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El Angel de la Sombra/IV

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo IV

IV

Mas, apenas hubo salido, cuando Efraim saltó con brusco reproche:

—Qué tienes tú que interesarte porque un conocido se vaya o no? Qué puede pensar ése de tu pregunta?

—Tienes razón, Toto, acató la joven suavemente.

—Tienes razón... tienes razón... Ya sabemos tu costumbre de no contrariar jamás de palabra. Pero conviene pensar más lo que se dice. A qué vino ese "pronto"?... Te aseguro que me dió una rabia! Porque, veamos: a ti qué te importa?

—Pero nada, por Dios! Lo dije pensando en algo que está a mil leguas de tus escrúpulos...

—Pensando en algo?... Y en qué?

—En que Suárez Vallejo podría quizás enseñarme, enseñarnos, si te parece, la dicción que nos falta.

—Lo dices porque sabes que suele ocuparse en preparar alumnos reprobados?

—No, no lo sabía; pero tanto mejor, entonces. Así no te mortificará ya mi proyecto.

—Como proyecto, no; aunque el profesor no me gusta. Es demasiado joven.

—Pero qué edad tendrá?—intervino la señora.

—No sé, mamá... Veintiocho a treinta años...

—Treinta años, no es decir un jovencito, Efraim. Y Suárez Vallejo me parece, además, un mozo serio, instruído.

—Como serio y culto, lo es. Ya te he dicho que pasa francés a varios alumnos libres, para ayudarse. Porque es muy pobre. Y muy altivo.

—Eso se le advierte. Con lo que me parece más oportuna la idea de tu hermana. Siempre le convendrá a ese joven una lección cómoda y bien retribuída.

—No sé si aceptará; porque es muy distinto, siendo amigo de la casa. Además, no me encargaría yo de verlo. Y francamente preferiría a M. Dubard...

—Pero si el pobre M. Dubard, compadeció la señora, no tiene ya día sano. Es más que un hombre un catarro de ochenta años cumplidos.

—M. Dubard... u otro así.

—Pero qué tiranía con tu hermana!

—Déjalo, mamá, dijo Luisa con jocosa displicencia, echando los brazos atrás para apoyar la cabeza en las manos. Quiere condenarme a vejestorio perpetuo.

—No hagas la víctima, hermanita. Claro que no dudo de ti. Pero a veces eres demasiado franca.

—Sin embargo, nadie hay más dócil para dejarse gobernar.

—De palabra, vuelvo a decirte; y tal vez por evitarte la molestia de discutir; pero acabando siempre por hacer lo que quieres. Mujercita al fin...

—Plagio de papá, señor hermano, como siempre que te pones cargoso.

—En suma, interrumpió la señora por avenencia, será mejor consultarlo con tu padre.

Así se hizo, en la mesa que presidían a la antigua, es decir desde ambas las cabeceras, don Tristán y su esposa; si bien por impedimento de esta última, siempre dolorida de su brazo neurálgico, ser vía su hermana mayor, la tía Marta, una solterona agregada a la familia, a un cuando disfrutaba de renta propia.

Consejera de doña Irene, quien se casó muy joven, y huérfanas ambas, formó desde luego parte del nuevo hogar, donde su prudencia ganóle a poco la estimación del marido, predispuesta por la piedad ante el contraste sentimental que había malogrado su existencia: el vulgar episodio del prometido infiel, que para mayor pena no mereció el sacrificio de su belleza y su juventud.

Porque, hermosa, lo fué realmente, hasta constituir un tipo, como su sobrina, que se le parecía mucho, según era de ver cuando estaban juntas; pues, más que por las facciones, de mayor finura en ella, asemejábanse por la expresión casi fatal, que parecía sombrear la frente y los ojos con una leve cargazón de entrecejo.

Era, al decir de doña Irene, el rasgo característico de los señores de Mauleon, que para grima suya no había ella sacado, aunque legara, por su parte, a Luisa, la nariz casi griega y la boca de palpitante frescura: una boca grande, vívida, en que la juventud reventaba su generosa flor.

Precisamente, la gracia singular de la joven provenía del contraste entre esa boca y los ojos castaños, de claridad tan nítida, que sin ser melancólica, parecía llorada; pues acentuando así la línea mística del rostro un poco largo, definían aquella oposición en que reside el misterioso imperio del encanto, superior muchas veces a la misma belleza.

Tía y sobrina profesábanse gran cariño, al cual no eran, respectivamente, ajenos, el parecido en que revivía para aquélla lo más hermoso de su noble dolor, y la admiración que éste imponía a la otra, con una especie de trágica superioridad.

Fué así la tía, quien al advertir el interés muy natural, aunque quizá indefinido aún, de la joven, por aquella provechosa ocupación, allanó la dificultad que el consultado no resolvía, disimulando, según costumbre su indecisión tras la impasibilidad realmente marmórea de su lozano rostro y de su calva tan límpida como sus lentes.

—Lo que pueden hacer, dijo, es organizar una clase de conjunto con Adelita Foncueva que también quiere perfeccionar su dicción, según me parece habérselo oído a Luisa.

Todo quedó así arreglado al instante. Don Tristán se inclinó sobre el plato, dando con el cuchillo en el borde los tres golpecitos que constituían su modo de celebrar cualquier acierto; doña Irene dilató en una sonrisa como jugosa de bondad, su boca siempre bella; y Efraim despojóse de su gravedad un poco hostil al proyecto.

Su frente más bien angosta, de una suave obstinación femenina, pareció iluminársele bajo los cabellos, castaños como los de su hermana, pero abandonados en apolíneo desorden; porque no había rostro más sensible a cualquier emoción, hasta volverse, conforme ella fuera, desagradable y simpático en extremo. Una verdadera claridad juvenil irradió sobre todos su expresión serena; y la fuerte mandíbula, apretada con firmeza casi brusca, desafiló como bajo una caricia su corte seco.

"Los mismos ojos de Luisa", pensó cariñosamente la tía Marta, al ver abismarse en su fondo aquella líquida claridad.

—Así estudiarán los tres, dijo en alta voz, aludiendo a la amiga de su ocurrencia. Y cuando sea menester, yo haré de rodrigón con el mayor gusto.

Luisa que había permanecido como ajena, bajo aquella abstracción remota que le era peculiar, pareció envolverla en la suavidad silenciosa de sus pestañas.

—Si mandáramos por Adelita... para saber...—propuso.

Aprobó doña Irene, levantáronse padre e hijo, y en ese momento entró el doctor Sandoval que venía como todas las noches "a invitarse" su consabido café.