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El cínico: 06

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El cínico
de Felipe Trigo
Parte II - Capítulo III

Capítulo III

Los dos quedaron mirándose, de lejos.

-Mavi..., buenas tardes -inició él, volviendo a sentarse en el sofá-. ¿Qué tienes?

-¿Me lo preguntas? -dijo aterrada ella, sin moverse.

-Carezco del don de adivinar.

-¡Te casas!... ¡Pretendías casarte!

El amante vaciló y respondió por fin, acatando lo innegable:

-¿Piensas impedirlo?

Cerró Mavi brusca los ojos, en una convulsión, ante el acento de frialdad y de desafío.

-¿Piensas matarme, como a Carlos esa Eugenia? -insistió él con ironía-. Ya, ya sé que vas por las tardes al proceso... a oír a Gerardo, nuestro amigo.

La cruel brutalidad hirió a Mavi hasta hacerla caer llorando, junto a la puerta, en la silla que recogía la colgadura. Era ese llanto íntimo y silencioso del gran dolor que se sabe sin consuelo.

La contempló el amante y se encogió de hombros. Evidentemente, sus preocupaciones no se referían a esta situación ni a esta mujer, que ya tenía bien descontadas, más que por la extraña e inexplicable visita de Felisa. Se levantó y llegó hasta ella.

-A qué han venido aquí hoy... ciertas señoras?... ¿Por qué han venido?... ¿Qué te han dicho?

Mavi alzó apenas la cabeza y la volvió a abatir sobre el pañuelo- para llorar con mayor desolación. Él se alejó, y quedó sentado más cerca; sacó un habano y lo encendió. Luego apoyó la frente en la mano y el codo en el respaldo de la silla, añadiendo:

-No te apures, mujer... Es cierto que me caso...; pero ya verás qué poco tardas en hallar... alivio... ¡tú! Eres guapa..., y joven..., y las penas pasan...; y cuando se es además lista..., un poco previsora..., se sabe ir poniéndose a la vista un... abogado defensor... como el que viene aquí todos las días.

-¡¡Ah!! -levantóse estremecida Mavi-. ¿Qué dices? ¿A qué viene, y por qué?

Había dado un paso hacia el amante, y le detuvo su gesto.

-Tú lo sabrás, mujer. A lo que tú vas a la Audiencia.

La indignación torcía a Mavi.

-¡Oh, Arsenio!... Tú me llevaste a él hasta contra mi voluntad y de manera bien extraña... Después... ¡tú también le has traído!

-Sí, para mis negocios...; lo cual no quita...

-¡Eso es una impostura!... ¡Eso es... -fue a decir, crecida en arrebato, pero lo refrenó en severa acusación-: Tú lo sabes; me he opuesto con toda mi energía a que te buscase aquí... ¿Por qué tuviste este empeño?... ¡Oh, Arsenio, la inexplicable visita de tu... novia, me está explicando a mí muchas cosas... muchas cosas, que no hubiese dudado más desde aquella noche si hubiese podido creerte... como eres!

-No. Pues nada hay que explicar... en lo referente a que yo invitase aquí a Gerardo. Tuve ese empeño..., porque en alguna parte había de buscarme..., porque yo me pasaba aquí la vida... Aquí dormía, aquí comía y trabajaba...; tengo aquí casi todos mis papeles de ese asunto y de otros... Además, creyendo él que eras mi mujer, no iba a enviarle a mi casa.

-¡Él, no lo cree! -opuso rotunda Mavi.

-Bien; ahora por...

-Ni ha podido creerlo... ni tú has podido creer que lo creyese de su futuro cuñado... ¡Oh, Arsenio! ¡Qué infamia!... ¡Por muy malo que te haya llegado a sospechar, nunca creí que fueses... tan rastrero, tan cobarde!

El insulto puso de pie al barón.

-¡Mavi! -dijo, ásperamente.

Y miró a la puerta, como en busca de la criada idiota o del Gerardo imbécil, a quienes él debiese ahogar por haberla informado tan bien del parentesco.

-¿Se ofende tu dignidad? -repuso Mavi, destrozada en ironía-. ¡Oh, perdón! ¡Una pobre mujer sin vergüenza., una carne viva sin entrañas más que para dar placer y engendrar al mismo en noche memorable, viéronse asaltadas por el súbito recelo de ver surgir en la burlada una criminal como la Eugenia... ¡como la Eugenia Aragón!

Y prosiguió Mavi, sin moverse:

-Pero pobre y mísera y traicionada y deshonrada yo, guardo un corazón de mujer que no han podido arrancarme; y en él, el cariño...

¿De él? -se atrevió Florencia a dudar.

-... ¡de sus hijos y mis hijos!... ¡A él... le escupiría! ¡Querría no verle jamás!

-Pues, entonces, ¿a qué aspira? ¿Qué pretende?

-Casarme.

-¿Con... don Arsenio?

-¡Con el padre de mis hijos! ¡Con el único que puede y debe darles su nombre!

Eran ya suaves otra vez las respuestas de ella, atenazadas en dolor, y doña Florencia se atrevió a sentarse, inversamente recobrada a su dominio y deplorando:

-¿Y me lo pide a mí?... ¡Qué manía! Siéntese, joven.

-Usted -repuso Mavi obedeciéndola, a la vez que las imitaba la condesa- no lo podrá conceder; pero puede, siendo madre, y teniendo entrañas de madre, no quitárselo a mis hijos.

-¿Yo?

-Con sólo impedir que alguien de esta casa lo estorbe para siempre. Digo la verdad, además, si digo que para esto creí haber sido llamada por usted... para evitar infamia semejante... después de oírme y de haberse persuadido de mis sacratísimos derechos... Conmigo traigo antiguas cartas de... ese hombre, de cuando era mi novio, mi novio nada más, tan honradamente como ahora pueda serlo de su hija, señora, y que si entonces fueron el engaño mío, ahora podrían volverse pregones de su afrenta..., porque en ellas están escritas sus promesas con los juramentos del cristiano y las palabras de honor del caballero!...

Esperó Mavi a que las damas, un poco confundidas, pidiéranle las cartas- documentos de baldía reclamación si no fuese ante almas generosas... y tuvo que volverse y levantarse, igual que las demás, al sentir tras ella una desalentada irrupción de sedosas faldas.

Era Felisa; entraba descompuesta, y se detuvo para lanzar desde lejos:

-¡Basta de farsas!... que tratan de explotarse aquí en un sucio chantage...: porque usted, que con esas cartas iría gritando todo eso... tal vez no pueda saber a ciencia cierta quién sea el padre de sus hijos!... Mamá, no pierdas el tiempo; busca esta mujer... ¡dinero! ¡Dile de una vez cuánto se está dispuesta a dar por sus cartas y porque se vaya de Madrid!

La injuria había paralizado a Mavi.

-¡¡Miserable!! -rugió frenética.

Luego, con los labios temblando, lívida, siniestra, llevó ambas manos al pecho, a la vez que un feroz odio contenido acercábala a Felisa, buscándose en el abrigo las cartas con que azotarle la faz... Fue instantáneamente un terror, un pánico, y fue una despavorida dispersión loca de las otras tres hacia las puertas. ¡Pensaron en la Aragón!

-¡¡Papá!! ¡¡Arsenio!! ¡¡Arsenio!!

-¡¡Adolfo!! ¡¡Arsenio!!

-¡¡Arsenio!! ¡¡Andrés!!

Arsenio se presentó, detrás del sitio hacia donde pudo retroceder Felisa.

-¡Tomen las cartas! -completó Mavi su intención arrojándoselas a ambos.

Y las cartas dispersáronse, luego que chocaron con los rostros, con los hombros unidos de los dos. Y por el gabinete, momentos después, comparecía ante la ya muda escena inmóvil don Adolfo. Y por el pasillo, Andrés y dos ó tres criadas..., todos alarmados, todos azogados, todos atraídos por la angustia de los gritos que llenaron el palacio.

-¿Qué pasa? ¿Qué ha sido? ¿Qué hay?

-¿Qué es eso? ¿Qué es eso?

-Qué...

Correspondían a las preguntas, breves y ansiosas, respuestas breves, aun cortadas por el susto, y unidas por una misma cobardía de las miradas hacia la indefensa mujer que desde en medio del salón empezaba a mirar también a todos con miedo y extrañeza.

-¡Nada!

-¡Nada, esa mujer!...

-¡Esa mujer... que me insultaba... que nos... estaba insultando!...

-¿Por qué? -lanzó terrible el hercúleo don Adolfo, llegando a ella-. ¿Quién es esta mujer? ¿A qué ha venido? ¿Por qué está aquí?... -y buscaba en torno la explicación que no le daba nadie, y vio las cartas en el suelo-. Y estas cartas... ¿qué son?

Doblóse, cogió una y reconoció inmediatamente la letra y el heráldico blasón del barón de Casa-Pola.

-¡Oh! -no pudo menos de exclamar también, presintiendo en Mavi una Eugenia más lujosa.

Y en seguida:

-¡Oh! -exclamó asimismo Arsenio arrebatándole la carta. Y dudó un segundo, pero logró improvisar su salvación delante de la gente, delante de los criados, y acertó a dar hacia Mavi un paso, inculpándola-: ¡Mi letra! ¡Lo comprendo! -Volviéndose aun a don Adolfo, terminó-: Son calumnias... mentiras... ¡Son falsas!... ¡No contaba esta mujer con verme aquí!

-¡Oh! -rugió Mavi todavía.

Pero la estremeció y la aterró don Adolfo, cogiéndola por la muñeca.

-Pedía dinero... - confirmó Felisa.

-¡A la calle! -resolvió doña Florencia. -¡A la calle!

-No -se opuso don Adolfo-. Sujétala, Andrés. ¡Un policía!... ¡A la cárcel!

Andrés, el mayordomo, llegó y le sujetó por detrás a Mavi ambos brazos...; bien pronto tuvo que sujetarla también por el cuerpo, porque Mavi, blanca como un papel, desfallecía...

Y viose entonces, tras el grupo lamentable, a otro hombre que habíase aparecido investigador y silencioso en una puerta, y que avanzaba ahora torvamente. Era Gerardo.

Su padre le divisó el primero.

-¡Otra cliente, si gustas! -le dijo, con la rabia aún de la inútil discusión que sostuvo en su despacho-. ¡Va a la cárcel!

-¡A la cárcel!

-Sí. ¡Por falsificadora! ¡Por estafadora! ¡Para variar tus causas, hijo mío!:

Gerardo, que todo lo ignoraba de la visita de Mavi, vió, a modo de completa explicación, la prisa con que Arsenio recogía papeles de sus pies.

-¡Tus cartas! -le dijo, después de haberle hecho levantarse con una mirada tal que le abrumó-. ¿Ha falsificado tus cartas!... ¡Pero, hombre, déjaselas... para que pueda un juez confirmarlo!

-¡Gerardo!

-¡Cobarde!

-¡Por Dios, Gerardo!... -se interpuso Josefina.

El cínico, con un tranquilo ademán, sin hacer caso tampoco de Arsenio, a quien Felisa y su padre contuvieron en un impulso de lanzársele, volvióse a uno y otro lado para expresar lentamente y con el agrado maligno de confundir en su frase de cortés fiereza a los sirvientes:

-Señoras..., señores..., querida hermana..., este futuro marido tuyo... es un granuja.

-¿Qué ha dicho?

-¿Qué ha dicho?

Bramaron al mismo tiempo el barón y don Adolfo, sujetos ahora por Felisa.

-GRANUJA -repitió él con una horrible calma que se impuso a todos.

Y en la estupefacción, en el pasmo de trágico silencio, acercóse a Mavi, que le miraba agradecida, y se la quitó de entre los brazos, más útiles para sostenerla aún que para apresarla, a Andrés. Este se quedó a dos pasos, atónito. Ella le echó al amparador heroico un brazo por el cuello, susurrando en gratitudes inefables:

-¡Gerardo!

-¡Echadlos! ¡A los dos! -pudo al fin reventar en rabia don Adolfo, a quien ya le impedían hacerlo por sí propio su mujer y la condesa.

Mas apenas quiso el mayordomo iniciar un movimiento, Gerardo le paralizó de una mirada:

-Al que toque a esta mujer... ¡lo mato... sea quien sea!

Nadie se movió. Hubo otro silencio de sepulcro. Gerardo debía tener en la mano derecha algún revólver; pero no tenía ningún revólver...

-¡Fuera de ahí! -rugió de nuevo el padre, arrojándose hacia él.

Y nuevamente lo impidieron las señoras, y Arsenio también, que se resignó a comentar:

-¡Está loco!

-¡Fuera de ahí! ¡Deja esa mujer! -arreciaba don Adolfo entre el lamentarse agudo de las damas-. ¡Fuera, fuera de mi casa, indecente!

Gerardo recibió sin inmutarse la palabra, y acogió la orden con su impávido cinismo:

-Sí, me voy... ¡estad tranquilos! Pero yo, el que recoge los hijos de las pobres presidiarias, me llevo también conmigo y para siempre a esta mujer y a sus hijos... Y trataré de devolverles como pueda la honra y el dinero que entre todos le quitáis! ¡Sabedlo: me la llevo, y... la honraré!

-¿Con qué honra? -burlóse sarcástico el padre, ya que no le dejaban romperle la cabeza.

-¡Con la de tu alcurnia, papá..., con la de tu nombre... que no me podréis borrar, ni aun echándome de aquí..., y que yo juntaré estrechamente a su ignominia, si Mavi quiere, y en forma tal que no se sepa qué honra o qué deshonra a qué, si la ignominia al nombre ó el nombre a la ignominia!

Tiraba de ella, que le seguía enlazada con gloriosa gratitud, y entonces fue cuando la reacción de iras a tanto insulto invadió por fin feroz a la madre y a la hermana y a la propia condesa en derrota:

-¡Qué indecencia! ¡Se la lleva!

-¡Se la lleva ante nosotros!

-¡De querida!

-¡Y con qué cinismo!

Llegaban a la puerta; Gerardo se volvió:

-¡No! Con cinismo, condesa, tomé a mis queridas aquí, de entre vosotras... A esta la tomaré con bendiciones, si le placen, por... querida esposa de mi alma! ¡Lo prometo por mi honor, ante Dios y ante vosotros!... ¡Y da gracias, hermana, porque Mavi se opondrá, a que no nos tengas cuando tú en la misma iglesia!

Salieron... Y el nuevo pasmo de asombros, hacia el cínico de cinismos inauditos que así quería su honor para arrastrarlo por el fango, rompióse últimamente en un hostil murmullo de múltiples protestas, de desesperaciones, de conmiseraciones...

La madre lloraba, la hija también... Y sufrió un ataque; y fueron Arsenio y don Adolfo quienes dignamente repartían consuelos resignados, y Josefina la que tuvo que reclamar de las sirvientes las sales inglesas en los pomos verdes de oro y de cristal...