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El corazón de la mujer/VI

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«Bueno es para mí, Señor, que me hayas humillado, para que aprenda tus justificaciones, y destierre de mi corazón toda soberbia y presunción.»

Imitación de Cristo


Mi tío empezó de esta manera:

-Siendo bastante joven me enviaron a *** con el objeto de que acompañase en sus tareas al doctor Orellana entonces cura del lugar. Poco después de haber llegado allí aquel se enfermó y tuvo que ausentarse durante algún tiempo dejandome solo en el curato. Ya he dicho que era muy joven; acababa de salir del seminario, y tenía una alta idea de lo que debe ser la misión del sacerdote; de este sentimiento provenía en mí un gran temor y desconfianza de mis fuerzas, buscándolas en la oración.

Una mañana me fueron a llamar de parte de una señora cuyo carácter exaltado me causaba siempre mucho malestar, porque me hallaba incapaz de guiar y aconsejar una conciencia como aquella; pero doña Isabel era la persona más importante de ***, y además muy devota y sumamente caritativa, por lo que el cura antes de partir, me había recomendado que tuviese para con ella las mayores consideraciones.

Fui, pues, a su casa inmediatamente.

Doña Isabel era hija única del dueño de casi todas las haciendas y tierras en contorno de ***. Se casó, en parte contra la voluntad de su padre, con un hombre que no diré amaba, porque lo idolatraba; sin embargo su matrimonio duró poco, pues al cabo de tres o cuatro años murió su esposo dejándole dos hijos. Contaban primores de su desesperación cuando murió el marido, y nada pudo consolarla sino clamor de Dios, al cual se entregó con el mayor fervor.

Una criada me introdujo a una pieza casi completamente oscura y cuya atmósfera sofocante (gracias a que las puertas y ventanas estaban herméticamente cerradas) me iba ahogando. Cuando mi vista se acostumbró a la oscuridad vi que en un rincón había una pequeña cama rodeada por seis o siete bultos que se fueron convirtiendo para mí en las principales señoras del lugar a medida que me aproximaba y podía distinguirlas. Al fin se levantó de en medio de ellas doña Isabel y acercándose a donde yo estaba me dijo con palabras entrecortadas por los sollozos que no podía reprimir:

-Venga usted -señor doctor-; vea a mi Luisito... dígame, por Dios, que no se morirá.

Púseme junto a la cama, y ella, tomando una vela que había detrás de una pantalla, hizo caer la luz sobre el niño, el que abriendo los ojos miró asustado en torno suyo.

-¡Mamá! -dijo al fin con una dulcísima sonrisa; y su madre, soltando la luz, lo cubrió de besos y de lágrimas.

-Hace usted mal en agitarlo así -dije tratando de apartarla para tomar el pulso al enfermito.

La manita que cogí entre las mías estaba seca y ardiente: las mejillas encendidas y los ojos enrojecidos del niño anunciaban una fiebre violenta.

-Doctor, doctor -me decía en tanto la señora con vehemencia-, dígame si mi ángel se morirá.

-No me creo competente para dar una opinión -contesté-, pero se hará la voluntad de Dios.

Al oír estas palabras prorrumpió en llanto y salió apresuradamente de la pieza, yo la seguí.

-¿No han llamado médico? -pregunté a una de las señoras.

-Sí; desde ayer que se empeoró el niño mandaron llamar al doctor Salazar, y como no se había mejorado con la tarde hicieron venir al otro médico nuevo. Además, se han agotado todos los remedios caseros, y también le hemos dado a escondidas de los médicos algunos papelitos (recetados por un extranjero que está aquí) que llaman opáticos, creo.

-Homeopáticos -querrá usted decir, le contesté-; ¡pero con semejantes sistemas encontrados el niño se morirá!

Aunque había hablado muy paso, doña Isabel me oyó y desprendiéndose de los brazos de sus amigas que procuraban consolarla se me acercó gritando:

-¡Señor Cura!... ¿qué ha dicho usted? ¡Dios mío! ¿se morirá mi Luisito?

Le expliqué lo que había querido decir, preguntándole por qué no seguía únicamente los consejos del doctor Salazar.

-¡No pude aguantar la lentitud de sus remedios!

En lugar de mejorarse el niño seguía lo mismo, y por añadidura prohibió que tuviese las puertas cerradas diciendo que el niño necesitaba aire libre, lo que es absurdo, porque sé que la enfermedad proviene de resfrío. Dicen que varias cabezas valen más que una sola, y le he hecho cuanto me dicen ha curado a otros, pero no se me mejora; antes al contrario la fiebre aumenta.

Era imposible que esta señora escuchara ningún consejo razonable, e impacientado ya iba a salir, cuando me llamó otra vez para pedirme un favor:

-Permita usted, se lo suplico, permita que traigan de la sacristía la imagen de Santa Bárbara que es tan milagrosa: ¡ésta es mi última esperanza!

Ofrecí mandársela y salí.

Por la noche volví otra vez y encontré a doña Isabel postrada delante de un altar que había formado con varios cuadros de santos, entre los cuales estaba el de Santa Bárbara. Su ademán humilde y las lágrimas que corrían como río por sus mejillas y calan gota a gota en sus manos cruzadas me enternecieron sobremanera.

Cuando me vio se levantó y le pregunté por el niño.

«Me parece menos mal -me dijo-; venga usted a verlo.»

Habían logrado al fin dejar al enfermito casi sólo y la única persona que velaba a su lado nos dijo en voz baja:

«Hace algunos momentos que ha dejado de quejarse y está dormido.»

Pero apenas lo vi comprendí que no estaba dormido sino aletargado, ofreciendo su aspecto síntomas mortales: los párpados entreabiertos dejaban descubierta parte de la pupila sin animación y vidriosa: por la frente dolorosamente contraída corría el frío sudor de la agonía y tenía un color amarillo y cadavérico.

En caso semejante una madre comprende al momento el peligro y lo se puede engañar. Apenas lo vio, se prosternó en el suelo y escondiendo la cabeza entre las cortinas de la cama se dejó llevar por un dolor horrible. La sacamos de allí desmayada, y dejándola con sus amigas volví a entrar a la alcoba. La agonía progresaba; era un lindo niño de dos o tres años, y la muerte, siempre horrible, lo es más cuando la vemos luchar con la niñez porque realmente ella no es natural entonces y el vigor de la vitalidad resiste mucho para dejarse vencer.

Viendo que la hora fatal se acercaba salí a aconsejar a las señoras que rodeaban a doña Isabel que no le permitiese entrar. La infeliz madre estaba sentada en un rincón, callada, sombría, y en sus ojos secos y llenos de fuego se veía casi la mirada de una loca.

-Señor cura -me dijo-, mi hijo se muere... Dios no ha querido oír mis súplicas... ¿Qué necesidad tenía de quitarme a mi niño? ¿Acaso he cometido algún crimen para que se me castigue de este modo?

Iba a contestarle, cuando oyendo la voz del niño, se lanzó a la alcoba sin que pudiéramos detenerla. ¡Cosa rara, aunque no extraña en los niños! Luis estaba sentado y miraba en torno suyo con una mirada apacible y su aspecto había cambiado enteramente, en términos que conoció a su madre recibiendo de ella algunos tragos de agua, y después volvió a caer sobre las almohadas y cerró los ojos. Al verlo tan tranquilo su madre salió conmigo de la pieza, y llevándome al sitio donde tenía la imagen de Santa Bárbara me dijo con voz vibrante:

Escuche usted, señor doctor, mi juramento: si mi niño no se salva juro ante éstas divinas imágenes no volver nunca a la iglesia...

-¡Dios mío! -exclamé interrumpiéndola-, ¡cállese usted, señora!

-Déjeme usted continuar: Sí señor, no volveré más a la iglesia y mandará quemar cuantas imágenes de santos haya en mi casa-. ¡Nunca doblaré más la rodilla ante un Dios tan cruel!

Y sin decir más doña Isabel volvió al lado de su hijo, dejándome aterrado.

Pasé una gran parte de la noche rezando. Me horrorizaba la desesperación de aquella mujer y no podía persuadirme que el cielo permitiera llevase a efecto una resolución tan impía; oraba pidiendo a Dios que me diera la suficiente elocuencia para hacerla volver a su juicio.

Muy temprano al día siguiente volví a la casa y encontré a una criada que salía con el cuadro de Santa Bárbara en los brazos.

-¡Ah! señor cura -dijo al verme-, iba ahora mismo a llevarle el cuadro por orden de mi señora.

-¿Y el niño?

-Murió anoche. Mi señora está medio loca. Cuando vio que estaba muerto no lloró, ni gritó, ni dijo nada: nos daba miedo verla; corrió por todos los cuartos, fue arrancando cuantos cuadros encontró e hizo que encendieran una hoguera en la mitad del patio y ella misma arrojó a la candela los cuadros, concluyendo por quitarse el rosario y despedazarlo. Hacía todo esto callada y nadie se atrevió a impedírselo, hasta que al fin viendo que no quedaba ninguna imagen de santo me mandó llevar esta a la casa cural.

-¿Dónde está la señora? -pregunté, animado por una grande indignación-: quería hablarle y convencerla de su pecado e insensata impiedad.

-Olvidaba decirle -añadió la criada-, que me ordenó decir al señor cura, que no se tomara la pena de venir a verla, pues no necesitaba hablarle.

Efectivamente rehusó verme ese día y los subsiguientes. Yo estaba muy afligido, creyendo que mi timidez, y falta de práctica en las cosas de la vida habían impedido, que esta desgraciada se conformara con su suerte, y temblaba al pensar en el castigo que la aguardaba, y de que no había sabido librarla.

Apenas volvió el doctor Orellana le referí lo que había sucedido y fue a visitarla; pero ella no quiso tampoco oírlo, diciendo varias veces que no podía creer en un Dios tan cruel, a menos que no se le hiciera patente por un gran milagro.

Así se pasó un año sin que tanto el doctor Orellana como yo dejáramos de visitar a doña Isabel con la esperanza de que algún día la gracia ablandara aquel corazón petrificado. Con el objeto de hablarle con frecuencia ofrecí enseñar a leer al niño que le había quedado, llamado Rafael, en quien su madre había concentrado su vida sin permitir que la dejase un momento.

Un día, estando en su casa, se descargó sobre el lugar una fuerte tempestad. Los truenos eran cada vez más violentos, llegando a tal fragor, que aterrados todos los presentes nos pusimos de rodillas y empezamos a rezar; con excepción de doña Isabel, que con la cabeza erguida y la mirada centellante permanecía en pie. Rafael fue a refugiarse en sus brazos, pero viendo en ella una expresión tan dura y extraña, se apartó de su lado y fue a arrodillarse en medio de todos los demás, sin dejar de mirar a su madre con aire espantado.

-Señora Isabel -la dije- ¿no la mueve a usted la majestad del Señor, y no teme su castigo?

-¡La majestad del Señor no me asusta! Si acaso existe, ya he dicho que haga algún milagro y me convenceré. Y acercándose al balcón abrió la puerta y salió a él. En ese momento oí un terrífico estampido y caí de espaldas sin conocimiento. Un grito desgarrador me hizo volver en mí espantado y vi a doña Isabel con el niño entre los brazos que lo llamaba con desesperación.

¡Pero en vano, gritaba la infeliz mujer, Rafael había muerto! Sólo él fue herido por el rayo estando en medio de todos nosotros, y aún conservaba en sus ojos la mirada de asombro con que había contemplado a su madre un momento antes; pero lo que había de portentoso, por más que lo expliquen los físicos como cosa natural, cuando no quieren creer en los milagros del cielo, era que en la frente y en varias partes del cuerpo del niño apareció grabada una cruz como un sello puesto por la mano de Dios para manifestar su poder. La cruz era una exacta reproducción de la que tenía yo en la camándula, que cayó de mis manos cuando penetró el rayo en la sala por el balcón que había abierto doña Isabel misma.

La desventurada mujer duró muchos días perfectamente loca, y cuando volvió a la razón fue con un espíritu tan humilde y una fe tan segura como grande y verdadero se manifestó su arrepentimiento. Se dedicó a cuidar niños pobres y enfermos, por el resto de su vida, siendo su casa un perpetuo asilo de cuantos desgraciados imploraban su beneficencia.

«¡Como el arcángel maldito me hinché de soberbia -decía con frecuencia-, y ciega de impiedad desafié a mi Dios, al Señor del universo a que se manifestara en algún milagro! Un milagro para mí, indigna sierva suya, y él lo hizo, pero terrible para castigarme en su justicia.»

De colérica y exaltada que siempre había sido se convirtió en humildísima y paciente cristiana, sufriéndolo todo por el amor de Dios.



Cuando mi tío acabó de hablar la noche había cambiado completamente y salimos todos al corredor dolorosamente oprimidos y conmovidos con la historia de doña Isabel.

El aguacero había disipado las nubes, y la noche negra, y oscura una hora antes empezaba a lucir bellísima: el cielo azul estaba estrellado cuando salimos, pero de repente las estrellas palidecieron, un vago resplandor iluminó el oriente y algunas nubecillas tan tenues que no las habíamos visto se presentaron brillantes como la luz de la luna, recibiendo sus primeros rayos antes de presentarse sobre el horizonte la reina de la noche, pero aquel brillo duró tan sólo un momento deshaciéndose en breve las nubes al influjo misterioso que en ellas ejerce la luz de la luna.

-Miren ustedes -nos dijo mi tío-, esa nube que ha durado tan cortos momentos, ésa es la imagen del alma de un niño que muere pronto; existía en Dios antes de verlo nosotros, pero apenas llega al mundo y lo dora la luz de la vida, empieza a deshacerse y pronto desaparece ante nuestros ojos, mas no por eso ha dejado de existir: sólo ha cambiado de forma como esas nubes cuyas partes existen todavía, eterizadas pero no aniquiladas.

-¡Válgame el cielo señor cura! -exclamó don Enrique riéndose-, usted acaba de decir una herejía.

-¿Cómo así?

-¿No ve usted que lo que dijo fue puro panteísmo?

-Se equivoca usted, o yo me expresé mal. ¿Acaso no es una teoría completamente cristiana y católica aquella de que el alma ha existido siempre en el gran seno de Dios, y que este mundo es apenas el camino por donde pasamos para volver a gozar de él?

Conversando así pasamos algún rato más y después nos separamos para recogernos.

Ésa fue la última noche que estuvimos reunidos; pronto partió Matilde, y hace pocos días recibíamos una larga carta que concluye con estas palabras:

«...En resumen, como ustedes lo habrán comprendido, además de deberles mi vida que salvaron con sus exquisitos cuidados, ahora creo que les debo también mi felicidad. Alentada por sus consejos procuré entada por sus consejos procuré nos tímida con mi esposo, quien al verme menos retraída se ha manifestado más amable y hace seis meses que vivimos en completa armonía. No hemos tenido ninguna explicación, conviniendo tácitamente en que es mejor olvidar lo pasado...»