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El hombre de los estrenos

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El hombre de los estrenos
de Leopoldo Alas


Yo le conocí una vez que mudé de fonda, que, como diría D. Juan Ruiz de Alarcón:

«Sólo es mudar de dolor».

Entré en el comedor a las doce del día, y me vi solo.

Habían almorzado ya todos los huéspedes, menos uno, cuyo cubierto, intacto, estaba enfrente del mío.

A las doce y cuarto entró un caballero robusto, alto, blanco, de grandes ojos azules claros, con traje flamante, si bien de corte mediano, pechera reluciente, bigote engomado. Parecía un elegante de provincia.

Me saludó con una cabezada, y con voz sonora, rimbombante, gritó, mientras daba una palmadita discreta:

-¡Perico, fritos!

Pedía huevos fritos, según colegí del contexto, o sea de los huevos que aparecieron acto continuo, fritos efectivamente.

El caballero, a quien sin más misterio llamaré desde ahora D. Remigio, pues este era su nombre, D. Remigio Comella, para que se sepa todo, colocó a su lado, a la derecha, sobre el terso mantel, cinco periódicos, uno sobre otro. Desenvolvió el primero, después de hacer igual operación con la servilleta, que puso sobre las rodillas no sin meter una punta por un resquicio del chaleco de piqué blanco. Paseó una mirada de águila... del Retiro por la plana primera del papel impreso, que olía así como a petróleo; dio la vuelta a la hoja con desdén, miró todas las columnas de la segunda plana de arriba a abajo, y al llegar a la tercera, respiró satisfecho; me miró a mí casi sonriendo, dobló otra vez el periódico a su modo y se abismó en la lectura de aquellas letras borrosas, que apestaban.

Por cada bocado de pan mojado en la yema de huevo leía media plana. Terminó su lectura, cogió otro periódico y volvió a las andadas. Al llegar a la plana tercera, siempre doblaba el papel y me miraba a mí como aquel que está reventando por decir algo. Así leyó todos los periódicos. ¡Y los huevos, fríos, sin acabar de cumplir su misión sobre la tierra!

Yo soy muy aprensivo, sin que esto sea pretender bosquejar mi biografía, soy muy aprensivo; y por aquel tiempo escribía en los periódicos de Madrid revistas de teatro, que Dios me haya perdonado. Aquellos huevos fríos se me estaban indigestando a mí. ¿Dónde hay cosa más contraria a la higiene que comer y andar, es decir, comer y leer al mismo tiempo? Yo, que tengo el estómago un poco averiado -olviden ustedes este dato en cuanto quieran- y que ya por la época a que me refiero estimaba mucho más la salud que el veredicto del público ilustrado y el fallo de la crítica en la prensa periódica, estaba sintiendo las náuseas que debiera sentir aquel señor que devoraba párrafos incorrectos en vez de almorzar como Dios manda. Dos o tres veces estuve tentado a recitar aquello de


«Bebiendo un perro en el Nilo,
al mismo tiempo corría.
-Bebe quieto -le decía
un taimado cocodrilo».


Pero es claro que contuve mi deseo. No temía yo hacer el papel de cocodrilo inocente, pero al desconocido no le gustaría el de perro. Más adelante, cuando fuimos amigos íntimos, de esos que se insultan, le llamé muchas veces animal, y él a mí crítico apasionado, que era, en su opinión, el mayor improperio. Pero entonces todavía no teníamos confianza. No habíamos cambiado ni una palabra.

Yo conocí por la topografía de los periódicos, que el otro leía las revistas de teatros. La noche anterior había habido un estreno. Demasiado lo sabía yo, que no me había acostado hasta los dos por cumplir mi deber, mal pagado, de llamar majadero en buenas palabras al autor del drama.

Entre los periódicos que se tragó mi comensal estaba el mío. Fue el último que leyó. Mi revista le hizo torcer el gesto varias veces y convertir las cejas en acentos circunflejos. Y de vez en cuando me miraba a mí, distraído, como consultándome, como preguntando qué me parecía aquello que estaba leyendo él.

Un incidente del servicio nos obligó a cambiar algunas palabras; él las enganchó en otras relativas ya a la prensa, y yo aproveché la ocasión para decirle -o reventaba- que se le habían enfriado los huevos y que era malo leer y comer. No sé si fue indiscreción, pero se lo dije.

Él, agradecido, empezó a abrirme su corazón y me preguntó si había visto «el drama de anoche».

Dije que sí. -Qué tal me parecía. -Muy bien -respondí-; así deben ser los dramas. -Lo mismo opinaba él, y se le antojaba que algunos críticos eran sobrado exigentes.

-En el drama de anoche hay moralidad, hay verosimilitud, hay exposición, enlace y desenlace imprevisto. ¿Qué más querrán estos periodistas?

Sin embargo, me confesó que él no podía pasar sin leer todo, absolutamente todo lo que decía la prensa acerca de un drama al día siguiente del estreno; leía, comparaba, juzgaba; no había mayor placer.

-¿Es usted literato? -le pregunté.

-No, señor; soy de Cuenca. He venido en alzada, quiero decir, me han traído ante el Tribunal Supremo; vengo a ver si consigo, a fuerza de recomendaciones, que se haga justicia, que casen una sentencia; y al mismo tiempo pienso asistir a la boda de un hermano de mi mujer, empleado en Hacienda.

-Todo es casar.

-¡Ja, ja, ja! Eso es. No está mal. Eso es... casación... casamiento... perfectamente... Equívoco o juego de palabras... ¿Usted escribe?

Vacilé un momento; pero como no estoy acostumbrado a mentir, así Dios me salve, respondí al cabo:

-Sí, señor... por cobrar... Y como no sé hacer otra cosa... No, y eso... lo hago mal, pero es lo único que puedo hacer...

Me embrollé en mis alardes de modestia. Quería yo decir que escribía sin ilusiones, y que cualquier otro oficio sería más difícil para mí.

-¿Es V. escritor festivo? -preguntó el comensal abriendo mucho los ojos, creo que dispuesto a soltar una carcajada si yo decía que sí.

-¿Festivo?... No, señor; por mi desgracia soy escritor de todos los días...

-¡Ja, ja, ja! Muy bien, juega V. muy bien con el vocablo...

-Crea V. que es sin querer.

-Yo he querido decir si era V. autor satírico... humorístico... vamos...

-Sí; ya sé, ya sé. Pues diré a V. Según caen las pesas. Cuando hay que llamar tonto a un escritor, sería muy feo decírselo con seriedad; entonces soy satírico o humorístico, como V. quiera.

-¿Es V. crítico según eso?

-Algunos amigos de la prensa me lo han llamado, pero yo no puedo asegurárselo a V.; pero crea V. que si lo soy es sin intención. Y V., ¿cómo tiene esa afición al teatro y a la crítica viviendo en Cuenca, donde no creo yo que la escena...?

-Diré a V., yo vivo y no vivo en Cuenca. Quiero decir, que vengo a Madrid muy a menudo y paso aquí grandes temporadas. A veces traigo a mi mujer.

-¿Tiene V. niños?

-Cuatro. El mayor es así... (una vara).

-¿Y la señora es también aficionada?...

-A la Dulce Alianza y a los pastelillos del Suizo. Pero si la llevo en coche, va al teatro también. A los estrenos no me gusta llevarla. Ya ve V., siempre hay exposición.

-¿Exposición?...

-Claro... con esto del naturalismo y el idealismo, y lo de si el teatro moraliza o no... yo he tenido ya tres lances y varias bofetadas. Mire V., aquí para entre nosotros (bajando la voz para que no le oiga Perico), tengo pensado trasladarme a Madrid. Cuenca se me cae encima. Allí no saben lo que es arte. No se discute nada. Si casamos la sentencia y se casa mi cuñado... es lo más probable que cojamos los trastos y nos vengamos aquí todos. El suegro de mi cuñado es persona de buenas aldabas, y yo... creo que, sin alabarme, en Contribuciones soy un espada. He rematado los consumos una vez en Cuenca. Me arruiné y arruiné a mi mujer; pero práctica no me falta... En fin, que me casen el pleito y que se case Ángel, y Dios dirá.

El Sr. Comella había comido ya los huevos fritos, unos langostinos a la vinagreta y un bisté, rociándolo todo con Burdeos de su uso particular. Estaba colorado, se limpiaba los bigotes a cada trago y se incorporaba muchas veces para hablarme.

-Mire V., no tengo inconveniente en decir a usted todo esto, porque me ha inspirado confianza desde el primer momento, y basta que sea V. crítico...

-Le advierto a V. que además soy doctor en Derecho civil y canónico, y tengo algunas tierras... aunque pocas...

-Bien; eso no importa...

-Se lo digo a V. por lo de la confianza.

Me levanté; Comella hizo lo mismo; me tendió la mano derecha y me ofreció los objetos siguientes:

Él.

Su mujer.

Los cuatro niños.

Una casa, una choza, en la calle *** núm.***, en Cuenca.

Alguna renta consolidada.

Y una fábrica de papel si se casaba la sentencia de marras.

Yo no le ofrecí a él más que mi humilde persona.



Ocho días después no me lo podía quitar de encima. Iba conmigo a la redacción, al Bilis-Club, en la Cervecería Escocesa (no sé si irá todavía), y siempre que yo tenía dos butacas para un teatro, una era suya sin remedio. Él me obsequiaba a mí tanto, me pagaba tantos cafés, tanta cerveza, tantas cosas, por más que yo protestaba, y hasta me enfurecía, que no había manera de desairarle. Había que pagarle con algo. Yo, billetes de Banco no los tenía; le daba billetes de teatro. Le pagaba con tifus, según la jerga corriente, sus numerosas atenciones. Así como a otros les da un poco de vergüenza presenciar gratis las comedias, a Remigio (le quito el don por la confianza que ya teníamos) a Remigio le gustaba mucho; se daba tono, y no paraba hasta que se lo hacía entender a los circunstantes. Estar ocupando las butacas del Tal o la Cual... ¡qué honor!, ¡si lo supieran en Cuenca!

Con una semana de anticipación se enteraba de la noche en que había un estreno.

Él iba a la redacción a buscar las butacas. Si el autor del drama en capilla era tan amable que me regalaba los billetes, el orgullo de Remigio rayaba en insoportable. Se sentaba en la butaca, molestando sin ninguna consideración al vecino, «mísero mortal, que ni conocería al autor probablemente, y habría pagado un dineral por sentarse allí».

Antes de tratarme era enemigo de Echegaray. Me confesó que era de los que gritaron «¡Fuera!» la noche del estreno de Mar sin orillas. También me confesó que cuando iba al teatro por su dinero no tenía criterio fijo; solía arrimarse disimuladamente a los grupos de críticos que disputaban; y si había entusiasmo en la sala y en los pasillos, se metía en medio del corro a que acudía, sin disimulo.

-Más de una vez me vi rodeado, sin saber cómo, de Revilla, Bofill, Cañete, Picón, Llana, Bremón, Alfonso y otros muchos, a ninguno de los cuales tenía el honor de tratar. Pero todos me tomaban por amigo de los demás, y como yo era el único que no hablaba, todos se dirigían a mí. Francamente, esto me ponía loco de orgullo. ¡Qué lástima no conocer a cualquiera de aquellos señores para hacerle presentarme a los demás!

-Por regla general -continuaba Remigio- yo prefería el teatro moral y optimista. Cuando un padre rico, v. gr., perdonaba a su hijo la calaverada de haberse casado con una pobre honrada, y todo se volvía contento y bromitas inocentes en el escenario, a mí se me caían lágrimas así, y lloraba y reía; y salía del teatro diciendo: «Esto edifica».

Pero semejantes ideas, contra las cuales esgrimía yo entonces mi pluma en los periódicos, fueron pronto ridículas a los ojos de mi amigo el de Cuenca.

Era yo -y sigo siendo, aunque más prudente- muy entusiástico partidario del teatro de Echegaray; y mi buen Remigio, sea porque creía pagarme así las butacas, o por conciencia, se convirtió en un defensor temerario e imprudentísimo de mis aficiones.

Y tan allá fue en lo de sostener que el teatro de Fulano era ñoño, y el de Zutano inverosímil, y el de Mengano inocente, que al fin juzgó que yo era tibio, y luchaba por su cuenta en los pasillos. Mientras estábamos en las butacas, yo procuraba contenerle... y buena falta le hacía.

Se levantaba el telón. Ya empezaba Remigio a batirse, a comprometerse; él, un padre con cuatro hijos.

-¡Chis!, ¡chitón!, ¡silencio!, ¡esas toses! -gritaba, y clavaba unos ojos insultantes en un pacífico espectador que buscaba su butaca inútilmente cerca de las nuestras.

-¡Silencio!, ¡dejar oír!

-Caballero, busco mi sitio.

-No es aquí.

-Número 7, fila tercera... mire usted.

-¡Pero de orquesta, señor; pero de orquesta! -gritaba Remigio furioso, con voz apagada.

-¡Chis!, ¡chitón! -le decían a él entonces los vecinos.

-Usted dispense... -murmuraba el de la orquesta.

¡Qué había de dispensar Remigio!

-¡Valiente animal! -decía a media voz, casi deseando que lo oyera el otro-. Será un envidioso...

Y volviéndose a mí, furioso porque había perdido una escena -¿qué ha pasado?, ¿quién es su padre? -me preguntaba-. Entéreme usted en dos palabras.

Y yo, con gran paciencia, me ponía a enterarle, aunque sin poder decirle quién era el padre, porque tampoco yo lo sabía...

Remigio ponía la atención en mi relato y los ojos en el escenario, y de repente me interrumpía y me asustaba, gritando como un loco:

-¡Bravooo! ¡Bravooo! -con unas asonancias en la boca que daban miedo. Era que otros entusiastas aplaudían un pensamiento, y Remigio, que no lo había oído, repetía los aplausos como un eco.

-¡Bravooo! ¡Bravooo! -insistía en gritar, y acto continuo, volviéndose a otro espectador, preguntaba:

-¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? ¿Por qué hemos aplaudido?

Pero en aquel instante tosían en los palcos y en las butacas de atrás; tosían de buena fe probablemente, pero Remigio se volvía, miraba con descaro, desafiando al mundo entero, comprometiéndose; miraba a los palcos y gritaba:

-¡Esas toses! ¡Silencio!

-¡Que calle él!

Y callaba; pero una frase de Calvo le entusiasmaba inmediatamente, y Remigio se levantaba estrujando los adornos del sombrero de una señora ¡pobre señora!, que tenía delante.

-Señora, V. dispense -tenía yo que decir; porque mi amigo, que ya no se sentaba en todo el acto, lo que se llama sentarse, aplaudía, aplaudía sin cesar; todo, todo era sublime, lo que oía y lo que no oía.

Ya habían llegado los tiempos ominosos en que empezó a ser moda llamar al autor en medio de un acto para aplaudirle alguna ocurrencia, y Remigio era de los primeros en pedir el careo de Echegaray con el público, sobre todo si había habido toses que a él, a Comella se le antojasen maliciosas, o una voz imprudente de ¡fuera! o ¡silencio!

-¿Cómo silencio? ¿Cómo fuera? Ahora verán ustedes...

-¡No irritarle! -decía yo a los vecinos muerto de vergüenza. Pero ya no era tiempo.

-¡El autor! ¡Ahora mismo el autor! ¡Él solo, que salga él solo! ¡Fuera Calvo, fuera Vico! ¡Fuera el apuntador! ¡El autor solo!...

Terminado el primer acto, Remigio se proponía sacar al poeta cinco o seis o veinte veces, y le sacaba. Cuando por la ley de la inercia el público seguía aplaudiendo y llamando al poeta, Comella salía a los pasillos. La felpa del sombrero, que él se había puesto al revés, estaba erizada como símbolo del entusiasmo y del cabello de Remigio. Claro que no era por tal cosa, sino porque, distraído, Comella había peinado a contra pelo su chistera, como él decía, mientras oía extático los versos de Echegaray.

En los pasillos y en el foyer era ella. Remigio ya no callaba cuando los críticos se dirigían a él; es más, se dirigía él a los críticos, y los trataba con una confianza inmotivada.

Los críticos le conocían todos por las disputas de los estrenos. Ya no le creían amigo de un colega, sino crítico lui-même. Citaba a Shakespeare, y a Sardou, y a San Sardou, como un condenado.

«¡Para él no había ídolos!».

Gritaba como un energúmeno.

«En el teatro no debía haber moralidad. ¡Abajo el teatro casero! ¡Abajo la moral en el teatro!».

«En último caso, él, Remigio, estaba dispuesto a batirse por sus creencias artísticas».

Volvía a la butaca. Ya tenía echado el ojo a dos o tres enemigos del autor; ya sabía dónde se sentaban.

Comenzaba otro acto. Había lucha.

Un espectador decía:

-¡Chisss!

-¡Animal! -vociferaba mi hombre, mi energúmeno.

-¡Silencio!

-¡Fuera!, ¡a la cárcel!, ¡envidiosos!...

Si el otro, allá lejos, insistía en no encontrar aquello bueno, Remigio, que no podía sufrir más (llamaba él sufrir a lo que había hecho), se ponía en pie, y volviéndose del lado de su enemigo, decía más alto:

-¡Calle la cábala! ¡Será algún cesante!... ¡Que calle ese cesante! ¡Le habrá dejado cesante Echegaray!

-¡Fuera ese! -decían los de atrás.

-¡No me da la gana!

Las señoras le miraban con miedo; algunas, jóvenes, con cierta curiosidad benévola; aunque todas se inclinaban a creer que estaba algo loco.

Al salir del teatro yo tenía que taparle bien, sobre todo, la boca. Sudaba a mares. Su sombrero sudaba también, con todos los pelos tiesos. Nos metíamos en un coche; si no, pulmonía segura para Remigio.

Llegábamos a casa. Se acostaba. A la mañana siguiente se presentaba en mi cuarto con cercos morados en los ojos, y pálido.

No había podido dormir en paz. Había soñado que se había batido con Fernanflor, el cual le había cortado las narices con una pluma.

Y añadía:

-Vea V. lo que son los sueños; porque precisamente el Sr. Fernanflor esquivó una disputa que yo le proponía.

-Le tendrá a V. miedo.

-Probablemente. Verá V. cómo fue. Tenía él que pasar por donde yo estaba, entre dos butacas.

-«¿Me permite V.?» -me dijo, muy fino.

Yo, antes de permitirle, le pregunté:

-«¿Qué le parece a V.?, ¿qué opina V.?».

Calló Remigio.

-¿Y qué contestó Fernanflor? -pregunté yo después de un rato.

-Nada... subterfugios.

-Usted dijo: «¿Qué opina V.?» y él, ¿qué contestó?

-¿Él? «Opino... que me deje usted pasar».



Pasó tiempo. Remigio Comella fue y vino de Madrid a Cuenca, de Cuenca a Madrid cinco o seis veces, y tras el último viaje, se presentó en la fonda con su mujer y los chicos.

Buscó casa; un piso tercero en la calle de Ferraz, a lo último, cerca del Guadarrama. Allá se fue, no sin despedirse con abrazos de todos sus amigos de la fonda.

-Lo que V. sentirá ahora -le decía un senador vitalicio, que la estaba entregando por culpa de la gota- lo que V. sentirá ahora será no poder frecuentar tanto los teatros.

-¿Por qué? ¿Por qué he de perder yo una sola función?

-Hombre, como se va V. tan lejos...

-¡Bah!, eso no importa. ¿Y el tranvía? Y en último caso tengo buenas piernas. Mire V., más fácil es venir a los estrenos desde la calle de Ferraz que desde Cuenca... y sin embargo...

Ya no me acompañaba Remigio ni al café, ni al teatro. Nos veíamos pocas veces. Yo le creía muy ocupado con negocios. Pero, por supuesto, a los estrenos no faltaba.

Ya no le entusiasmaba Echegaray.

Dejaba hacer, dejaba pasar, como los economistas.

Le vi muy preocupado, y le pregunté una noche:

-Oye (nos tuteábamos ya; fue una exigencia suya) ¿qué te pasa? ¿Te ha salido mal lo del pleito?

-¿Qué pleito?

-Aquella sentencia... la que te traía a Madrid, ¿la casaron o no?

-¡Qué la habían de casar, hombre!... es decir, si la casaron, demasiado que la casaron...

-Pues entonces estás de enhorabuena.

-¡Qué he de estar!, ¡quita allá! Figúrate que yo lo había entendido al revés. Yo creía que casar una sentencia era conformarse con ella. La Audiencia había sentenciado a mi favor; yo manejé mis influencias, pidiendo que casaran la sentencia... y la casaron. Cuando fui a dar las gracias a los magistrados, me enteré de que me habían arruinado. Casar, casar... una sentencia... yo creía que era como en las comedias, arreglarlo todo a pedir de boca. Pero esos curiales todo lo entienden al revés. Casar una sentencia no es decir que está bien, que se aprueba, como yo creía.

-De modo que por eso andas cabizbajo... tristón...

-¿Por eso? Chico, poco me conoces. Tengo yo más ánimos...

-¿Y entonces? ¿Es que no se casó tu cuñado?

-Ese sí que no se casó; de modo que he quedado sin recomendación, sin destino...

-¡Ah, vamos! Ahora me explico tu melancolía.

-¡Quita allá, hombre! ¿Por no ser presupuestívoro había de estar yo triste? No faltaba más. ¿Qué son los empleados? Sanguijuelas... lacayos... Yo no me ahogo en tan poca agua... ¡Empleado! ¿Quién puede servir aquí? ¡Si en este país no hay Gobiernos!...

-Y entonces, ¿por qué diablos andas preocupado, tristón?...

-¿Que por qué? ¿Y tú que eres crítico me lo preguntas? ¿Te parece a ti que esto es teatro ni nada? No tenemos autores, no tenemos actores, no tenemos público, no tenemos sentido común... Esto no es teatro... Y vosotros no sois críticos. Se acabó el teatro; eso tengo.

Y dio media vuelta y se fue.

Le encontré otra noche en el Español.

Se paseaba en el foyer con unos caballeros a quienes yo no conocía, pero con los cuales le había visto ya varias veces.

Me acerqué a él, le pregunté primero qué noticias tenía del drama (había estreno, claro).

-¡Psh! -y escupió con desprecio-. Como todos. ¿Qué se ha de esperar de un idealista como Sánchez? (el autor). Mucho lirismo, mucho hablar del honor y del deber... pero ¿verdad?, ni pizca... Es como los demás. El teatro agoniza. Mejor diré; ya ha muerto. ¿Y los actores?

Me le habían vuelto naturalista. No sabía yo quién, pero me le habían vuelto. Debían de haber sido aquellos señores taciturnos y mal vestidos que le acompañaban.

-Oye -le pregunté-, y en vista de que no hay teatro, de que ha muerto el teatro, y de que te casaron la sentencia y no se te casó el pariente, ¿no piensas volverte a Cuenca?

-¿A Cuenca? No, hombre, no. Vete tú. ¿Quién se mete en una provincia? Aquí no hay teatro, es claro; pero en Cuenca menos. Además, de un día a otro puede haber una revolución.

-No lo creo, nadie se mueve.

-Una revolución en el teatro, hombre. Yo me río de la política. En la política no andan más que medianías. Yo hablo del teatro siempre.

-¿Y quién va a hacer esa revolución, y qué va a hacer esa revolución?

-¿Qué va a hacer? Pues no dejar títere con cabeza. ¿Te parece a ti que esos caracteres son caracteres? ¿Que ese lenguaje es lenguaje?... Y en cuanto a quién va a hacer la revolución... pues, ¿quién sabe?... Tal vez el que menos se piense...

Nos interrumpió el timbre. Empezaba el primer acto.



Después del final de la comedia:

Remigio, con el sombrero puesto a guisa de solideo (el sombrero ya no tiene erizada la felpa), sujeta a un idealista muy bien vestido y perfumado, por las solapas de la levita.

El idealista se defiende como puede, y procura salvar la gardenia del ojal que amenazan los dedazos de Comella.

-Pero, ¿qué aplaude usted ahí, santo varón? (Y sacude al idealista como si pudiera dar peras). ¿Aplaude usted los caracteres? No puede ser, porque esos personajes son de cartón.

-¿Cómo de cartón?

-Sí, señor; de cartón (sin soltar), de cartón-piedra, si usted quiere, pero al fin cartón. Son unos personajes que dan ganas de tirar al blanco.

(Estoy seguro de que Remigio hubiera fusilado a los actores sin remordimiento; hasta tal punto estaba convencido de aquella teoría del cartón de los personajes idealistas).

Y continuaba mi amigo:

-¡Si se le ven los hilos!

-¿Qué hilos?

-Los alambres; los hilos de que están colgados esos polichinelas... Vamos a ver: a usted cuando le pisan un callo o le seducen a su mujer...

-¡Caballero, mi mujer...!

-Bueno, su señora...

-No, si no es eso; es que la hipótesis...

-Bueno, pues la hipótesis... en fin, cuando se la birlan a usted ¡caramba! (echaba fuego naturalista por los ojos) cuando se la birlan o le pisan el callo de que dejo hecho mérito, ¿prorrumpe usted en décimas calderonianas, ni se acuerda para nada de que hay fango en la tierra y de que el crimen es un lodazal? Responda usted sí o no.

-Pero, hombre, el arte... el teatro...

-¿Es natural que en una situación apurada de la vida nos pongamos a escoger las palabras y a buscar consonantes y vocablos de tantas o cuantas sílabas?

-Y diga usted, y usted dispense -contestó el idealista, salvando al fin la gardenia del ojal y librándose de las manos al natural de Remigio-; y diga usted, y cuando usted suelta un taco, porque le pisan un callo, un par de blasfemias en prosa porque le pisan la mujer (como usted diría), ¿le pagan a usted tres o cuatro duros todos los presentes por la gracia y se la mandan repetir?

-No, señor; pero ya sé a dónde va usted...

-Pues claro; voy a que para oír ternos secos y hablar como usted habla ahora conmigo, nadie querrá pagar su dinero. ¿No dice usted que todo el mundo habla en prosa? Pues por eso queremos que el poeta nos hable en verso en la escena. ¿Que cuesta trabajo escoger las palabras, buscar los consonantes y la medida? Pues que cueste, mejor. ¿No se le pagan al autor sus derechos? ¡Pues que los sude! Lo dice la Biblia: ganarás el pan con el sudor de tu rostro...

-¡Bravo!, ¡bravo! -gritan los del corro.

Remigio, antes de retirarse, vencido, pero no humillado, en compañía de sus siniestros nuevos amigos, me preguntó al oído:

-¿Te parece que debo desafiar a ese hombre?



Cada vez marchaba peor el teatro en concepto de Remigio, que se iba haciendo un desaseado. Ya no era un elegante de provincia. Era un Adán de Madrid. No pensaba en su mujer, ni en sus hijos, ni en peinarse. No pensaba más que en la realidad.

Había que llevar la realidad al teatro; lo demás era perder el tiempo.

-Yo autor -decía- primero me dejaba quemar que consentir que se representara una obra mía en esos escenarios tan pequeños. ¿Qué realidad de carne y hueso puede desarrollarse en esas cuatro tablas?

-¿De modo que, según tú, debiera representarse en la plaza de toros?

-Pues claro. Y otra cosa. Quieren que una acción verosímil se desenvuelva en tres actos y en tres horas. Pasemos por eso de que haya acción, aunque no debe haberla; pero ¿cómo ha de suceder cosa importante en tan poco tiempo?

-¿Pues cuánto tiempo pedirías tú?

-¡Yo! Todo el que hiciese falta. Y el público, si se preciaba de ilustrado, se aguantaría en su sitio. ¿Hacían falta cuarenta días con sus cuarenta noches, como cuando lo del Diluvio? Pues eso. Allí se estarían los espectadores, en sesión permanente, todo el tiempo necesario, o sea novecientas sesenta horas. Lo demás es gana de divertirse, profanar el arte. El teatro ha de ser así, o no tiene razón de ser.

-Pero, dime, ¿quién iba a ser el innovador?

Remigio encogió los hombros. Sonrió con misterio, como hacen en las novelas idealistas. (Por cierto que si él lo hubiera sabido no hubiera sonreído así).

Y se fue.

-Éste algo trama -me quedé pensando.

El hombre de los estrenos suele tener mal fin: acaba muchas veces (no todas) por echar su cuarto a espadas, su cana al aire... por escribir él el drama de sus sueños. No todos, no todos, repito, acaban así; pero... el corazón me daba que Remigio se proponía restaurar el teatro Español, haciéndole pasar al mundo, a la realidad, como él gritaba furioso al hablar de sus locuras.



Lo que yo temía.

Remigio acabó por ahí, por reformador del teatro. No cabe negar que en su obra, que me leyó (para eso son los amigos), hacía entrar el mundo, todo el mundo, en el escenario.

Le llevó aquello (lo llamaba siempre así; no era drama, ni comedia, ni nada representable; era... aquello), lo llevó a un empresario que había contratado muchas veces compañías extranjeras y que tenía sus ribetes de realista.

El empresario le dijo:

-Amigo, eso está perfectamente; ahí entra toda la creación, punto más, punto menos; cada cual habla el lenguaje que le es propio; pasa por la escena todo el mundo; pero por lo mismo, por lo mismo que en esa obra entra el mundo entero... su obra de usted no puede entrar en mi teatro; no cabe. Ya ve usted, el contenido no puede contener el continente... Esto no es disculpa de empresario; son habas contadas.

Remigio, muy a su pesar, se avino a reducir el cuadro.

Ya cabía aquello en el escenario.

Pero hubo otro inconveniente.

Él me refería así, casi llorando, su nueva desgracia:

-En mi obra pasa un acto en una alcantarilla, y el empresario se niega a presentar esa especie de catacumbas urbanas.

-Pero ¿por qué? Yo he visto una zarzuela idealista en que hay un escalo y salen a escena las alcantarillas...

-No, si por eso ya pasa él. Alcantarillas como las de esa zarzuela las admite el empresario.

-¿Entonces...?

-Soy yo quien no puede admitirlas. Me lo prohíbe mi dignidad, mi credo artístico. Esa zarzuela, tú lo has dicho, era idealista. Alcantarillas idealistas también las consiente mi hombre; pero yo...

-¿Pero tú...?

-Ya ves; yo necesito que haya... olor local.



Así se volvió loco mi amigo Remigio Comella, que como él decía, hubiera sido un buen empleado en Contribuciones, a... a no haber estrenos en el mundo.

Oviedo, 1884.


Este cuento forma parte del libro Pipá (Cuentos)