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El Angel de la Sombra/LXXXI

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXXXI

LXXXI


Seis días estuvo sin ver a Luisa, aun cuando lo informaban sobre su estado la tía Marta y el doctor que llegó treinta horas después bajo el temporal deshecho.

—Episodio ingrato—habíase limitado éste a decirle, más cerrada que nunca su máscara fatal.

—Grave?... —atrevióse a balbucear el infeliz, con una timidez en que gemía toda su alma.

—Por ahora, no. Pero habrá que redoblar las precauciones. La alucinación de la otra noche—hum!—es un detalle que no me gusta...

Y replegándose más aun en su acecho, mientras seguía con los ojos las rachas empapadas del temporal:

—No le ha notado usted, que la ve más de continuo, alguna contrariedad?... —O algún amor. Una de esas inquietudes que los más íntimos suelen no advertir...

Un asombro mortal aterró a Suárez Vallejo:

—De modo que usted cree, doctor?...

—Sí... Quizá... Una grande emoción podría...

Entonces, ante el peligro de la bien amada, y puesto que todo debía sacrificarse a su defensa:

—Algún amor?... —dijo. Es posible.

Y con voz tan extraña que le pareció de otro, tuvo fuerza para añadir:

—Siempre hay que pensarlo así, tratándose de una muchacha hermosa.

El doctor logró disimular un estremecimiento.

—Pero, insistió—yo hablaba de alguna simpatía seria, profunda...

Sin explicarse por qué, sintió el joven la necesidad de esquivar una recóndita amenaza:

—La creo incapaz, doctor, de una simpatía superficial.

—Tiene usted razón—asintió el otro casi en voz baja.

Al caer la tarde, siempre lluviosa, mientras paseándose solo por el salón, felicitábase de la ingeniosidad con que pudo decir lo necesario, sin traicionar su secreto, vió llegar a la tía Marta.

Bastóle una ojeada para comprender que su impresión no era satisfactoria. Y palideciendo con ansiedad:

—Una nueva crisis... —insinuó, en vez de interrogarla.

—No, no. Tranquilícese. Está bien... —es decir, descansa. Pero aunque yo nada sé de esto, aunque nada vale mi opinión, tan perturbada como estoy por la zozobra... por los desvelos... —qué quiere, será así. .. será así... —pero no veo venir la reacción en que Sandoval confía...

Contúvose de pronto. Por qué hablaban en esa forma?... Por qué le decía ella "tranquilícese"?... Por qué estaba revelándole así su íntima congoja?...

Suárez Vallejo cedió de golpe a su vez:

—Por favor, por favor!...

—Usted que es tan buena... Dígame todo por favor!

Atropelláronse a sus ojos lágrimas ardientes que no llegaban a brotar, escaldándole los párpados con una especie de feroz hurañía.

—Todo!... —murmuró ella desolada. Quién puede saber!...

Pero él insistió, esquivando el rostro como para evitar su propia ocurrencia:

—¿No le parece que yo... Que mi presencia aquí?...

—Usted? .. Por qué? .. De ningún modo... Al contrario!...

Al contrario!

Cómo lo enterneció esa espontaneidad de alma generosa!

—Pero se va a morir!—prorrumpió con rudeza absurda.

Un sollozo de brutal sequedad le desgarró la garganta.

En el silencio trágico que sobrevino, dominó la persistencia rumorosa de la lluvia el estruendo sordo del mar.

Y con la cara entre las manos, la tía Marta, sin responder, salió llorando.