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El Angel de la Sombra/L

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo L

L


Suárez Vallejo leyó en la sobremesa del miercoles su tríptico anticipado a manera de homenaje que mereció, por cierto, unánime aplauso. Hallábanse presentes también los íntimos de la casa, Adelita y Sandoval: ella tan bonita y elegante como siempre; el doctor un poco más rehecho al parecer.

Luisa había estado admirable de naturalidad; y con ser aquellos versos los primeros que inspiraba su amor, no menos que inminente la despedida, nada traicionaron su palabra ni su expresión. El mismo Suárez Vallejo sintióse asombrado ante esa sencillez tan noble como valerosa. Cuánto y cuánto más la quería así—tan digna de su tesoro escondido...

La primera en opinar fué Adelita:

—El que más me gusta es el segundo romance... El Tesoro...

—A mí también, dijo Luisa con su acostumbrada serenidad.

—Es que es precioso!—encareció doña Irene. Digno de un verdadero poeta.

—Un buen poeta!—confirmó don Tristán, buscando la cucharilla que le faltaba para su triple percusión.

—Y pensar que son los primeros versos suyos que consiente leernos!... —dijo la tía Marta.

—Es que hay tantos mejores, que la discreción resulta una habilidad.

Sandoval había sentido cruzarle el alma un soplo de alivio, semejante a la ráfaga de una olvidada primavera. La actitud de Luisa despistábalo a él también.

—Ocupe sus ocios por allá, dijo a Suárez Vallejo, en componer otros poemas. Es una lástima que entre tanto libro malo, no nos dé usted el bueno, y muy bueno, que podría. Esos versos son lindísimos. Aprovechó usted con maestría el tema de la ausencia.

—Con una melancolía tan discreta y delicada!... volvió a decir Adelita.

—Discreta y delicada. Es lo justo—aprobó Tato sonriéndole.

Llegó el momento de la despedida. No era cosa de mayor motivo para demostraciones, como había dicho el mismo viajero, y todos esforzáronse en simplificar la escena. Fué casi lo mismo que habitualmente.

Observada a hurtadillas por Sandoval, Luisa no varió lo más mínimo su actitud. Tendió como siempre la mano al "profesor"; y sólo la iluminación fugaz de sus ojos, expresó al amante la dicha orgullosa que le inspiraba el poeta de su tesoro.