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El final de Norma: Segunda parte: Capítulo V

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El final de Norma
de Pedro Antonio de Alarcón
2º parte: Capítulo V: En que Serafín oye muchas cosas importantes


Al atravesar la cubierta, el frío de la noche hizo volver en sí a nuestro infortunado músico.

¡Dejadme! -dijo, escapándose de las manos de sus conductores.

Y se puso de pie.

Los enanos, que lo vieron repuesto y firme, obedecieron a una seña que les hizo, y lo dejaron solo.

Una gran reacción se había obrado en Serafín.

La revelación de que iba al Polo, el letargo en que había estado sumergido y el viento que refrescaba su frente, habían vuelto alguna lucidez a sus ideas.

Quiso pensar, y pensó; buscó su razón a través de su locura, y logró retener en su cabeza el juicio que se le iba.

-¡Al Polo! -exclamó entonces- ¡Oh! ¡No, nunca! ¡Yo debo ir a Italia..., y quiero ir..., e iré a pesar de todo! ¡He ganado mil duros tocando el violín, los he ahorrado uno a uno con este objeto, y ahora salimos con que voy al Polo! ¡Maldición sobre el vino! Pero aún será tiempo. Alberto dijo que la navegación hasta Laponia se hacía en un mes, y llevo diez días solamente. ¡Exigiré al Capitán que nos acerquemos a la costa más inmediata, y me pondré en camino para el Mediodía!.. Pero ¿qué digo? ¿Cómo dejar este buque, cuando todo me induce a sospechar que va en él la Hija del Cielo? Pero ¿y si no fuera? ¿Y si no me ha engañado el Capitán, y es, en efecto, su ayuda de cámara quien ha tocado al piano el final de Norma?

Pensando así, dirigíase el joven a su aposento, no sin hacer algunos semicírculos, cuando, entre el arrullo de las olas que hendía el Leviathan escuchó el eco vago de una voz que hacía diez días resonaba sin cesar en su alma...

Pasó aquella ráfaga de viento, y el mágico sonido se perdió con ella.

-¡Era su voz!... -exclamó el joven-. Pero ¡qué locura! ¡Será que vuelvo a marearme!

Otro lamento armonioso, más claro y penetrante que el anterior, hirió el oído de Serafín.

-¡No me engaño! -exclamó, parándose de nuevo.- ¡Es una voz de mujer! ¡Es la voz de ella!... ¡Y suena aquí, aquí debajo! ¡Es claro! ¡Aquí debe caer la habitación de la vidriera de colores! ¡Dios mío... volvedme la razón! ¡Es ella! ¡Es ella la que canta! ¡Es su mismo acento, su misma expresión, su misma ternura!... Y lo que canta es el final de Norma!... ¡El final de Norma!... ¡Ah, sí!... ¡Ella es! ¡Ella es! ¡La Hija del Cielo!

Así dijo; y, agachándose sobre la cubierta, aplicó el oído a las tablas.

Instantáneamente su corazón volvió a inundarse de aquel amor inmenso sentido en Sevilla una noche memorable; y el dolor de la ausencia, la hiel de la duda, la fiebre de la desesperación, el hielo del desengaño, desaparecieron de su alma, como las pesadillas y fantasmas de la noche se desvanecen al anunciar el primer pájaro la llegada del día.

De pronto, en medio de aquel sublime verso:


Del sangue tuo pietà!


calló bruscamente la voz de la Hija del Cielo, como si un terror repentino hubiera sorprendido a la joven.

Y siguiose un silencio de muerte, que heló la sangre de Serafín.

Luego oyó la voz del Capitán, que hablaba muy alto en idioma que él desconocía.

Aquella voz tenía el acento de la cólera.

Otra voz grave y reposada -sin duda la voz del anciano del palco -interrumpió a los pocos momentos el discurso de Rurico de Cálix.

Después sonó un golpe como de un portazo.

Entonces oyó pasos cerca de sí.

Fijó la atención, y vio surgir una figura de la cámara del Capitán.

Aquella figura fue tomando cuerpo y destacándose en el estrellado cielo, hasta que, por último, se delineó la silueta de un hombre.

Serafín no podía ser visto por estar casi tendido en el suelo y por haberse replegado contra una banda del bergantín; pero desde su escondite pudo conocer que aquella sombra era el Capitán.

Sonaron nuevos pasos, y la escotilla dio salida a otra figura de menos talla y de más volumen que el Capitán.

-¡El anciano del palco! -pensó Serafín, oculto en las tinieblas.

Rurico y el desconocido se pusieron a pasear desde proa al alcázar de popa.

Serafín estaba a un lado del alcázar, y oía toda su conversación...

Pero no oía nada en realidad, puesto que hablaban en un idioma que no comprendía.

Ya empezaba nuestro joven a desesperarse, cuando, después de dos o tres paseos, oyó decir a Rurico de Cálix:

-Dejemos vuestro idioma, en que tan mal nos entendemos, y, ya que estamos solos, hablemos en francés.

Serafín palpitó de júbilo.

-Decía que vuestro tono con la jarlesa me ha disgustado mucho... -exclamó entonces el anciano.

-Sabéis, señor Conde, cuánto la respeto; pero dignaos considerar la penosa situación en que me hallo...

-¡Exigís demasiado, Rurico!

-¡Demasiado! -dijo el Capitán-. ¡Convenceos, señor, de que ella sabe que ese temerario joven está a bordo!...

-¡No lo sabe, ni puede saberlo!

-¡Oh! -exclamó Rurico con ferocidad. Si llegase yo a convencerme de lo que decís...!

El joven no aclaró su pensamiento, pero Serafín lo adivinó.

Quería decir que si se convenciese de que ella ignoraba que Serafín estaba a bordo, podría matarle, sin exponerse por esto, como temía, al odio de la que tanto amaba.

El viejo no comprendió la tremenda amenaza del joven, y le respondió:

-Pues yo juraría que nada sabe la Jarlesa sobre el viaje de ese pobre músico, de quien, por otro lado, ya no se acordará.

Rurico permaneció un instante en silencio, y luego exclamó:

-¡Sólo un favor os pido, señor Gustavo, y es que intercedáis para que no vuelva a cantar durante la navegación! ¡Es mucho empeño por ambas partes el estar siempre cantando o tocando el final de Norma; ese recuerdo de una noche que quisiera borrar del pasado! ¡En cuanto a él, ya no tocará más a bordo!

-¿Cómo? ¿Qué habéis hecho?

-Mis camareros le quitaron anoche el violín, y, con caja y todo, lo tiraron al mar esta mañana.

Serafín sonrió en la obscuridad.

-¡Mal hecho, Rurico; muy mal hecho! -exclamó el llamado alternativamente «señor Conde» y «señor Gustavo».

-¡Oh! ¡Tengo celos! -replicó el pérfido joven.

Advertía Serafín que el Capitán empleaba un tono hipócrita con el anciano; lo cual le confirmó en su idea de que éste era padre, ayo o tutor de la Hija del Cielo.

-En fin, tened paciencia y sabed ser hombre... -dijo el señor Gustavo-. Os consta que os quiero y que contáis con toda mi protección. Dentro de quince días llegaremos a Hammesfert, y ya lo arreglaremos todo a vuestro gusto.

Serafín se estremeció al escuchar estas palabras.

Y como los dos extranjeros volvieran a bajar a su cámara, levantose él con precaución, pasose las manos por la frente, y, apoyándose en una banda del buque, se puso a meditar de este modo: