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El Angel de la Sombra/LXX

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXX

LXX


Esa misma noche, sin embargo, desvanecióse su esperanza.

Suárez Vallejo, acogido por los Almeidas con franca cordialidad, en la sobremesa que completaban, como al partir, Sandoval y Adelita, debió sufrir el interrogatorio y los comentarios de práctica.

Halláronlo muy curtido por la intemperie y más delgado, pero mejor así. Don Tristán interesábase por el éxito y los detalles de la comisión; Toto por el paisaje montañés; doña Irene y su hermana por aquella gente y sus costumbres.

La actitud de Luisa, absorta como siempre en su ensimismada serenidad, tranquilizó enteramente al doctor, confirmando su juicio:

—No es él.

Habíalo ella visto entrar con el agrado tranquilo de antes, sin el más leve rubor, sin la más ligera animación de la mirada. Fué en suma la más indiferente; y él, aunque un tanto conmovido en su afabilidad, lo que por cierto era explicable, tampoco reveló particular interés al disimulado examen del médico.

Este y Adelita reprochábanle haber olvidado los versos. Era demasiado economizarse, cuando se podía escribir aquella delicia del Tesoro Escondido.

Como la tía Marta insistiera en preguntar por los habitantes del remoto poblacho, Suárez Vallejo, en el curso de la conversación, mencionó a su hospedera doña Dalmira de Urioste.

—Dalmira Melgar de Urioste?—preguntó doña Irene con interés.

—Melgar me parece. Aunque no lleva ese apellido ni siquiera como inicial de su firma.

Ambas hermanas precisaron las señas: alta, blanca, pelo rubio, ojos chicos, un lunarcito sobre el labio, a la derecha.

—La misma.

Doña Irene, entonces, recordó su historia con severidad.

Hija de una familia aristocrática, enamoróse de cierto dependientucho de mercería, un tal Urioste, que si bien cargaba el "de" como todos los vascos, carecía de antecedentes y fortuna. Encaprichada, casóse con él, contrariando a deudos y amigos; y corrida por el desprecio de su clase, desapareció un día sin que nadie volviera a saber más de ella. Por esto, sin duda, ocultaba su apellido familiar, y hacía bien. Era un resto de dignidad. Mire usted en lo que iban a dar las romanticonas: en viudas de carteros... En hospederas de poblacho... Una Melgar! Y todavía si su conducta

Porque viuda rubia... y beldad de frontera...

—En cuanto a eso, es de fama intachable, afirmó Suárez Vallejo con grave moderación.

—Por algo ocultará su apellido, insinuó malévolo don Tristán.

Adelita intervino entonces con una insospechable acritud que pareció ajarla de repulsiva vejez:

—Una muchacha de sociedad, que se mal casa así, es todavía peor que cualquiera de esas...

Don Tristán miróla complacido tras el esplendor magnífico de sus lentes. Su calva erguíase ilustre, en un sonroseo de dignidad. Y no sin sonreir con ternura a aquella perfección de nuera:

—Peor, sí, peor. Degradar así un nombre esclarecido, es falta que no merece perdón. El claustro... El olvido...

Y ante la desusada solemnidad de la escena, astilló su taza de café con seis golpecitos.

—El claustro!—insistió implacable. Yo aconsejé el claustro...

—Pero Dalmira Melgar era ya bastante mayorcita—recordó el doctor. Y hasta solterona...

—Era bonita?—interrogó Toto a la tía Marta que callaba discreta...

—Fea y buena—dijo ella dulcemente.

Luisa continuaba silenciosa, más alejada que de costumbre en la remota suavidad de sus ojos.

Pero esa no che, al sacudir sin mucha pena la fugaz ilusión, pasaron por su íntima soledad, como entre sueños, los ángeles de la infancia.