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El Papa del mar : 1-04

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El Papa del mar

PRIMERA PARTE
LA CIUDAD DE LAS TRES LLAVES

Capítulo IV
El Castillo de los Papas

de Vicente Blasco Ibáñez

Subieron los peldaños algo roídos de una escalinata de piedra, atravesaron el arco profundo de la puerta principal, y otra más pequeña abierta a su derecha les dio acceso a un vasto salón con muros de sillería y techo abovedado que aún conservaba restos de viejas pinturas. Era el antiguo cuerpo de guardia del palacio, ahora antesala para los visitantes. Un mujer detrás de un mostrador ofrecía tarjetas postales, fotografías, volúmenes históricos, la pequeña e inevitable biblioteca que existe a la entrada de todo monumento.

Lentamente se fue amalgamando el grupo de curiosos venidos de diversas partes de la Tierra para visitar la antigua residencia de los papas. La bella criolla reconoció a muchos compañeros de hotel, vistos en la noche anterior. Poco después entraron algunas norteamericanas jóvenes, tal vez estudiantes que hacían una excursión por Europa; varios matrimonios franceses, gentes del Mediodía, admirando con patriótica vanidad las enormes dimensiones de este castillo tan celebrado por los poetas provenzales; dos sacerdotes protestantes, con plastrón negro cubriendo su camisa y una Guía abierta entre sus manos como si fuese un libro de oraciones; un gentleman atlético, de cara redonda y afeitada, mirando ávidamente a todos lados en busca del extraordinario espectáculo que esperaba de esta visita, y un cura italiano, flacucho, de nariz picuda, cuyo perfil, según Borja, recordaba el de Dante, pero a través de un espejo deformatorio.

—Va usted a ver, querida señora, algo tan digno de interés como la antigua morada de los papas: el guía que la muestra.

Y señaló discretamente a un hombre con quepis negro ribeteado de rojo y un bastoncito en su diestra, que permanecía sentado junto a la entrada del cuerpo de guardia. Tenía el aspecto de un trabajador que reposa y siente al mismo tiempo perturbado su descanso por la certeza de que muy pronto tendrá que reanudar su actividad.

Rosaura lo reconoció. Era el mismo que la había guiado en su incompleta visita al palacio. Su charla tuvo la culpa de que renunciase al resto de dicha visita.

—Pero ¡si es un hombre insustituible!... —protestó Claudio, sonriendo—. Muchas veces juzgamos a las personas equivocadamente por el estado de nuestro humor. Tal vez hoy le parezca más grata su compañía.

Saludó de lejos al empleado, y éste, después de contestar quitándose el quepis, fijó su atención en la dama elegante que acompañaba al español. Era un meridional de cabeza y bigotes canos, enjuto de carnes, con una sonrisa mixta de bondad y de burla.

—Óigalo bien —continuó Borja—. Es un poeta, algo desorientado y de primaria instrucción, pero indudablemente un poeta a su modo. Su padre fue modesto felibre de los de Mistral; un obrero de la poesía. Usted sabe que felibre es el nombre de los poetas provenzales. El hijo, al desempeñar su empleo, procura ser el alma parlante de estas piedras. Yo he venido repetidas veces sólo por oírlo.

Viendo el guía que los visitantes ya no compraban más postales ni cuadernos de grabados, se levantó del poyo estirando perezosamente sus brazos.

—Por aquí, señoras y señores.

Se había transfigurado. Dos veces por la mañana y dos por la tarde conducía a los forasteros a través de patios, escaleras y salones, enseñándoles este castillo, que era para él algo así como el Partenón de la Provenza. Sabía de memoria lo que era conveniente decir en cada rincón y ante cada piedra; mas ciertos días, en mitad de sus recitaciones maquinales, le acometía un irresistible deseo de improvisar, e iba añadiendo repentinos bordados de su imaginación a la pieza de tela pálida y monótona desenrollada ordinariamente.

Marchó hacia el gran patio del palacio con alegre petulancia, moviendo su bastoncito, canturriando entre dientes. Iniciaba sus funciones lo mismo que los cómicos viejos, que tosen de fatiga detrás de los bastidores y al salir ante el público se sienten remozados por una heroica juventud.

En mitad del patio agrupó en torno a él sus heterogéneos oyentes, empezando la declamación diaria. Unos le conocían de fama, por informes de viajeros anteriores; otros presentían algo extraordinario en este hablador sonriente que saludaba a las señoras con movimientos de rancia cortesía. Señaló las particularidades de las bóvedas de la entrada, todas de rara labor, explicando a continuación cómo era el palacio exteriormente en sus primeros tiempos. Las casas tocaban casi sus muros. Un circuito de estrechas callejuelas lo separaba sólo del resto de la ciudad. Fue el último Papa de Aviñón quien arrasó estas construcciones, para que el palacio pudiera defenderse mejor en caso de asedio, y obra suya era también la vasta plaza abierta ante la fachada principal.

—He nombrado, señoras y señores, a Benedicto Trece, el gran Papa Luna, compatriota de algunas personas presentes.

Y se inclinó haciendo un saludo con la diestra, fijos sus ojos en Rosaura y Claudio. Todo el grupo los miró igualmente, y los dos se sintieron avergonzados por esta curiosidad general. A continuación el hijo del felibre se lanzó a describir las bellezas de su palacio, el monumento más hermoso de la Tierra.

—Cielo azul, aire puro, la sinfonía majestuosa del mistral, y sobre todo esto, el color dorado de la piedra, que, según los trovadores, proporcionaba con sus reflejos nuevo fuego a las miradas de las damas. Como dijo Petrarca...

Borja estaba esperando las últimas palabras, y tocó en un brazo a su acompañante. La había hablado con anticipación de la cita que surgía continuamente en sus discursos. Todas sus afirmaciones y descripciones las apoyaba en versos de Petrarca que éste no había escrito nunca o eran traducidos por él de tal modo que resultaban indignos de su autor.

Muchos oyentes rieron sin saber por qué. Encontraban gracioso lo que había dicho Petrarca, por lo mismo que no lo entendían. El cura italiano apoyó sus palabras con movimientos de cabeza, sonriendo al mismo tiempo, para dar a entender que todo lo sabía antes de venir a Aviñón. Aún quedaban en el patio varias bombas de piedra, esféricas y macizas, talladas por canteros: proyectiles de las que emplearon los enemigos del Papa Luna en el asedio de su palacio.

El grupo se estrechó y prolongó para serpentear por puertas y pasadizos. Algunas salas guardaban los restos de una decoración muy posterior a la época de los papas aviñonenses, obra de legados pontificios que gobernaron la ciudad hasta fines del siglo XVIII como representante de Roma. En el piso bajo de la torre del Vigía las paredes estaban pintadas con grandes trofeos al fresco, de banderas, cañones y lanzas.

Descendieron a la Sala de Audiencia, la pieza más enorme del palacio, con ancha bóveda de atrevidas proporciones para la época de su construcción. Todas las puertas, mayores o menores que daban acceso a dicha sala de honor se hallaban más altas que el piso, uniéndose a éste por medio de escalinatas que iban ensanchándose según descendían. El monótono gris de la piedra había sido dulcificado en otros tiempos por los pintores papales. Ricos tapices, cuya belleza describían los cronistas, adornaban los muros, ahora escuetos. Aún se veían veinte figuras de profetas en el doble espacio triangular de dos segmentos de la bóveda. También se notaban rasgos borrosos de pintura entre los dos ventanales del fondo.

Esta pieza vasta y desnuda, esqueleto de un salón célebre en otros tiempos por su magnífico decorado policromo, tenía la sonoridad extraordinaria de las cavidades vacías y lisas. La piedra parecía temblar agrandando de un modo considerable los sonidos. Toda voz era desfigurada y luego ensordecida por una escala descendente de ecos.

Borja recordó a la reina Juana de Nápoles. Aquí, sin duda, había comparecido ante Clemente VI, majestuoso como un emperador, para defenderse de sus acusadores. En el fondo, entre las dos ventanas, debió de elevarse el trono del Pontífice; más abajo estaban los cardenales, que habían dejado en el gran patio las mulas adornadas de plata y oro, los pajes y hombres de armas de sus séquitos principescos. Sillones góticos de alto respaldo, cuyo roble estaba calado a buril lo mismo que las agujas de una catedral y con mullidas almohadas de damasco, se alineaban a lo largo de los muros para asiento de los purpúreos senadores de la Iglesia y para los jurisconsultos vestidos de negro que aconsejaban al Padre Santo en sus dudas canónicas.

El resto del salón lo ocupaban los personajes secundarios de la Corte pontificia y las damas aviñonesas sobrinas de cardenales o emparentadas con el Papa, ansiosas de contemplar a esta mujer que había preocupado a toda la Cristiandad por su elegancia, sus amoríos o sus aventuras políticas. Y en el espacio libre ante la sede papal, la reina destronada de Nápoles, la hermosa Juana, vehemente en sus palabras, pronta a un llanto que parecía aumentar su hermosura, vestida con refinada discreción para comparecer ante esta asamblea eclesiástica, esparciendo al mover sus brazos una atmósfera de perfumes traídos por las caravanas de ultramar, de carne amorosa, de pecado inconsciente.

Los venerables jueces y el gran señor con tiara olvidaban al diablo que parecía marchar, invisible, detrás de la cola de su manto real. Sólo veían una pobre mujer, víctima de su belleza y su nacimiento, una pecadora calumniada más allá de sus faltas y merecedora de perdón. Era Friné compareciendo por segunda vez ante un areópago de hombres maduros y enseñoreándose de ellos con el influjo de su hermosura; una Friné elocuente que se valía de la palabra y mantenía oculta su desnudez bajo el misterio tentador de ricas vestimentas.

Rosaura se excusó antes de hacer una pregunta. Ella había leído poco; tal vez se equivocaba; pero creía recordar que esta reina elegante y bella había muerto, ya vieja, a manos de sus enemigos, sofocada bajo un colchón.

—Así es, y el objeto que causó su muerte resulta un símbolo en la vida de esta gran amorosa, liberal de su cuerpo, como decían los antiguos. Si la destronaron y asesinaron fue por mantenerse fiel al Papado de Aviñón cuando se inició el Gran Cisma.

Tuvieron que correr los dos al verse solos en la Sala de Audiencias. El hijo del felibre había desaparecido por una de las escalerillas, haciendo molinetes con su bastón. Marchaba como un pastor al frente del rebaño humano que parecía perseguido con sus trotes y murmullos, agrandados por el eco.

Se unieron al grupo en la gran escalera de honor, cuya amplitud extraordinaria permitía el ordenado descenso de los majestuosos séquitos papales. Un ventanal en el último rellano daba sobre la plaza del castillo. Ahora carecía de vidrios y maderas. Podía soplar el mistral su aliento tempestuoso a través de las dos columnillas centrales que lo partían en tres arcos lanceolados. En otros tiempos, el Pontífice bendecía desde él a la muchedumbre aglomerada abajo.

Otra vez el guía se lanzó a ensalzar el mágico poder de estas piedras que reflejaban llamas en los ojos femeniles, declamando nuevos versos de Petrarca. El clérigo italiano repitió sus cabezazos de aprobación; muchos volvieron a reír. El norteamericano grande y de cara afeitada se mantenía junto a él para no perder palabra.

—Es un truvador..., un verdadero truvador —dijo a los que estaban cerca, en un francés balbuciente, guiñando un ojo, no se sabía con certeza si por entusiasmo o por burla.

Y sacando del bolsillo trasero de su pantalón un estuche de piel con media docena de cigarros habanos, extraordinariamente largos y gruesos, dio uno al guía.

—Gracias gentleman; lo fumaré a la noche. Ahora puede enturbiarme la voz.

Entraron en la Gran Capilla, la pieza más vasta del piso alto. Para remediar su desolada desnudez habían colocado en medio de ella una reproducción de la tumba del cardenal Albornoz en la catedral de Toledo. Las murallas tenían como adorno otros vaciados en yeso que representaban cabezas de personajes en relación con los papas aviñonenses y con el Gran Cisma, sacados todos ellos de lápidas y tumbas.

Borja se fijó especialmente en el rostro de Carlos IV de Bohemia, rey de Praga, que llegó a ser emperador de Alemania, y cuyo hijo Segismundo convocó el famoso Concilio de Constanza, acabando con el cisma, aunque sin llegar a vencer nunca al tenaz Pedro de Luna. Carlos IV, barbudo, con anchos pómulos y la nariz algo respingada, tenía una expresión de eslavo simpático. Un pequeño cuadro contenía autógrafos del mismo Papa Luna y una copia de su retrato, guardado en el archivo de la Corona de Aragón.

No pudo continuar su examen. Empezó a extenderse por la vasta cámara un cántico que parecía sobrehumano. Era semejante al coro de voces humanas de ciertos órganos modernos de las iglesias. En realidad, sonaba una voz única; pero los diferentes ecos de la piedra hacían surgir de los rincones nuevas y nuevas voces, fundiéndose todas ellas hasta formar una armonía dulce, vagarosa, semejante, por su estructura, a las ramas diversas de un árbol, que se esparcen y multiplican, pero teniendo un mismo origen: el tronco común. Y el tronco de este canto era la voz del hijo del felibre, una voz de tenorino, que amplificaba la sonoridad repitiéndola en diversos tonos, como si rodase por un horizonte infinito.

El norteamericano de los cigarros sonreía, fijos sus ojos en el cantor con admirativa protección. Mientras tanto, aquél seguía entonando sus estrofas provenzales a Magalí con el entusiasmo de un hombre del Mediterráneo, apasionado, falso e ingenuo, todo al mismo tiempo. Cuando se extinguieron los últimos ecos, saludó agradeciendo los aplausos algo irónicos de la concurrencia.

—Fíjese —dijo Borja en voz baja—; no se sabe con certeza quién se ríe de quién. Estos hombres de fervor meridional son desconcertantes; nadie puede marcar dónde termina su entusiasmo exagerado y empieza una burla falsamente bonachona.

Algunos le felicitaron por su canción y su eterna alegría.

—Es que yo soy un idealista —dijo con gravedad—. No tengo envidia a Rothschild ni a Rockefeller; me río de los grandes millonarios. Viven menos alegremente que yo. No son idealistas.

Ascendieron por una pequeña escalera de caracol al último piso de cierta torre, desde cuyas ventanas se veía todo Aviñón y la campiña circundante. Aquí lanzaba siempre el hijo del felibre la más vehemente y larga de sus oraciones.

Emprendía su declamación de una manera automática, como el que desea terminar cuanto antes; pero su voz se iba caldeando; sus brazos acompañaban con movimientos vehementes la emisión de las palabras, y cada vez añadía nuevas imágenes a sus descripciones. Dio nombres a todos los edificios asomados sobre la monotonía de las techumbres modernas: la torre del Municipio, llamada de Jaquemart por las figuras de bronce que golpean sus campanas con martillos; los otros campanarios, más ligeros, de parroquias y monasterios, que habían guardado las tumbas de la época pontificia hasta fines del siglo XVIII, cuando Aviñón dejó de ser estado de los papas de Roma y, arrastrada por sus habitantes afectos a la Revolución, se incorporó a la primera República francesa. Una de estas torres, rematada por un triángulo de hierro, era la de un convento, ya secularizado, donde había existido la tumba de Laura de Noves, amada de Petrarca.

Abandonando con sus ojos la ciudad, iba describiendo las bellezas de una tierra que los amigos de su padre llamaban la Ática provenzal. Una montaña, enorme en este país relativamente llano, cerraba gran parte del horizonte. Los bosques oscurecían dos tercios de sus declives. La cúspide era de rocas desnudas. pero dicha calva se cubría la mitad del año con un casquete de nieves.

—Es el monte Ventoso, señoras y señores, y a la derecha, donde termina su vertiente, está Vaucluse, con su fontana inmortal, retiro del gran Petrarca, el cual cantó, como podría hacerlo el divino Apolo, su límpida corriente:

Chiara, fresche e dolci acque.

Repitió en italiano los versos del solitario de Vaucluse, y aunque los más no los entendieron, todos escuchaban graves y atentos, sin reír como al principio de la visita.

Aquel diablo de hombre, entusiasta y marrullero a la vez, parecía haberles contagiado su fervor provenzal. Señalaba con la diestra bellezas ocultas en el horizonte que nadie podía distinguir; pero él se encargaba de hacerlas ver mediante sus descripciones. En el lado opuesto al Ventoso alzábase la cadena de las Alpillas, montañuelas cuya altura no pasaba de unos centenares de metros; pero de formas raras, con pitones rocosos semejantes a los pináculos de una catedral. Más lejos, el invisible pueblo de Vaux, coronado de castillos de caliza blanca; el famoso templete de la reina Juana; la abadía de Montmajor, con almenas y torres como una fortificación; el pueblecito de Maillane, y junto a él, la granja que había habitado Mistral. Como si el nombre del poeta le enardeciese, elevó la voz chispeando en sus ojos un brillo extraordinario.

—Aquí, el canto de los ruiseñores en los olivares; el coro de las cigarras bajo el tomillo y el romero, incensarios silvestres de la soledad; el vuelo poderoso de las codornices y el balanceante y tenue de las mariposas de púrpura o de oro; el arrullo acariciador de las tórtolas; las serenatas de guitarras frente a los palacios provenzales, cuyas piedras parecen cantar.

Y entusiasmado por sus propias palabras, se puso el bastón ante el pecho lo mismo que si fuese un laúd, acariciando cuerdas invisibles con los dedos de su mano derecha.

—O truvador! ... Truvador! —Volvió a suspirar a sus espaldas el norteamericano.

Avanzaron por corredores excavados en el grueso de los muros. Tenían éstos un espesor de varios metros, y las necesidades del servicio diario o de la defensa habían hecho que los perforasen lo mismo que en las Pirámides y otras obras remotas construidas en bloque. Ascendieron por escaleras abiertas igualmente en los muros. Formada la comitiva en hilera, los mas de sus individuos veían al nivel de su rostro los pies del que marchaba delante.

En una de estas subidas, Rosaura vaciló sobre sus altos tacones, cayendo contra Claudio, que iba detrás de ella. Este la sostuvo, y sus manos se estremecieron al sentir el contacto de unas piernas firmes, esbeltas, de finura sedosa. Fue tal su emoción, que después de este accidente pareció haber olvidado el lugar donde se hallaba, no comprender lo que decían en torno de él. Sólo tuvo ojos para la silueta femenina que le precedía en su camino.

Al pasar los altibajos entre varias cámaras, él tropezó también, rozando ligeramente a su acompañante. Tal vez fue a causa de su turbación o de un instinto reflexivo que lo empujó a repetir el perturbador contacto. Ahora se explicaba la influencia dominadora de atracción y deseo que parecía esparcir esta mujer. Las hermosas brujas de sus ensueños, Venus y Lilit, volvieron a despertar en su memoria.

La voz del truvador y un ligero golpe de codo de su acompañante lo sacaron de tal abstracción. El guía hablaba con los ojos fijos en Borja, como si preparase algún párrafo en su honor. Estaban en un salón de paredes blancas, adornado con nueve retratos.

—Estos son los Pontífices aviñonenses, señoras y señores. Siete de ellos gobernaron la Iglesia universal sin discusión alguna. El octavo y el noveno sólo se vieron obedecidos por una parte de la Cristiandad, y aunque se ha discutido mucho sobre ellos, fueron tan Papas como los otros.

El era católico y provenzal. Evitaba mezclarse en disputas religiosas; pero no consentiría jamás que se pusiera en duda la legitimidad de dos pontífices de Aviñón, sobre todo, del último, Benedicto XIII, el gran Papa Luna, después que Mistral lo había cantado en uno de sus poemas. Por algo era hijo de felibre.

Y señaló uno por uno a los pontífices, asignándoles una particularidad para que sus oyentes los viesen mejor. El primero, Clemente V arzobispo de Burdeos, no era del país. A continuación reinaban Juan XXII, obispo de Aviñón, y venían tras él cinco más, todos lemosines o provenzales: Benedicto XII, que empezó la construcción del palacio, llamado el Cardenal Blanco, porque vestía siempre el hábito de su Orden; Clemente VI, Papa protector de artistas y amigo de suntuosidades, el más famoso de todos; Inocencio VI, administrador como nadie de los bienes de la Iglesia; Urbano V antiguo prior de la abadía de San Víctor, en el puerto de Marsella, que volvió a Roma cediendo a las súplicas de los italianos y a las visiones de ciertas santas, teniendo que regresar a Aviñón por serle imposible su permanencia en Italia; finalmente, Gregorio XI, que se plegaba a idénticas sugestiones, repetía el viaje y moría en Roma, dando motivo, sin quererlo, al llamado Gran Cisma de Occidente.

Luego señalaba los dos últimos retratos.

—Este es Clemente Séptimo, el primer Papa de la llamada obediencia de Aviñón, pariente de los reyes de Francia, que quiso tomar el mismo nombre del gran Clemente Sexto. Este otro, el español don Pedro de Luna, último Papa de Aviñón, muerto en Peñíscola (España), sosteniendo hasta el último momento la legitimidad de su pontificado.

Y saludó a Borja y a su acompañante con la misma reverencia que si les prestase homenaje como herederos del mencionado Papa.

Ellos no vieron su saludo, ocupados en mirar el retrato de un pequeño sacerdote sentado en un sillón de alto respaldo, con esclavina y gorro de terciopelo rojo ribeteado de armiño. Su rostro era de un moreno que recordaba el color de la corteza del pan; sus ojos, pequeños y luminosos, tenían una agudeza taladrante. Este rostro, según Borja, revelaba a un verdadero aragonés. Sólo así podía haber sido el más testarudo de los aragoneses, y eso que según explicó a la criolla, los hijos de Aragón gozan tal fama de tenaces, que pueden clavar un clavo en la pared empleando su cabeza como martillo.

Continuó la comitiva marchando por este gran palacio que treinta años antes servía aún de cuartel. Los frescos que no habían desaparecido enteramente iban surgiendo del enjalbegado de los muros gracias a un hábil trabajo de restauración.

La sala inferior de una torre que había sido capilla conservaba enteras las pinturas de sus paredes. Eran escenas religiosas y profanas, con figuras blancas y rubias sobre el fondo azul: el famoso azul ultramar, traído de Asia por las caravanas, tan caro en aquella época, que los papas adelantaban dinero para su adquisición por no poder comprarlo los artistas.

Siguieron caminando a lo largo de balconajes exteriores, con almenas, que coronaban las murallas. Estos matacanes eran de tal longitud, que los defensores del castillo podían arrojar vigas de varios metros sobre los asaltantes. Por encima de las techumbres, entre dos torres, vieron una pirámide de piedra, estrecha y alta, formada de pequeños escalones: la antigua chimenea de las cocinas papales. Dichas cocinas, enormes y ahumadas, las habían creído algunos arqueólogos, en la época del romanticismo, cámaras de la Inquisición, donde los papas daban tormento a sus enemigos.

En otra torre encontraron una pieza adornada por Clemente VI con pinturas representando las bellezas del campo. Eran estos frescos a modo de una aurora de Renacimiento, ensalzando la alegría de vivir. Ninfas medio desnudas surgían, chorreantes, de un arroyo, huyendo ante la proximidad de los cazadores; un ciervo corría acosado en las praderas; pájaros colorinescos aleteaban sobre las copas de los árboles; campesinos y campesinas iban arrancando de sus ramas hermosas frutas; en viveros cuadrados nadaban ventrudos peces de plata.

Toda la vida libre de la Naturaleza había sido fijada sobre estas murallas extraordinariamente anchas sin más respiraderos que angostos ventanales. Los papas, aislados en su fortaleza, podían deleitarse gracias a dichas pinturas con un simulacro de la hermosura del campo. Pretendían consolar de tal modo sus nostalgias por la perdida juventud, cuando aún eran desconocidos, y se dedicaban libremente a los ejercicios corporales, a cabalgar por cuestas y llanuras. a la caza y a la pesca.

Los visitantes más ágiles o animosos subieron por una larguísima escalera a las techumbres del palacio—fortaleza. El hijo del felibre quedó abajo con los más viejos de sus oyentes. No iba él a emprender tal ascensión cuatro veces por día.

—Contemplarán ustedes cosas inolvidables —dijo con cierta malicia, mientras parecía empujarlos hacia lo alto con la punta de su expresivo bastón.

Borja vio otra vez cerca de su rostro el adorable bulto de Rosaura, que ascendía delante de él. Percibió su perfume tentador. Las revueltas de aquella escalera estrecha provocaron nuevos contactos, aumentando su turbación.

Todos respiraron un aire que parecía de montaña al llegar a la terraza final. El paisaje era más amplio y claro que el descrito por el guía junto a las ventanas de una de las torres. Desde allí podían ver el ancho Ródano de corriente impetuosa, peinando sus espumas en los estribos del puente roto de San Benezet, que aún guardaba la vieja capilla de éste sobre uno de sus machones.

La ribera de enfrente, interminable en apariencia, era una isla. Se adivinaba por los mástiles de varias chalanas invisibles asomando sobre árboles y juncales. Más allá, nuevas masas de verdura, y el terreno empezaba a levantarse en colinas formando la verdadera orilla opuesta. En ella terminaban en otros siglos los dieciocho arcos del puente de San Benezet, admirado como el mas largo del mundo. Una gran torre cuadrada, obra de Felipe el Hermoso, defendía la salida del puente de un ataque por la parte de Provenza. Detrás empezaba la Francia de la Edad Media.

Más allá de dicha torre vieron extenderse el caserío secular del pueblo de Villeneuve, con su corona de fortalezas ruinosas. En la época próspera de la Corte papal había sido una prolongación de Aviñón. Los cardenales que no encontraban alojamiento en la ciudad se establecían en Villeneuve. Los refugiados políticos, los servidores de los séquitos señoriales, la muchedumbre de las grandes naciones pasaban también el larguísimo puente para instalarse en la población inmediata.

Vieron casi a sus pies anchos y extensos muelles. Antes del ferrocarril era Aviñón un puerto importante. Las barcazas se amarraban en filas interminables para transportar al Mediterráneo los productos del interior o subir hasta el corazón de Francia las materias desembarcadas en Marsella. Ahora sólo algunos lanchones tirados por remolcadores subían el Ródano con lentitud, entre islas de arena dorada largas como peces, que el descenso del río hacía emerger.

Un sol tibio y dulce de primavera, un cielo añil limpio de nubes, un viento fuerte pero tolerable, que Borja consideraba como nieto bien educado del salvaje mistral, alegraron a los visitantes, después de su largo paseo a través de las salas y galerías de piedra iluminadas por estrechos ventanales. Todos sintieron el regocijo de una embriaguez pulmonar semejante a la que se paladea en las grandes cumbres.

Rosaura se ocupó en defender la parte baja de su vestido de las irreverencias del viento, empeñado en levantarla, y como tenía ambas manos dedicadas a dicho trabajo, era propensa al vértigo de las alturas, buscó protección y apoyo en Borja. Este, que había viajado mucho por Europa, empezó a manifestar un entusiasmo especial ante el paisaje de Aviñón, con su Ródano de pequeñas olas bermejas, sus colinas cubiertas de viñas, sus castillos ruinosos en las cumbres. Por su gusto hubiese permanecido allí el día entero contemplando la graciosa majestad de la antigua Babilonia papal. Esto le habría permitido igualmente sentir por más tiempo en todo un lado de su cuerpo el contacto estremecedor de otro cuerpo, apoyado con un abandono del que tal vez no se daba cuenta.

Siguiendo a sus momentáneos compañeros que ya habían visto bastante, descendieron por el pétreo caracol de escalones. Rosaura bajaba delante de él, y sólo pudo ver ahora su blanca nuca, los rizos de su cabellera, corta como la de un paje, y el gracioso gorrito que la cubría.

Cerca de la puerta del palacio encontraron al hijo del felibre saludando uno por uno a sus antiguos oyentes. Tenía el quepis en su diestra, y al moverlo producía dentro de él ruidos metálicos. Toda mano antes de alejarse, arrojaba una pieza de uno o dos francos y el truvador sonreía, agradecido.

Puso Rosaura con discreta ligereza, en el fondo del quepis, un billete de veinte francos, y el guía creyó caso de conciencia no dejarla seguir adelante sin expresar su agradecimiento con algo extraordinario.

—Dijo Petrarca al Pontífice: «Padre Santo, el color de oro de estas piedras, el cielo puro reflejándose en el Ródano, los verdes campos de Aviñón, las aguas frescas de Vaucluse, ruiseñores, mariposas, serenatas, todo junto, nada vale lo que la sonrisa y los ojos dulces de una dama.»

Hizo acto seguido una genuflexión, como si pretendiera arrodillarse ante la hermosa señora; pero no pudo dar fin a su homenaje por tener que presentar el quepis a otros que venían detrás.

Borja se mostró irritado contra este hombre de inagotable exuberancia verbal.

—¡Embustero! No hace más que inventar disparates, poniéndolos en boca de Petrarca a de sus papas.

La hermosa viuda rió, como si le complaciese el enfado de su compañero.

—¡Pobre hombre! Déjelo en paz. No me negará que es un guía interesante y poético. ¡Y yo, que guardaba un recuerdo tan falso de su persona!... Cualquiera diría que está usted celoso de él.

Atravesaron la bóveda de entrada, viéndose otra vez en la extensa plaza abierta por don Pedro de Luna.

Imitó Borja irónicamente las palabras y gestos del guía.

—Yo soy un idealista; soy más feliz que Rothschild y Rockefeller. Ninguno de ellos es idealista como yo... Y a continuación, el soñador presenta su quepis para que le echen dos francos.

Rosaura lo miró con ojos graves. Su rostro fue igual al que había visto Claudio la noche antes frente a la carta del mariscal de Napoleón pidiendo las codornices de su juventud.

—Para ser idealista —dijo lentamente—, para poder soñar, es preciso antes poder vivir... ¡Y nuestra vida nos obliga a tantas abdicaciones!...


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