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El final de Norma: Segunda parte: Capítulo I

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El final de Norma Segunda parte: Rurico de Cálix
de Pedro Antonio de Alarcón
2º parte: Capítulo I: Jacoba, nombre de mal gusto


Cuando Serafín comenzó a despertar, no pudo darse cuenta del tiempo que había dormido, ni de dónde se durmió, ni del lugar en que se hallaba...

Volvió, pues, a cerrar los ojos, y, sumergido en el delicioso duermevela que sucede a un profundo letargo, soñó que la tierra tremía dulcemente, o, por mejor decir, se mecía lánguida en el espacio, y que su mágica ondulación le producía un delicioso mareo...

Soñó también que al pie de su cama (porque estaba acostado) había un hombre de pie, inmóvil, silencioso, apartando la cortina con una mano y pellizcándose con la otra el labio inferior...

Este hombre podía tener lo mismo diez y ocho que treinta y seis años: tal era la mudez o falta de expresión de su semblante. Vestía una larga túnica celeste, ceñida a su talle esbelto por un cinturón de piel negra, del cual pendía larguísimo puñal, y tenía descubierta la cabeza, coronada de cabellos rojos muy atusados. Su frente era estrecha y alta, su rostro descolorido, y sus ojos de un azul tan claro, que las pupilas se confundían con lo blanco del globo: inútilmente se buscaba en ellos la mirada, esa chispa vital que parte de la inteligencia y del corazón: aquellos ojos veían sin mirar. Una nariz correcta y afilada, unos labios sutiles y desteñidos, crispados siempre por el desdén, unos dientes compactos e incisivos y un ligero bigote, casi blanco a fuerza de ser rubio, completaban aquel rostro apagado como un bosquejo, bello a pesar de todo, y sellado de bravura, de ironía, de impiedad. Réstanos decir que tan singular personaje se parecía muchísimo al joven del albornoz blanco que acompañaba a la Hija del Cielo, y con quien Alberto se había desafiado.

Serafín hizo un movimiento para sacudir tal pesadilla.

La cortina de la cama cayó, y el hombre extraño desapareció tras ella.

Entonces acabó de despertar nuestro héroe.

Es decir, entonces conoció que no estaba dormido.

El entorpecimiento que tomó por soñolencia era mareo; lo que creyó oscilación de la tierra era el movimiento del barco en que se hallaba, y al personaje misterioso... lo tenia realmente ante la vista.

Como era día claro, y halló que estaba vestido, nuestro héroe saltó del lecho.

Su habitación se reducía a una pequeñísima cámara lujosamente amueblada.

El hombre de la túnica azul, que estaba sentado en un diván, se levantó y saludó a Serafín.

Nuestro joven recogió sus ideas, preguntándose dónde había visto aquella fisonomía, y volvió a creer que estaba en presencia del hombre del albornoz blanco, ¡del acompañante de la Hija del Cielo!

Dominó, sin embargo, sus emociones indefinible mezcla de alegría y miedo, y saludó cortésmente al de la túnica.

-¿Estáis mejor? -preguntó éste con acento extranjero, pero en español.

-Gracias... -respondió fríamente Serafín.

-Me siento bien...

-Os advierto -replicó el desconocido- que soy el(1) <notas.htm> jarl Rurico de Cálix, Capitán de este buque, y que os halláis bajo mis órdenes. Serafín saludó con más miedo que nunca.

-Me dijeron anoche -continuó el Capitán- que veníais enfermo, y mi primer cuidado esta mañana ha sido bajar a informarme de vuestra salud...

-Gracias, Capitán... -respondió Serafín, saludando de nuevo, poseído de una especie de terror pánico, al reparar en la ironía que reflejaban aquellos ojos de hielo.

Entretanto, el Capitán los había fijado ya en una caja de palo santo que formaba parte del equipaje del músico, y murmuraba desdeñosamente:

-Por cierto que, ahora que os he visto, tengo el sentimiento de conocer que he sido víctima de un engaño.

-No os comprendo... -murmuró Serafín.

-Debierais comprenderme -replicó el Capitán.

-Explicaos.

-El engaño se reduce a que ayer me dijo el que vino por vuestro pasaje que eráis un emigrado político.

-¡Yo!

-Y no sois tal... Sois un violinista enamorado.

-¡Nunca he dicho otra cosa! Pero no deja de asombrarme que me conozcáis... -exclamó Serafín con alguna fuerza.

-Os conozco... -respondió Rurico-, en primer lugar por vuestro violín, que me está diciendo a voces que sois músico...

Y así diciendo, señaló a la caja de palosanto.

-Eso es en primer lugar... -replicó Serafín desapaciblemente, al verse dominado por aquella lógica.

-En segundo lugar... -añadió el Capitán con su calma imperturbable-, sé vuestro nombre, que no es del todo desconocido para los amantes de la música...

-Y ¿cómo sabéis mi nombre?

-Por el billete de pasaje que el piloto de este buque os hizo la merced de otorgaros, y que hoy ha llegado a mi poder...

Serafín estaba vencido nuevamente.

-Aún hay un tercer lugar... -prosiguió Rurico-. Os conozco también porque no es la primera vez que os veo.

-¿A mí?

-A vos.

-¿Dónde me habéis visto? ¡Hablemos claro!

-En el Teatro Principal de Sevilla... anteanoche. Entonces aprendí vuestro nombre, que he visto después en el billete.

-Luego vos sois... -prorrumpió Serafín, tornando a su sospecha.

-Yo soy... uno de los mil espectadores que os aplaudieron.

-¡Es claro! -pensó Serafín.

Estaba vencido por cuarta vez.

-Ya veis -concluyó Rurico- que me habéis engañado...

-¡Capitán! -dijo Serafín, comenzando a sentir arder su sangre española-. El marinero pudo inventar lo que quisiera al tomar mi pasaje; pero yo no miento nunca, ¿entendéis?... ¡Ni permito que nadie me insulte!

El Capitán frunció las cejas. Pero, dominándose en seguida, sonrió tranquilamente y dijo:

-Está bien, señor de Arellano, No hablemos más de esto... Nuestro viaje es largo, y quiero que vivamos como buenos amigos.

Serafín se abstuvo de responder.

-En cuanto a vuestro mal humor... -prosiguió el Capitán- también sé a qué atenerme, y lo disculpo; pues ya os he dicho que estoy al tanto de la ridícula enfermedad que padecéis.

-¡Cómo! -dijo Serafín, asombrado de aquella insistencia en querer dominarlo.

-¡Estáis enamorado, dolorosamente enamorado!

-¿Quién os lo ha dicho? -gritó Serafín-. Y, sobre todo, ¿con qué derecho calificáis mi amor?

-Ya os he advertido que estuve anteanoche en el Teatro Principal de Sevilla... -dijo flemáticamente Rurico de Cálix.

-¿Y qué? -preguntó el artista, tratando de penetrar con la mirada el alma de su interlocutor, cuyo rostro seguía mudo.

-Es muy sencillo... -respondió el Capitán-. Conocí, como todo el público, que os habíais enamorado de la Hija del Cielo, lo cual fue una dicha para nosotros, que oímos con este motivo maravillas de canto en ella, y cosas admirables en vuestro violín. Aprovecho esta ocasión de felicitaros. ¡Sois un genio!

-Capitán... -murmuró Serafín, saludando por centésima vez.

Y tornó a desconcertarse.

-¡Oh! Yo amo las artes con delirio... -prosiguió Rurico con ligereza, -y gusto mucho de los artistas. Vos lo sois, y por esto os repito que me honraré en que intimemos.

-Es muy difícil, Capitán... -respondió valerosamente el músico.

-Pues yo lo creo fácil, por lo mismo que aspiro a la gloria de curaros de vuestra melancolía, o mejor dicho, de vuestro insensato amor...

-¿Cómo?... ¡Ah, Capitán! -dijo Serafín, dando al traste con su diplomacia-. Hablemos con franqueza. ¿Se halla en este barco la Hija del Cielo? ¿La amáis vos? ¿Sois su esposo? ¿Hago mal en idolatrarla?

El Capitán sonrió de un modo extraño, y puso la mano izquierda sobre el hombro del violinista, mirándolo con una especie de compasión paternal.

-¡Pobre joven! -exclamó-. En fin, ya hablaremos de todo esto... -añadió en seguida, levantándose.

-¡Oh! no; ahora mismo -gimió Serafín.

-Es muy breve lo que tengo que deciros. Yo he amado también a esa cantatriz...

-Pero si no la amáis ya, ¿por qué la acompañabais en Sevilla? ¿Por qué os habéis desafiado con mi amigo Alberto?

En este momento dio el barco un vaivén terrible.

-Doblamos el cabo de San Vicente -dijo el Capitán-. Llevamos viento favorable.

Serafín no entendía una palabra de náutica ni de geografía.

-¡Pues sí! -prosiguió el Capitán-. Hace dos años que la conocí en Copenhague. Entonces estaba más bella...

-¿Qué decís? -exclamó el músico-. ¡Veo que no habláis con formalidad!

-Comprendo vuestra extrañeza -replicó el marino-. Tomáis por una niña a la Hija del Cielo... Pues ¡sabed que tiene treinta y cinco años! ¡Oh! Las mujeres del Norte viven mucho y muy lentamente. Además, que en la escena todos parecemos otra cosa...

-Veo, Capitán... -dijo Serafín sonriendo-,que me dais contra el amor un medicamento tan ineficaz como conocido.

-Os hablo de veras, señor; esa cómica...

-¡Capitán!...

-Esa aventurera, mejor dicho -prosiguió Rurico de Cálix, sin hacer caso del enojo de Serafín-,es una especie de Lola Montes, que ha tenido tantos amantes como gracias le dio la Naturaleza. Yo la conocí como os decía hace dos años: se me presentó, lo mismo que a vos, de un modo fantástico, novelesco; me ha gastado mucha plata, y ayer me abandonó para siempre.

-¡Ved lo que habláis! -gritó Serafín echando fuego por los ojos-. ¡Aquella mujer es un ángel!...

-¡Oh!... Estoy perfectamente enterado concluyó el Capitán, arreglándose el cuello de la camisa.

Serafín quedó pensativo.

Pasado un momento, cogió una mano del llamado Rurico de Cálix, y dijo con toda la efusión de su alma candorosa:

-¡Sed franco! ¡Yo renunciaré a esa mujer si me lo exigís con títulos para ello! Pero decidme la verdad: ¿porqué admitisteis el desafío de mi amigo si no la amáis? ¿Por qué os arrojasteis al Guadalquivir para alcanzar la góndola en que iba la Hija del Cielo?

-Me porté como me porté con vuestro amigo -respondió sosegadamente el Capitán, -no por celos, sino porque su actitud me ofendía, en cuanto yo acompañaba a aquella señora, aunque fuera por última vez. ¡Para rechazar ciertas impertinencias como las del señor Alberto, no es preciso estar enamorado, sino que basta tener dignidad!

Serafín, que espiaba el rostro de su interlocutor, murmuró para sí:

-¡Este hombre no miente!

-Volviendo a la Hija del Cielo- añadió Rurico-, podéis perder todo temor...

-¿Qué temor?

-El de hallarla en vuestro camino. La casualidad os ha librado de ella..., por lo cual debéis dar gracias a Dios.

-¡Qué decís! -exclamó el artista con ansiedad.

-Que vuestra Norma salió anoche de Cádiz al mismo tiempo que nosotros... Se dirige a la América del Sur, de donde es su marido, con quien trata ahora de reconciliarse..., por haber sabido que ha descubierto una mina de oro... ¡Esta es la razón de que haya roto conmigo! ¡La desgraciada no tiene corazón ni vergüenza!

Serafín se dejó caer en el taburete con desesperación.

El Capitán prosiguió diciendo:

-Veo que os hago daño; pero tened paciencia. Casi todas las drogas son amargas, por más que envuelvan la salud. Yo... afortunadamente, me he curado ya del amor de esa mujer, a quien he amado muy de veras, y a quien hoy desprecio mucho... Ya os enseñaré cartas suyas, y os desengañaréis completamente.

Canta bien... ¡eso sí! Pero, por lo demás, es la mujer de peor alma que he conocido.

Serafín no oía ya al Capitán, sino que seguía abismado en el más profundo abatimiento.

Rurico de Cálix se paseaba por la cámara diciendo todas aquellas cosas con suma indiferencia.

De pronto se detuvo y dijo:

-Perdonad; creo que me llaman.

En efecto: había sonado un agudo silbido.

Serafín alzó la frente, sellada de dolorosa resignación, y dirigiéndose a su nuevo amigo, le dijo con el más tierno interés:

-¡Oh! Antes de iros, Capitán, decidme su nombre.

-¿Luego la amáis todavía?

-¡La amaré siempre; la amaré como a la más hermosa de cuantas ilusiones he perdido; la amaré sin buscarla; la amaré, en fin, como amo a mi madre después de muerta!

El Capitán no respondió nada, y se dirigió hacia la escotilla.

-Pero decidme... -insistió Serafín.

-Puesto que os empeñáis, sabedlo...,-dijo Rurico-. Se llama Jacoba, y es inglesa.

Y desapareció.

El joven artista quedó clavado en su sitio.

Al cabo de un momento levantó la cabeza con cierto aire de imbécil, y murmuró en voz baja:

-¡Jacoba! ¡Jacoba! ¡Qué nombre de tan mal gusto!