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El imperio jesuítico/Epílogo

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Epílogo

Con el capítulo sobre las ruinas terminaba, acaso, esta obra; pero el estudio realizado imponía á mi ver una conclusión cualquiera sobre los resultados de la orden jesuítica en su imperio guaraní. Nada más cómodo que limitarme á la descripción encomendada, omitiendo un juicio forzosamente susceptible de discusión; es lo que hubiera podido hacer, sin mengua de mi trabajo, á no entender que en esta clase de asuntos es necesario ir hasta donde la conciencia lo determine. Creo, pues, mi deber, agregar algunas palabras.

En el transcurso de este ensayo ha podido ver el lector, según creo, que los jesuítas realizaron con sus reducciones una teocracia perfecta. Siendo ésta el ideal político de la monarquía española, nada extraordinario si protegió á sus autores cuanto pudo, consagrando milicias especiales á su defensa, favoreciéndolos con toda suerte de excepciones fiscales y acordándoles una legislación privilegiada, cuyo espíritu disonaba con el carácter humillante que en cuanto á la Iglesia revistió la peninsular. Desde la franquicia comercial exclusiva, hasta el permiso de armarse sin control, todo lo obtuvieron; con más que ellos mismos sugerían las ordenanzas á su favor. Con ellos no hubo patronatos ni regalías, y la Corona dió siempre mucho más de lo que la retribuyeron.

Así, pues, no hay tal cuestión de intereses en la expulsión, consentida y ejecutada además por naciones donde la confiscación no podía ser un aliciente. Concretándome á España, ésta resolvió con semejante medida una cuestión de ideas. Carlos III no era hombre para concebir un imperio teocrático basado en el quietismo y en el atraso de sus súbditos. Sus tendencias modernas y prácticas procuraban sacar, en este doble sentido, cuanto era posible del tosco instrumento que en manos de los Habsburgos fué sólo un ingenio de destrucción; y si no resultó el Luis XIV de España, faltándole el genio del Gran Rey para igualarlo, es evidente que se le pareció en algunas cosas.

La Península recibió de su mano el más saludable sacudimiento que hubiera experimentado desde la reconquista contra el moro. Una administración excelente, que era quizá la especialidad de aquel monarca, se substituyó al consuetudinario desbarajuste fiscal. La Corona fundó en todo el reino, relacionándolas con la producción regional, fábricas de paños, de tejidos en seda y algodón, de acero, vidrio, porcelanas, etc. Dotó escuelas industriales; creó el Banco de San Carlos con el fin de reanimar el crédito; protegió al comercio, regularizando la detestable vialidad peninsular, estableciendo el servicio postal, abriendo puertos, garantiendo la seguridad pública; y en cuanto á las posesiones ultramarinas, éstas que son hoy naciones independientes, y con mayor razón la nuestra, le deben la abolición del privilegio comercial de Cádiz, el establecimiento de la primera línea regular de paquebotes que servían á Cuba y al Plata, y la descentralización política que al erigirnos en virreinato preparó el camino á la Independencia.

El ideal teocrático, basado en la abolición del individualismo que la riqueza pública desarrolla al aumentarse, y unitario por esencia, no podía tener un devoto en semejante monarca, así como éste no concebía de seguro el progreso de su país bajo la faz material únicamente; de modo que su conflicto con los jesuítas, fué ante todo una cuestión filosófica. Roto el vínculo que por siglos había ligado la monarquía á ese ideal, resaltó con claridad incontestable todo lo anacrónico de aquel sistema, que en forma diversa de la conquista militar, pero substancialmente idéntico á ella, prolongaba las formas sociales de la edad de oro de la Iglesia, eternizando la organización medioeval. Ello era tanto más notable, cuanto que el resto de las naciones había entrado ya en las prácticas modernas, que al difundir popularmente la riqueza, por muerte del privilegio en cuya virtud sólo era accesible á los nobles, fundando la actual sociedad capitalista y poniendo las monarquías á favor del pueblo-fomentaban el individualismo y preludiaban la Revolución. No había, pues, avenimiento posible, produciéndose la ruptura que la evolución retardada tornaba violenta; y claro es que los jesuítas, paladines del sistema abolido, habían de experimentar con mayor viveza el percance. Respecto á las consecuencias sociales de su sistema misionero, creo que van implícitas en un dilema motivado por el estudio mismo de la cuestión:

O los indios resultaban incapaces de la civilización, que pari passu con la marcha de las reducciones realizaban los pueblos blancos, y ésta era la opinión de los jesuitas; ó poseían aptitudes para adoptarla. En este caso, la teocracia erró el camino, al no comprender que el comunismo perpetuaba el ideal social de la Edad Media; en el otro, el exterminio del salvaje era una fatalidad á la cual no cabía oponerse sin perjuicio para la raza superior.

El humanitarismo liberal que los defensores del sistema jesuítico han explotado en su provecho, se espanta de este resultado, consecuente con los principios metafísicos que constituyen su credo; y semejante lógica lo ha puesto en el aprieto de confesar que la obra de los jesuítas fué plausible, ó de renegar su propio concepto para ceder á la pasión sectaria. En igual forma se le ha replicado con la libertad, pretendiéndose que el indio era libre bajo aquel sistema de todo para todos, semejante en apariencia al ideal de los modernos comunistas; pero dicha argumentación, excelente como recurso dialéctico, constituye una anomalía para quienes organizaron el comunismo en forma tal, que todo progreso económico era imposible al individuo. Aquel socialismo de Estado, más despótico que un imperio oriental, permitía la igualdad, pero la igualdad de la miseria, como que todo existía por la providencia del Padre director: la renuncia de los bienes terrenales, que es para el cristianismo católico el más seguro medio de salvación. Por lo que respecta á las consideraciones humanitarias, ellas son igualmente inaceptables en los sacerdotes de una religión, cuya ley originaria autorizaba precisamente los exterminios de raza, cuando el pueblo escogido tenía en los otros un obstáculo á su desarrollo, consagrando así, en la forma religiosa que sintetizaba los prestigios de la época, esa eterna ley de la lucha por la vida á la cual pertenece también el secreto de la historia.

Los indios eran incapaces de vivir en estado de civilización, como lo demuestra de sobra el fracaso de las reducciones al ponerse en contacto con el mundo, pues su organización fué en el fondo un salvajismo atenuado cuyos efectos aun perduran en el Brasil y en el Paraguay. Esos descendientes de los guaraníes reducidos, no tienen todavía noción clara de la propiedad, siéndoles desconocida toda ambición de enriquecerse. Si los aguijonea la necesidad, hurtan ó despojan; y el rasgo típicamente salvaje, de que toda labor está encomendada á la mujer, prueba cuán poca influencia tuvo en efecto la conquista jesuítica. Se dirá que el clima tiene la culpa, pero el clima no es una fatalidad; y una obra que ni en parte mínima supo corregir sus efectos, fracasó en su faz esencial. La civilización, bajo su aspecto moral, es un conjunto de cualidades artificialmente desarrolladas, proviniendo de aquí la diferencia entre el individuo civilizado y el salvaje. Éste depende en absoluto del medio en que ha nacido; el otro es su colaborador inteligente.

Aquellos hombres, á los cuales sólo agita de cuando en cuando el instinto nómade, en correrías que suelen resultar salteos, tienen vivo al salvaje bajo su estructura semi-culta; y eso está manifiesto en la atroz barbarie que caracteriza sus revoluciones y sus motines: después de todo, la aptitud bélica era la única cualidad individual que se les había desarrollado.

Las guerras que asolaron á las Misiones argentinas hasta despoblarlas, han sido una verdadera depuración, de cuyos resultados podemos felicitarnos por comparación con los estados vecinos.

Es necesario, para apreciarlo bien, haber visto ese pobre Paraguay, enfermo de pereza bajo el dosel de su selva magnífica-rey de las piernas de mármol cuya miseria acrecienta el esplendor de su pompa inútil; ó esa frontera brasileña cuyos paisanos, mucho más cultos que los nuestros, viven acariciando el ensueño bandolero como el único calmante á sus pasiones y á su miseria. Más que por la vaguada de los ríos limítrofes, y sobre la tierra, idéntica desde luego, el meridiano de demarcación está trazado allá en el espíritu.

Los jesuitas tomaron por tipo de organización social á su propio instituto, basado como sobre un triple cimiento, que da ya el plano del edificio, en tres principios fundamentales: el comunismo, la autoridad absoluta y la renunciación de la personalidad; pero los resultados hicieron comprender bien pronto que semejante estructura, eficaz para cuerpos pequeños y militantes, no era aplicable á los pueblos. Estos tienen otras necesidades, y aunque semejantes con aquellos, no son idénticos. Así, las cualidades que desarrolló en los guaraníes fueron inútiles ó nocivas respecto á la civilización moderna.

Religiosos y sumisos, carecieron de arranque individual, perpetuamente delegado su albedrío en los P.P. ó en la divinidad. Bravos se mostraron en la insurrención de 1751 y en sus encuentros con los mamelucos; bravos, pero sin energía. Es que la religión, aliada del soldado para la lucha por el sostén de la antigua supremacía en el medio moderno, cada vez más escéptico y pacífico, es decir, cada vez más adverso-no desarrolla sino el patriotismo militar en el cual estriba la persistencia de la alianza, reuniendo bajo esa forma las dos tendencias menos compatibles con nuestra civilización. El engrandecimiento por la riqueza, que es el ideal moderno, requiere el predominio de la habilidad calculadora y de la paz, antípodas del sentimentalismo religioso y de la gloria bélica; y como los conceptos del honor y de la virtud se han confundido con el ideal dominante, según sucede en todas las civilizaciones, dichas tendencias perdieron sus cualidades substantivas, expresadas por aquellos conceptos, convirtiéndose progresivamente en meros elementos de decoración.

Así, el indio de las reducciones fué un tipo regresivo por su educación, fuera de sus deficiencias étnicas; pero tal es el poder de las ideas, que todo puede esperarse de su eficacia. Esta resultó desgraciadamente perjudicial y nula, cuando la empresa degeneró de religiosa en comercial. La conversión de las tribus no fué ya el propósito dominante, sobreponiéndose la tendencia política de la orden á toda otra consideración. Entonces empezó á realizarse el plan geográfico del Imperio.

El lector tiene á la vista un mapa, trazado con el objeto de hacerle conocer la situación que ocupó después de la emigración de la Guayra. Con este acto fracasó la primera tentativa, que era más provechosa, pues buscaba el Atlántico por puntos aproximados á las Capitanías brasileñas más ricas, donde los establecimientos jesuíticos tenían una importancia también mayor. Conseguido aquel desahogo, el que buscaban por Porto Alegre y

quizá un tercero por el Marañón, el plan se realizaba en esa parte. Quedaba el contacto con el Perú y con el Tucumán, que buscaron por medio de fundaciones sucesivas sobre el río Paraguay, y por el Chaco respectivamente. Señalaban el primer objetivo las reducciones de San Joaquín, San Estanislao y Belén, cuyas distancias considerables entre sí, relativamente á las de los otros pueblos, demuestran su carácter de puestos avanzados. La otra línea de comunicaciones fué una constante preocupación religiosa y militar. Su acceso estaba demostrado desde la expedición de Diego Pacheco; y en los primeros años del siglo XVIII, jesuítas enviados del Paraguay como consecuencia de la expedición represora de Urizar, habían llevado sus misiones al Chaco, fundándolas entre los lules, ojotas y abipones. Está fué la primer tentativa seria de comunicación jesuítica.

Ocho años antes de la expulsión, Espinosa y Dávalos, gobernador del Tucumán, intentó establecerla entre su sede y el Paraguay; llegó hasta el Bermejo y regresó sin conseguirlo, pero descubriendo el camino que los indios chaqueños mantenían expedito para invadir á las poblaciones tucumanas. El problema quedaba resuelto, pues [1]. El Tucumán abría á su vez otra comunicación con el Perú, de donde habían venido los jesuitas que allá se establecieron; y si desde acá se marchaba hacia el Norte por el río Paraguay, las reducciones peruanas se acercaban en sentido opuesto, poniéndose, con la de Buena Vista, á 85 kl. de Santa Cruz. Sólo 300 separaban ya del Atlántico, por el distrito del Tape y Porto Alegre, á los jesuítas; de modo que la expulsión truncó la empresa en el momento de su logro definitivo [2].

La carta agregada, no es topográfica desde luego, tendiendo principalmente á producir en el lector la impresión gráfica de las extensiones que ocupó y tendía á ocupar el Imperio. Esto explicará su ausencia de detalles, que hubieran distraído perjudicando á la claridad.

He limitado así mismo las superficies, por medio de una doble poligonal que las hace mucho más perceptibles, si bien las fronteras no resultan del todo exactas; pero éstas jamás han sido determinadas con precisión, estando uno obligado á calcularlas por los puntos extremos de ocupación jesuítica, cuyas noticias presentan caracteres satisfactorios de exactitud [3]; lo cual atenúa más la licencia, en gracia sobre todo de la facilidad que pretende dar. Tampoco figuran marcados con el signo convencional correspondiente, todos los puntos donde hubo posesiones jesuíticas, salvo los que se encontraban en el área efectiva del Imperio; en el resto figuran solamente los principales, á modo de notas comprobatorias.

El mapa representa un trozo de la América Meridional, comprendido entre los paralelos 20 y 32, desde la costa del Atlántico hasta la Cordillera de los Andes solamente; pues como ya dije, he suprimido todo detalle que pudiera confundir. Dos fondos diferencian las divisiones entre el área efectiva del Imperio y la que tendía á ocupar. El blanco destaca á la primera, en un polígono cuya base austral se prolonga á poca distancia del paralelo 30 hasta Porto Alegre. Este polígono circunscribe la extensión del antiguo Imperio desde Belén al río Miriñay; desde aquí á la Sierra de los Tapes desde dicha sierra hasta el río Iguazú y por último hasta Belén, costeando el Paraná y la Sierra de Maracayú que separaban de la Guayra al territorio. Estas eran las Misiones propiamente dichas, con una superficie de 53.904 kl. aproximadamente.

Las otras dos secciones, en fondo agrisado, con áreas de 239.040 y 77.382 respectivamente, no dan todavía lo que pudiera llamarse «zona de influencia» jesuítica; quedando fuera de ella muchas posesiones en la costa brasileña y en el Sud argentino sin contar las del Perú; pero lo que se da es el Imperio, tal como tendía á constituirse en esa vasta zona de 370.000 kl. cuyos límites abarcaban las regiones más variadas y ricas de la América Meridional.

Difícil es conjeturar lo que hubiera sucedido, á continuar semejante organización; pero puede inferirse algo perjudicial para la América libre. Aquel sistema económico basado en el comunismo, era antagónico con la independencia de carácter individualista que el siglo XVIII iniciaba. El capitalismo, desarrollado como un fruto de la riqueza que acumularon en poder de la burguesía colonial la explotación del proletariado, y los contrabandos, acentuaba entre nosotros aquel fenómeno, con el cual coincidían, por caracterización peculiar, las condiciones heredadas del conquistador.

Éste las había trasladado aquí, adaptando á ellas un medio inferior que ni el obstáculo del clima le presentaba, por ser muy análogo al natal; de modo que su nueva situación, no fué óbice á las tendencias peninsulares. Su ocupación casi exclusiva, la ganadería, era una expedición conquistadora á la cual no faltaba ni el carácter bélico, en pugna con el ganado bravío y con el salvaje que periódicamente invadía para arrebatarlo; y esto fomentó el predominio del coraje exclusivo, así como el desdén hacia la agricultura y el comercio, que las dificultades opuestas por la topografía y por la ley á la circulación de la riqueza, acentuaban todavía.

Los campos fiscales hormigueaban de ganado sin dueño, en el cual iban á depredar todos los años, con autorización del gobierno; cuadrillas de trabajadores que enriquecían las estancias. Tenían una denominación específica, lo que da al fenómeno rasgos de industria organizada: llamábanlos gauderios, vocablo cuya alegre etimología [4] denuncia el carácter de semejantes empresas. Eran un jolgorio ecuestre y de manga ancha, que exaltaba hasta el delirio la afición á las aventuras.

El privilegio habíase trasladado, además, con la nobleza, exagerándose al contacto de una raza esclava y explotada sin misericordia; bien que la forzosa intimidad, ocasionada por las labores rurales, hubiera establecido cierto compañerismo entre el señor y el proletario. Éste encontró incentivo de sobra á su instinto nómade de mestizo, en la extensión de la pampa y en su desheredamiento, volviéndose salteador y cuatrero; á todo lo cual se agregaba la haraganería, que una fácil manutención, proporcionada por el ganado cerril, aseguraba como una prebenda. Monopolizada la tierra, al instante mismo de efectuarse la conquista, el empleo público formó la única esperanza de los que no entraron en el reparto, pues no les quedaba efectivamente otra situación. El comercio se arrastraba mísero, entre las contrariedades del monopolio y los azares del contrabando, que al persistir como una válvula de escape, algo producía, pero engendraba también un fisco cada vez más caviloso, es decir metido en todos los accidentes de la vida privada y pública, hasta volverlas dependientes de su omnipotencia providencial. La venta del puesto público, que empezó tolerada, acabó en legal de allí á poco, extremando los abusos del fisco y las protestas del pueblo, condensadas en su falta de respeto á la autoridad. Los motines hispano-americanos son una herencia del fisco español, cuya legislación enteramente formal volvía pesimista al pueblo con su ineficacia, haciendo resaltar más la corrupción.

Poco tuvieron que modificarse, pues, las tendencias peninsulares, de ningún modo contrariadas por el medio, cuya plasticidad inorgánica se plegó á todas las exigencias de la civilización invasora. Unicamente la colonización, que engendra el deseo del engrandecimiento personal por el trabajo, hubiera podido influir sobre el tipo conquistador hasta modificarlo; pero la conquista era ante todo una operación de fuerza y de dominio, que sólo se proponía la explotación del natural.

Si este espíritu dominante no hubiera producido la exclusión del criollo para los puestos públicos, la independencia se retardaba quizá un siglo, faltando en la mentalidad local los elementos que realizan esa clase de evoluciones. La exclusión hizo patriota al criollo, pero sin mejorarle naturalmente la conciencia; y así, la única virtud que poseía al emanciparse, era el patriotismo de carácter militar.

Salvo algunos detalles externos que hacían odiosa á la conquista laica, la espiritual fué idéntica en esencia, como se ha visto; y parece escrita para ella la frase con que Buckle presenta al pueblo español, tan anulado en sus iniciativas y tan corrompido por el providencialismo de Estado, que su ruina depende exclusivamente de una flaqueza de sus directores.

Uno y otro conquistador imperaron sobre el indio, al considerarse sus inmutables superiores por la civilización y por la raza; y éste, con rigor ó con dulzura, fué declarado, desde luego, incapaz. Aquí reside la falta de lógica de la conquista espiritual, pues esa incapacidad acarreaba incontestablemente el exterminio. La conquista laica habríalo realizado, poblando al país con elementos superiores y con mestizos, que eran libres por la ley, á beneficio de las actuales generaciones

Al humanitarismo puede esto parecerle atroz; pero el derecho á la vida es un resultado de las condiciones del viviente, no una cuestión sentimental y soluble con arreglo á cánones eternos. En esos choques de razas hay fatalidades crueles, pero superiores á la voluntad humana; y si cada hombre debe tener por norma el ideal de una civilización superior, donde estos conflictos ya no existan, el criterio histórico le obliga á considerarlos en relación con los intereses de su pueblo y de su raza, campos de acción donde esos mismos percances apresuran el advenimiento de la situación superior.

Hoy por hoy, la humanidad no existe ante la justicia sino como una entidad abstracta cuya efectividad en el hecho se prepara, entre otras cosas, con el predominio de las razas superiores á las cuales pertenece semejante ideal; habiendo concurrido entonces á realizarlo, las mismas transgresiones aparentes que por su resultado se justifican ante la historia. No es posible aplicar a priori los principios de la justicia, ni hay mal absoluto en ninguna acción. Si el exterminio de los indios resulta provechoso á la raza blanca, ya es bueno para ésta; y si la humanidad se beneficia con su triunfo, el acto tiene también de su parte á la justicia cuya base está en el predominio del interés colectivo sobre el parcial.

La conquista jesuítica no benefició sino á sus autores, por otra parte. Los conquistados fueron víctimas del sistema español, en el cual ya constituía una exageración la empresa jesuítica.

España, conquistadora exclusiva, no sabía dominar sin oprimir, porque atacaba la unidad moral del pueblo conquistado, imponiéndole una religión y un estado civil distintos de los suyos, en vez de usar, á imitación del romano y del inglés, una discreta tolerancia para incorporarlo evolutivamente á su sér. Pero la tolerancia es virtud moderna, y el fanatismo español era medioeval.

Su política no tendía sino á anular la conciencia, porque el absolutismo, que constituía su ideal, se basaba en la opresión del espíritu y en el anonadamiento del individuo á beneficio del Estado todopoderoso. Las formas representativas no podían existir entonces; y los cabildos no fueron nada de esto, como pudiera hacerlo creer un examen superficial, porque no representaban al pueblo, sino á la autoridad; no al derecho, sino á la fuerza.

El ideal político de la Edad Media había sido la unidad en todo: una religión en una imperio dirigido por una sola cabeza. De aquí nació el concepto falso en cuya virtud la libertad es una creación postiza que depende de la ley; y tan arraigado quedó, en siglos de opresión bajo el doble prestigio de la Monarquía y de la Iglesia, que nuestras mismas constituciones democráticas, aunque con formas muy atenuadas, persisten en sustentarlo; siendo pocos todavía los que comprenden, á pesar del libre examen y de la crítica, que toda leyes originariamente un acto de opresión.

La igualdad, que fué la aspiración del pueblo á gozar del fuero nobiliario, se confundió con el mucho más elevado concepto de libertad, sobre todo para la lógica jacobina, á la cual derrotaron los jesuitas cuanto pudieron demostrarle que en el Imperio había igualdad.

Habíala, en efecto, pero ya hemos visto bajo qué condiciones de sujeción; y tan estrecha, que hasta la edificación era igual. El gobierno español la impuso, no ciertamente en homenaje á la libertad, antes por todo lo contrario; y la conquista espiritual transportó al Nuevo Mundo, con mucha mayor perfección que la militar, el sistema de aquella China del Occidente.

La expulsión fué entonces un antecedente favorable á la revolución individualista y federal que se preparaba. Bajo su imperio, los guaraníes de las reducciones, que jamás conocieron ley protectora de sus derechos, ni tuvieron otro concepto de la libertad que el asueto, lo trocaron fácilmente por la licencia montonera. Para ellos no había otra relación con el poder que la sumisión ó el motín.

El triunfo del sistema jesuítico habría implicado la perpetuación de la Edad Media, cuyo funesto resultado está patente en la España absolutista, con tanto mayor estrago cuanto que era una cuestión de ideas y en éstas reside el secreto del progreso.

Correlativas del período industrial en que nos hallamos, las instituciones representativas son hoy indispensables á la subsistencia de los pueblos; pero eran imposibles bajo aquel régimen en el cual faltaban los tres grandes propulsores de la industria: la moneda, la libertad comercial y la libertad de conciencia.

Mantenidas por España en la Edad Media, las actuales naciones de América cayeron de golpe á la contemporánea cuando se independizaron, proviniendo de este brusco desplazamiento sus convulsiones intestinas. Tuvieron que pasar en pocos años por todo cuanto los pueblos de evolución normal habían sobrellevado durante siglos, depurándose así de sus vicios históricos; y aquello que se opusiera á su desvinculación de la Metrópoli, constituiría para ellas un grave mal.

El Imperio Jesuítico habría sido este obstáculo. Libertado con el resto de América, es seguro que no aceptaba á la independencia en su concepto fundamental, vale decir como una emancipación del espíritu. Formidable teocracia, tranquila en su inercia de bloque, mientras las demás experimentaban su libertadora crisis, habríalas impuesto la ley de la fuerza al tomarlas debilitadas por ese fenómeno; y el triunfo de su política, basada sobre el comunismo y el aislamiento, que años después dieron para muestra el Paraguay de Francia, malogra de seguro la obra revolucionaria en su faz más bella.

Fiel al trono, su acción contra-revolucionaria triunfa quizá; y esto ya lo preveían jesuitas tan sesudos como Falkner, quien en su Descripción de la Patagonia anotaba pocos años después de la expulsión, los primeros síntomas de independencia entre las poblaciones rurales.

No cabe duda que, al empezar la lucha, semejante fenómeno se producía; mas percibiendo el éxito de la independencia, la adaptación se habría efectuado, con tanta mayor razón cuanto que hombres tan prácticos nunca combaten por formas de gobierno; constituyéndose en el centro de la América Meridional una de esas repúblicas teocráticas cuyo espécimen lo dió el Ecuador de García Moreno, y cuya influencia hubiera dominado al Continente en un verdadero contragolpe de la barbarie indígena.

Seguro es que la civilización y el salvaje, enemigos naturales y en pugna abierta hoy mismo para muchas secciones del Continente, están en una razón inversa, cuyo efecto estricto consistiría en determinar el éxito de la primera por el fracaso del segundo; pero sin entrar á discutirlo, resulta harto significativo que las naciones más adelantadas sean aquellas en las cuales la población indígena se aminora.

El Imperio Jesuítico, trocado por la independencia en la República Cristiana de que hablaban sus autores, se habría encontrado desde luego en ese caso, y sin la coyuntura de modificarlo por una laboriosa adaptación á las instituciones, como lo van haciendo las demás; de modo que por su parte á lo menos, la independencia nada hubiera resuelto.

Ahora bien, la independencia sin la libertad espiritual era una subalterna evolución política, con el resultado seguro de una reconquista ó de una nueva subordinación. Las nacionalidades recién fundadas no habrían hecho más que subdividir la decadencia general, pero no remediarla, adoptando en vez de las instituciones democráticas, que son las únicas progresivas en el medio moderno, la teocracia ó la monarquía cuyo advenimiento soñara el conservatismo miope de la Revolución.

Tiene, pues, la América una deuda de gratitud con el monarca, que eliminando obstáculos al progreso, garantió su estabilidad bajo las formas políticas asumidas luego por los pueblos emancipados.

Primero los «paulistas» con su horrenda incursión á la Guayra, que malogró por muchos años la empresa jesuítica y empequeñeció para siempre su magnitud; después Carlos III, con su radical medida, libraron á la América futura del tropiezo más grave que habría sufrido al libertarse.

Así es como va tejiéndose á través de los tiempos la trama de la historia, y cómo vistos los hechos en su inconsciente fatalidad, resultan igualmente injustos su alabanza y su vituperio. No hay entonces ante el espectador inocentes ni culpables, sino únicamente organismos que luchan por subsistir en el campo de la vida. Jesuitas que se empeñan en mantener un ideal, retrógrado para el nuevo estado de cosas, son del todo idénticos á los demócratas de mañana, que harán lo mismo ante otras formas sociales sufriendo iguales derrotas.

La conciencia se amplía adoptando este concepto crítico, en el cual no tiene cabida la intolerancia peculiar á los principios absolutos; y sustituye la severidad clásica del historiador antiguo, con la bondad, más simple y más humana.

Sociedad que padeció y ha caído con su mundo de dolores á cuestas, no merece por su retardo el desdén de las venideras, cuando si éstas andan mejor, hallando menos espinas en la ruta, es porque la otra al dejarla se las llevó pegadas á los pies.

Cuando uno piensa en lo que padecieron, en lo que trabajaron, de qué modo han creído y á qué fin han marchado aquellas colectividades anacrónicas ahora, ve á la humanidad repetida en una eterna regeneración. Esos combatieron por la vida como nosotros; su ideal fué un momento la forma próspera, con la cual dominaron la inmensa hostilidad latente que el universo opone al dominio de su animálculo racional; sus pasiones, al igual que las nuestras, buscaron el placer sin gozarlo nunca, como rebaños muertos de sed antes de llegar al abrevadero; sus virtudes, gotas de agua en la sombra, estuvieron cavando, llora que te llora, la ardua roca del egoísmo humano, donde labra el progreso estalactitas tan bellas y tan frías...

Todo lo mismo, todo igual, todo eterno, agrega el pesimista para quien la tradición es un grillete de presidiario. Pero no; esas multitudes caídas son otros tantos mineros de la sombra, que van echando de abajo la tierra nueva cuyo volumen ocupan; y así la historia no puede discernir otra cosa que su perdón á los trabajadores desaparecidos, cuando su obra fracasó en el error, reservando su simpatía á los que, aun en este caso, lucharon por un ideal, sin esperanzas de satisfacción mundana.

El fiasco reside en el monopolio de la eternidad, que las instituciones se atribuyen con una vehemencia equivalente á lo mudable de su condición. Eterno no hay nada, como no sea la incesante conversión de las cosas y de los seres, hacia estados coincidentes por ventura con el ideal de la dicha humana, en unión de la cual se desarrollan determinados por un acuerdo superior; y la fatalidad del Otoño, igual en los ideales como en el año, no es lamentable cuando las hojas, al desvestir la rama cuya lozanía sonrió primaveras, descubren frutos que son manzanas de dicha para los míseros innumerables en quienes palpita el barro primordial, y pomas de oro para el soñador de Hespérides.


  1. Puede mencionarse también la expedición de Arrascaeta, enviada por el gobernador Campero, y que, copada por las tribus, no pudo realizar su misión.
  2. Tenían también reducciones en el Sur de Buenos Aires y en la Cordillera austral, hasta el Estrecho; pero nunca dieron buen resultado.
  3. El sistema de ocultación seguido por los P.P. crea todas estas dificultades, nada más que á ciento treinta años de la expulsión.
  4. Proveniente sin duda de gaudere: gozar, divertirse. La Academia no dá el vocablo en su Diccionario, aunque registra el afín godería: comilona en caló.