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De la naturaleza y carácter de la novela/Capítulo III

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Capítulo III

Ya que hemos examinado de qué suerte ha de ser verosímil la novela, pasemos a hablar de su moralidad.

Sobre este punto no puedo menos de estar completamente de acuerdo con el autor del discurso que ha dado ocasión a este corto trabajo: las novelas han de ser morales o al menos inocentes. A lo que no me resigno es a conceder como una verdad incontrovertible, que las novelas del día son más deshonestas, torpes y dañinas que las que en otros tiempos se escribieron. Yo no puedo exclamar con el Sr. Nocedal: Vuelvan las musas a morar en regaladas florestas, con su gracioso antiguo continente, ceñida de flores la cintura; dejen de andar a pie y descalzas, desaseadas y en cabello por esas calles, y tornarán a ser queridas y respetadas. Vuelvan, vuelvan los tiempos en que el auditorio se entregaba en brazos de la risa, o derramaba lágrimas de ternura sin miedo ni escrúpulo en el teatro y sin peligro en la lectura de cuentos, narraciones y novelas. Como esos tiempos felices jamás han ocurrido, nadie puede desear que vuelvan.

Yo sostengo, por el contrario, que toda buena literatura, y muy singularmente las buenas novelas que ahora se escriben, son mil veces más morales y decentes que las que en lo antiguo se escribieron, y fueron tenidas por buenas y ejemplares.

Empecemos hablando de la decencia. La decencia, el recato y el comedimiento en el lenguaje, no son la moralidad misma; pero son clara muestra del respeto que a la moralidad se tiene. Así como en un salón elegante y entre personas cultas, no se sufrirían las palabras y frases que se consienten y hasta se aplauden en una taberna o en un garito, así en nuestra sociedad más culta y mejor mirada que las antiguas, no se sufren las groserías e insolencias que entonces no escandalizaban. El escritor público, ni aun como cita, ni aun para censurar, puede repetir ahora los dichos infames y las malas palabras que entonces se usaban sin que los oídos se ofendiesen, y tal vez sin que el rubor asomase a las mejillas de nadie. Todos nuestros autores, Quevedo, Tirso, Lope, el mismo Cervantes, están llenos de tales impurezas. Fácil nos sería recordarlas si no temiésemos ofender a nuestros lectores. Entre los autores extranjeros acontecía lo propio. ¿Quién escribe en el día con la desvergüenza, el cinismo y el impudor de un Aretino, de un Rabelais o de un Boccaccio? El mismo Shakespeare se sirve de expresiones que en el día pasarían por shocking en boca de un carretero inglés. ¿Qué autor, por licencioso que fuese, se atrevería, por ejemplo, a poner ahora, en boca de alguno de los personajes de un drama, estas palabras que Yago dice al padre de Desdémona; Your daughter and the moor are now making the beast with two backs?

Y no se diga que este modo de expresarse es cándido y patriarcal, y que las costumbres eran entonces mejores, aunque no había tanta hipocresía. No había entonces tanta hipocresía, porque sencilla y buenamente las costumbres eran mucho peores y groseras. El vicio que hoy mancilla y degrada, tal vez se excusaba entonces como falta ligera o graciosa travesura. El Jorge Dandin de Molière, el Marido burlado y puesto en ridículo, se ha dado en el teatro, en el gran siglo de Luis XIV, sin que nadie se escandalice. Doña María de Zayas y Sotomayor, señora muy principal de Madrid, publica entre sus novelas ejemplares, una, titulada El Prevenido engañado, en la cual se cuenta con notable complacencia una serie de adulterios chistosos, cuya moraleja es que todo hombre debe tratar de casarse con mujer de entendimiento para que le engañe con disimulo y sin que él lo sepa. El engaño, siendo, según Doña María de Zayas, cosa natural y asimismo precisa, lo único que se podía evitar era que por estupidez de la esposa, se hiciese sin arte y llegase el marido a entenderle, como le acontece al pobre héroe de la novela mencionada, que tomó mujer tonta de puro prevenido. No sé yo qué señora de España, por despreocupada que fuese, se atrevería hoy a dar al público novelas ejemplares por el estilo; ni tampoco creo que, ningún censor se atreviese a aprobarlas, como el padre Fr. José de Valdivieso, autor del poema de San José, persona de autoridad y razonable teólogo, aprobó las de doña María, diciendo que en aquel honesto y entretenido libro, no hallaba cosa que se opusiese a la moral cristiana.

¿Qué poeta, querido y mimado de la corte de Roma, publicaría hoy algo parecido al Jocondo, al Perro precioso, al lance del Ermitaño y de Angélica y a otros cuentos y episodios del Ariosto? ¿En qué teatro se consentiría hoy la representación de la Mandragola de Machiavelli, que fue representada delante de León X?

Sería cuento de nunca acabar el ir citando obras de imaginación, escritas en los buenos tiempos antiguos y notoriamente deshonestas. Otros vicios, más feos aun que la deshonestidad, se reían cuando no se perdonaban. Para mi señora Doña Esperanza de Meneses y Quiñones, no tiene Cervantes una palabra de reprobación, y en verdad que no nos da mejor ejemplo que la Dame aux camélias, si bien se muestra mejor instruida en su oficio. ¿Qué idea formaríamos de la sociedad española del tiempo de Felipe IV, si nos atuviésemos al retrato que nos hace de ella Quevedo?

Es indudable que hay en toda la sociedad europea, particularmente entre los pueblos que van al frente de la civilización, no sólo un gran progreso material, sino también progreso moral.

A pesar de las declamaciones contra el mercantilismo de la época, no es el dinero tan poderoso móvil de las acciones de los hombres como lo ha sido en otras edades. La idea de que con dinero no hay honra de mujer o de hombre que no se pueda comprar, idea tan repetida por los autores antiguos, y tan fecunda en chistes, se tendría hoy por soez y chabacana, no ya en un libro, sino emitida en un casino o en una cena de la maison dorée entre calaveras y mujeres perdidas.

¿Qué mujer honrada no juzga hoy su honra y su virtud a prueba de pobreza, y hasta a prueba de hambre? Yo tengo por cierto, que no sólo las mujeres honradas, sino hasta algunas de las mujeres galantes y poco escrupulosas, se habían de ofender si se las aplicase el chiste de Lope:


No estaba pobre la feroz Lucrecia,
Que a darle D. Tarquino mil reales,
Ella fuera más blanda y menos necia.


El sentimiento de la propia dignidad es en el día más vivo y profundo que nunca, y hasta la hembra más infeliz se juzga capaz, sin creer por eso que se coloca entre las heroínas, de resistir a todos los Tarquinos, si los Tarquinos no le gustan.

En el día, sin embargo, se embargo, se compadece, ya que no se disculpa a la mujer que ha sido pervertida desde la niñez, antes que la conciencia y el pudor se despierten en su alma; se la considera capaz de arrepentimiento y de redención, y aún se ve en ella, por profanada que haya sido, a una criatura de Dios, hecha a su imagen y semejanza. Esto no es levantar en alto figuras de prostitución, y convertirlas en modelo de virtud y de grandeza. Augier, en La aventurera, Víctor Hugo, en Marion de Lorme, y hasta el mismo Dumas, a quien no defiendo sino relativamente, en su Dame aux camélias, no son tan inmorales como lo es en sus cuentos de cortesanas el más inocente de los autores de los buenos tiempos; no convierten a sus heroínas en otras tantas Magdalenas; pero tampoco las hacen llorar, porque se les acaba la salud o el dinero, sino por más altas y nobles razones.


El caballero de Grieux, en Manon Lescaut, estafa, roba y hace del rufián, sin perder la estimación de su querida, y sin dejar de ser todo un caballero. El abate Prevost, autor de la linda novela, pues no se ha de negar que la novela es muy linda, no condena acerbamente la conducta de su héroe, antes bien le pinta como una interesante víctima del amor. En el día, el caballero de Grieux, haciendo tales hazañas, hubiera dejado de ser caballero, y hubiera perdido la estimación de todos; tal vez hasta la estimación de la enamorada cortesana, su cómplice. El novelista, que hubiese narrado sus aventuras, nos le hubiera pintado como un sujeto despreciable. La conciencia pública es hoy más delicada que entonces. En prueba de esta verdad, aduciré otro ejemplo tomado de nuestra propia literatura. Tirso, en La Villana de Vallecas, nos pinta a un señor oficial, muy hidalgo, muy valiente, que vuelve de Flandes a España a pretender una encomienda, y que, a pesar de toda su hidalguía, roba la maleta, los papeles, el dinero y el nombre a otro caballero indiano. Todo esto, así por el efecto que produce en los demás personajes del drama, como por la sencillez y benevolencia con que el poeta lo mira, no pasaba entonces de una broma, de una travesura discreta. ¿Qué autor dramático osaría en nuestro tiempo atribuir travesura semejante a un oficial que volviese de la guerra de África?

No sólo en novelas, sino en historias o relaciones de hace siglos, se ven caballeros pobres que buenamente se dejan mantener por señoras ricas, sin perder su crédito. Hoy, aunque suele alguna vez acontecer lo propio, siempre se censura con severidad al mantenido.

Tampoco se ponen hoy tan a menudo, en novela o en comedia, damas que se dejan seducir y que, vestidas de hombre o con cualquiera otro disfraz poco decente, se van por esos mundos, de venta en venta y de mesón en mesón, en busca del querido que las deja: ni se ve, como en La devoción de la cruz, a una monja que se escapa del claustro, que mata a diestro y siniestro y que se transforma en capitán de bandidos.

En las antiguas obras de entretenimiento, pasma a veces el candor o la inocencia de inmoralidad, la cual se puede confundir con la ignorancia y la grosería, pero no con la moralidad misma. ¿A qué jovencito de ahora se le ocurriría enviar mensajes a su novia con Celestina, como a Melibea se los enviaba Calisto? Se responderá que las señoritas de ahora no viven en tanto recogimiento y retiro; pero esta no es razón, porque si el recogimiento y el retiro han de servir para que tengamos que valernos de Celestinas, harto mejor es que las señoritas vayan a bailes, tertulias y paseos, y reciban en casa descubiertamente a sus galanes.

En suma, de cualquier modo que esta cuestión se mire, es fuerza convenir en que la sociedad presente, no sólo es más culta, sino también más moral que la pasada, y en que la literatura amena, reflejo de la sociedad, tiene que ser y es, en el día, más moral y delicada que antes, aunque puede y debe serlo mucho más con el progreso de la civilización. Sabemos y confesamos, que aún se publican muy malos libros; pero no peores que los antiguos. ¿Qué libro moderno español se puede comparar a La C... comedia, escrita en tiempo de los Reyes Católicos? Es cierto que el infame materialismo francés del siglo XVIII, los escándalos de la Regencia y la monstruosa relajación de las Cortes de entonces, concurrieron a producir un enjambre de libros obscenos e impíos; pero ¿quién los lee ya y no los detesta?

Hoy vivimos en una época más seria, y la juventud no se ocupa tanto de galanteos y de libertinaje. La juventud de ahora, tal vez peca por el extremo contrario, tal vez es demasiado formal, y sin pensar en amores, se dedica a la filosofía, a la política y a las especulaciones mercantiles. Yo no defiendo esta precoz formalidad, hasta me parece antipática y ridícula en muchos; pero es indudable que existe y que hace menos frecuentes la seducción y las relaciones criminales entre ambos sexos. Al joven que se pone a descifrar aquel intrincado laberinto de La doctrina de la ciencia de Fichte, o que se calienta la cabeza con meditaciones y armonías económicas, o que prepara un discurso, atiborrado de sabiduría, para pronunciarle en el Ateneo o en la Academia de Jurisprudencia, casi se le pasan las ganas de enamorar y le parecen antinomias las mujeres. Es, por consiguiente, más bien un preservativo que un escollo de la castidad ese cúmulo de elucubraciones filosóficas y políticas en que ahora todos nos hundimos.

Se lamenta el Sr. Nocedal de que esas elucubraciones políticas y filosóficas invadan el campo y jurisdicción de la novela. ¿Mas cómo extrañarlo ni cómo remediarlo aunque lo lamentemos, cuando esas lucubraciones han invadido también toda nuestra vida? ¿Cómo extrañarlo, cuando suceda ahora tan a menudo lo que un amigo me refirió poco ha, de un coloquio que sorprendió entre dos enamorados, los cuales estaban hablando del origen del derecho y del desestanco de la sal?

Yo soy más que nadie partidario del arte por el arte. Creo que la poesía tiene en sí un fin altísimo, cual es la creación de la hermosura. Creo que la poesía, y por consiguiente la novela, se rebajan cuando se ponen por completo a servir a la ciencia; cuando se transforman en argumento para demostrar una tesis. Yo creo, por último, que si los autores de estas novelas doctrinales son legos, como sucede con frecuencia, o lo trastruecan y confunden todo, o nos enseñan cosas olvidadas ya de puro sabidas, redundando todo ello en muy notable menoscabo del esparcimiento, regocijo y deleite que de la lectura nos prometíamos. No condeno, sin embargo, que las doctrinas se divulguen por medio de las novelas. Si unas doctrinas son malas, otras son óptimas, y al cabo, en nuestro siglo, ni hay iniciación, ni misterios, ni enseñanza esotérica: todo se sabe por todos, mejor o peor, más temprano o más tarde. Sin novelas, lo mismo que con novelas, hubiera habido siempre socialistas, panteístas, neocatólicos y otros sectarios. En los primeros tiempos del cristianismo, hubo más herejías que ahora, y apenas se escribían novelas.

No es esto conceder que la novela dogmática haya nacido en nuestra edad. Nihil novum sub sole. La novela dogmática es tan antigua como la novela misma. La Ciropedia es una novela política, y el cuento de Apuleyo, singularmente el hermoso episodio de los amores de Psiquis y Cupido, está lleno de símbolo, de las más profundas doctrinas platónicas.

No quiero hacer más citas por no molestar a mis lectores. De sobra he escrito para que se cansen, aunque harto poco para aclarar el asunto que indica el epígrafe de este somero estudio.

Resumiendo ahora mi opinión sobre la última parte, o sea sobre el dogmatismo de la novela, diré que, por regla general, no le apruebo. Perdono, sin embargo, a Goethe, sabio tan profundo como poeta eminente, que en el Aprendizaje de Guillermo Meister hable tanto de artes, de comercio, etc., etc.; a Jacobi, que exponga la filosofía del sentimiento en su Woldemar; y a Tirso, que en El condenado por desconfiado, nos dé un drama teológico sobre la predestinación y el libre albedrío. Pero no todos los hombres de imaginación son hombres de ciencia, y no siéndolo, es lo mejor escribir novelas para deleitar honestamente sin sermones ni disertaciones, bien sean progresistas, como dicen que son las de Ayguals de Izco, que yo no he leído, bien sean retrógradas, como las de Fernán-Caballero, escritor de mérito, sin duda, pero que aún le tendría mayor, si no se propusiera probar.

Feliz el autor de Dafnis y Cloe, que no consagró su obrilla a Minerva, ni a Temis, sino a las ninfas y al Amor, y que logró hacerse agradable a todos los hombres, o descubriendo a los rudos los misterios de aquella dulce divinidad, o recordándolos deleitosamente a los ya iniciados. Ojalá viviésemos en época menos seria y sesuda que esta que alcanzamos se pudiesen escribir muchas cosas por el estilo.

(Crónica de Ambos Mundos.)