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El Señor de Bembibre/Capítulo XXI

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Bien ajeno se hallaba, por cierto, el desdichado cautivo de que lejos de Tordehumos y en los montes de su país había un hombre cuyo leal corazón, desechando por un involuntario instinto, la idea de su muerte, sólo pensaba en descorrer el velo que semejante suceso encubría, y para ello trabajaba sin cesar. Este hombre era el comendador Saldaña, a quien una voz, sin duda venida del cielo, inspiró desde luego varias dudas sobre la verdadera suerte de don Álvaro. Parecíale, y con razón, extraño el empeño de don Juan Núñez en guardar el cadáver; cuando ningún deudo tenía con el señor de Bembibre, faltando en esto a la establecida práctica de entregar los muertos a los amigos o parientes, sin dilatarles la honra de la sepultura en los lugares de su postrer descanso. Por otra parte, las circunstancias que precedieron a la tragedia tenían en sí un viso de misterio que le hacía insistir en su idea, porque nunca pudo tiznar a Lara con la sospecha de un asesinato deliberado y frío. Sin embargo, como la fe y declaración que trajo Millán a todo el mundo habían convencido y satisfecho, y como sus barruntos más tenían de presentimiento que de racional fundamento, apenas se atrevía a comprometer la gravedad de sus años y consejo, dando a conocer un género de pensamiento que sin duda todos calificarían de desvarío y flaqueza senil.

Así y todo, semejante idea se arraigaba en él un día y otro; hasta que, cansado de luchar con ella aun durante el sueño, escribió una carta al maestre en que le pedía licencia en tono resuelto para partirse a Castilla y averiguar el paredero de su sobrino. El abad le contestó manifestando gran extrañeza de su incertidumbre y negándole el permiso que demandaba, porque no parecía cordura abandonar la guarda de un puesto tan importante por correr detrás de una quimera impalpable. El implacable conde de Lemus juntaba ya gentes por la parte de Valdeorras, y no era cosa de que faltase su brazo y su experiencia en ocasión de tanto empeño como la que se preparaba.

La contradicción no hizo más que fortalecer su extraño juicio y dar nuevo estímulo a sus deseos, cosa natural en los caracteres vehementes como el de Saldaña, y cuyas fuerzas y arrojo crecen siempre en proporción de los obstáculos. En la tregua que daban al Temple el rey y los ricos hombres de Castilla, empeñados en la demanda de Tordehumos, aconteció que se metieron dentro de sus muros como ya dejamos contado, don Pedro Ponce y don Hernán Ruiz de Saldaña. Ligaban a este caballero y al anciano comendador vínculos muy estrechos de parentesco y, de consiguiente, ninguna más propicia ocasión para apurar todos sus recelos e imaginaciones. Cabalmente, por aquellos días visitó el maestre el fuerte de Cornatel para enterarse de sus aprestos y fortalezas, y tantos fueron entonces los ruegos y encarecimientos, que al cabo hubo de darle una especie de mandado para el campo del rey, y desde allí, con un salvoconducto que le envió su deudo, se introdujo en la plaza.

Portador de tan aciagas nuevas era, que más de una vez se le ocurrió el deseo de hallar a don Álvaro en brazos del eterno sueño; tan cierto estaba de la profunda herida que iba a abrir en su corazón el malhadado fin de aquel amor, cuya índole, a un tiempo pura y volcánica, no desconocía el comendador. Combatido de semejantes pensamientos, llegó a Tordehumos, donde fue acogido por su pariente con cordialidad cariñosa, por don Juan y los demás caballeros con la cortesía y respeto que les merecía si no su hábito, sí su edad y su valor tan conocido desde la guerra de la Palestina. Los templarios excitaban sin duda gran odio y adversión; pero su denuedo, única de sus primitivas virtudes de que no habían decaído, su poder, los misterios mismos de su asociación, los escudaban de todo desmán y menosprecio. El comendador pidió una plática secreta a don Juan Núñez, con su pariente por testigo, si no tenía reparo en hacerle partícipe de sus secretos. Otorgósela al punto, diciéndole que don Hernando no sólo era su amigo, sino que la gran merced que acababa de hacerle exigía de él una obligación sin límites. Fuéronse los tres entonces a una cámara más apartada, y allí, tomando asiento al lado de una ventana, Saldaña dirigió su voz a Lara en estos términos:

-Siempre os tuve, don Juan de Lara, por uno de los más cumplidos caballeros de Castilla, no sólo por vuestra alcurnia, sino por vuestra hidalguía; siempre os he defendido contra vuestros enemigos, viendo que no degenerabais de tan ilustre sangre.

-Excusad las alabanzas que no tengo merecidas -le dijo don Juan, atajándole, por más precio que las de ver que salen de vuestra boca.

-Pocas han salido en verdad de ella -respondió Saldaña-, pero sinceras todas como las que acabáis de oírme. ¡Cuál no ha debido ser por lo mismo mi sorpresa al veros servir de instrumento a inicuos planes, deteniendo a don Álvaro en las entrañas de la tierra, cual si le cubriera la losa del sepulcro!

Todo podía esperarlo Lara menos cargo tan súbito y severo; así fue que, sin poderlo remediar, se turbó. Advirtiólo el comendador y entonces ya se acabaron sus dudas y recelos, porque estaba seguro de que don Juan soltaría a su prisionero no bien hubiese escuchado la negra historia que iba a contarle. Recobróse, no obstante, Lara, y respondió con rostro torcido:

-Por vida de mi padre, que si no os amparasen vuestras canas no me agraviaríais de esta suerte. Si don Álvaro murió, culpa es de su desdicha, que no mi mala voluntad. Cuando se acabe este sitio, yo os le entregaré a la puerta de su castillo con todo el honor correspondiente, si su tío, el maestre, os comisiona para recibirlo.

-¡Ah, don Juan Núñez! -repuso el comendador-, ¡y que mal se os acomodan esos postizos embustes, hijos de un discurso dañado y de todo punto olvidado de las leyes del honor! Os lo repito; vos habéis servido de escalón para los pies de un malvado, y por vos ha quedado atropellada una principal señora. Por vos, Lara, que calzáis espuela de oro; por vos, que nacisteis obligado a proteger a todos los desvalidos; por vos, en fin, se ha perdido ya para siempre una doncella de las más nobles, discretas y hermosas del reino del León.

Entonces contó viva y rápidamente los desposorios de doña Beatriz, verdadero objeto de las maquinaciones del infante don Juan, que por este camino llegaba a engrandecer un privado, en el cual contaba asegurar cumplida ayuda para todos sus propósitos y esperanzas. Saldaña, con aquel razonar inflexible y sólido que se funda en la enseñanza de los años y en el conocimiento del mundo, le puso de manifiesto el deslucido papel a que la astuta y redomada perfidia del infante y del conde le habían reducido para mejor asegurar el logro de sus ruines intentos. Durante este razonamiento don Juan Núñez iba manifestando la cólera y el resentimiento que poco a poco se apoderaban de su corazón, hasta que, por fin, tan intensa y terrible se hizo su expresión, que se le trabó la lengua durante un rato, agitado por un temblor convulsivo y con los ojos vueltos en sangre. Tres veces probó a levantarse de su taburete y otras tantas sus vacilantes rodillas se negaron a sostenerle. El comendador, conociendo lo que pasaba dentro de su alma, abrió una ventana para que respirase aire más puro, y procuró dar salida a su coraje con palabras acomodadas a su intento, hasta que, por fin, pasado el primer arrebato de rabia, rompió don Juan en quejas e imprecaciones contra el infante y el de Lemus.

-¡A mí! -decía rechinando los dientes y despidiendo relámpagos por los ojos-, ¡a mí tan traidora y perversa cábala! ¡A un Núñez de Lara convertirle así en asesino de damas hermosas, mientras se empozan los caballeros! ¡Ah, infante don Juan! ¡Ah, don Pedro de Castro, y cómo habéis de lavar con vuestra sangre esta banda de bastardía con que habéis cruzado el escudo de mis armas! Sí, sí, noble Saldaña, don Álvaro está en mi poder, ¿pero cómo presentarme a su vista con el feo borrón de mi conducta? ¿Cómo decirle, yo soy quien os ha robado la dicha? ¡Ah!, ¡no importa; yo quiero confesarle mi crimen, quiero presentarle mi cuello! Pluguiera al cielo que semejante paso me humillara, ¡pues eso sería buena prueba de que no estaba mi conciencia tan oscurecida y turbia! ¡Venid, venid! -dijo levantándose con tremenda resolución-; en sus manos voy a poner mi castigo.

-No, don Juan -respondió el comendador, asiéndole del brazo-, vos no conocéis la índole generosa, pero terrible y apasionada de don Álvaro, y a despecho de toda su hidalguía, tal vez os arranque la vida.

-Arránquemela en buen hora -repuso Lara desconcertado y fuera de sí-, si no me ha de arrancar del corazón este arpón aguzado del remordimiento y de la vergüenza. Vamos al punto a su calabozo -y diciendo y haciendo, se llevó a los dos precipitadamente.

Estaba don Álvaro sentado tristemente en un sitial, fijos los ojos en aquel rayo de luz que entraba por la reja, y entregado a reflexiones amargas sobre el remoto término de su encierro, cuando en la guerra con el Temple, que tan inminente le había pintado don Juan, su tío, y aun la misma Beatriz pudieran haber menester su brazo. Oyó entonces ruido de pasos muy presurosos en la escalera y el crujir de las armas contra los escalones y paredes, cosa que no poco le maravilló, acostumbrado al cauteloso andar de Lara y al imperceptible tiento del judío. Abrióse entonces la puerta con gran ímpetu y entraron tres caballeros, uno de los cuales exclamó al momento:

-¿Dónde estáis, don Álvaro, que con esta luz tan escasa apenas os veo?

¡Figúrense nuestros lectores cuánta sorpresa causaría al desgraciado y noble preso semejante aparición! Si no le hubiera visto acompañado de Lara, sin duda lo hubiera tenido por cosa de hechicería, pero pasado aquel pasmo involuntario, se colgó de un brinco al cuello del comendador que, por su parte, le apretaba contra su pecho entre sus nervudos brazos como si fuese un hijo milagrosamente resucitado. Enternecido Lara con aquella escena en que la alegría de don Álvaro hacía tan doloroso contraste con la melancólica efusión de Saldaña, procuró descargarse del terrible peso que le abrumaba y se apresuró a decir a su cautivo:

-Don Álvaro, libre estáis desde ahora; ¡dichoso yo mil veces si mis ojos se hubiesen abierto más a tiempo!, pero antes de ausentaros, fuerza será que me perdonéis o que pierda la vida a los filos de vuestro puñal, para lo cual aquí tenéis mi pecho descubierto. Sabe el cielo, gallardo joven, que mi intento al guardaros tan rigorosamente no era más que el que ya conocéis, pero mi necio candor y las tramas de los perversos, junto con vuestro sino malhadado, os han hecho perder a doña Beatriz. El comendador, que veis presente, ha descorrido el velo y yo vengo a reparar, en cuanto alcance, mi culpa, ya con mi vida, ya haciendo voto de desafiar al conde y al infante don Juan en desagravio de mi afrenta.

Acerbo era el golpe que don Juan Núñez descargaba sobre don Álvaro; así fue que perdió el color y estuvo para caer; pero recobrándose prontamente, respondió con comedimiento:

-Señor don Juan, aunque tenía determinado demandaros cuenta de tan injusto encierro, al cabo me soltáis cuando estoy en vuestras manos, y vos más poderoso que nunca; acción sin duda muy digna de vos. En cuanto a lo que de doña Beatriz os han contado, bien se echa de ver que no la conocéis, pues de otra manera no daríais crédito a vulgares habladurías. Cierto es que me tendrá por muerto, porque a estas fechas ya la habrá entregado mi escudero las prendas que recibí de su amor, pero me prometió aguardarme un año, y me aguardará. Por lo demás, si queréis desengañaros, bien cerca tenéis quien ponga la verdad en su punto, pues viene de aquel país. ¿No es verdad, venerable Saldaña, que semejante nueva es absolutamente falsa?... ¿No respondéis? Disipad, os suplicó, las dudas de nuestro huésped, porque las mías no darán que hacer a nadie.

-Doña Beatriz -respondió Saldaña- ha dado su mano al conde de Lemus, y esta es la verdad.

-¡Mentís vos! -gritó don Álvaro, con una voz sofocada por la cólera-; ¡no sé cómo no os arranco la lengua para escarmiento de impostores! ¿Sabéis a quién estáis ultrajando? Vos no sois digno de poner los labios en la huella que deja su pie en la arena... ¿quién sois, quién sois para vilipendiarla así?

-Don Álvaro -exclamó Lara interponiéndose, ¿es este el pago que dais a quien ha venido a quitarme la venda de los ojos y a arrancaros a vos de las tinieblas de vuestra mazmorra?

-¡Ah!, ¡perdonad, perdonadme, noble don Gutierre! -repuso don Álvaro con voz dulce y templada, llevando a sus labios la arrugada mano del anciano-; pero ¿cómo conservar la calma y el respeto cuando oigo en vuestros labios esas calumnias, hijas de algún pecho traidor y fementido? ¿Asististeis vos a estos desposorios? ¿Lo visteis por vuestros propios ojos?

-No -contestó Saldaña con acento antes apesarado que iracundo, porque sin duda de la cólera y apasionado afecto de aquel desgraciado joven esperaba cualquier arrebato-; no fui yo testigo de ellos, pero todo el país lo sabe y...

-Y todo el país miente -replicó don Álvaro sin dejarle concluir la frase. Decidme que dude del sol, de la naturaleza entera, de mi corazón mismo, pero no empañéis con sospechas ni con el hálito de mentirosos rumores aquel espejo de valor de inocencia y de ternura.

Entonces se puso a pasear delante de los asombrados caballeros, que no se atrevían a socavar más en su corazón para arrancar aquella planta tan profundamente arraigada, diciendo en voz baja:

-¡Ah!, ¿quién sabe si cansada de persecuciones y sacrificios le habrá parecido muy enojoso el convento y sobrado largo el plazo de un año que me concedió para aguardarme? Por otra parte, ¿cuándo me ha mecido la buena suerte para esperar ahora su benéfico influjo?

Siguió así paseando un corto espacio y murmurando palabras confusas hasta que, volviéndose de repente a don Juan de Lara, le dijo con acento alterado:

-¿No decíais que estaba libre hace un momento? ¡Venga, pues un caballo!, ¡un caballo al punto!... ¡Antes morir que vivir en tan espantosa agonía! ¿No hay quien me ayude a darme las hebillas de mi coraza?

El comendador le ayudó a armarse con gran presteza, mientras don Juan le respondía:

-Vuestro caballo mismo, a quien hice curar por saber la mucha estima en que lo teníais, os está esperando en el patio enjaezado; pero, don Álvaro, pensad en lo que hace poco os he pedido. Tal vez he podido haceros un daño gravísimo, pero si tuve noticia de la ruindad y vileza de que entrambos somos víctimas, no me asista el perdón de Dios en la hora del juicio.

-Don Juan -respondió él-, veo que vuestro corazón no está corrompido ni sordo a la voz del honor; pero si vuestros temores son legítimos y me precipitáis así en un abismo de dolores que jamás alcanzaréis a sondear, algo más duro se os hará conseguir el perdón de Dios que el mío, sinceramente otorgado en presencia de estos dos nobles testigos, junto con mi gratitud por la hospitalidad que os he merecido.

Con esto, subieron inmediatamente a la plaza de armas del castillo, donde el gallardo Almanzor soltó un largo y sonoro relincho en cuanto conoció a su dueño. Subió éste sobre él después de despedirse de todos los caballeros, y salió del castillo con el comendador y sus hombres de armas, dejando en el pecho de Lara un disgusto que sólo se podía igualar a la cólera que habían despertado en él la negra traición del conde y del infante. Por si algo pudiera valer, había entregado al comendador la correspondencia de entrambos personajes, en que su trama estaba de manifiesto, pero no consiguió por esto dar treguas a su pesar.

Don Álvaro y su compañero pasaron fácilmente los atrincheramientos de los sitiadores a favor del carácter de que iba revestido el templario, y emprendieron con gran diligencia el camino del Bierzo. Dos leguas llevarían andadas cuando don Álvaro paró de repente su caballo y dijo a Saldaña con voz profunda:

-Si fuese cierto...

Don Gutierre no pudo menos de menear tristemente la cabeza, y el joven añadió con impaciencia:

-Bien está, pero no me interrumpáis ni me desesperéis cuando tan cerca tenemos el desengaño. Oídme lo que quería deciros. Si fuese cierto, no tardaré más en pedir el hábito del Temple que lo que tarde en llegar a Ponferrada. Os doy mi palabra de caballero.

-No os la acepto -replicó Saldaña-, porque...

Don Álvaro le hizo una señal de impaciencia para que no se cansase en balde, precepto que él guardó muy de grado por no irritarle más, y así, sin hablar apenas más palabra, llegaron al término de su viaje, no muy dichoso por cierto, según hemos visto ya.