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El valor de las mujeres/Acto II

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Acto I
El valor de las mujeres
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

Salen el MARQUÉS FINEO y ESTACIO.
ESTACIO:

  Notables fiestas se han hecho
al Conde.

FINEO:

Mayores son
las que hace en esta ocasión
a su esperanza mi pecho.
  Ya por lo menos me queda,
seguramente, Lisarda.

ESTACIO:

A que llegue el Duque aguarda,
para que casarlos pueda,
  porque así como se vean,
quiere que se den las manos.

FINEO:

Tras tantos enojos vanos,
quiere amor que amigos sean.
  Bizarra estuvo al entrar
toda la gente de guerra,
pero no llegó la tierra
a las fiestas de la mar.

ESTACIO:

  Tiene mayor ocasión.

(Salen LISARDA y TRISTÁN.)
LISARDA:

Hoy ha llegado mi muerte.

TRISTÁN:

¿Por qué sientes desta suerte
esta amistad?

LISARDA:

¿No es razón?

TRISTÁN:

  No, por Dios, pues es más justo
que te alegres de su bien,
que no que ahora te den
sus casamientos disgusto.
  Y si pena recebías,
¿por qué veniste con él?

LISARDA:

Porque mi suerte crüel
pusiese fin a mis días.

TRISTÁN:

  Estoy de verte confuso,
celoso desta mujer,
pero tú debes de ser
de los amigos al uso.
  Amigo conozco yo,
si amigo este tal se llama,
que fiándole una dama,
con ella se me quedó.
  Pero tenía tal cara,
sobre tener mucha edad,
que me hizo más amistad,
que si no me la quitara.
  Si sentimiento tenías,
de que Otavia venga a ser
del conde Carlos mujer,
¿para qué con él venías?
  El amigo verdadero,
Enrique, ha de ser leal,
para el bien y para el mal.

LISARDA:

No sé qué te diga. Hoy muero.
  Tan solo pienso aguardar,
con poca o con mucha fe,
a que la mano le dé,
para arrojarme en la mar.

TRISTÁN:

  ¿Qué dices?

LISARDA:

Que no respondas,
porque en siendo suya Otavia,
me verás desde la gavia
hacer sepulcro las hondas.

TRISTÁN:

  ¿Matarte tú? Pues, ¿por qué?

LISARDA:

Yo me entiendo.

TRISTÁN:

No te entiendes,
antes la amistad ofendes
de Carlos.

LISARDA:

Carlos sin fe.
  Vive el cielo que fue injusto
en deshonrar a Lisarda.

(Salen el CONDE CARLOS, LUCINDO, su hermano, y gente.)
CARLOS:

El Duque, Lucindo, tarda.

LUCINDO:

¡Todo le causa disgusto
  a quien espera algún bien!

CARLOS:

Mucho mi esperanza agravia.

LUCINDO:

No estará compuesta Otavia.

LISARDA:

¿Que mis desdichas estén
  aquí con esta paciencia?

TRISTÁN:

Muchos recelos me das.

LISARDA:

Tristán, yo no puedo más,
que no hay con celos prudencia.

TRISTÁN:

  ¿De quién los tienes?

LISARDA:

De Otavia.

TRISTÁN:

¿Pues tú la has querido bien,
para sentir el desdén
con que casada te agravia?

LISARDA:

  No la quiero sino mal.

TRISTÁN:

Según eso, ¿al Conde quieres?
¿Eres...? Di, no sé quién eres.

LISARDA:

Soy a mi desdicha igual.

TRISTÁN:

  Señas y palabras son,
iba a decir, de...

LISARDA:

Detente
y no juzgues imprudente,
por sola imaginación,
  que cuando en la mar me arroje,
te diré desde la nave
quién soy.

TRISTÁN:

En caso tan grave
no te espantes que me enoje.
  A la mar te arrojarás,
Enrique, desde la entena.
Vive Dios, que eres sirena,
o eres el pez Nicolás,
  y no me puede engañar
una esperiencia tan clara,
que eres sirena en la cara
y pez en querer nadar.

FINEO:

  Ya viene la gente, Estacio,
sin duda la novia es esta.

(Tocan.)
ESTACIO:

La guarda lo manifiesta,
ya llega el Conde a palacio.

(Salgan los soldados que puedan, con arcabuces, y cerquen al CONDE; y ADRIÁN con una alabarda en las manos.)
ADRIÁN:

  Dese vuesa señoría
a prisión.

CARLOS:

¿Cómo a prisión?

ADRIÁN:

Dese a prisión.

CARLOS:

Es traición
y notoria alevosía.

ADRIÁN:

  Si se pusiere en defensa,
disparalde.

LUCINDO:

Date, hermano,
porque es la defensa en vano
cuando es traidora la ofensa.

CARLOS:

  ¿El Duque me prende a mí,
cuando me vengo a casar
con su hija?

FINEO:

¡Qué pesar!

LISARDA:

¡Qué placer!

FINEO:

Mi bien perdí.

LISARDA:

  Mas, ¿cómo digo placer?
Aunque no se case el Conde,
si este le prende o le esconde,
donde no le pueda ver,
  yo soy muerta.

TRISTÁN:

¿Estás contento
de que el Conde no se case?

LISARDA:

Antes triste de que pase
a prisión su casamiento.

(Sale el DUQUE ALBERTO.)
ALBERTO:

  Hoy serás, Carlos, un ejemplo al mundo,
para los que agraviando se fiaron
de su enemigo, y el rigor profundo
de un ofendido noble despreciaron.
Ni seré yo el primero, ni el segundo,
de los que con engaño se vengaron.
Advierta el que ofendió de quién se fía:
tuya es la culpa, y la venganza mía.
  ¿Cómo tan fácilmente persuadiste
tu pecho, a que mi sangre quería darte,
y a su casa del mismo que ofendiste
venías, sin vergüenza, a aposentarte?
Tú eres discreto, y crédito le diste
a tu enemigo, sin saber que el arte
de la venganza, por principios tiene
falsa amistad, con que a vengarse viene.
  No sabes cuántos reyes desta suerte,
en Francia, en Alemania, Italia, España
a quien los agravió dieron la muerte.
Dichoso aquel que a su enemigo engaña.
Tu confianza agora no te advierte,
y de tu atrevimiento desengaña,
pues sabe, Carlos, que los hombres sabios
no se olvidan jamás de los agravios.

CARLOS:

  Duque, como hay ejemplos de nobleza,
usada con mayores enemigos,
puse en tus propias manos mi cabeza,
y más después de ser deudos y amigos.
La vil venganza siempre fue bajeza,
de que en los libros hay tantos testigos,
que no es este el ejemplo donde alcanza
opinión el honor por la venganza.
  Moviome a darte crédito el engaño
de tu palabra y alto nacimiento,
y el no ser yo quien te ofendió, si el daño
por ser figura de mi padre siento;
pero de una verdad te desengaño,
que con esta crueldad y atrevimiento,
correrás las cortinas a tu agravio,
cosa que no se cuenta de hombre sabio.
  La fama por el mundo dilatada,
dirá que de mi padre fue ofendida
tu cara, aunque con mano tan honrada
que entonces la dejó de honor vestida.
Sábese más la afrenta más vengada,
y más si fue traidor el homicida.
Vamos, soldados, que contento muero.
Cumplí lo que firmé, soy caballero.

(Llévenle.)


ALBERTO:

  Y yo también lo soy.

LUCINDO:

Bien se parece
en la disposición de aqueste trato.

ALBERTO:

¿Quién eres tú?

LUCINDO:

Quien por el Conde ofrece
la vida, y con mil vidas fuera ingrato.

ALBERTO:

Vete, loco, si amor te desvanece.

(Vase el DUQUE.)
LUCINDO:

Eres, de un Claudio, de un Nerón, retrato.
¡Con qué crueldad se lleva preso al Conde!

FINEO:

Calla la envidia y la verdad responde.
  ¿Sois vos pariente suyo?

LUCINDO:

Soy su hermano.

FINEO:

Mirad que os prenderá si el nombre sabe.

LUCINDO:

¿Y vos quién sois?

FINEO:

Un mercader romano,
que ahora en esta mar fleta una nave.

LUCINDO:

Para librar a Carlos del tirano,
antes por dicha que su vida acabe,
¿qué remedio mejor que hacerle guerra,
si vos me dais pasaje hasta mi tierra?

FINEO:

  Nave os daré, dineros y aun soldados,
que soy..., pero en la mar sabréis mi nombre.

LUCINDO:

Dadme esos pies.

FINEO:

Venid, que en los airados
tiempos se prueba el corazón del hombre.

LUCINDO:

Vientos, dadme favor, mares sagrados,
sereno cielo vuestro campo escombre,
las selvas humillad de plata, en tanto
que me conduce al puerto el cielo santo.

(Vanse FINEO, LUCINDO y ESTACIO.)
TRISTÁN:

  ¿Qué suspensión es esta?

LISARDA:

No te admires,
que me lleva la vida el Conde preso.

TRISTÁN:

Que por el Conde mueras y suspires
me lleva a mí sin gusto, y aun sin seso.

LISARDA:

Ni en lo que digo adviertas, ni me mires.

TRISTÁN:

¿No era casarse el Conde mal suceso?

LISARDA:

Terrible.

TRISTÁN:

Pues si el Conde no se casa,
¿qué es lo que ahora el corazón te abrasa?
  Sácame desta pena, que me matas.
Mira que soy honrado, aunque soy pobre.
No sean tus entrañas tan ingratas
con quien te sirve, aunque razón te sobre.
Cuanto más tus secretos me dilatas,
haces que más atrevimiento cobre:
¿eres fémina acaso, o más que genus?
Dime si eres Cupido, o si eres Venus.
  Mira que si Fidelio, tu privado,
me escogió para hacer este camino
no me buscó por hombre descuidado:
todo soy un coral de puro fino.
Entrar en tu aposento me has negado,
tú te vistes y calzas; imagino
que tienes de hombre solamente el nombre.

LISARDA:

Yo soy tan hombre, y más que ningún hombre.

TRISTÁN:

  El otro día permitió la llave
de tu aposento, aunque era de mañana,
verte al soslayo entre el marfil suave
del pecho, un es no es, como manzana.
No entiendo qué es, aunque el cambray lo sabe.
Sospecha fue. ¿Quién duda que fue vana?
Pues yo te juro que decirte puedo
otros secretos que me impide el miedo.

LISARDA:

  ¿Secretos tú?

TRISTÁN:

¿Pues no?

LISARDA:

¿De qué?

TRISTÁN:

¿Es pequeño
ser yo mujer?

LISARDA:

¿Mujer así, barbado?

TRISTÁN:

Con los trabajos le saldrán a un leño.
Saliéronme de muchos que he pasado,
barbé buscando mi querido dueño,
y estoy desta manera transformado,
no tengo más que de Tristán el nombre
y, como soy mujer, así eres hombre.

LISARDA:

  Tristán, ya no es posible que te encubra
que soy mujer: yo soy mujer y adoro
al Conde. ¿Quieres más que te descubra?

TRISTÁN:

La calidad y el nombre.

LISARDA:

El nombre ignoro.

TRISTÁN:

Cúbrase ahora lo que es bien se cubra.
Basta saber que tu persona es oro,
sin saber los quilates, porque creo
que debe de importar a tu deseo.
  Ahora no errarás cosa que emprendas.

LISARDA:

Yo he de librar al Conde.

TRISTÁN:

¿Cómo?

LISARDA:

Advierte...
pero allá será bien, Tristán, que entiendas
cómo ha de ser.

TRISTÁN:

Valor heroico y fuerte,
mas parece imposible, aunque te vendas
y por el mismo precio se concierte.

LISARDA:

Presto verás quién soy.

TRISTÁN:

Ya sé quién eres.

LISARDA:

Mal sabes el valor de las mujeres.

(Vanse.)
(Salen OTAVIA y el DUQUE.)
ALBERTO:

  Prendile, como te digo.

OTAVIA:

¿Pues para qué me engañaste
y con Carlos me casaste?
¿No era ya Carlos tu amigo?

ALBERTO:

  Procuraba entretener
desta suerte mi secreto,
que no puede ser discreto
quien le encomienda a mujer.

OTAVIA:

  ¿Cuándo has hallado que yo
te revelase ninguno?

ALBERTO:

Por no quejarme de alguno,
mas viste al Conde.

OTAVIA:

Yo no.

ALBERTO:

  Mientes, que cuando llegaba
en una reja te vi.

OTAVIA:

¿Y cómo sabes de mí
que en ella al Conde miraba?
  ¿Había de adivinar
quién era entre tanta gente?

ALBERTO:

Conócese fácilmente,
y alguien te pudo enseñar,
  fuera de que amor es ciego
para cumplir sus antojos,
y lince para sus ojos.

OTAVIA:

De amor, señor, no lo niego,
  pero yo no tengo amor.

ALBERTO:

¿Al Conde no?

OTAVIA:

¿Para qué,
si le has de matar?

ALBERTO:

Yo sé
que has sentido mi rigor.

OTAVIA:

  Como ya para matar
al Conde, aunque sin razón,
comienzas la información,
testigos quieres buscar.
  Pues si comienzas por mí,
yo te digo que es mal hecho.

ALBERTO:

¿Ves que hay amor en tu pecho?

OTAVIA:

¿Amor en mi pecho?

ALBERTO:

Sí.

OTAVIA:

  No es amor lo que es piedad
y el defender la razón.

ALBERTO:

Todas las mujeres son
hijas de su voluntad.
  ¿Cómo aquí te toca amor?
¿No soy tu padre?

OTAVIA:

Sí eres,
mas son las propias mujeres
hijas de su propio honor.
  ¿Casábasme para amar
a mi marido?

ALBERTO:

Pues no.

OTAVIA:

¿Luego es bien que sienta yo
que me le intentes quitar?

ALBERTO:

  Tú no le has visto.

OTAVIA:

En mujer,
basta de marido el nombre,
que en habiendo visto un hombre,
saben cómo pueden ser,
  porque desde que nacemos,
para tener perfeción
con sola imaginación
nuestros maridos queremos.

ALBERTO:

  ¿Quién os enseña a querer?

OTAVIA:

Naturaleza.

ALBERTO:

¿Que el nombre
amáis?

OTAVIA:

Sí, porque es el hombre
propio fin de nuestro ser.

ALBERTO:

  ¡Luego querías que yo
mis agravios no vengara!

OTAVIA:

¿No es el Conde el que tu cara,
como dicen, ofendió?

ALBERTO:

  Necia estás.

OTAVIA:

Estoy corrida
de lo que dirán de mí.

ALBERTO:

¿Qué pueden decir de ti?

OTAVIA:

Que fui también homicida
  del Conde, ya mi marido.

ALBERTO:

Aunque más digas, el Conde
ha de morir.

OTAVIA:

Si no hay dónde,
justicia a los cielos pido.

(Sale LISARDA, en forma de loco, con un capotillo de dos haldas con cintas, [y] TRISTÁN, de maestro suyo.)
TRISTÁN:

  Sin tiempo habemos llegado.

LISARDA:

¿Qué queréis, si vuela el tiempo?

TRISTÁN:

Porque me dicen que están
los casamientos deshechos.

LISARDA:

Como esos hay en el mundo.

TRISTÁN:

¡Calla, loco!

ALBERTO:

¿Qué es aquesto?

TRISTÁN:

Sabiendo, invicto señor,
que en dichoso casamiento
dábades a Otavia al Conde,
que dicen que tenéis preso,
os truje la mejor pieza
que hay en el húngaro reino
en materia de locuras
y graciosos desconciertos.
Sabe tañer y cantar,
sabe hacer famosos versos.

LISARDA:

En diciendo que soy loco,
¿no estaba claro, maestro?

TRISTÁN:

¿Sabe hacer mal a un caballo?

LISARDA:

Y a un jumento por lo necio,
aunque pues no os hice mal,
seguro estáis.

TRISTÁN:

Y con esto,
en lo que es criar halcones
es únicamente diestro,
y en hacer un capirote
curioso por todo estremo.

LISARDA:

Para capirotes, Duque,
amor, porque los ha puesto
al más famoso neblí
que fue cometa del viento,
aunque interés y codicia
más de una vez los han hecho
a damas, y aun a jueces.

TRISTÁN:

¡Calla, ignorante!

LISARDA:

No quiero.
Una vez les puso amor
un capirote a dos viejos,
con que los apedrearon,
del papel sagrado es esto.
No fue malo el de Alejandro,
que se llamó, cuando menos,
hijo de Júpiter sacro,
o que tal se le pusieron
sus vitorias a Haníbal
y sus glorias a Pompeyo.
Uno puso el propio amor
a Narciso, aquel mancebo
que inventó los aladares,
mal fuego se encienda en ellos,
que anduvo de selva en selva
muerto de amor y deseo
de sí mismo.

ALBERTO:

¡Estraño loco!

LISARDA:

¿Qué capirote más ciego
que el del poeta Tamiras,
pues que tuvo atrevimiento
de desafiar las musas?
Pero ellas, por el exceso,
le sacaron los dos ojos.

TRISTÁN:

Si no callas, te prometo
de hacer en ti un gran castigo.
Digo, señor, que pues vengo
más a ocasión de tristeza
que de alegría, hoy me vuelvo
con mi loco.

ALBERTO:

No es razón,
porque tengo más contento
que antes de prender al Conde.

LISARDA:

Sin que juréis, os lo creo.
Linda cosa es la venganza.
¡Vengaos, matalde!

ALBERTO:

Y tan presto,
que no pasarán dos días.

LISARDA:

Muchos son, matalde luego,
que por mi fe que la ira
buen capirote os ha puesto.

ALBERTO:

¿Cómo te llamas?

LISARDA:

¿Yo?

ALBERTO:

Sí.

LISARDA:

Valor.

ALBERTO:

¿Valor?

LISARDA:

Y le tengo
para conquistar el mundo.

ALBERTO:

Valor amigo, yo quiero
que seamos muy amigos.

LISARDA:

Sabe Dios a lo que vengo,
que como soy cazador,
si al neblí de mis deseos
puedo quitar las pigüelas,
pardiez que ha de dar tal vuelo,
que no le alcancéis de vista.

ALBERTO:

Pájaros tengo tan buenos,
que no hay príncipe en Europa,
que no me escriba por ellos.

LISARDA:

Uno solo quiero yo,
que dicen que si le suelto
ha de alcanzar una garza
que anda ahora por el cielo.

ALBERTO:

Mi hija Otavia, Valor,
está triste del suceso
del Conde.

LISARDA:

Y tiene razón.

ALBERTO:

¿Por qué, Valor, si yo puedo
con mejor marido honrarla?

LISARDA:

Porque en viendo casamiento,
hay mujeres como niños,
a quien dan zapatos nuevos,
que todos les vienen bien,
y en poniéndole el primero
con aquel quiere quedarse.

ALBERTO:

Que has de entretenerla creo,
y pues que cantas y tienes
otras mil gracias, te ruego
que consueles su tristeza.

(Vase el DUQUE.)


LISARDA:

¡Ah, señorita!, ¿qué es esto?
Mire, que dice su padre
que vengo a ser su consuelo.
¿En qué piensa? ¿En qué imagina?
¿Cifrose el poder inmenso
de Dios en el conde Carlos?
¿No hay otros mil caballeros?
¿No os quedan los doce pares,
Calaínos y Gaiferos,
Oliveros y Roldán,
que jugara con Rugero
a la pelota por vos?
Porque es tan antiguo el juego,
que ha tres mil años y más,
y Roldán ha muchos menos.
¿No respondéis? ¿Qué tenéis?
¿Queréis que os cante?

OTAVIA:

Sospecho
que fuera mejor llorarme.

LISARDA:

Alzad los ojos del suelo,
porque las grandes fortunas
son para los grandes pechos.
¿Queríades mucho al Conde?

OTAVIA:

Como a mi esposo le quiero.

LISARDA:

¿Pues vístesle?

OTAVIA:

Cuando entraba.

LISARDA:

¿Y qué os pareció?

OTAVIA:

No pienso
que haya formado en la tierra
más linda persona el cielo.
¡Mira tú, Valor amigo,
qué puedo hacer si le pierdo!
{{Pt|LISARDA:|
Tener mi nombre.v

OTAVIA:

Valor,
ya que valor tener puedo.

LISARDA:

El de mujer bien nacida,
que si vos queréis, yo entiendo
que le daréis libertad,
como otras muchas han hecho.
En las historias de España,
y en otras mil hay ejemplos
de mujeres valerosas,
que estando sus dueños presos
los sacaron y llevaron
por los montes, con los hierros.

OTAVIA:

Si yo pudiera intentarlo,
aunque mi padre soberbio
me quitara cien mil vidas,
sacara mi amado dueño
de la prisión donde está.

LISARDA:

La obligación os concedo,
pues está preso por vos,
mas no os faltará remedio.

OTAVIA:

No tengo de quién fiarme.

LISARDA:

Fiaos de mí, que a eso vengo.

OTAVIA:

¿Pues quién eres que pareces
cuerdo?

LISARDA:

Por penas soy cuerdo.

OTAVIA:

¿No eres loco?

LISARDA:

¿Puedo hablar?

OTAVIA:

Puedes, si eres quien sospecho.

LISARDA:

  Yo soy, Otavia, Enrique de Sajonia,
primo de Carlos, hijo de madama
Felicia, agora reina de Polonia.
  Más por la obligación que por la fama
vine a estas bodas por hacer en ellas
lo que en la corte ostentación se llama.
  Diome colores una de las bellas
señoras que ve el sol en cuanto gira,
y sus celos me dio también con ellas.
  Vine con Carlos, a quien hoy la ira
del Duque quiere dar injusta muerte,
cosa que al cielo y a la tierra admira.
  Amor, entonces, lo que ves me advierte;
fínjome loco para entrar a hablarte,
porque fuera imposible de otra suerte.
  Si quieres a su bien determinarte,
aquí tendrás mis brazos y mi vida,
que por el conde Carlos vengo a darte
  los dos; podréis poneros en huïda,
donde el primero nieto hará las paces;
si no, serás de un ángel homicida.
  Pero si le defiendes, satisfaces
tu obligación, y quedas por quien eres,
con el laurel que a tus virtudes haces,
y yo con el valor de las mujeres.

OTAVIA:

  Enrique, fuera de mí,
y con Carlos en el pecho,
la relación que me has hecho,
enamorada advertí.
  Alabo tu gran valor
y tu amor, Enrique, alabo,
por quien de entender acabo
cuál es la fuerza de amor.
  De menos conocimiento
es el mío, claro está,
mas yo sé que vencerá
tu amoroso atrevimiento.
  El tirano padre mío
de Carlos me enamoró,
por marido me le dio,
y que lo ha de ser confío.
  Para prenderle ha tomado
por instrumento mi amor,
y infamando su valor
le ha vendido, y me ha burlado.
  Aquí he tenido con él
palabras, en que podría
conocer que no sería
con Carlos solo crüel.
  Pero en duda intentaremos
darle los dos libertad,
pues con una voluntad
sangre y vida le ofrecemos.
  Tú, por amigo, has de ser
dueño desta hazaña honrada;
yo, por mujer, obligada,
pues soy de Carlos mujer.

LISARDA:

  Alaben tu nombre, Otavia,
plumas, mármoles, pinceles,
con los eternos laureles
de mujer valiente y sabia.
  Que con esa confianza
ose venir a poner,
en firmeza de mujer,
dos vidas y una esperanza.
  Soy hombre y estoy corrido
de que venzas mi valor,
mas siempre fue vuestro amor
a nuestro amor preferido.
  Aquí no queda lugar
de pensar más que un engaño;
resulte en provecho o daño,
este se ha de ejecutar.
  Tú has de entrar a ver al Conde,
comprando con un tesoro
la entrada, que para el oro
ninguna puerta se esconde.
  Yo, en forma de loco, tengo
de entrar contigo también,
que no hay sospecha en que den
en el hábito que vengo.
  Lo demás sabrás después,
y plega al cielo que sea
como mi pecho desea,
que aún es más de lo que ves.
  Si no te hallas con el oro
que digo, yo te daré
tales joyas que no esté
seguro el mayor decoro.
  Las guardas habla, y de pechos
de diamantes no te espantes:
diamantes labran diamantes,
unos con otros deshechos.

OTAVIA:

  No he menester más que dicha,
oro me sobra. ¿El que viene
contigo quién es?

LISARDA:

Quien tiene
en sus hombros mi desdicha.
  Es Atlante de mis penas.

OTAVIA:

¿Su cierto nombre?

LISARDA:

Tristán.

OTAVIA:

¡Tristán!

TRISTÁN:

Señora.

OTAVIA:

Aquí están
dos piedades de amor llenas,
  una de un perfecto amigo,
y otra de una mujer noble.

TRISTÁN:

Segura de trato doble,
puedes intentar conmigo
  la más atrevida hazaña,
demás de ser tan piadosa,
que te han de llamar famosa
Italia, Francia y España.
  El hábito en que está Enrique
es seguro para hablarte.
Amor no hay industria ni arte
que no busque, y que no aplique.
  Ven a dar tu nombre ilustre
a la fama que provocas,
ya con el bronce en mil bocas,
porque corone y ilustre
  el valor de las mujeres,
con envidia de los hombres.

OTAVIA:

Hoy ganaremos tres nombres.

TRISTÁN:

Basta el que a tu fama adquieres.

OTAVIA:

  Enrique, de amigo honrado,
y el mejor que puede ser;
yo, de la mejor mujer;
y tú, del mejor criado.

(Sale ADRIÁN y cuatro soldados, LIDIO, BRUNELO, TACIO, LEANDRO, y una caja de guerra.)

ADRIÁN:

  Cuidado y vigilancia son los ojos
con que pintó la antigüedad las velas.

TACIO:

Arrimo a la pared desta muralla
el señor arcabuz.

LIDIO:

Cimientos tiene
para tener a los demás.

BRUNELO:

¿Qué hace
de encarecer el Capitán la guarda,
viniendo el Conde a solos casamientos?

LIDIO:

¿Si le querrá matar?

BRUNELO:

Así lo dicen.

LIDIO:

¿Óyelo el Capitán?

BRUNELO:

Está mirando,
divertido, la puerta de la torre.

LIDIO:

Pues vive Dios que es un bellaco, Alberto.

TACIO:

¿Hase visto mayor tacañería?

BRUNELO:

Que por vengarse de su padre Albano,
que a las mejillas le aplicó la mano,
finja casar a Otavia con el Conde,
y le traiga a su casa desta suerte,
para prenderle y darle injusta muerte...

TACIO:

Brunelo, poco a poco de los príncipes,
que como tienen tantos lisonjeros,
nunca les cuentan, honran, ni encarecen
a los que dicen bien de sus virtudes,
sino a los que sus vicios vituperan,
si le matare, mátele, no importa;
un alcalde mayor está en el cielo,
a quien se apela del poder del suelo.

LEANDRO:

¿Por qué le ha de matar?

TACIO:

Porque los reyes
pueden hacer y deshacer las leyes.

LIDIO:

Muerto quedé cuando mandó prendelle,
y le vi tan gallardo y bien crïado.

BRUNELO:

Todo el pueblo murmura.

TACIO:

El pueblo hace
como pueblo y canalla.

LIDIO:

Por lo menos,
cuando suben al cielo muchas voces,
no están seguros los que son la causa.

BRUNELO:

Pon esa caja, y metan paz los huesos,
cuyos puntos le den por los carrillos
al que los inventó.
(Sale TRISTÁN.)

TRISTÁN:

Señor Alcaide,
una palabra oíd.

ADRIÁN:

¿Quién os envía?

TRISTÁN:

Otavia, mi señora, quiere hablaros.

ADRIÁN:

No me puedo quitar de aquesta puerta.

TRISTÁN:

Ni hay para qué, pues ella rebozada
os viene a ver.
(Sale OTAVIA, con una mantellina y un sombrero, y LISARDA, de loco.)

ADRIÁN:

¿Qué es esto, mi señora?

OTAVIA:

Alcaide, el justo amor de mi marido.
(Jugando los soldados en la caja, hablan entre sí.)

BRUNELO:

Tiene mucha razón, que le ha perdido.

LISARDA:

Pues tomo el dado yo.

ADRIÁN:

Vuestra Excelencia
viene de aquesta suerte con un loco.

LEANDRO:

A quien tanto ha perdido, todo es poco.

OTAVIA:

Con esto se encarece el amor mío.
A vuestros pies me vengo a echar, alcaide.

LEANDRO:

¡Qué humilde está quien pierde!

BRUNELO:

Mas aviso.

ADRIÁN:

Señora, vive Dios que al Conde os diera,
por tal piedad, como traición no fuera.

BRUNELO:

Es un bellaco el que inventó los dados.

OTAVIA:

No os pido al Conde yo, que solo quiero
que os sirváis desta caja, de mis joyas,
y me dejéis entrar a hablar al Conde.

TACIO:

Quien oye la razón, cortés responde.

ADRIÁN:

No puedo yo, señora, ni es posible.

BRUNELO:

Azar.

OTAVIA:

Tomad las joyas, que algún día
será Otavia señora deste estado,
y me habréis menester.

ADRIÁN:

Estoy turbado;
por vos las tomo, y por mi gran pobreza.

BRUNELO:

Siete y llevar.

ADRIÁN:

Entrad, sin que esta gente
que está jugando divertida ahora
os pueda ver ni murmurar, señora.

TACIO:

Todo lo veo y juegue limpio.

OTAVIA:

Entremos,
Valor, a ver al Conde, mi marido.

LISARDA:

Pardiez, entremos.

OTAVIA:

¡Qué ventura ha sido!

BRUNELO:

Soy venturoso yo.

ADRIÁN:

¿Qué no corrompe
el oro? Pero, en fin, no ha sido yerro,
que Otavia será, presto, nuestro dueño,
y por ventura, el Conde, aunque está preso,
que el Duque no querrá matar al Conde.

TACIO:

Quien gana, él se pregunta y se responde.

ADRIÁN:

Que pueda tanto amor, que venga Otavia,
soldado amigo, con aqueste loco,
con ser mujer tan grave, honesta y sabia.

TRISTÁN:

Quien ama, honor y vida tiene en poco,
y siendo su marido el que se agravia...

ADRIÁN:

A piedad justamente me provocó.

TRISTÁN:

Es muy piadoso el recibir, que tiene
efetos de ablandar.

TACIO:

Otro azar viene.

BRUNELO:

No juego más, pesar de los bellacos,
huesos al fin de un animal con cuernos.
En el cañón me han de servir de tacos.

TACIO:

Alguno habrá que le parezcan tiernos.

TRISTÁN:

La codicia ha rompido muchos sacos,
da siempre mala cuenta de gobiernos.
Otavia sale y disfrazado el Conde.

(Sale OTAVIA y el CONDE, con el capote de LISARDA.)

CARLOS:

¡Cielos, favor!

OTAVIA:

Detrás de mí te esconde.
Alcaide, adiós.

ADRIÁN:

Adiós, señora mía.

OTAVIA:

Este favor escribo en la memoria,
y sé que ha de importaros algún día.

TRISTÁN:

Caminad por aquí.

ADRIÁN:

La mayor gloria
de amor es ver su dulce compañía.
Preso está el Conde que ha de dar historia
trágica al mundo con su injusta muerte,
si no es que el tiempo nuestra paz concierte.
¡Alerta, hola, soldados!, que aunque el Conde
está tan lejos de su patria y gente,
no se puede saber qué engaño esconde
el temor de la vida diligente.
Roma con mil ejemplos nos responde,
Grecia también, por eso es bien que intente
la vigilancia en militares cargos
vestir las armas de los ojos de Argos.

BRUNELO:

Descuida de nosotros, que si fuera
Dédalo el Conde y, de infinitas sumas,
camino al aire en cuerpo humano hiciera,
y en los rayos del sol mezclara plumas,
de la torre en que vive no la viera,
ni le dieran sepulcro las espumas
del mar, adonde yace aquel mancebo,
ave con alma, y pez con plumas nuevo.

ADRIÁN:

Contento estoy de ver vuestro cuidado.
Sírvase el Duque, justo o injusto sea.

TACIO:

El suceso es del vulgo murmurado,
mas, ¿qué perdonará que sepa o vea?

ADRIÁN:

Han hecho los políticos estado
cualquiera hazaña ignominiosa y fea
que a la conservación importe, y tanto
que eso juzgan por justo, honesto y santo.
(Sale el DUQUE.)

ALBERTO:

  ¡Capitán!

ADRIÁN:

¡Señor!

ALBERTO:

Yo vengo
determinado a matar
al Conde.

ADRIÁN:

A lisonjear,
temor y vergüenza tengo,
  pero no sé qué consejo
tienes para lo que intentas.

ALBERTO:

El que me dan las afrentas
que miro en mi propio espejo.
  Crueldad parece, y no es,
pues que doy satisfación
al mundo.

ADRIÁN:

No hay opinión
que no la ponga a los pies
  la verdad, a quien ayuda
el tiempo.

ALBERTO:

Tiempo en agravio,
ni verdad.

ADRIÁN:

Dicen que el sabio
consejo y consejos muda.

ALBERTO:

  Entra, soldado, por él,
y tú prevén la pistola.

BRUNELO:

Yo voy.

ALBERTO:

No es mi hazaña sola
la que parece crüel.
  No soy Claudio, ni Nerón,
ni hago al claustro soberano,
con el incendio romano,
fiestas en esta ocasión.
  No echo a fieras cautivos
en teatro, o coliseo,
ni en el toro perileo
enciendo los hombres vivos.
  Un hombre quiero matar:
¿es mucho, si me ha ofendido?

ADRIÁN:

A un poderoso atrevido,
¿quién le puede replicar?
(Salen BRUNELO y LISARDA, con una capa y sombrero.)

BRUNELO:

  Estraña ha sido la traza,
sal fuera.

ADRIÁN:

Confuso estoy.

LISARDA:

Ya os digo que yo no soy,
ni Conde, ni calabaza.

ALBERTO:

  ¿Qué es esto?

BRUNELO:

Que en vez del Conde,
el loco Valor hallé.

ALBERTO:

¿Cómo?

BRUNELO:

Que el Conde se fue.

ALBERTO:

¿Qué es esto? ¡Adrián, responde!

ADRIÁN:

  Señor.

ALBERTO:

¿Agora turbado?

ADRIÁN:

Aquí vino mi señora,
y con este loco, ahora,
a ver su marido ha entrado.
  Pero yo la vi salir,
también, con el mismo loco.

ALBERTO:

Ese era el Conde. Tampoco
quisiste, Alcaide, vivir.
  Dispárale esa pistola.
(Dispárele un soldado.)

ADRIÁN:

¡Muerto soy, matome el oro!
(Vase.)

LISARDA:

¡Hola!, quitalde el tesoro,
causa de su muerte sola.
  Saquealde, que hallaréis
una mina en él, soldados.

ALBERTO:

¡Mis afrentas y cuidados,
cielos, sin razón crecéis!
  No debo culpar a Otavia,
la misma verdad responde:
dile por marido al Conde,
fue heroica mujer, fue sabia.
  Perro, ¿cómo entraste aquí?

LISARDA:

Vos lo sois, pues que rabiáis,
que ese nombre que me dais
no me viene bien a mí.
  Díjome aquella doncella
que viniésemos acá,
donde su marido está;
¡par Dios!, que vine con ella,
  eso no lo negaré.
Habláronse de secreto
y sacó del falso peto
un limón, o no sé qué;
  comenzó a hacer en los grillos
chique, chique y fue de modo,
que se cayó el hierro todo,
y harto me pesó de oíllos.
  Amores que se dijeron,
dulzuras con que se hablaron,
con que en celos me abrasaron
y, un rato, llorar me hicieron.
  Diome de barato a mí
el Conde un abrazo y fuese.

ALBERTO:

¿Que Otavia este engaño hiciese
por el Conde?

LISARDA:

Yo los vi
  de la manera que os digo,
y estoy ciego de llorar,
ved que me quieren dejar,
siendo yo su grande amigo.
  Así Dios os guarde, Duque,
que me matéis no queráis,
si con vida me dejáis,
que el alma se me trabuque.
  Estoy, aunque soy león,
ahora con la cuartana,
si no los hallo mañana,
cantadme kirieleisón.
  ¡Oh, bellacos!, cuales van
haciendo burla de vos.

ALBERTO:

Seré un tigre, pues los dos
pienso que a la mar irán,
  y me llevan el honor.

LISARDA:

¿Pues no me matáis a mí?

ALBERTO:

¿Qué sirve matarte a ti,
Valor sin algún valor?

LISARDA:

  ¿No ves que soy el culpado,
y el que les di la invención?

ALBERTO:

Con esa misma razón
me has muerto, y te has disculpado.

LISARDA:

  ¿Luego pensáis que lo digo
de burlas?

ALBERTO:

¡Vete, inocente!
(Vase el DUQUE, con los soldados.)

LISARDA:

¡Que esté la muerte presente,
y huiga porque la sigo!
  ¡Ah, que no merezca un triste
la muerte! ¡Estraño pesar!
¡Que se me haga de rogar
la que ninguno resiste!
  ¡Ay, Carlos mío!, ¿qué puedo
hacer por ti?
(Sale TRISTÁN.)

TRISTÁN:

Con temor
te vengo a buscar.

LISARDA:

Mi amor
no tiene a la muerte miedo.
  Y es tan eficaz razón,
que no me quiso matar
el Duque.

TRISTÁN:

Ya está en la mar
Carlos.

LISARDA:

Buenas nuevas son.

TRISTÁN:

  Halló fletada una nave,
y ya quieren dar las velas,
que es calzarse las espuelas
y hacelle viento suave.
  Solo te aguardan a ti,
aunque con desconfianza,
que no tienen esperanza
de tu vida.

LISARDA:

Nunca vi
  que a quien vivir no desea
falta vida que vivir,
y a quien huye de morir,
que larga su vida sea.
  No quiso el Duque manchar
su espada en un inocente,
por más que atrevidamente
le intenté desengañar
  con deseo de morir.


TRISTÁN:

Ven al mar, que en la ribera
te esperan.

LISARDA:

¡Oh, quién pudiera,
Tristán, morir y vivir!
  Morir por no ver gozar
la bella Otavia del Conde,
y vivir por ver adónde
mi engaño viene a parar.

TRISTÁN:

  ¿Para qué matarte quieres?

LISARDA:

Porque esa sola me niega
amor, y el ver dónde llega
el valor de las mujeres.
(Vanse.)
(Sale el DUQUE, con los soldados.)

BRUNELO:

  Muy ciertas las señas son.

LEANDRO:

Es imposible embarcarse,
señor, con tal brevedad.

ALBERTO:

Desde estas rocas que bate
el mar soberbio, veremos
qué vela estranjera sale.

LISARDA:

Muy lejos se ven algunas.

TACIO:

Desde aquí parecen aves:
alas el lienzo, las jarcias
plumas.

BRUNELO:

¡Oh, qué hermosa nave
iza las pardas entenas
y quiere dar el velame
al fresco viento!

ALBERTO:

Sin duda
lleva al Conde.
(Dé una vuelta una nave, que esté en lo alto del vestuario con música, y véanse OTAVIA y el CONDE, saliendo TRISTÁN y LISARDA al mismo tiempo.)

LISARDA:

No te espantes
si de mis voces, las olas
ofendidas se retraen.

TRISTÁN:

Esta es la nave, y aquel
parece el Duque, su padre.

ALBERTO:

¡Ha de la nave!, ¡ha soldados!

TRISTÁN:

Señas con un lienzo hace.

CARLOS:

¡Ha de la tierra!, ¿quién es?
¿Es Enrique? Si lo es, parte
piloto con ese esquife,
para que luego se embarque.

ALBERTO:

No es Enrique, ni yo sé
quién es Enrique.

CARLOS:

Pues hazte
a la larga, o haré luego
que un esmeril te disparen.

ALBERTO:

¿Eres tú el Conde?

CARLOS:

Yo soy.

ALBERTO:

Carlos, oye.

CARLOS:

¿A quién? Que es tarde.

ALBERTO:

Al duque Alberto.

CARLOS:

No creo
yo que el Duque venga a hablarme

ALBERTO:

Hijo, yo soy.

CARLOS:

¿Hijo, ahora?

ALBERTO:

Hijo, escucha.

CARLOS:

Siempre, en tales
persecuciones, Saúl,
con lágrimas semejantes,
hijo llamaba a David.

ALBERTO:

Vuelve, vuelve, Carlos; baste
mi arrepentimiento. Mira
que el cielo lo mismo hace.
Malos consejos me dieron
para prenderte y matarte,
ya he cumplido con mi honor,
y con quien mi agravio sabe.
Ven, Carlos, ven, hijo mío,
para que luego te case
con Otavia.

CARLOS:

Hay, en Egipto,
un animal semejante
que llora a los pasajeros,
y viniendo a consolarle
hace pedazos sus cuerpos.

ALBERTO:

No quiera Dios que te pague
tan mal lo que tú mereces,
si no que luego te abrace
y te dé besos de paz.

CARLOS:

No quiero yo que me engañes,
como a niño; vete, Alberto,
y si no te satisfaces
con que yo soy yerno tuyo,
haz que tus naves se armen
de gente y de bastimentos;
ven a mi tierra.

ALBERTO:

No alabes
tu nobleza, pues castigas
y no perdonas.

CARLOS:

No caes
en que tú no la tuviste
cuando intentaste matarme.

ALBERTO:

¡Ah, hija Otavia!

OTAVIA:

¡Señor!

ALBERTO:

Ruega a Carlos que se ablande.

OTAVIA:

Dice que teme.

ALBERTO:

¿Qué teme?

OTAVIA:

Que le mates.

ALBERTO:

¿Que le mate?

OTAVIA:

Sí, señor, porque de ti,
¿cómo puede ya fïarse?

ALBERTO:

Así, con un estranjero,
has hecho tu honor infame.

OTAVIA:

¿Tú sabes que es mi marido?
¿Tú me le diste y no sabes
que hasta que esto se confirme
el Conde no ha de forzarme?

ALBERTO:

Qué sé yo si querrá el Conde
de mis agravios vengarse.
Estas lágrimas te muevan.

CARLOS:

Otavia, no es bien que aguarde,
mira que así me entretienen,
para que mejor me alcancen.
(Dentro.)

CHUSMA:

¡Iza, camina, San Jorge!

CARLOS:

¡San Juan!

CHUSMA:

¡Ea!

ALBERTO:

Ya que se parten,
estoy por seguirlos muerto,
y en las ondas arrojarme.
¡Que ahora estén en Dalmacia
mis naves! Pero, ¿en qué parte
se puede esconder el Conde?
(Vase el DUQUE.)

TRISTÁN:

¿Hay desdicha semejante?
Ellos se parten sin ti.

LISARDA:

No hayas miedo que me falte
muerte con menos dolor,
pues no la habrá que se iguale
a ver en brazos del Conde
a Otavia.

TRISTÁN:

Deso no trates,
porque no estando casados,
ni amándola Carlos antes,
es imposible.

LISARDA:

¡Ay, Tristán!
¿Qué guardas tiene una nave,
qué defensas y murallas,
qué rejas?

TRISTÁN:

La lealtad grande
de un señor, y la virtud
que en mujeres principales
asiste por su defensa.

LISARDA:

Tú me consuelas en balde;
una nave no es ciudad,
ni tiene plazas, ni calles,
donde no la verá siempre.
¿Quién dirá que no la hable?
¿Quién le estorbará que toque
sus manos?

TRISTÁN:

Innumerables
causas de vergüenza y miedo,
y de respetos iguales.

LISARDA:

¡Qué necias cosas me dices!
Tristán, yo quiero matarme,
que esto de perder el seso
no quiero que a nadie canse;
yo me voy por esas rocas,
desde una tengo de echarme.

TRISTÁN:

Si yo no tuviera manos,
y el cielo piedad.

LISARDA:

¿Que baste
el valor de las mujeres
para desdichas tan graves?

TRISTÁN:

La más flaca, la más vil,
puede ser vasa de jaspe
en fortaleza y virtud.
Hoy, de su alabanza sale
el triunfo. ¡Mujeres, vítor!
Quien hoy no las alabare,
y aun mañana, plega a Dios,
que mi maldición le alcance.