El cardenal Cisneros/XXXI

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XXXI.

Rudo golpe sufrieron las pretensiones del marido de Doña Juana con el tratado que celebró su suegro con el Rey de Francia, y por su parte ya se consideraba perdido; pero tenia á su lado á Don Juan Manuel, y éste. no se dejaba ganar tan fácilmente la partida. Comprendió que aquel tratado que, al parecer, debia fortalecer la situacion de D. Fernando, habia de granjearle, sin embargo, mayor número de enemigos en Castilla, por lo cual, tomando los tiempos como venian, procuró que D. Felipe celebrara un acomodamiento con aquel que le permitiera venir á España sin la enemiga de Francia. Tal fué la Concordia de Salamanca celebrada en 24 de Noviembre de 1505, en que se convino que Castilla sería gobernada bajo la direccion nominal de D. Fernando, Doña Juana y D. Felipe, percibiendo el primero la mitad de las rentas, concordia que fué el lazo que tendió la astucia de Juan Manuel al viejo desconfiado D. Fernando, y merced à la que Doña Juana y D. Felipe pudieron venir á España. Esperábaseles en alguno de los puertos del Norte más cercano á Castilla; pero la comitiva flamenca desembarcó en la Coruña, á fin de que fuera fácil ganar tiempo ántes de que pudieran suegro y yerno celebrar una entrevista. Así se daba lugar á los descontentos para que acudieran á saludar al nuevo sol que aparecia en el horizonte. Así los nobles enemigos de Don Fernando podian apercibirse y rodear desde luego al Principe flamenco. Así estuvo en disposicion bien presto de prescindir de la Concordia de Salamanca y de imponer condiciones en vez de recibirlas.

Ni los halagos y avances à Juan Manuel, á quien nada podia ofrecerse comparable á la privanza absoluta del nuevo Príncipe, ni los discursos de Pedro Mártir, ni la autoridad de Cisneros conseguian reducir á Felipe, fino y amable con todos, pero implacable con su suegro. La situacion de este último era por momentos apuradísima y hasta bochornosa. Negábanle la entrada en sus ciudades, como si fuera un traidor, el Marques de Astorga y el Conde de Benavente: cada dia un nuevo Grande engrosaba la Corte espléndida y ya numerosísima de Felipe: apénas quedaban á su lado algunos amigos leales en su desgracia, de tantos como se le postraban en los dias de fortuna. ¡Triste espectáculo, á la verdad, dice el moralizador Mártir, el de un Monarca, casi omnipotente ayer, y hoy errante y vagabundo en su propio suelo, y privado hasta de ver á sn propia hija![1]. Y es que cuando llega la hora fatal para una dinastía ó para un Soberano, saludan los primeros al nuevo poder los mismos que más deben al antiguo, aquellos que nada serian sin sus dádivas y larguezas, como quien pide gracia para que se olvide su pasada bajeza, ó para que no se le reduzca á la nulidad, ó para que no se publique su deshonra, ó para alcanzar, por igual camino de degradacion, mayores medros y prosperidades.

Cisneros, que ciertamente no habia recibido grandes pruebas, pruebas efectivas de afecto de D. Fernando, le fué fiel hasta el último momento. El solo fué quien defendió sus derechos palmo á palmo, al lado del ensoberbecido Felipe y del astuto Juan Manuel. El quien avisaba secretamente á D. Fernando de lo poco que podia esperar de la generosidad ó de la justicia de su yerno. Él fué en fin quien consiguió de Felipe que, pues, D. Fernando aceptaba las condiciones del testamento de la Reina, ménos la parte que hacia relacion al gobierno de Castilla, que era el punto sustancial en que el primero no queria ceder, celebrase una entrevista con el que, después de todo, podia considerarse su padre ántes de que éste se retirase á sus dominios.

No sin disgusto renunciamos á describir esta entrevista, en que tanta magnificencia y tanto apresto de guerra ostentó Felipe, en que tanta modestia y tanta severidad manifestó D. Fernando, tanto aturdimiento el primero, tanta dignidad el segundo, quien sólo se permitió, para aliviar las amarguras de su corazon, algunos cáusticos epigramas contra determinados cortesanos de su yerno, ayer sus propios cortesanos. Al Duque de Nájera, jactancioso por demás, que nunca se habia distinguido en la guerra, y que ahora, cuando no se trataba de combatir, venía armado de punta en blanco, le dijo al saludarle: Muy bien, duque, veo que nunca olvidas los deberes de un gran capitan A Garcilaso de la Vega, que le debia favores muy especiales, que habia sido su Embajador en Roma, y que, al abrazarle, le notó la cota de malla con que se pensaba salvar de algun golpe imprevisto, le dijo tambien: Te doy la enhorabuena, Garcilaso, porque has engordado maravillosamente desde que no nos vemos. Estos eran en verdad desahogos naturales en un Soberano, que habia sido tan poderoso, y que asistia á su desposeimiento y á su humillacion, la cual llegó al punto de que no se le permitiera ver por entónces á su hija y de que no hubiera podido hablar á solas con su yerno, si al entrar en la pequeña ermita en donde debian celebrar la conferencia, seguidos sólo del Arzobispo Cisneros y del favorito Juan Manuel, el ilustre Prelado, cogiendo de un brazo á éste, no le sacara de la estancia como por la fuerza, diciéndole con gravedad: Señor Don Juan Manuel, no es conveniente que escuche mos la conversacion particular de nuestros Señores. Salid, yo seré el portero.

Nada consiguió el Rey Fernando de esta entrevista, ni aun el ver á su hija, y casi lo mismo vino á alcanzar de otra, algo más afectuosa, que se celebró más adelante entre los dos Reyes, si bien entonces consiguió D. Fernando de su yerno que se le tributasen en público las pruebas de consideracion y de respeto que se le debian; y con el alma herida, despidiéndose afectuosamente de los nobles reunidos de su antigua corte de Castilla, se dirigió á sus Estados de Aragon, y después á Nápoles, quizás confiado en que los desaciertos de D. Juan Manuel, la voracidad de los Flamencos y la inexperiencia del Rey Felipe le allanarian mejor que sus propios esfuerzos el camino de volver querido y respetado á Castilla; pues no sin razon dice el Príncipe de los historiadores que es cuerdo y prudente esperar en los yerros agenos, quod loco sapientiæ est, alienam stultitiam operiebantur.

  1. Opus epist., epist. CCCVIII.