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El médico rural: 28

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El médico rural
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo XVII

Capítulo XVII

Fuera, en la tibia noche de marzo, y todavía a las once, seguía vociferando casi la misma multitud que escoltó al cortejo hacia la iglesia y al retorno de la iglesia. Desde la terraza de las tapias, los criados encendían antorchas y bengalas, y Curra no cesaba de lanzar puñados de confites.

Dentro no cabía más gente; alrededor de la gran mesa del hall apretujábanse damas y señores, riendo, gritando, manchándose con los vinos y los dulces. Muchos tenían que resignarse a estar amontonados por las puertas, y algunos, más prácticos, retirábanse en grupos al pasillo con su sorda borrachera y una botella de champaña... Porque había champaña, legítimo; timbre fastuoso de una fiesta que quiso poner doña Claudia al nivel del fastuosísimo suceso.

Habían venido de Oviedo los tíos de Inés; de Oyarzábal, el doctor Peña con sus hijas, y parientes de otros pueblos. Únicamente el conde senador, lustre y prez de la familia, hubo de disculparse con políticas urgencias. El director del banco lucía su mundano aspecto y un botón en el ojal. El doctor Peña, otra condecoración y sus brillantes. El notario y el farmacéutico bebían en broma con el cura, con don Luis. Y abundaban las levitas, no todas de buen ver y no faltaban tampoco las chaquetas, ya por igual disimuladas a su plena libertad entre el desorden.

Sentado Juan Alfonso al pie de una primita de Morón, ella iba resultando demás dicharachera, en la alcohólica alegría que a todos embargaba; aburríase, no sabiendo sostenerla el tiroteo de gracias y donaires; estaba flaco; dijérase que, en la casa de Evelina, le mataba el recuerdo de la bella. Su padre, en cambio, monopolizaba y hacía reír cosquillosamente, al otro extremo de la mesa, por un lado, a la mujer del director; y por el otro, a la melosa doña Juanita Gloria Márquez..., cuyos ojos, a ratos, espiaban a la pareja satisfecha que enfrente componían el coadjutor y doña Claudia.

En su calidad de padrinos, Esteban y Jacinta ocupaban puestos de honor junto a los novios. Ella, a la izquierda de Alberto, y él, a la derecha de Inés. Si tal fuese o no la rigurosa colocación protocolaria, lo ignoraba el médico, que al amparo del mantel podía estrechar la mano que Inés tendíale con frecuencia; sabía tan sólo que Inés, su Inés, voluntariosa, le exigió con un rápido mirar que sentárase allí para el banquete.

Querría la apasionada sentirle cerca por esta hora, al menos, en la falsa y memorable noche de sus nupcias. La veía triste, entre el gozar de los demás, y dábala licores, que ella sorbía ávidamente con el ansia asimismo de aturdirse; en pago, iba entregándole por debajo de la mesa tantas cosas y pedazos de su adorno, cual si ella propia así pudiera irse poco a poco destrozando y entregando.

Habíale ya hecho coger y guardar en los bolsillos el pañuelo, una peineta, botones, dos sortijas, unas sedas de agremán..., y aún ahora le dejaba el famoso ceñidor de las fechas regalado por sus primas... «¡Lo tiras!»... «¡Me das otro!»... «¡7-11-9!... ¡son las nuestras!»... pudo a saltos deslizarle en un recrudecimiento del barullo.

Se admiró él, al comprenderla -inquieto ante la audacia dolorosa que prestábanla las pequeñas copas de licor, y retirando de su alcance una que intentó ella beberse por su cuenta-. Siete de noviembre, en efecto... ¡recordó el joven que había sido la fecha de ellos, en la memoria de Inés tan precisamente conservada!

No lejos de los dos, garantía de sus próximas venturas, estaba doña Antonia, cuya memez hubiera de estorbarles poco y cuyos achaques serviríanle al médico de perpetua ocasión para venir a verla diariamente. Curra, además, cedida a Inés, por su madre, como el Cristo, seguiría velando la secreta felicidad de este chalet mejor que en su casita.

Mas, ¡oh!... ¿Qué?... De nuevo Inés le apremiaba con algo, allí debajo. Cauta acudió la mano del prudente, y... ¡oh!, era el azahar, íntegro el ramo que ella se habría desprendido del pecho... Aun llegado tarde, le pertenecía; lo agradeció..., y se vio negro para ocultarlo, para guardarlo. El «marido», mientras, siempre silencioso y lúgubre, con la boca abierta y las barbas y las solapas de la levita llenas de almíbar, aburríase y miraba hosco a doña Claudia -que ya dos veces, fuera, había tenido que reñirle la manía de «irse a su casa, a dormir».

Hora de los brindis, iniciados por Frasquito. Leyó el suyo en verso, y dijéronlos en prosa Ramón Guzmán, Macario, don Indalecio y el ovetense director del banco, Brusco el padre de la novia, los cerró con una frase que le salía del corazón:

-¡Brindo por la felicidad de mis hijos, y por el padrino de esta boda, y médico de primer orden, que ha podido permitirla, volviéndole a mi querida niña de mi alma el gozo y la salud!

Sin retóricas, aquella sincera gratitud provocó los entusiasmos. Era verdad. Curada Inés; radical y prodigiosamente curada por Esteban, los tíos de Oviedo volvían a sorprenderse de la espléndida mujer hallada en la pálida y medio tísica chiquilla. Todos celebraban su belleza, su vigor..., y Jacinta se esponjaba con el triunfo del marido. Sino que advertía don Indalecio la mortificación que el homenaje al joven médico imponíale al doctor Peña, y lo cortó, poniéndose de pie, y pidiendo, para empezar inmediatamente el baile en el salón, que el simbólico azahar fuese repartido.

Inés y Esteban temblaron. No se habían acordado antes de la clásica costumbre de repartir entre los concurrentes el azahar. Las miradas claváronse en ella, que súbita se llevó las manos al pecho, y su estupefacción se atribuía al dolor y la sorpresa de haberlo tal vez perdido por las calles. Horrendo compromiso. Sudando espanto, logró Esteban sacarlo del bolsillo y ser el primero en inclinarse como a buscar debajo de la mesa.

-¡Aquí está! -dijo, tornándole la vida a Inés, al presentárselo, y cierto de que nadie pudo advertir su maniobra.

-¡Pisadas! ¡Chafadas! ¡oh! -deploró por todos doña Claudia, en el silencio lastimoso.

Alberto reíase a carcajadas. Le había hecho gracia el incidente.

Efectuado el reparto de las flores, vaciáronse las mesas en tumulto hacia el salón. El baile comenzaba.


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Y bien... ¿era él un hombre tan vulgar como los demás, como Juan Alfonso, como los duques, con la diferencia de necesitar un poco de alma en sus amantes... o era, más que ninguno, y a pretexto de bellezas o de almas, un definitivo sinvergüenza?

Problema que Esteban planteábase, abrumado en una mecedora del cenador, adonde habíase refugiado para mitigar su angustia con la soledad y el fresco de la noche.

Le sería difícil resolverlo bajo un ambiente de vileza capaz de consentir la iniquidad que se estaba celebrando.

Oía el vals; las abiertas ventanas vertían luz y estruendo de alegría; y tantas enormidades, tantas discordancias, tantos absurdos palpitaban en el fondo de la fiesta, que él propio, considerándola desde su origen, no sabía ni discernir si hubo sido el seductor o el seducido de las dos mujeres que por confluencias de sarcasmo le evocaba este jardín: la una, Evelina, teniendo tras ella su historia de descocos; la otra, Inés, a su madre, a Alberto, a Curra... ¡Tal vez doña Claudia, por medio de aquellos médicos reconocimientos singulares y de Curra, hubo de buscarle para consolar a la inocente, como buscó a Braulia la Chinarra para «probar» al tonto desdichado!

Mas no; en gracia a la mayor incongruencia de la vida, la extraña boda habíase realizado..., seguíase festejando con el cándido concurso de todas las torpezas: la madre, digna y santa como madre, prostituida como mujer por cien amantes, se moriría de pena y de bochorno si pudiese sospechar que ya su hija aportaba uno al matrimonio que bendijo el de ella, el coadjutor; Jacinta, la esposa del esposo verdadero, había sido la madrina, e igual que todos los que allí bailaban, hartos de vino y de dulces, juzgaba una gran suerte la de Inés... la única triste, a pesar de tantos faustos ostensibles... Nadie, nadie en mitad del deslumbramiento de sedas y de muebles, se acordaba siquiera del martirio de aquella delicadísima mujer que horas después veríase a solas con un imbécil repugnante, de aquella virgen que en vano esperaría su abrazo de pasión... Nadie; porque nadie le concedía importancia alguna al corazón en estas cosas..., en estos secretos y espantosos conflictos de las vírgenes, que la tisis si acaso resolvía, como estuvo a punto a Inés de sucederle... Y ¿qué más que tanta miserable infamia, de tanta torpeza junta pudiese disculpar a Esteban, por mucho que su conducta fuese miserable?...

Afortunadamente, la virgen no lo era, y habíase anticipado a cobrar sus recibos de crédito a la vida, extendidos en papel de amor y juventud.

¡Sí, de amor!..., de amor-delito, en un mundo donde, por lo visto, resultaban civismos y virtudes envidiables la venta de una hija y el traidor asesinato de un alma de ilusión...

El bárbaro contrasentido hízole a Esteban doblar la frente, con inmensa pesadumbre.

Juguete de la vida, igual que los demás, su inconexa vida, desde dos años atrás, ofrecíasele en bufo panorama. ¡Palomas!, ¡oh!... ¿Qué había sido en él de aquellos firmes y agradecidísimos proyectos de fidelidad hacia la Jacinta-ángel; de aquellas espirituales inquietudes; de aquella austeridad con que ejerció la profesión hasta sentir, al más mínimo presentimiento de descuido, el ansia de matarse? ¿Qué había sido también de la angélica Jacinta, toda alma, toda luz, que allí, entre Dios y él rezaba, y piadosa consagrábase a salvarle de tormentos?... Ella, aquí, buena siempre...; pero tan torpe, que a los primeros halagos de la suerte se dejó inundar de burgueses egoísmos, de burguesas ambiciones; y que, al fin, había podido sumarle a la de los demás su ingenua admiración a esta boda monstruosa. Él, bueno siempre, pero rebelde no obstante al Dios de su niñez, a la adorada mujer del tiempo doloroso, a su antigua profesional y rígida conciencia.

La santidad les había durado lo que con sus brazos de abundancia tardó la vida en acogerlos, en sacarlos de la mísera aldeilla donde todo fue pobreza y todo fue tortura; y lo extraño, aún, estaba en que aquel bellísimo ascetismo los ahogaba, los mataba, y en que, desde sus presentes bienandanzas, no podían ni recordarlo sin horror.

¡Oh, sí, la vida... la vida poderosa habíalos recogido y habíales acomodado el corazón y el alma en su inarmónico conjunto de errores y delicias! ¡La vida, con su eterna e invencible fuerza natural, convertida en mil absurdos por la humana estupidez que no acertaba a extinguirla en ascetismos!

No del todo infelices prisioneros del error social y de la vida, aquí estaban, así estaban; y la solemnísima farsa que, sin que las gentes ni Jacinta lo supiesen, iban tan gentiles en honor de él y en esta noche realizando, heríale como una pública sanción involuntaria de algo en que se le consagrase socialmente, de algo que ya no podría dejar de ser: el hombre de doblez no mal hallado con las calmas de su hogar y con su amor y con su amante; con los hijos de la esposa y con los hijos de la amante..., de los que acaso, y al menos el primero, floreceríale ya a Inés en las entrañas; el médico rural, que, poco a poco, curando a unos, estafando a otros, e impávido ante los que tuviesen la ocurrencia desdichada de morirse (en todo, claro es, igual que sus colegas), llegaría a convertirse en una especie de «repartidor-práctico-automático» de purgas y quinina para cuantos pusieran en juego sus resortes, metiéndole en un bolsillo medio duro; el buen burgués, en fin, que iría engordando e iríase enriqueciendo, satisfecho de los eructos de sus buenas digestiones, de su buena jaca, de su buen reloj de oro, de su caza de perdiz y su querida...

¿Duraríale ello siquiera mucho tiempo? ¿Llegaría quizá Jacinta, su otra dulce amante hermana, a amargarle esta pacífica instalación con querellas de escándalos y celos?

Felices ambos, si así no sucediese -como era de esperar, una vez pasada con Inés la época de las furtivas imprudencias peligrosas...; y, ¡oh!, ¡a qué poco más de azar supeditábale ya él sus magnas ambiciones!

Otra vez tornó a doblar pesadamente la cabeza.

Lanzada más atrás la memoria de su vida, al tiempo aquél de las estudiantiles gallardías en que soñaba una altísima existencia en un hogar de amor y en una esperanza tal vez de gloria y de trabajo, su situación presente aparecíasele como un fracaso lamentable.

¿Sería que no luchó, que no hizo cuanto pudo por lograrlo, por dignificarse de aquel modo..., o sería que ni él ni nadie pudiesen alcanzar empeños de ideal, empeños de nobleza y de belleza, en medio del grosero ambiente de ruindades?

Madrid..., Sevilla..., Londres..., ¡igual que Castellar! Por todas partes el burgués y honradísimo concepto del amor, que habría de servir para tener hijos y guardar encantadamente prisionera a la mujer en una gran despensa y por todas partes el mismo concepto del trabajo, sin otro fin que la ambición, que la codicia.

En Sevilla, en Madrid, con sus prestigios, y no menos que en la brutal modestia de estos pueblos, adonde él vino con el alma ansiosa de poesía, de sencillez..., los médicos ilustres, los más sabios, salvo algún que otro héroe y mártir de la vida, sepultado a investigar en el pozo de su ciencia, convertían la noble profesión en un mercantilismo inicuo, cuyo afán cifrábase en ver de mañana a noche bien nutridas sus consultas... ¡Ganar!, ¡ganar!, el lema; sin que tuviera en suma nada de envidiable, aun para la vulgaridad rural del médico que siquiera disfrutaba del descanso en un rincón de su cocina y en su caza de perdiz, la negra suerte de aquellos ilustres desgraciados que todavía, día por día de los de su vida toda, andaban viendo enfermos a las once de la noche.

Como en Sevilla y en Madrid la poesía de los grandes ideales, en Castellar y en Palomas se le había desvanecido a Esteban, harto demás, la poesía de sencillez.

¿Dónde estaban las idílicas aldeas?

Habrían sido; habrían existido alguna vez, a no dudar; pero pasó su tiempo, como había pasado el de la candidez pueril para las gentes, y nada más quedaban los conglomerados absurdos de bestialidad y de hipocresía, cuyo cobarde servilismo, en ésta, desveló con sobradísima amplitud el paso de Evelina, de una imbécil prostituta, que aun en su física beldad ostentaba, de la vida verdadera, algo más potente y menos falso.

¡Allá iría ella, ahora, con su duque, a Londres, a París..., desvelando siempre hipocresías, sembrando más corrupción en lo podrido, dejando en todas partes el germen de revuelta!

Porque sí; sin ella, otra vez Castellar rehacíase a su orden de desorden, con toda rapidez, y tornaban a sus puestos los respetos respetables y volvían a ser humildes los humildes...; pero debajo, en el fondo, ella, la hermosa, fermento de la vida..., había probado la endeblez de aquellos falsos respetos, y había dejado, sin saberlo, la rebeldía del latente socialismo, capaz de hacer surgir alguna vez de estas míseras aldeas las mil aldeas de flores y de paz en que fuesen bien posibles los idílicos amores y el trabajo sin codicias...

-Pero... don Estebita, ¿qué hace aquí como un jurón?

-¡Ah!... ¡Curra!

-¡Contra, y que no ando tonta por buscarle y que no anda tonta buscándole mi niña!... ¡Oiga, a escape que se van!... ¡Ya que está aquí, no se me mueva! Toíto er mundo cree, porque yo lo he dicho, y doña Jacintita la primera, q'han venío a buscale a usté pa un parto!... ¡No está mal parto!... ¡Quié decirse que se quié decí que tos se largan, que usté s'achanta aquí otro rato por las buenas, que acaban de dormirse Albertito y doña Antonia, que ya están medio dormíos, ¡almas de Dios!..., y que asina que yo chifle dende allí, usté que va y que se me cuela!...

-¡Curra! -exclamó él, en un asombro venturoso, que ella tomó por rechazo.

-¿Cómo? ¿Me va usté a desairá? ¿Va usté a dejá fea, don Estebita..., vestía y sin novio, que se dice, y ahora sí que sí, a la pobre niña de mi alma?... Pues coste que esto se m'ha ocurrío a juerza e vela triste, triste, la enfeliz, en esta noche, y que ya lo sabe y que la tié usté toíta consentía!

-¡Schit! -impúsola silencio Esteban, de improviso, agazapándose y obligándola a imitarle.

Salía la gente.

Una ráfaga de luz, desde la puerta, se tendió por el jardín.

Castellar regenerábase.

Vuelto Pablo Bonifacio, punto menos que a patadas, a su oscurísimo papel de labradorcete de dos yuntas, Ramón Guzmán era el alcalde.

Había que purificar a sangre y fuego las costumbres y la nueva autoridad arrojó del pueblo a Braulia la Chinarra, por un reciente escándalo con unos arrieros.

Así, reinstaurando el orden, sobre él cascabeleaba alegre la antigua jardinera gualda de Evelina, con Rosa, con Jacinta, con Inés..., y Esteban, que había rectificado algunos puntos de su filosofía rectificable, y que había aprendido a guiar perfectamente, la guiaba.



Moheda de la Cruz, 10 de febrero de 1912.