan la primacía para el cambio por razón de su divisibilidad, inalteración y poco bulto.

En sus desazones, los niños, al ver gente, redoblan el lloro, no porque los socorran, sino por lo material de la compasión, o de que les hagan caso; y en viendo que los compadecen se aquietan. Al niño que llora, el modo más seguro de acallarlo es llorar con él. Y cuando le da pasión de risa, se ríe doble si hay otro que también se ría.

Ni el horror de la muerte nos contiene del flujo de señalarnos, y de que nos hagan caso. No se encaminan a otro intento los funerales y la pompa, y las memorias que se testan. Los mismos que salen al suplicio se esfuerzan, se reprimen y toman un aire de serenidad para llamar la atención hasta en el modo de dar el alma.