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El Angel de la Sombra/XLVII

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XLVII

XLVII


"No es él, entonces", pensaba el doctor con satisfacción dolorosa, en la soledad de su bibliotec a obscura. "No es él", volvió a decirse, abriendo la ventana sobre las tinieblas de la noche.

Desde el momento en que atravesó su espíritu la convicción fatal: "ama", sospechó naturalmente de Suárez Vallejo. La actitud de ambos jóvenes desvanecía su conjetura. Mas, lejos de aliviarlo, la consiguiente ansiedad le enconó el tormento.

Miró la sombra con desolación salvaje. Aquell a infinita obscuridad era la imagen de su infierno sin salida.

Sin engañarse un punto, desde la noche en que bajo esa fatal convicción había vuelto a encontrarse allá, a solas con su conciencia, la idea de estar irremisiblemente perdido impúsole su corrosiva nitidez...

Habituado al análisis implacable por temperamento y hábito, hecho a las confrontaciones definitivas con el peligro y el dolor, en esa tremenda serenidad que da el dominio de la muerte, la pasión bruscamente revelada fué desde luego una condena.

Formada en la subconciencia indomable, como que es el alma obscura de la especie, latente en cada ser así encadenado a su eterna continuidad; robustecida por los años ya irrevocables; imposible y lastimosa hasta el ridículo; absurda hasta la demencia—no dejaba otro recurso que morir para no verse lentamente devorado. Cáncer del alma, que aparejaba la agonía sin tregua en el silencio y el disimulo, ya que la sola idea de semejante amor infundiría a esa alma pura un horror de incesto.

Comprendía al súbito golpe el sentido trágico de la fatalidad.

Sus veinte años de austeridad solitaria en la ciencia y en el deber, venían a dar en eso! En esa obscura traición del destino! Síntoma y no causa, la herida en que se revelaba de pronto aquella pasión, aquel mal recóndito difundido a ciegas por todo su ser, no se curaría.

Una idea poética, porque era de amor, amargó su alma con irónica tristeza: el árbol tardío florecerá solitario...

Entonces, si era inútil mentirse propósitos de resistencia, forjarse la ilusión de olvidar, en la cobardía de una esperanza insensata, valía más morir.

Valía más. Su vida estaba ya vivida. A nadie perjudicaría su desaparición. Quedarse acá o allá, antes o después, viene a dar lo mismo en un camino sin llegada.

Morir, sin duda. Pero morir era dejarla! No verla más para siempre. Para siempre! Quitarse hasta el consuelo desgarrador de padecer!

Era algo mucho más cruel que dejarla. Era dejársela a otro!... Al otro!... A ese otro que presentía ya, triunfante en la sombra. Feliz, feliz!... Monstruosamente dichoso de ser amado!

Como estrangulados por su propia tortura, sacudiéronlo un rato sollozos casi secos, de iñaudita violencia.

Al rugido de la fiera despierta en ese dolor, pareció responder el sordo trueno de la tormenta que se alejaba.

Clavó de golpe, llenos de aterradora serenidad, sus ojos áridos en la sombra relampagueada todavía.

"Decoración de ópera romántica"—pensó con feroz sarcasmo.

Pues su vida acababa de quebrarse entera bajo ese desvarío cuya racha de huracán le abatió el alma como un trapo.

En el cavernoso hueco que todo él era ahora, renacía una voluntad formidable. Sintió desmesurado su poderío hasta el vértigo, sabrosa hasta la dentera su atrocidad, abismada su pasión en perversidad de crimen. Y con una decisión cuya lúcida firmeza desolaba hasta el horror su negro diamante, sentenció en la plenitud del silencio y de las tinieblas:

—Puesto que no puede ser mía, tampoco será de nadie.

Largo tiempo después, bajo el lucero como nunca límpido en el cielo, aclarado ya, Sandoval lloraba dulce y profundamente, con sus últimas lágrimas de piedad, la desventura de su cariño inmolado.