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Elogio fúnebre de D. Valentín Carderera (I)

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Necrología (1883)
de Pedro de Madrazo
Nota: P. de Madrazo «Necrología» (1883) Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo II, cuaderno 1, pp. 5-12
NECROLOGIA
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Parece paradoja, y no lo es: para trazar el retrato fiel de cualquier difunto ilustre que haya logrado una larga vida, conviene dejar que se desvanezca el recuerdo de sus años postreros. Al declinar hácia la tumha, el genio pierde algo de su brillo, como pierde sus rayos el sol al descender al ocaso, y no ha habido apenas hombre grande que en la vejez no haya incurrido en descarríos y extravagancias. Es preciso olvidar los eclipses que padecen los más privilegiados talentos en la ancianidad, y acordarse sólo de sus destellos y triunfos en la edad viril, durante el apogeo de la vida, para retratarlos como eran en el tiempo en que sus hechos les valieron el renombre glorioso y la envidiable aureola que los distingue del com ún de los mortales. Estas semblanzas son las que deben perpetuarse; no la del hombre caduco, deforme envoltura del genio en las últimas etapas de su peregrinación terrestre.
Sirva esta reflexión de justificante al que, deseoso hace ya mucho tiempo de bosquejar con la pluma la esclarecida personalidad moral del artista, escritor y arqueólogo, que es asunto de esta breve biografía, ha dejado sin embargo transcurrir por más de año y medio y perderse lentamente en el silencio las memorias últimas de aquel amigo tan querido, viniendo hoy á evocar los recuerdos de sus mejores años, y á recogerlos religiosamente para que no se disipen en el olvido.
Don Valentin Carderera y Solano nació en Huesca por los años de 1796. Plugo á Dios que un rayo de su inefable gracia iluminase su modesta cuna: precoz talento y elevados instintos hicieron que desde la prim era adolescencia las flores de la literatura y del arte antiguo le ennoblecieran y embalsamaran el alma, y que se distinguiese en las escuelas de su ciudad natal por su amor á los autores clásicos latinos y sus notables facultades estéticas. Su familia le hubiera de grado ofrecido á la difícil milicia del templo, y dócil el jóven oblato, habría sin protesta abrazado la carrera eclesiástica, en la cual ya entraba con paso seguro consagrándose no sin fruto al estudio de la filosofía; pero un dignísimo prócer aragonés, natural tam bién de Huesca, y el más ilustre de los grandes de aquella tierra por su regia alcurnia y sus Estados,— el Duque de Villahermosa,— descubriendo en él las dotes con que le había enriquecido la naturaleza, se declaró su Mecénas; obtuvo de sus padres que lo confiasen su porvenir, y mandándole pensionado á Italia, le hizo continuar allí los Estudios artísticos comenzados en su patria.
No había Carderera nacido para perderse en el servum pecus de los idólatras rutineros de la Roma de los Césares. Dotado de prodigiosa memoria, recordaba y repetía con gusto, cuando venía á cuento, versos de Horacio y Virgilio, y áun de Catulo y Juvenal, y textos y sentencias de Séneca y Suetonio; pero nutrido en las máximas de la sana filosofía cristiana, si admiraba la forma clásica antigua, no desconocía la superioridad de la ciencia revelada sobre la humana especulativa, y la preeminencia de Cristo sobre Platón; y respetuoso con las enseñanzas de la religión en que había nacido, protestó siempre como artista contra las tendencias neo-paganas que aún pugnaban por mantener su imperio en la ciudad eterna en la época en que él allí vivía pensionado por su egregio protector, y que dominaron luego por mucho tiempo en el mediodía de Europa hasta la hora en que asomó por los horizontes del arte la enseña de la reacción romántica.
Verdaderamente los que más ensalzaban el arte griego y romano no le conocían á fondo; las peligrosas seducciones que su arquitectura y su plástica han descubierto después, eran verdaderos secretos para los mismos adeptos de Palladio , Serlio y Vignola, para los Cicognara, los Visconti y los D ’Agincourt. Esto pudo contribuir quizá á la repugnancia de Carderera á seguir la senda trillada por los benévolos y supersticiosos admiradores del Coloseo y de la columna Trajana, y á que buscase la fuente de sus inspiraciones en otras escuelas más accesibles á la comprensión del artista en la presente edad del mundo. El arte antiguo, estudiado á la sazón de una manera incompleta y superficial, era para él convencional y mudo, y se le representaba como divorciado de la naturaleza. Necesitaba el jóven pintor un arte de más vida, de más pasión y movimiento, más halagüeño por su naturalismo y su color, y lo halló en los grandes maestros de los siglos xv y xvi: con el prestigio de la pureza y del candor, en el beato de Fiésole; con el de la gracia, en Leonardo de Vinci y en Correggio; con el de la nobleza y elegancia, en Rafael; robusto, terrible, grandioso, en Miguel Ángel; majestuoso y digno, en Mantegna; seductor y palpitante, deslumbrador por sus matices, en Tiziano, Veronés y los venecianos. En una cosa se acercaba Carderera al arte antiguo, creyendo que se separaba de él: en la amorosa contemplación de la naturaleza; porque el sabio naturalismo de los estatuarios y escultores griegos, sólo se ha revelado á la observación sagaz de estos últimos tiempos.
Carderera, merced á su amor á la forma real y á su prodigiosa y tenaz memoria, percibía la impresión de lo bello con tal energía y la conservaba en su mente con tal pasión, que no necesitaba tenerlo presente para reproducirlo. Confesábame él mismo, allá por los años 1834, cuando aún podía él pasar por jóven, siéndolo yo apenas,— y aunque no me lo hubiera confesado, yo lo sabía, porque la cosa fué pública en Roma, y con ella le daban mis padres y hermanos mayores cariñosa vaya,— que un precioso retrato de la princesa Doria, una de las mejores obras de su pincel, colgado en su estudio del palacio de Villahermosa entre los retratos de otras muchas princesas y damas ilustres que allí tenía, era fruto de esa amorosa y enérgica contemplación. Lo que Laura de Novés para el Petrarca, había sido aquella aristocrática hermosura para el sensible Carderera: el cual, prendado de sus hechizos, sin que ella lo supiese, la retrató repetidas veces á sus solas, encerrado en su estudio, poniendo el modelo á la luz de su fidelísima memoria y trasladándole al lienzo, vivo y radiante, cual le veía en el santuario de su corazón. Dan testimonio de la rara perfección de la obra, creación de su exaltado platonismo, el ruego que le hizo el jóven príncipe Doria, muerta ya su madre, de que le cediese uno de aquellos retratos para que figurase en su famosa galería de cuadros, y el bello soneto que un eclesiástico poeta, preceptor ó capellán del romano prócer, escribió en elogio del pintor y de la princesa difunta, del cual recordamos estos conceptos:

Chiaro ibero pittor, pittor valente,

tu ripari la perdita aspra, amara,
di colei, tolta dalla Parca avara,
dando a té l' ali il genio tuo possente.
Or di, come si ben t' avesti in mente
l' eccelsa spenta donna, al suol si cara,
tal che d’ il bel sembiante ogni più rara
nobile forma, in tela, fai presente?
Ecco il sublime aspetto, il caro viso,
lo sguardo, il labbro, la man benfatrice,

i dolci modi ed il suo bel sorriso!

El retrato, en efecto, salió lleno de magia y atractivo: la noble dama, que ignoró en vida la pasión mediante la cual fué obtenido su hermoso trasunto por el tímido artista, de quien podía con toda verdad decirse:

molto brama, poco spera, nulla chiede,

parecía en aquel lienzo una creación espléndida y robusta del Tiziano ó del Pordenone. Los grandes coloristas cautivaban visiblemente al pintor español más que los grandes dibujantes de las escuelas romana y florentina.
Cuando en 1831 volvió á España, después de haber recorrido diferentes Estados de Italia, deteniéndose principalmente en Milán y en Nápoles, apuntaban ya en las aficiones de nuestro artista, por efecto de no sé qué cambio ó secreto llamamiento, las tendencias que luego decidieron de sus ulteriores tareas y que le granjearon la envidiable reputación que alcanzó como juicioso crítico y erudito arqueólogo. ¿Conoció él acaso que la pintura le reservaba laureles ménos frondosos? Es posible: sus cuadros, sin embargo, especialmente sus retratos, obtenían el más lisonjero favor del público. A ún recordamos el justo aplauso que en las públicas exposiciones, celebradas en aquella época durante las ferias, en los salones y galerías, y hasta en el patio entoldado de la Real Academia de San Fernando, se tributó á los retratos, verdaderamente muy bellos, que hizo de las marquesas de Branciforte y de Labrador, y del entónces jóven poeta D. Mariano Roca de Togores, hoy Marqués de Molins, respetable hombre de Estado y por raro privilegio no ménos poeta que en su florida juventud, á quien representó en el elegante traje de Conde de Leicester, con el cual acaso quitó el sueño á más de una hermosura de la corte de las que le vieron en el gran baile costumé que acababa de darse en palacio en el cuarto del Infante D. Francisco de Paula Antonio y de su esposa la Infanta Doña Luisa Carlota. Pero Carderera era hombre de gran seso, y nunca locas ilusiones oscurecieron su clarísimo entendimiento. Sin renunciar, pues, á la paleta, que reservó para sus horas de verdadera inspiración, se entregó de lleno á los estudios arqueológicos.
Las circunstancias de la época favorecían su nueva vocación. Corría el tiempo en que una reforma total se anunciaba en los estudios literarios y artísticos: las letras y las artes de consuno conspiraban á una completa emancipación del yugo en que las había tenido el pseudo-clasicismo entronizado en Europa por el Renacimiento. En el campo de las letras, Mad. de Staël, Chateaubriand, Schlegel, Byron y Walter Scott, aquélla con su libro sobre la Alemania, el hijo de la brumosa Bretaña con su Genio del Cristianismo, su René y sus Mártires, el sabio literato de Hannover con sus traducciones de Shakespeare y Calderon, el excéntrico poeta inglés con su Childe Harold y su Don Juan, y el gran prosador escocés con sus Novelas históricas, habían abierto á los ingenios nuevos y fascinadores derroteros. En el de las artes, principalmente en la pintura, la guerra contra el arcaísmo, contra las teorías del bello visible, contra el desnudo, contra el plegado sistemático, estaba enérgicamente iniciada desde la muerte de David por Hersent y Géricault en Francia, por Cornelius y Overbeck en Alemania é Italia. Varios caminos se brindaban á los jóvenes escritores y artistas por efecto del ruidoso aplauso que la llamada escuela romántica obtenía desde la revolucion francesa de 1830; y notemos, aunque, no sea más que de pasada, un fenómeno curioso que con esta revolución ocurría.
El impulso contra las ideas arcaicas dado en nombre de la libertad intelectual, de que era la Francia para nosotros el representante más autorizado,— pues para los países del Norte lo era la Alemania,— procedía de diversos orígenes: en primer lugar, ya desde los preparativos de guerra que la Europa septentrional había venido haciendo de 1812 á 1814 para sacudir el yugo del árbitro del Occidente, el amor de patria y el espíritu religioso combinados habían producido una especie de poesía nueva, en que los recuerdos de la vieja Alemania y las antiguas creencias cristianas se daban la mano para exaltar el entusiasmo militar de todos los pueblos de raza germánica. Este gran movimiento patriótico y religioso, que ahuyentaba los recuerdos mitológicos de los tiempos paganos para glorificar en cambio los de la Edad Media cristiana, no podía menos de producir en el terreno de la literatura y de las artes una revolución análoga á la que se operaba en el mundo político. Do aquí los poetas místicos y soñadores: de aquí los pintores y escultores puristas.— Pero al propio tiempo, el arcaísmo era combatido en Inglaterra por otros dos terribles adalides: Byron y Walter Scott, á quienes poco há citábamos. Byron le combatía con el irresistible ariete del ridículo y de la ironía; Walter Scott haciendo retroceder la historia, de las ficciones y del artificio clásico, á la realidad y naturalidad de las crónicas y memorias. Y esta triple influencia del misticismo aleman, de las inspiraciones satánicas del gran poeta escéptico, y de las narraciones entretenidas y veraces del gran novelista, sistemas en su esencia opuestos, pero concordes todos en el menosprecio del clásico antiguo, venía trabajando á la juventud de todas las naciones desde que el estandarte del romanticismo había comenzado á ondear en las esferas de la literatura y del arte de nuestro siglo.
¿Se afilió Carderera, según lo hicieron muchos de nuestros jóvenes literatos y artistas, á alguna de estas escue­las románticas como escritor y crítico? Él no era poeta, es decir, no escribía versos, aunque sabía admirablemente sentirlos; no era tampoco novelista. De Byron y de Walter Scott tenía, pues, poco que tomar; si hubiera sido su vocación la de escritor lírico ó dramático, nunca hubiera imitado al autor del Don Juan ó de Manfredo: la impiedad era repugnante á sus sólidas creencias cristianas. Si envidió alguna vez los lauros del poeta, de seguro no fueron los de Espronceda, satélite del vate inglés, sino más bien los de Lamartine, á quien sinceramente admiraba. Y si no se afilió á ninguna de las escuelas ultramontanas que se disputaban en Francia la dirección del movimiento intelectual en la región de la fantasía, ¿de qué lo aprovechó aquel nuevo impulso? ¿Qué partido sacó de la derrota del viejo sistema con el cual tiranizaba la Francia antes do 1830 á las escuelas de toda la Europa meridional sometiéndolas á un yugo exclusivo y uniforme? Pues aquel impulso, aquella victoria, aquel grito de emancipación fueron para Carderera la señal de que había recobrado su plena libertad de acción para consagrarse, sin temor de censuras académicas, al estudio de la ignorada y calumniada Edad Media, inaugurando en la Península Ibérica las útiles investigaciones, poderosas auxiliares de la Historia, merced á las cuales la marcha y las transformaciones del arte nos revelan las mutuas influencias de las diferentes civilizaciones en los Estados y pueblos que la naturaleza ó la conquista pusieron en contacto durante aquella trabajosa y fecunda edad. Con generoso afan se dedicó desde entónces á acopiar materiales para sus tareas arqueológico-artísticas, imitando el hermoso ejemplo que le daban en la vecina Francia los Lenoir, los Letronne, Raoul-Rochette, De Caumont, Didron y los Champollion; en Italia, Rossi, Fea, Yermiglioli, Cattaneo y Malaspina; en Inglaterra, Boeck, Ottley, Britton y Kosegarten; en Alemania, O ttfried Müller y Boettiger; y completando las que, con exagerado exclusivismo, realizaron en España Cean Bermudez en el campo histórico de nuestra pintura y escultura, y Llaguno y Amírola en el de nuestra arquitectura.

(Continuará.)
P . de Madrazo.